Capítulo 53

 

 

 

 

 

ANTES DE QUE Ingmar y sus compañeros se marcharan, le hice prometer que nos escribiría por lo menos un par de veces al año para que supiéramos que estaba bien. ¿Mantendría su palabra? No estaba segura. Estando en Lejongård seguramente fue consciente del peso que recaía sobre él, pero ¿qué ocurriría cuando regresara a Noruega?

Tampoco tuve mucho tiempo para pensar en eso. Durante las semanas siguientes, los refugiados de la casa acabaron de organizarse. Los habíamos instalado en grupos de cuatro en las diferentes habitaciones, teniendo en cuenta que las familias permanecieran unidas. También separamos a hombres de mujeres porque no queríamos que se sintieran incómodos en los momentos más íntimos.

A menudo se me caía una lágrima al ver lo mucho que se alegraba la gente de tener una cama o una chimenea. Los niños alborotaban por toda la casa como si fuera un gran parque de juegos y nosotros los dejábamos hacer. Solo cerrábamos con llave las salas en las que podía romperse algo valioso, pero las abriríamos si llegaban más refugiados.

Cada día era más consciente de la abundancia en la que habíamos vivido. El racionamiento nos había resultado desagradable, pero no era nada comparado con el sufrimiento de aquellas personas.

A diario intentaba encontrar un momento para Paul. El asesinato de su mujer lo había destrozado, pero al menos conseguí convencerlo para que escribiera a su hermana. ¿Estaría Daga preocupada por él? Le pedí que le diera recuerdos de mi parte y que la invitara a Lejongård. Nunca había ido a verme a la finca, su trabajo no se lo había permitido. Y quizá su madre tampoco.

De momento no había llegado respuesta. Era posible que las cartas tardaran más de lo habitual, y quizá necesitara unos días para asimilar que su cuñada había muerto y que su hermano había escapado por poco de la muerte.

—Ojalá tuviera algo que hacer —se lamentó Paul una tarde, mientras paseábamos. Las flores del azafrán y las campanillas blancas anunciaban la primavera—. Echo de menos trabajar, y así también mantendría la mente ocupada.

Lo mismo parecía ocurrirles a otros refugiados, pero no queríamos pedirles que nos ayudaran en la finca. No podíamos pagarles y no se nos habría ocurrido explotarlos. Habían sufrido tanto que ahora debíamos tratarlos con respeto.

Sin embargo, también comprendía a Paul. Siempre había sido un hombre que se definía por el trabajo. Pocas veces lo había visto ocioso. Pero ¿qué ocupación podía ofrecerle?

—Mientras daba un paseo he visto una cabaña en vuestra propiedad —dijo—. Está bastante deteriorada, pero parece tener buena estructura. ¿Y si la arreglara?

—Bueno —contesté algo sorprendida por su ofrecimiento—. Es la vieja cabaña del administrador, en realidad ya no se utiliza.

También era el escondite preferido de Magnus, un lugar en el que yo no había vuelto a poner un pie. No me habría extrañado encontrar allí dibujos terroríficos o textos oscuros.

—Podría remodelarla y, si me lo permitís, vivir en ella.

No sabía si era buena idea, pero por primera vez desde hacía mucho parecía entusiasmado con algo, así que no me vi capaz de decirle que no.

—Lo hablaré con Agneta —repuse—. Si ella no tiene nada en contra, ¿por qué no?

Sopesé un instante si hablarle de Magnus. En caso de que regresara, no le gustaría que la cabaña tuviera un nuevo inquilino. Pero Paul no lo había conocido y estaba segura de que no regresaría. Su madre seguía viva.

 

 

DESPUÉS DE REPARTIR las raciones de alimentos, me senté junto a Lennard y Agneta. Para tener algo de intimidad, habíamos llevado la mesa del comedor al antiguo salón de fumadores. El menú también se había limitado bastante para nosotros. Muchos días teníamos un salteado pyttipanna, porque en la finca disponíamos de patatas y huevos en cantidades suficientes, y a esos ingredientes Svea le añadía lo que pudiera encontrar. Hierbas aromáticas, restos de fiambre, verduras en conserva. La variación consistía en que nadie sabía qué llevaría el salteado del día.

Lennard seguía con una alimentación a base de líquidos que hacía que adelgazara más, pero de todos modos el hígado no le dejaba esforzarse demasiado. A veces Agneta y yo nos dejábamos llevar por la esperanza de que tanto reposo consiguiera alargarle la vida un par de años más. Por eso intentábamos animarlo y lo persuadíamos cuando volvía a quejarse y no quería comer.

—Esta tarde he hablado con Paul —comenté cuando hube saciado el hambre más voraz. Era increíble lo buenos que podían estar los huevos con patatas—. Me ha preguntado si podría renovar la vieja cabaña del administrador. Necesita algo que hacer y creo que no es mala idea.

Vi que Agneta se ponía tensa.

—¿Por qué precisamente esa cabaña?

—Bueno, porque está a punto de caerse. Paul también ha preguntado si podría trasladarse allí. A cambio realizaría todos los arreglos necesarios aquí, en la casa. Podría convertirse en nuestro conserje.

Agneta removía la comida en el plato con el tenedor.

—Esa maldita cabaña —masculló—. Tendría que haberla mandado echar abajo.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por Magnus?

Entonces recordé la otra historia, pero que hubiera concebido allí a sus hijos tampoco era motivo para derribarla.

—¿Y por qué no? —opinó Lennard—. Es buena idea. De esa forma haríamos desaparecer por fin los viejos fantasmas.

Sí, sobre todo había que exorcizar el fantasma maligno de Magnus. Ella, no obstante, seguía mostrándose reacia.

—Si Paul quisiera demolerla…

—Agneta, por favor —insistí—. ¡Permíteselo! Si llegan más refugiados, necesitaremos más sitio. La cabaña del administrador podría servir. Además, allí Paul tendría un poco más de libertad.

—Para convertirla en una casa de entretenimiento masculino —dijo Agneta, y respiró hondo—. Bueno, por mí de acuerdo. Pero debe saber que no tenemos buenas herramientas. Y en cuanto al material de construcción, tendrá que contentarse con lo que encuentre allí.

—Es un buen carpintero —repuse—, se las apañará. Y trabajar le sentará bien.

Mi tía asintió.

—Es terrible que mataran a su mujer —dijo Lennard con compasión—. No quiero ni imaginar lo que debe de ser eso.

—Lo está pasando mal. Y peor aún es que no quiera comunicárselo a sus padres porque su madre lo presionaría y su padre se alegraría de la muerte de la nuera.

—Menos mal que a nosotros aún no nos ha alcanzado esa locura —comentó mi tío, y buscó la mano de Agneta para besarla—. Me moriría si supiera que te ha sucedido algo.

—Eso no pasará —dijo ella, y vi que luchaba contra las lágrimas.

 

 

LE DI LA noticia a Paul ese mismo día y nos pusimos en marcha.

—Bueno, ¿y cuándo piensas aprender a montar? —pregunté mientras le ayudaba a subir al caballo detrás de mí.

Por suerte, los mozos de cuadra estaban ocupados en ese momento, si no, seguro que se habrían desternillado de risa.

—No lo sé —contestó después de acomodarse—. Hasta ahora me las he apañado bien sin caballo.

—Estarás aquí una buena temporada. Sería mejor que te familiarizaras con los animales antes de que le partamos el lomo al pobre Linus. Lo ideal sería que empezaras los próximos días. Le diré a Lasse que te dé clases.

—Estos días estaré muy ocupado —se excusó—. Y gracias por pedírselo a tu tía.

—No hay de qué —dije mientras espoleaba al caballo—. Primero asegúrate de que puedes hacer algo con ese sitio. Mi tío ha dicho que está lleno de viejos fantasmas. Espero que estés preparado.

Mientras cabalgábamos en dirección a la cabaña, sentía el torso de Paul pegado a mi espalda y me costaba reprimir el recuerdo de la noche que habíamos pasado juntos. Notaba su calidez y el deseo me recorría el cuerpo como una dulce riada.

Pero no podía dejarme llevar, sobre todo después de lo que había ocurrido. Aunque no creía en el cielo, tal vez Ingrid se enterara de alguna forma de todo lo que hacíamos. Eso me resultó desagradable e hizo que me avergonzara de mis pensamientos.

Al ver la cabaña regresé a la realidad. Sí que parecía que dentro viviesen espíritus. Por esa razón hacía tanto que no me acercaba.

Paul se dejó resbalar del lomo del caballo.

—Creo que la próxima vez vendré a pie —comentó—. ¿No tendréis una bicicleta?

—¿Quién necesita una bicicleta cuando se tienen caballos? —respondí, y desmonté de la silla—. Bueno, ¿qué me dices? —Señalé la cabaña.

—Por fuera está bastante deteriorada. ¿Podemos verla por dentro?

—Claro. —Intenté que no notara mi incomodidad.

Entrar me daba algo de miedo, pero no quería que Paul se riera de mí. Así que saqué la llave y me adelanté.

Los escalones que subían a la veranda crujieron un poco bajo nuestro peso. No estaba convencida de que no fuesen a ceder en cualquier momento.

—Parece bastante sólida —comentó dando fuertes pisotones con el pie.

—¿Te has vuelto loco? —exclamé—. ¿Y si se parte?

—En el peor de los casos, aterrizaremos en un nido de termitas. O sobre una topera —respondió riendo.

—O nos romperemos una pierna —añadí, y abrí la puerta enseguida.

De dentro salió un olor a humedad mezclado con el polvo acumulado tras meses de soledad. También allí crujían muchísimo los tablones. Al principio no vimos nada porque las contraventanas estaban cerradas. Las abrí.

Me había preparado para lo peor. Para extraños trofeos de Magnus o apariciones en forma de sombras terroríficas. Sin embargo, cuando la luz inundó la estancia, todo cobró un aspecto inofensivo. Fuera lo que fuese lo que Magnus hacía allí, no había dejado un rastro perceptible. Se veía alguna que otra mancha de humedad en el techo, y los pocos muebles que había estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo, pero eso era todo.

—Pues sí parece muy firme —confirmó Paul—. Necesita arreglos, por supuesto, y supongo que habrá que cambiar casi todo el tejado.

Se puso de puntillas, alargó un brazo y tocó una mancha de humedad. Un poco de pintura se desprendió y le cayó encima, así que apartó la cabeza.

—Como te he dicho, Agneta te da vía libre. En realidad considera que habría que echar abajo la cabaña, pero tal vez tú puedas devolverle su esplendor.

—Por lo menos lo intentaré —repuso—. Y cuando haya terminado, podemos organizar una pequeña fiesta de inauguración.

Lo miré sin dar crédito. No por su propuesta, sino por la tímida sonrisa que apareció en sus labios.

—¡Estás sonriendo! —exclamé—. Por primera vez en mucho tiempo.

Entonces se puso colorado.

—Este sitio me da una buena sensación.