LA MAÑANA DE la fiesta del solsticio era aún muy temprano cuando hice la ronda con las criadas y repartí el desayuno entre los refugiados. La mayoría de ellos ya estaban levantados, solo un par de personas mayores seguían durmiendo.
Paul se había trasladado a la cabaña. Sus manos expertas la habían transformado y no faltaba mucho para que estuviera como nueva. Incluso tenía una bicicleta. Debía de haberla conseguido gracias a alguien del pueblo. No sabía a cambio de qué se la habrían vendido, pero estaba muy orgulloso de poseer su propio medio de transporte. De esa forma evitó las clases de equitación.
Yo seguía prefiriendo el caballo. El ejercicio me sentaba bien y me gustaba no tener que usar mis propias piernas. Eso ya lo hacía dentro de la mansión.
—Quería preguntarte si tendrías algún cigarrillo para mí —dijo Paul esa mañana cuando le llevé un poco de avituallamiento—, aunque sé que el tabaco no te hace mucha gracia.
—Fumar es malo para la salud —dije—, y los precios del mercado negro son un auténtico robo.
—Entonces tendré que fumar hierba del campo. Aquí la hay a montones.
—Eso es porque no sabes lo que le pasó a Ole Hansen.
Paul levantó las cejas.
—¿Quién es Ole Hansen?
—Un joven de nuestra calle. Sus padres y él se marcharon antes de que tú y yo nos conociéramos. Una vez fumó diente de león.
—¿Y qué ocurrió? ¿Le sentó bien?
—No —respondí—. Se hizo de vientre encima, y tal vez por eso sus padres decidieron mudarse.
Se me quedó mirando.
—Te lo acabas de inventar.
—Puede. —Sonreí—. Hoy vendrás a la fiesta, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¿Y querrás bailar conmigo? —pregunté con cierta coquetería.
El trabajo había hecho que Paul se soltara un poco. No sabía en qué pensaba cuando dormía solo en la cabaña, qué sueños lo atormentaban, pero cuando estaba conmigo no parecía reservado. De vez en cuando incluso lo sorprendía sonriendo.
—Me temo que no se me da muy bien —repuso.
Estuve a punto de decir que en su boda seguro que había bailado, pero por suerte me frené a tiempo.
—También hace mucho que no practico —dije en cambio—. No pasa nada si nos damos pisotones. —Lo tomé de la mano. Tal vez fuera el recuerdo de su mujer lo que le hacía dudar—. Y si no te apetece, no importa. Disfrutaremos de una bonita velada. Además, haremos una excursión, así que de todas formas tampoco habrá mucho tiempo para bailar.
Pareció aliviado.
—Bueno, pues no te molesto más —añadí, y le di unas palmaditas en el hombro—. Si necesitas algo, avísame.
Después de decir eso, regresé con mi caballo. Monté en la silla y, cuando me giré, vi que Paul me miraba fijamente. Me despedí con la mano y empecé a cabalgar.
EN CUESTIÓN DE pocas horas, nuestro patio se transformó en una fiesta. Todos echaron una mano. Los hombres colgaron guirnaldas de banderines y trasladaron mesas y sillas. Las mujeres ayudaron en la cocina. Había temido que a Svea no le hiciera mucha gracia, pero se llevaba de maravilla con las noruegas, que incluso habían aprendido un poco de sueco. Nuestra cocinera les preguntaba con interés por sus recetas y las anotaba en una libretita.
—La señora Bloomquist no lo habría soportado —comentó Agneta riendo—. Siempre era muy posesiva con la cocina. Tú misma lo viviste. Incluso de mayor no había quien la sacara de aquí. Por suerte, Svea está hecha de otra pasta.
—Solo le encuentra ventajas, por lo que veo. Así no tiene que estar todo el rato sola preparando la comida. Y para nosotros será una bonita novedad conocer la versión noruega de la celebración.
—Sí, la primera vez que tendremos hoguera —añadió la condesa algo intranquila.
—No te preocupes, la hemos colocado muy lejos de los establos.
Charlando con los noruegos, supe que ellos no celebraban el solsticio, sino la noche de San Juan, y que encendían grandes hogueras para ahuyentar a los malos espíritus. Los hombres habían reunido madera de los bosques cercanos y también habíamos añadido paja de los establos.
Hans, uno de los noruegos de más edad, había prometido interpretar la canción tradicional de la festividad. Todos lo esperábamos con emoción.
—Además, el fuego ayudará a espantar de nuestra casa a los espíritus malignos —añadí—. Y eso nos hace mucha falta, ¿o no?
—Sí, más que ninguna otra cosa.
POR LA NOCHE nos reunimos en el jardín. Agneta y yo llevábamos vestidos de verano de colores suaves; Lennard, un traje marrón que le quedaba bastante holgado. Sin embargo, ese día estaba alegre y activo, como hacía mucho tiempo.
Los noruegos se habían puesto sus mejores galas, ropa que conservaban o que les habíamos dado nosotros. Muchos se adornaron la solapa con un ramito de flores silvestres, y las chicas más jóvenes llevaban coronas de acianos y amapolas. Era bonito ver que, tras el horror que habían vivido, conseguían recuperar cierta ligereza.
Los habitantes del pueblo fueron llegando poco a poco y enseguida se unieron a los demás. Todavía recordaba la cantidad de coches caros que aparcaban en la rotonda tiempo atrás; las mujeres, que vestían preciosos vestidos de gala, subían por los escalones de la entrada junto a sus acompañantes vestidos de frac. Añoraba un poco ese esplendor, pero debía reconocer que ahora nos reíamos más. Y eso, en los tiempos que corrían, nunca se valoraba lo suficiente.
—Parece que la fiesta no será tan reducida como el año pasado —le dije a Agneta, que se acababa de servir un vaso de gaseosa.
También yo me serví uno y me lo bebí de un trago.
—Sí, casi es como antes. Solo que con otro público.
—Son buena gente, Agneta. Personas que necesitan mucho una celebración.
—No he dicho lo contrario —replicó con una sonrisa—. Cuando pienso en lo que habría dicho mi madre…
De repente se le congeló el gesto, como si hubiera visto algo que la asustaba. Me volví y casi me atraganté con la gaseosa. ¿Magnus? Al principio me pregunté si podría ser Ingmar, pero su madre habría reaccionado de otra forma.
—Parece que la fiesta de San Juan no ahuyenta a los espíritus malignos —murmuró, y dejó su vaso.
De lejos vi que el saludo entre ambos fue muy frío. Sin embargo, Agneta era una buena anfitriona, así que lo invitó a pasar al jardín, aunque se despidió de él enseguida y entró en la casa.
Me pregunté si debía seguirla para ver cómo se encontraba, pero antes de que pudiera hacerlo, Magnus vino directo hacia mí. Respiré hondo.
—Prima —dijo con un tono burlón, y me ofreció la mano.
«¿Qué haces tú aquí?», me habría gustado soltarle, pero una discusión no habría sido apropiada esa noche.
—Buenas tardes, Magnus —repuse sin darle la mano—. Llegas justo a tiempo para ver cómo encienden la hoguera.
—Debo decir que los invitados han cambiado mucho con los años —comentó tras mirar alrededor—. No sabía que ahora recibierais a vagabundos.
El retintín con el que lo dijo me puso furiosa.
—Estas personas son de Noruega. Algunos de ellos eran empresarios hasta que la guerra y los nazis se lo quitaron todo. No deberías juzgar tan a la ligera. Podría pasarnos lo mismo a nosotros si los camisas pardas nos atacan.
Sonrió con ánimo provocador.
—Bonito discurso. Ya sabía yo que aún les tenías cariño. La cabra tira al monte.
—Si lo que quieres es fastidiarme, te diré que no hace falta que te esfuerces. Prefiero ser como estas personas antes que como los que son como tú.
Tras esas palabras, di media vuelta y me alejé. Intenté encontrar a Paul, pero no lo veía. ¿No había llegado todavía? A juzgar por lo que Agneta me había contado de la cabaña, sus habitantes tenían tendencia a la soledad. También Paul se había aislado un poco.
Después de pasearme un rato entre la gente, por fin lo localicé con un grupo de hombres. Estaban compartiendo un cigarrillo. Cuando me vio, le pasó el pitillo al siguiente.
—No puedes dejarlo, ¿eh? —pregunté con una sonrisa.
—Markus se ha ganado medio paquete trabajando para un agricultor —me explicó—. Ahora todos los fumadores somos sus mejores amigos, por supuesto.
—Deberías dejarlo, de verdad.
Lo tomé del brazo.
—Está bien, lo intentaré, pero no prometo nada.
Fuimos hacia las mesas, donde las mujeres estaban colocando ya la comida.
—¿Puedes imaginar que algún día las cosas vuelvan a ser como antes? —pregunté.
—¿Te refieres a que se puedan comprar cigarrillos? —bromeó.
—Ya sabes lo que quiero decir. Aunque nos libremos de la guerra, tengo la sensación de que el mundo nunca volverá a ser el que conocimos.
—Supongo que eso pasa siempre. Mis padres decían a menudo que antes de la Gran Guerra todo era mejor. Seguro que ni en sueños imaginaban que habría otra tan pronto.
—Igual que Agneta. Esperemos que este horror acabe lo antes posible. Es muy angustioso tener que preguntarse todos los días qué será lo siguiente. Quién atacará o quién se rendirá.
—En Oslo bastaron unas pocas horas para que todo diera un vuelco. Cuando los alemanes invadieron el país y comprendimos que el conservador Quisling los estaba esperando, fue como una pesadilla. Todo el mundo deseaba despertar al día siguiente y encontrarlo todo tal como había sido hasta entonces. Semanas después ya no quedaba nada de nuestra antigua vida. Hubo personas que pudieron seguir adelante, claro. Personas que no se resistieron, que no tenían las creencias supuestamente equivocadas. Pero todos los demás…
Hizo un gesto como de algo que estallaba y desaparecía.
—Ese es el miedo que me invade todos los días —dije yo—. Tenemos muchísima suerte, pero la suerte es muy frágil en los tiempos que corren.
—Sí que lo es —coincidió Paul conmigo, pensativo. Después preguntó—: ¿Es este tu nuevo caballero de brillante armadura?
Di media vuelta y encontré a Magnus detrás de mí. ¿Me había seguido? Paul me miró desconcertado.
—No —dije—. Te presento a Magnus, el hermano gemelo de Ingmar. Aún no os conocíais.
Paul alargó la mano.
—Encantado, pues. Su hermano es un tipo muy agradable. Tuve la suerte de conocerlo mejor durante la travesía hasta aquí.
—Usted no es noruego, no tiene acento —afirmó Magnus—. ¿Qué se le había perdido en ese país?
Deseé que Paul no le contestara, pero no vio mi mirada de advertencia.
—Tenía una fábrica de muebles, pero después de la invasión nazi no pude conservarla. Cuando mataron a mi mujer, no encontré ningún motivo para quedarme allí.
—Qué lástima —dijo Magnus, aunque sin mostrar ni un atisbo de auténtica compasión—. Bueno, estoy seguro de que aquí encontrará muchos nuevos amigos. La finca ha cambiado bastante durante mi ausencia.
—Y la culpa es solo tuya —intervine—. Podías haber venido y formar parte de nuestra vida.
—Podía, pero ¿quería? —Hizo como si tuviera que pensarlo unos segundos. Después sacudió la cabeza con una sonrisa—. No, creo que donde vivo estoy de maravilla. —Levantó su copa como si brindara con nosotros y se alejó.
—Qué simpático, tu primo —comentó Paul con ironía cuando ya no podía oírnos.
—Es la cara oscura de la luna —dije—. La cara que nunca ve la luz del sol. La apariencia es lo único que tiene en común con su hermano.
—Bueno, si no recuerdo mal, en su día yo tampoco le caía bien a Ingmar.
—Solo se mostraba algo posesivo y puede que un poco celoso. Ahora es un hombre diferente, como bien sabes.
—Es cierto. Se ha convertido en un buen hombre. Ese de ahí, en cambio…
—Magnus siempre fue difícil. Quizá recuerdes que lo enviaron a un internado por mi culpa.
—Sí, cómo iba a olvidarlo. Te presentaste ante mi puerta y me pediste que me casara contigo.
—Ha pasado tanto tiempo que me cuesta creer que hiciera el ridículo de esa forma.
—Está olvidado. Entonces éramos muy jóvenes.
—Todavía lo somos, aunque a veces me siento como una anciana.
—Pues no lo eres —dijo, y me sonrió—. Para mí sigues siendo tan guapa y encantadora como siempre.
En mi interior nació una risa tan burbujeante como la soda. No por el cumplido, sino por la sonrisa que le afloró a los labios. Por un momento volví a sentirme libre de toda preocupación. Justo entonces, el violinista empezó a tocar. Tomé a Paul de la mano y lo llevé conmigo.
—¿No pretenderás bailar? —preguntó.
—No te preocupes, solo quiero escuchar la música.
UN RATO DESPUÉS vi a Agneta entre los invitados. Estaba un poco apartada y miraba con preocupación hacia la hoguera de San Juan.
—¿Va todo bien? —pregunté.
Se estremeció. Debía de estar tan absorta en sus pensamientos que no me había oído llegar.
—Sí, gracias. Aunque me inquieta la presencia de Magnus. ¿Qué quiere?
—¿No se lo has preguntado?
—Sí, pero ya sabes cómo es mi hijo. Nunca da una respuesta clara.
—Puede que se haya acordado de la tradición familiar, nada más.
—¿Así, de repente? No había vuelto por aquí desde que nos peleamos y ahora se presenta sin avisar.
—¿Necesitará dinero?
—No ha dicho nada de eso, pero quizá esté esperando a que acabe la fiesta.
—Tal vez quiera regresar a la cabaña.
Negó con la cabeza.
—No, eso seguro que no. Puede que ese sitio le valiera cuando era niño, pero ahora no se metería allí. —Se volvió hacia mí—. Además, la cabaña ya tiene un ocupante, ¿verdad?
Asentí.
—A Paul no le gustaría tener que irse ahora que casi ha terminado todo el trabajo.
—Por eso. No le cederé de nuevo la cabaña. Esta finca es mía, soy yo quien decide aquí. —Su voz se tensó como un puño apretado—. Y eso también vale para el dinero. No tengo nada que darle a un hijo al que le importa un comino la finca. Ojalá… —Se interrumpió.
Debía de ser un deseo oscuro si dudaba a la hora de expresarlo.
—¿… fuera él quien se hubiera unido a la resistencia? —pregunté.
Ella apretó los labios, pero comprendí que era justo lo que había pensado.
—Magnus jamás haría algo así —dije—. Nunca lo he visto ayudar a nadie. No es propio de su carácter.
—Es igual que su padre —repuso Agneta, y su tono no fue en absoluto halagador—. Bueno, quizá no del todo, porque Hans también tenía un lado bueno. El que respondía al nombre de Max y del que me enamoré. Pero es evidente que lo heredó Ingmar y no Magnus.
En ese instante me pasaron muchísimas cosas por la cabeza, pero no me atreví a exteriorizar ninguna de ellas. Magnus seguía siendo su hijo. Aunque sus palabras hubieran sonado amargas, yo no era quién para juzgarla.
—Bueno, poco puede hacerse, ¿no? —comentó al final, y me esforcé por sonreír—. Por lo menos te tengo a ti a mi lado, y espero que me impidas hacer grandes tonterías.
—Espero ser capaz —repliqué, y le pasé un brazo por los hombros.
POR SUERTE, MAGNUS se dejó ver cada vez menos según avanzaba la noche, o tal vez fuera que yo intentaba evitarlo. Me senté con los noruegos y estuve charlando con ellos, después conseguí arrastrar a Paul a la pista de baile. No había exagerado; su habilidad para bailar era nula. Sin embargo, los espectadores habían tomado suficiente nubbe para no darse cuenta.
Después lo acompañé un tramo de camino hacia la cabaña. La mayoría de los invitados se habían marchado ya. Los noruegos todavía no se habían retirado, pero a Paul no le apetecía seguir la fiesta. Seguramente quería trabajar otra vez en la mejora del chamizo al día siguiente.
—Una velada muy bonita —dijo cuando dejamos atrás la casa señorial.
—Sí que lo ha sido. Y no te has manejado tan mal bailando.
—Bueno, seguro que no será uno de los momentos estelares que san Pedro me enseñe cuando suba al cielo —bromeó—, pero me ha gustado tenerte cerca.
Nos miramos. En ese instante deseé que me besara, pero no me atreví a dar el primer paso. ¿Qué pensaría de mí?
—Me parece que deberías volver—dijo—. Encontraré el camino a casa yo solo.
¿A qué venía eso? ¿No quería que lo acompañara?
—De acuerdo —contesté sin poder ocultar la decepción en mi voz—. ¿Nos vemos mañana?
Él asintió.
—Por supuesto. He prometido ayudar a los demás a recoger, y uno de los agricultores del pueblo me ha preguntado si puedo arreglarle la puerta de un armario.
—¿Ha sido Jörgens?
—Sí, exacto. ¿Cómo lo sabes?
—He visto que hablabas un buen rato con él. —Sonreí y le alisé la solapa del chaleco—. En fin, buenas noches, Paul.
—Buenas noches, Matilda. —Sonrió y dio media vuelta.
Lo seguí con la mirada y sentí el peso del deseo en mi pecho. Había intentado convencerme de que lo nuestro había acabado, de que solo era un amigo. Pero de repente comprendí que me habían bastado un par de meses cerca de él para volver a sentir lo mismo que antes.
También yo emprendí el camino de regreso. La luna brillaba con fuerza, no hacía falta ningún candil.
«No puede ser», me dije. Tenía que dejar de ver en él algo más que a un amigo de juventud. «Es un hombre que debe seguir su propio camino. Que el destino lo haya traído hasta aquí no significa nada. Un día, cuando la guerra termine, regresará a Noruega.»
—Vaya, Matilda, ¿has salido a dar un paseo? —oí que preguntaba una voz, y un instante después Magnus apareció ante mí.
Me detuve. La casa quedaba aún a cierta distancia. ¿Por qué no dejaba de seguirme? ¿Le divertía asustarme?
—¿Qué quieres? —pregunté, porque allí no tenía que guardar ningún decoro.
—Solo charlar un poco. Seguro que no tendrás nada en contra.
—Eso depende —repliqué, y quise pasar de largo, pero me lo impidió.
—Para ser un desliz de mi tío, has llegado bastante lejos. Podría decirse que diriges la finca.
Crucé los brazos sobre el pecho. Por supuesto que volvía a sacar eso a colación.
—¿Quieres hablar de deslices, Magnus? Muy bien, hablemos. Tu madre me ha contado algo muy interesante.
Una expresión de sorpresa le apareció un instante en los ojos, pero la controló enseguida.
—Ah, nuestro padre… —dijo—. Ya sabía yo que mi madre se iría de la lengua contigo.
—Me parece que no tienes motivos para darte tantos aires de superioridad, porque tu padre fue un vagabundo que perdió el favor de su propia familia.
—Por lo menos mi padre era noble, lo demás da igual. Tu madre siempre será una criada.
—Algo que, por otra parte, no justifica tu arrogancia. Los dos somos hijos ilegítimos, así que te aconsejo que no te metas en mi camino.
—¿De verdad crees que eso hará que mi madre cambie su decisión? El heredero de Lejongård soy yo, y nadie más.
—No te cansas de afirmar eso, pero no mueves un dedo por esta finca. ¿Qué harás cuando sea tuya? No esperes que yo trabaje para ti, y ya hemos visto lo que pasa cuando no estoy cerca.
Al principio no dijo nada, pero no quise cantar victoria tan pronto.
—Verás, Magnus, cuando me enteré de tu historia, por un momento sentí compasión por ti. Tu madre te mintió, igual que a mí. Pero ahora veo que cada vez te pareces más a tu padre: taimado, deshonesto y arrogante. Todas esas son características que Lennard no ha mostrado jamás.
—No tienes la menor idea de quién es mi padre —espetó, y se acercó con actitud amenazadora—. Me puse en contacto con él para conocerlo mejor. ¿Un maleante es mi padre?, pensé. Días después fui a verlo y hablé con él. Me explicó que lo hirieron en la guerra y que estuvo mucho tiempo en coma, por lo que sufrió una grave pérdida de memoria. No fue hasta hace unos años cuando recordó quién era y se acordó también de mi madre. Comprendió entonces que ella lo había olvidado, que se había casado con otro. Pero quería volver a verla. Y cuando supo que tenía dos hijos…
—¿Quieres decir que congeniaste con ese hombre? —pregunté con ánimo provocador—. No me extraña que te hayas vuelto así.
Se acercó un poco más y me agarró del brazo con brusquedad. Al ver la fuerza que tenía, sentí miedo.
—Mi madre jamás tendría que haberse liado con semejante tipo. Él mancilló su honor y el de nuestra familia. ¿Que si congenié con él? No, en absoluto. Era un sinvergüenza. Se acercó a mi madre para amenazarla, para castigarla. Por un momento me vi tentado de irme con él a la finca de su hermano en Alemania, donde había vuelto a encontrar refugio. Pero entonces recordé quién soy y lo amenacé con retorcerle el pescuezo si volvía a dejarse ver por aquí. A Lennard no lo habría creído capaz de eso, pero a mí sí. Sobre todo porque un par de amigos fueron a decirle cuatro cosas a Estocolmo antes de que se marchara.
Miré a Magnus con espanto. ¿Había hecho que unos tipos indeseables le dieran una paliza a su propio padre?
—Eso te lo estás inventando —dije mientras intentaba librarme de él.
Todavía apretó un poco más, pero al final me soltó.
—No me invento nada. Es la verdad. Si algo le agradezco al internado, son los contactos que hice allí. Amigos que dan la cara por ti, sea por lo que sea. Yo que tú, iría con cuidado.
—¿Me estás amenazando? —pregunté, e intenté no frotarme la parte dolorida del brazo por donde me había sujetado.
—No, solo te aconsejo que tengas cuidado. Sobre todo con lo que cuentas sobre Lejongård y sus habitantes. Si hubiera querido, hace tiempo que habría podido librarme de ti, pero no eres lo bastante importante para que me moleste.
—¡Eres digno hijo de tu padre! —siseé mientras el corazón me palpitaba con fuerza en el pecho—. Deberías haberte ido con él.
—¿Para qué, si un día seré el señor de una de las fincas más influyentes de Suecia? Tú ocúpate de hacer bien tu trabajo hasta entonces para no dejarme un montón de ruinas a la muerte de mi madre. Puede que entonces considere contratarte como administradora.
Con una sonrisa burlona, se volvió y desapareció en la oscuridad del jardín. Ni siquiera tuve tiempo de contestar que antes me cortaría una mano que mover un dedo por él.
Mientras miraba la negrura, empezaron a temblarme las rodillas. ¿De verdad acababa de vivir esa escena? No podía creerlo. Magnus siempre me había parecido un espíritu malvado y por lo visto no me había equivocado con él. ¿Qué debía hacer? ¿Contárselo a su madre? No serviría de mucho porque no tenía pruebas.
Oí un susurro a mi espalda. Me volví sobresaltada, suponiendo que sería Magnus de nuevo con la intención de asustarme. Sin embargo, cuando miré no vi nada más que oscuridad.