Capítulo 50

 

 

 

 

 

PUESTO QUE ESE año tampoco contaríamos con la visita de la casa real durante el verano, poco después del solsticio Lennard propuso que pasáramos unos días en la casita de vacaciones que teníamos en Åhus. A mí me apetecía mucho disfrutar del aire del mar después de llevar tres meses encerrada en la finca.

Agneta, sin embargo, se mostraba escéptica.

—¿Estás seguro de que tienes fuerzas suficientes para el viaje? —le preguntó en la cena.

—¡Hace mucho que no me encontraba tan bien! —respondió él—. Y me encantaría ver de nuevo el mar. Desde que me puse enfermo no hemos vuelto por allí. La casa podría estar cayéndose a pedazos… Démosle uso. Es el lugar donde nuestro amor empezó de verdad.

Vi que los ojos de Agneta se llenaban de lágrimas. Alargó la mano hacia la de su marido y la asió. Nunca habían sido tímidos con sus muestras de cariño, pero ese gesto y las palabras de él me conmovieron tanto que también a mí me costó contener la emoción.

—Vayamos, sí —dije—. Nos las arreglaremos. Os llevaré a Åhus en coche y viajaremos con poco equipaje. No necesitamos un séquito de criados, yo me ocuparé de lo que haga falta hacer en la casa.

Agneta me miró. Su rostro expresaba claramente lo preocupada que estaba por su marido.

—Hazle caso —pidió Lennard—. Me gustaría mucho. Solo nosotros tres. Matilda se merece unas pequeñas vacaciones y nosotros también. Disfrutemos del verano…

Su mujer asintió y bajó la cabeza. Igual que yo, debía de notar que a sus palabras casi les habían seguido otras: «Disfrutemos del verano… mientras aún tengamos ocasión de hacerlo».

No disponía de información muy precisa sobre la evolución de su enfermedad, pero intuía que Lennard quería aprovechar el tiempo que aún estuviera bien para vivir algo bonito. Nadie sabía qué traería el resto del año.

—De acuerdo, pasaremos una semana en Åhus —accedió Agneta—. Pero tienes que prometerme que, cuando te sientas fatigado, me lo dirás.

Su marido le besó la mano.

—Te lo prometo.

Y me sonrió con tanta alegría como no le había visto en mucho tiempo.

 

 

AGNETA HABÍA REACCIONADO muy bien a la idea de no llevar criados con nosotros, pero cuando empezamos a hacer las maletas le entraron dudas.

—Tal vez debería acompañarnos Lena —dijo mientras repasaba el inventario—. Tú sola no podrás con todo.

—Tampoco hay tanto que hacer. Las tareas de la casa no tienen por qué estar perfectas, no recibiremos invitados, y las criadas hacen falta aquí. El señor Broderson está más contento con ellas que con los chicos. No tenemos por qué andarnos con mucha ceremonia. Pasearemos por la playa y disfrutaremos del agua. Son otros tiempos.

—Sí, es verdad que lo son. —Agneta asintió—. Si en su día le hubiera dicho a mi madre que viajaríamos sin criados, le habría dado un síncope.

—Serán unos días bonitos. Cuidaremos de Lennard juntas. Además, por todo lo que me has contado del pasado, también tú sabes lo que es vivir sin servicio.

—Es cierto. Cuando pienso en mi piso de Estocolmo… —Su mirada se volvió soñadora—. En aquella época todo me daba igual. Las grietas del techo, una ventana rota… Nada era un problema. Me preparaba algo para comer, pintaba, iba a las manifestaciones con las demás sufragistas. Llevaba una vida casi normal.

—Bueno, pues entonces nos las arreglaremos bien en la casita de la costa. Será solo una semana. Mientras tanto, en la finca todo tiene que seguir en marcha sin nosotros. Y cuando volvamos, habremos recobrado energías.

A pesar de mi optimismo, sentí los nervios en el estómago cuando nos despedimos de Lena y las demás. Estaba segura de que harían bien su trabajo, y tampoco dudaba de que nos concedían de buena gana esos días libres después de haber demostrado que éramos capaces de arrimar el hombro igual que ellas. Sin embargo, por algún motivo tenía la sensación de que podíamos perdernos algo esa semana. ¿Y si ocurría alguna cosa? Åhus no estaba muy lejos, pero aun así…

Ni siquiera era capaz de definir lo que temía. Se trataba de un presentimiento vago que me revolvía el estómago. Como si tuviera miedo de que pudiera suceder algo terrible.

Durante el trayecto hacia Åhus se me pasó un poco. Debía de ser que me creía imprescindible en la finca. Qué extraño era lo mucho que había cambiado mi postura en solo unos meses. Dos veces había huido de Lejongård con prisa por alejarme todo lo posible, y de repente temía abandonar la finca.

La casita de la playa estaba construida con piedra y madera. La pintura blanca había sufrido a causa de las tormentas, pero la madera seguía pareciendo muy sólida. Desde la veranda de detrás se veía el mar y un pequeño embarcadero. El rumor del Báltico me envolvió, cerré los ojos y escuché los gritos de las gaviotas, que ya se habían dado cuenta de que la casa tenía ocupantes.

—Creo que me tumbaré un rato —anunció Lennard, que no había aguantado el viaje tan bien como imaginaba en un principio.

—Yo también —dijo su esposa mientras se quitaba el sombrero—. Cuando nuestras finanzas hayan mejorado, tenemos que comprarnos un coche nuevo. Los amortiguadores están en las últimas. Me siento como si me hubieran sacudido todos los huesos del cuerpo. —Me miró—. Tú, en cambio, no pareces cansada.

Negué con la cabeza. Sentía una emoción agradable. El susurro de las olas y el aire fresco y salado me llenaban de una energía que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.

—Voy a dar un pequeño paseo. Después desharé el equipaje y saldré a ver qué hay en las tiendas de por aquí.

Svea nos había preparado una cesta de pícnic muy generosa, pero no nos alcanzaría para toda la semana.

—Muy bien, pero ve con cuidado —dijo Agneta, como si yo fuera una niña pequeña.

¿Qué me iba a pasar allí? De todos modos, asentí y salí de la casa.

 

 

EL PASEO SE convirtió en una costumbre durante esos días en Åhus, igual que la siesta para Lennard y Agneta.

Aunque no conseguí dejar de pensar en la finca, disfruté de la estancia. Allí todo parecía en paz. También veíamos a hombres uniformados, por supuesto, pero no se percibía tensión alguna en el ambiente. Las medidas de oscurecimiento seguían vigentes, pero nuestra casa tenía buenas contraventanas.

A esas horas, sin embargo, aún había luz. Salí a recorrer la playa bajo el sol mientras las olas intentaban alcanzarme los pies, y entretanto pensaba en lo fácil que lo tenían los aviones alemanes para localizarnos durante el día. ¿Por qué creía el Gobierno que solo atacarían de noche? ¿Por temor a las defensas antiaéreas?

Me acerqué a un punto donde se habían acumulado muchos troncos arrastrados por las corrientes. Cerca de allí crecía un bosquecillo. Me gustaba ese lugar porque los demás paseantes no solían llegar tan lejos. Aunque costara creerlo, además de nosotros había muchos otros veraneantes, sobre todo mujeres en busca de reposo. Como si la guerra no existiera.

Entonces oí unos crujidos que me devolvieron a la realidad. Me di la vuelta. Un hombre salió de entre los árboles y caminó directo hacia mí. Me sobresalté. ¿Qué querría? ¿Me habría estado esperando entre la vegetación?

De pronto reconocí su pelo y su forma de andar.

—¡Ingmar! —Abrí los ojos con sorpresa—. ¿Qué haces tú aquí?

—¡Shhh! —siseó llevándose un dedo a los labios—. Matilda, escucha, necesito tu ayuda.

—¿Mi ayuda? ¿Para qué? —pregunté—. ¿Desde cuándo estás en Suecia? ¿Te has metido en algún lío?

—Bueno, en cierto sentido sí, pero no es lo que piensas. —Miró alrededor con nerviosismo, como si temiera que alguien lo estuviera vigilando—. Me he unido a la resistencia noruega. Mis amigos y muchos otros están construyendo una organización que lucha contra los alemanes.

Sacudí la cabeza. ¡No podía ser cierto!

—¿Y cómo has llegado a Åhus? —fue lo primero que se me ocurrió decir.

Mis pensamientos eran demasiado confusos para expresarlos con palabras.

—Tu amigo habló conmigo. Ese tal Paul. Ringström, se apellida, creo.

—¡Logró encontrarte!

—No, fue por casualidad. Se puso en contacto con mis amigos porque quería poner a salvo a su mujer. Cuando volvimos a vernos… Bueno, ya puedes imaginar mi sorpresa. Él se entusiasmó y me enseñó la carta que le habías escrito. No había podido localizarme, pero ¿cómo iba a hacerlo si…?

Intenté ordenar toda la información. La mujer de Paul estaba en peligro. ¿Había vuelto Ingmar por ella? ¿Y qué demonios hacía con la resistencia noruega?

Me tomó de la mano y me miró con gravedad.

—Necesitamos ayuda. Una ruta segura para traer a refugiados hasta Suecia. Judíos, noruegos, personas que sufren la persecución de los fascistas. La situación en Noruega es insostenible. Necesitamos un lugar donde darles cobijo y he pensado en Lejongård. Creo que podríais ayudarnos a transportar a esas personas y alojarlas, sobre todo porque entre ellos se encuentran Paul y su mujer. Seguro que a ellos sí querrás ayudarlos, ¿verdad?

Lo miré con espanto.

—¿Queréis enviarnos a refugiados?

—Sí, si no tenéis nada en contra. Los haríamos subir a unas barcas y luego los recogeríamos en mar abierto. Hemos reclutado a varios pescadores con embarcaciones más o menos grandes que simpatizan con nuestra causa.

—Pero… ¡eso es peligroso! —No sabía qué más decir—. No para nosotros, sino para vosotros. Seguro que vigilan las vías navegables.

—Por supuesto, pero somos prudentes. Todo lo que necesito es que accedáis a que atraquemos aquí y os enviemos a esa gente.

No sabía si Agneta estaría de acuerdo.

—¿Por qué no se lo preguntas tú mismo a tu madre? —repliqué—. Está allí, en la casa. Las decisiones de la finca no las tomo yo.

Negó con la cabeza.

—Eso no puede ser. No me dejaría marchar otra vez y tengo que hacerlo, Matilda. Tengo que hacerlo y punto. No puedo quedarme cruzado de brazos mientras veo lo que pasa en ese país. Lo mismo podría ocurrirnos a nosotros, y más deprisa de lo que pensamos. Esos cerdos solo necesitan asentarse bien en Noruega.

Por la cabeza me pasaban miles de preguntas al mismo tiempo.

—Es muy loable por tu parte, pero ¿y tu madre? ¿Qué pasará con Lejongård y la finca Ekberg? ¡Te estás poniendo en peligro!

—Lo sé, pero esto es más importante. Además, también está mi hermano, ¿o no?

—¡A tu hermano le importa un comino la finca! Fui a verlo y ya puedes imaginar cómo reaccionó. ¡Parece que no te quiera ni a ti!

Había subido el tono de voz sin darme cuenta, así que intenté serenarme. Tenía que impedir que Ingmar siguiera participando en esa locura, por muy admirables que fueran sus metas.

Se puso serio. Bajó la mirada y, cuando volvió a levantarla, tenía los ojos sospechosamente enrojecidos.

—Es por lo que pasó. Resulta que Lennard no es nuestro padre.

—Lo sé —confesé—. Agneta me lo contó y me dijo que os peleasteis.

—¡Ya lo creo! —exclamó Ingmar con un bufido amargo—. Primero discutimos los dos con mi madre, luego yo me peleé con Magnus. Llega a ser tan imbécil que incluso se puso a buscar a aquel tipo y luego me soltó que estaríamos mucho mejor si hubiésemos crecido con él. Con eso tuve bastante.

—¿Por qué no me escribiste?

—No sabía cómo te lo tomarías, después de todo lo que pasaste tú.

—No habrías tenido que ser tan precavido. Sé lo que se siente en esos casos. Habría podido ayudarte. —Suspiré—. Agneta parece tener un talento especial para guardar secretos.

—Sí que lo tiene. —Ingmar se secó una lágrima del rabillo del ojo—. Veo que la has perdonado.

Negué con la cabeza.

—No, en realidad no, pero me he dado cuenta de que le tengo más cariño a la finca del que creía. Y no quiero dejarla sola con Lennard. No te imaginas cómo han sido estos últimos meses. La enfermedad lo consume… —Callé y tomé su mano—. ¿De verdad no quieres verlos? No importa lo que haya ocurrido, tu madre sigue siendo tu madre. Y Lennard ha sido un buen padre para ti, ¿o no? Eso es lo único que cuenta.

Recordé el día que fui al puente con el encendedor de mi padre adoptivo, y también a aquella mujer que creyó que quería tirarme al agua.

—Tienes razón, pero no puedo —repuso—. Debo concentrarme en lo que tengo por delante. No puedo dejar que el amor o la compasión me distraigan. ¿Puedes entenderlo?

—La verdad es que me cuesta, pero veo que no tengo alternativa.

Me miró unos segundos.

—He de marcharme ya, el barco de Gotemburgo no nos esperará eternamente. Toma. —Se sacó un sobre del bolsillo y me lo dio.

—Espero por tu bien que sea una carta para tu madre —dije.

—Entre otras cosas. Intento explicárselo todo lo mejor posible. El sobre contiene también una dirección a la que puedes dirigirte cuando hayas hablado con ella sobre los refugiados. El enlace que tenemos allí me transmitirá tu mensaje. Por favor, responde lo antes posible, ¿de acuerdo?

—Lo haré. Ingmar… —dije mientras lo retenía—. Prométeme que tendrás cuidado. Y que de vez en cuando darás señales de vida. No es solo por tu madre, también yo quiero saber cómo estás.

Asintió, luego se inclinó y me dio un beso en la mejilla.

—¡Cuídate mucho, prima!

—¡Y tú también! ¡Sobre todo tú!

Por un instante pensé en seguirlo, pero cambié de opinión. Oí el petardeo de una motocicleta. Ingmar se alejaba y solo las estrellas sabían cuándo volvería a verlo.

 

 

TARDÉ UN RATO en ponerme en marcha y regresar a la casa. Todas esas novedades formaban remolinos de colores en mi cabeza. El sobre pesaba como una piedra en mi mano. Las palabras de Ingmar ardían en mi mente: se había unido a la resistencia. Paul y su mujer querían huir de los fascistas. Todos necesitaban nuestra ayuda y Lejongård debía acoger a los refugiados.

Escondí el sobre en mi pecho y miré una vez más hacia el mar. Después entré en la casa. En el dormitorio todo seguía tranquilo. Habría podido despertar a Agneta y a Lennard, pero ¿para qué molestarlos? ¡Ingmar ya no estaba!

Fui a la cocina, donde todavía olía al pescado que había preparado para comer. Dejé la carta en la mesa y la miré un buen rato. ¡Su primera señal de vida después de tanto tiempo! Debería haber sido mucho más severa con él. Debería haberle hecho ver el sufrimiento que provocaba. La próxima vez, si llegaba a ocurrir, lo haría.

Al cabo de un rato oí pasos detrás de mí.

—Matilda —dijo Agneta casi sorprendida—. Pensaba que querías salir a pasear.

—Y lo he hecho —repuse—. Pero esta vez me he encontrado a alguien.

Mi tía abrió mucho los ojos.

—¿Algún hombre te ha importunado?

—No, no me ha pasado nada. He visto a Ingmar.

—Ingmar… —No dijo más, solo se tapó la boca con la mano.

—Se encuentra bien. No tenía mucho tiempo, pero me ha dado esta carta.

—¿Has intentado retenerlo? —preguntó mientras se estremecía y se acercaba corriendo a la mesa—. ¡Habrías podido despertarnos!

—Claro que lo habría hecho, pero… no podía quedarse. He intentado que viniera a verte, pero ha dicho que no. Tenía mucha prisa.

Le temblaban los labios.

—Todavía está enfadado conmigo.

—No, es otra cosa. Se ha unido a la resistencia noruega.

Abrió los ojos con asombro.

—¡Eso no puede ser! Él… Seguro que te ha tomado el pelo.

Negué con la cabeza.

—No, ha sido muy sincero y nos pide ayuda. Pero ¿no quieres que leamos la carta? Puedo ir a buscar a Lennard…

—¡No! Deja que duerma, por favor. A saber lo que dice su mensaje. No quiero inquietarlo más aún.

—Muy bien. Entonces, te propongo que te sientes y yo la leeré en voz alta.

Tomamos asiento a la mesa de la cocina y saqué la carta del sobre con manos temblorosas. La letra de Ingmar parecía apresurada, debía de haber escrito esas líneas durante la travesía.

 

Querida madre, querido padre:

Puedo imaginar lo preocupados que estaréis ahora mismo. Las noticias que os llegan son sin duda inquietantes y no puedo deciros que no sean ciertas. La situación en Noruega es estremecedora. Los alemanes prácticamente han ocupado el país con un golpe de mano y es espantoso ver la cantidad de simpatizantes que tienen. Los soldados patrullan día y noche.

El motivo por el que fui a Oslo fue el de ayudar a unos amigos. Ambos son noruegos y llevan desde 1940 actuando en la clandestinidad. Lo que para la opinión pública fue una sorpresa, para nosotros no fue más que el resultado de una cadena de acontecimientos que mis compañeros seguían desde hacía tiempo. Que los alemanes ocuparan Noruega no nos sorprendió en absoluto. Lo único lamentable es que Inglaterra les diera un pretexto muy oportuno cuando minaron el mar Báltico. El mineral de hierro de la explotación de Narvik es muy importante para los alemanes, que lo necesitan para impulsar su industria armamentística, así que la gente del Nasjonal Samling se reunió en secreto con los alemanes el pasado invierno para acordar los planes de la invasión de Noruega.

Ahora muchas personas de aquí se ven amenazadas por las mismas condiciones que se han impuesto en Alemania. A opositores, comunistas, periodistas, judíos y a muchos otros que se han posicionado en contra del gobierno colaboracionista los hacinan en campos. Solo en el de Grini, sin ir más lejos, la situación es escalofriante. Y todo para acabar con la resistencia. Solo es cuestión de tiempo que empiecen a asesinarlos, como sucede en los campos alemanes.

Pero no os preocupéis, que somos muchos y la mayoría actuamos con cautela. En estos momentos trabajamos para organizarnos mejor. Yo pertenezco al brazo civil de la organización. Estos últimos meses he aprendido a pilotar, no aviones de guerra, sino aeronaves de transporte. En el norte de Suecia hay algunas bases que deben aprovisionarse.

Además de eso, trabajamos para montar una ruta de huida hacia nuestro país. Por eso os pido ayuda. Seguramente conseguiremos hacer llegar refugiados hasta la costa sueca, pero necesitarán un lugar al que acudir. Ya hemos convencido a algunas fincas y localidades, así que quisiera preguntaros si estaríais dispuestos a acoger a personas que no se encuentran a salvo en Noruega.

Sé que en un primer momento la idea os espantará, pero os aseguro que toda ayuda cuenta. No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras a esas personas les espera una muerte segura. Los judíos son quienes más sufren bajo las nuevas autoridades. Seguro que recordaréis a la señorita Grün, nuestra aya. Son personas como ella quienes os necesitan.

Os ruego que los acojáis. Adjunto una dirección a la que dirigiros.

Prometo que volveré a escribir en cuanto pueda. Hasta entonces os deseo salud dentro de lo posible. Y no os preocupéis por mí. Aquí tengo muchos amigos y somos casi como una familia. Si todo va bien, pronto habremos expulsado a los alemanes y entonces regresaré con vosotros.

Os quiere,

Vuestro hijo Ingmar

 

Cuando terminé de leer, casi me alegré de no haber despertado a Lennard. Lo que explicaba Ingmar me asustó mucho, y que hubiese decidido participar de manera activa era peor aún. Lo conocía y sabía que no era un joven violento. Si los nazis lo pillaban, no dudarían en matarlo de un tiro

Agneta parecía una estatua. Estuvo varios minutos inmóvil sin decir nada. Era como si tuviera que asimilar aún las palabras de su hijo.

—No le diremos nada a Lennard —decidió entonces.

—Pero tenemos que hacerlo. Por lo menos decirle que ha estado aquí y que se ha unido a la resistencia noruega. Los detalles no importan, pero debe estar informado.

Respiré hondo. Mi tía tenía la tendencia de ocultar siempre todo lo desagradable, pero también debía ser consciente del sufrimiento que había causado con esa forma de actuar.

Al final asintió.

—Está bien, se lo diremos. Pero con mucha delicadeza, por favor. No quiero que se inquiete de manera innecesaria.

—Tal como yo lo veo, no hay motivo para alarmarse. Temo por Ingmar, por supuesto, pero es fuerte. Ha cambiado desde la última vez que lo vi. Se ha hecho un hombre. No permitirá que le ocurra nada malo.

—No podrá evitarlo —repuso algo ausente—. En las guerras caen muchos hombres buenos. Muchos… Contra una bala no hay nada que hacer.

—Pero tendrá cuidado. Además, ¿no deberíamos estar orgullosos de que esté colaborando? Imagínatelo dentro de unos meses, cuando la guerra haya acabado y explique sus aventuras en la próxima fiesta del solsticio. La gente lo adorará aún más por ello.

Agneta me miró con tristeza. En sus ojos percibí por un momento el mismo ensimismamiento que durante los días que guardó cama. «Otra vez no, por favor», pensé.

—Hablemos con Lennard —dijo entonces con voz firme—. Es posible que lo vea igual que tú. Últimamente, los dos sois bastante más optimistas que yo. Tal vez debería dejarme contagiar.

 

 

MI TÍO SE quedó de piedra al saber de la visita de Ingmar, y también a él le habría gustado verlo. De todos modos, tener una dirección a través de la cual podíamos ponernos en contacto le ofreció confianza.

—Seguro que no podemos escribirle cada dos por tres, pero supongo que le harán llegar el correo personal —comenté—. Si no abusamos, claro.

—Entonces deberíamos escribirle lo antes posible —opinó Lennard, y mirando a Agneta añadió—: No te opondrás a acoger refugiados, ¿verdad? Al viejo caserón le vendrá bien algo de nueva vida.

Ella dudó un momento. Debía de estar pensando en los esfuerzos que habría que hacer para hospedar a esas personas.

—No, no tengo nada en contra —dijo entonces—. Escribámosles diciendo que pueden venir.

Y eso hice en cuanto regresamos a Lejongård al final de la semana. Redacté nuestro consentimiento para establecer contacto y adjunté una larga carta que habían escrito Agneta y Lennard. Llevé el sobre a correos con el deseo de que mi primo regresara sano y salvo algún día.

La noticia de que Ingmar estaba vivo había supuesto un gran alivio para toda la finca. Aunque no podíamos contar aún con su regreso, las habitaciones de la casa señorial parecieron iluminarse. Volvía a haber esperanza.

Sin embargo, a Agneta y a Lennard parecía ocurrirles lo contrario. Estaban contentos, por supuesto, pero su preocupación seguía siendo enorme. Ayudar a refugiados era una actividad peligrosa. Si los alemanes lo descubrían, poco importaría que fuera sueco. Además, tal vez Ingmar tampoco revelara cuál era su nacionalidad por miedo a perjudicar al país entero. A pesar de todo, mantuvieron su palabra de acoger a los fugitivos.

 

 

UNA TARDE DE septiembre recorrí la casa con Agneta para ver dónde podríamos hospedarlos. No sabíamos cuándo llegarían. Seguramente los miembros de la resistencia necesitarían tiempo para organizar el convoy, pero sería mejor que estuviéramos preparados.

—Qué extraño… —comentó la condesa cuando entramos en las habitaciones de los invitados.

Puesto que ya no celebrábamos muchas recepciones oficiales con numerosos asistentes, los muebles estaban cubiertos. Los colchones de las camas estaban desvestidos y protegidos con sábanas. Eso me hizo pensar en la casa de mis padres. ¿No debería acercarme a Estocolmo y taparlo todo? Seguro que la capa de polvo debía de ser ya considerable.

—¿Qué es extraño? —pregunté, porque se había quedado a mitad de la frase, mirando el techo.

—Todas estas habitaciones. Ahora me parecen excesivas. ¿Por qué se le ocurriría a la nobleza construir casas con tantas estancias?

—Bueno, por los bailes y demás celebraciones, supongo.

—No, no puede ser solo por eso. Ni siquiera en vida de mis padres llegaron a ocuparse todas. Yo creo, más bien, que se trataba de aparentar ante los vecinos. De imponer.

—Tal vez sucedía lo mismo que con los castillos —se me ocurrió decir—. En clase de historia nos explicaron que, cuando había una guerra, eran el lugar al que los súbditos acudían para protegerse. Los señores feudales no podían permitirse perder a sus siervos, que aseguraban su subsistencia mediante los impuestos y la agricultura. Por eso les ofrecían refugio tras sus gruesos muros. Incluso los vikingos lo hicieron, por cierto. Ocultaban a mujeres y niños en los grandes salones de sus aldeas.

Agneta sonrió.

—Al menos esa explicación no resulta tan egocéntrica como la mía. Puede que en nuestra familia se haya mantenido vivo el espíritu de caballeros y vikingos.

—Y ahora tenemos otra oportunidad de ayudar a la gente con esta gran casa —dije—. Me alegra mucho que hayáis aceptado.

—Bueno, me temo que no ha sido solo por razones desinteresadas —repuso Agneta—. Una casa como esta es demasiado grande para tres personas, hay que habitarla para que no se deteriore. Además, espero que Ingmar acompañe a los refugiados. Desearía aclarar por fin lo que tenemos pendiente.

Le puse una mano en el brazo con suavidad.

—Estoy convencida de que tendrás ocasión de hacerlo.

Nos miramos en silencio, luego asintió y dio unos golpecitos contra el poste de la cama que tenía al lado.

—Muy bien, en esta habitación caben dos, quizá tres personas, si ponemos una cama supletoria, ¿verdad?

—Sí, aquí podría hospedarse una familia pequeña. Y en las habitaciones más grandes, cuatro personas.

—Será mejor hacer planes más exactos. En cuanto nos digan cuándo van a llegar, nos pondremos manos a la obra y retiraremos las sábanas. Tal vez podamos usarlas también como vendas.

—Muy buena idea —dije, y pensé que debería pedir medicamentos al hospital porque no sabíamos en qué estado llegarían los refugiados.