Capítulo 55

 

 

 

 

 

A LA MAÑANA siguiente tuve una ligera resaca. En realidad no había bebido tanto, pero notaba la cabeza como envuelta en algodones. ¿Sería por la discusión con Magnus?

La noche anterior no había querido contárselo a mi tía, pero de pronto me pregunté si debía hacerlo. Lo que él había confesado era atroz, pero ¿no inquietaría a Agneta sin necesidad? Sobre todo porque quizá no fuera cierto. Tal vez solo me había contado lo de la paliza a su padre para intimidarme.

Me levanté, me lavé deprisa con agua fría y luego me vestí. No esperaba que quedaran pastas del desayuno, pero de todos modos bajé a la cocina.

Un grito quejumbroso me detuvo antes de llegar.

¿De dónde venía? ¿De las habitaciones de los refugiados? El llanto que le siguió procedía sin duda del dormitorio principal.

Di media vuelta, alarmada. Llamé a la puerta, pero no contestó nadie. Hasta a mí solo llegaban los desgarradores lloros de Agneta, que me partieron el corazón.

Abrí de golpe y la encontré tumbada sobre el cuerpo de Lennard. Su espalda se agitaba a causa de los fuertes sollozos. Me eché a llorar. Antes aún de ver su rostro, supe lo que había ocurrido.

Me acerqué a ella. Acariciaba la cara de su marido, cuyos ojos abiertos ya no contenían vida. Sentí que me fallaban las rodillas y, al taparme la boca con la mano, noté las lágrimas entre los dedos.

Lennard había muerto. ¿Cómo era posible?

Pensé en la desagradable conversación con Magnus, en la oscuridad que su presencia había traído a la fiesta.

«No —me dije—, él no le ha hecho nada a su padre. No tiene agallas para eso.»

Pero la duda me reconcomía.

Más gente había oído el llanto desesperado de Agneta. Lena llegó corriendo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Vaya a buscar al doctor Bengtsen —pedí.

Aunque sabía que ya no podría ayudar a Lennard, de todos modos había que redactar el certificado de defunción y eso solo podía hacerlo él.

La doncella contempló el rostro difunto del conde, luego se volvió y echó a correr.

Agneta seguía llorando y yo no sabía cuánto tiempo lograría mantener la compostura. Era otra vez como con mi madre. La muerte había ido en su busca mientras dormía… Y eso que su mujer estaba tumbada a su lado.

—Agneta —dije, y le toqué los hombros con suavidad.

El pelo le tapaba la cara y le caía enredado por la espalda.

Alzó la mirada. El azul de sus ojos brillaba acuoso entre el rubor de su cara congestionada.

—No puede dejarme así. No puede hacerme esto.

—Me temo que no ha tenido opción —añadí, e intenté no mirar a Lennard.

Con los ojos abiertos, parecía que la muerte lo había sobresaltado. Por lo visto no había tenido ocasión de avisar a nadie.

Me habría gustado apartarla de él, pero sabía que no podría separarlos.

—El doctor llegará enseguida —dije—. ¿Por qué no te echas una bata por encima? No querrás que te vea así, ¿verdad?

No reaccionaba. Sentí miedo. ¿Y si perdía el juicio o volvía a caer en una depresión? Acontecimientos menos graves la habían dejado fuera de combate. Sin embargo, al final se incorporó.

—Al despertar esta mañana lo he llamado. Pensaba que seguía dormido, pero entonces me he girado y he visto que miraba el techo…

El dolor le descompuso el rostro, volvió a echarse a llorar. Me acerqué a ella y la abracé. Noté su cuerpo muy frágil bajo el camisón. Temblaba sin remedio. Sus lágrimas me mojaron el hombro.

También yo lloré, pero en silencio. El dolor me atravesó el cuerpo y lo dejó magullado. Al cabo de un rato nos tranquilizamos. Agneta se vistió y salimos juntas del dormitorio. No bajamos, decidimos sentarnos en unos taburetes junto a la puerta, como guardianas. Ninguna de las dos quería ver a Lennard tal como estaba.

El doctor Bengtsen llegó al fin.

—Condesa Lejongård —dijo, y le tendió una mano compasiva—, lo siento mucho.

Ella asintió y el médico repitió su gesto conmigo.

—¿Entramos? —preguntó entonces.

Miré a mi tía. Era la mujer de Lennard, solo ella tenía derecho a estar junto a él mientras el médico lo reconocía. Hizo pasar al doctor Bengtsen mientras yo me quedaba sentada, y aunque no era mi intención, pude oír frases sueltas de lo que el médico hablaba con ella.

Mencionó palabras como «infarto cerebral» y «repentino», y en voz algo más alta explicó que debía de haberlo causado una subida de tensión provocada por la cirrosis hepática. De manera que la enfermedad había acabado con su vida, aunque de forma indirecta.

Al cabo de un rato, Agneta y el doctor Bengtsen salieron de nuevo. Ella parecía serena, el médico estaba visiblemente conmovido y se volvió hacia mí.

—Su tío ha muerto de un infarto cerebral. Es probable que como ha sido tan repentino, no haya sufrido. Seguro que es un tibio consuelo para ustedes, pero se ha ahorrado el padecimiento que suele aquejar a las personas en las últimas fases de la enfermedad.

Recordé lo mucho que protestaba por la alimentación líquida, y cómo en la fiesta del solsticio se había tomado la libertad de comer con normalidad e incluso beber un poco de nubbe.

Al recordarlo me alegré de que lo hubiera hecho; había disfrutado de un momento bonito. El licor y la comida, al fin y al cabo, no le habían causado la muerte.

El médico se despidió de nosotras y yo decidí llamar a las pompas fúnebres. Había que embalsamar a Lennard antes de llevarlo a la tumba, pues esa era la costumbre de la familia. Con el enterrador decidiría también los detalles del funeral, que tendría algunas particularidades a causa del panteón.

Volví a entrar en la habitación con Agneta. Mi tío estaba tapado con una manta y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. El médico le había cerrado los ojos.

—Todavía me acuerdo de mi difunto padre —explicó mi tía—. Cuando lo vi, el enterrador le había aplicado en la cara una pasta blanca y repugnante para ocultar las quemaduras. Parecía uno de esos arlequines del circo. Al menos Lennard se ahorrará esa humillación.

Lo miré un rato, luego me volví hacia ella.

—Está muy digno, casi como si durmiera. Seguro que su alma sigue aún con nosotras.

Agneta puso cara de estar pensando en algo, fue a la ventana y la abrió. No había notado lo cargada que estaba la atmósfera, pero la brisa que entró aireó la habitación.

—Él detestaría verse encerrado en esta casa —comentó al acercarse de nuevo y quedarse a mi lado.

 

 

EL ENTERRADOR LLEGÓ con el equipo necesario para el embalsamamiento, lo que me provocó un escalofrío. Sabía más o menos lo que ocurriría: extraería la sangre del cuerpo y la sustituiría por un líquido que preservaba los tejidos. Solo con pensar eso me mareé tanto que tuve que salir de la casa y ponerme a caminar sin rumbo por la propiedad… Hasta que me encontré con alguien.

—Matilda —dijo Paul—. Acabo de enterarme. Lo siento mucho.

Asentí y conseguí mantener la compostura una fracción de segundo. Después caí en sus brazos.

—Oh, Paul… —Y me eché a llorar.

Él me estrechó con todas sus fuerzas mientras daba rienda suelta a mi dolor. Mi lamento debió de espantar a los pájaros. Las lágrimas me ardían en los ojos y las mejillas. Hasta entonces no había tenido ocasión de expresar toda mi pena.

Me llevó a un pequeño banco del jardín y me sostuvo entre sus brazos. Comprendía cómo me sentía, aunque el final de Lennard, al contrario que el de Ingrid, hubiese sido previsible.

—Tú tío era un buen hombre —oí que decía mientras me acariciaba el pelo—. Ahora descansa en paz.

 

 

POR LA TARDE, poco después de dar permiso al personal para que se despidieran de Lennard, el coche fúnebre se lo llevó a Kristianstad. El funeral tendría lugar en la iglesia de la Santísima Trinidad, donde estaría hasta entonces.

Toda la alegría que había inundado las habitaciones el día anterior había desaparecido. Agneta y yo nos pusimos ropa de luto y nos reunimos en el salón. Svea había preparado un café bastante fuerte con nuestras últimas reservas. Normalmente no lo tomaba solo, pero en esa ocasión el aroma amargo me sentó bien. Estaba cansada y destrozada, pero aun así me sentía inquieta por dentro. Hacía rato que le daba vueltas a cómo avisar a Ingmar.

—¿Has hablado con Lisbeth? —pregunté.

Hacía tiempo que la hermana de Lennard no nos visitaba. Desde que había sido abuela. Yo casi no la recordaba.

—Sí —respondió Agneta con tristeza—. Se ha quedado de piedra. Vendrá mañana. Ya he avisado a Lena para que le prepare una habitación. No hay muchas disponibles, pero alguna encontrará.

—Puede quedarse en la mía —dije—. Si no te importa, yo dormiré contigo.

La idea de ocupar el lugar en el que Lennard había muerto no me agradaba, pero tampoco quería dejar a Agneta sola en esa situación.

—¿De verdad lo harías? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—No quiero que vuelvas a caer en la oscuridad. Haré lo que sea por impedirlo.

Una débil sonrisa le apareció en los labios.

—Eres muy buena, Matilda. La oscuridad llega cuando llega y no siempre puedo protegerme de ella.

—De todos modos, estaré a tu lado, a menos que prefieras estar sola.

—No, no quiero. Me da miedo esta noche y también las siguientes. Me alegraré de tenerte a mi lado.

Asentí otra vez.

—Entonces, avisaré a Lena para que les prepare la habitación a Lisbeth y su marido. Es algo pequeña, pero en los tiempos que corren no puede andarse uno con remilgos.

—Lo sabe, y te lo agradecerá.

Se hizo el silencio y sentí que debíamos hablar de algo que a ninguna de las dos nos apetecía.

—Tendrías que llamar a Magnus —dije.

Me dirigió una mirada de agotamiento.

—¿No podemos enviarle un telegrama? —preguntó—. No estoy segura de que le alegre hablar con su madre.

—Tampoco es ninguna alegría para nosotras —repuse—, pero si quieres, llamaré yo. También me gustaría acercarme a la ciudad para intentar localizar a Ingmar.

Respiré hondo, pero el enorme peso que sentía en el pecho no quería desaparecer. Llamar a Magnus sería tan agradable como pisar una piedra puntiaguda con el pie descalzo, pero había que avisarlo antes de que pudiera reprocharnos nuestro silencio.

—Tal vez podrías hacerlo mañana —dijo Agneta con cansancio—. Tienes que descansar un poco. Este día ya ha sido bastante horrible.

Negué con la cabeza.

—La oficina de telégrafos está abierta hasta la noche. Descansaré cuando vuelva.

 

 

DE CAMINO A Kristianstad me alegré de haberme decidido a ir. Al menos me dio un poco el aire, bajé las ventanillas y pude dar rienda suelta a mis pensamientos.

La conversación con Magnus fue tal y como había esperado. Decir que se tomó la muerte de Lennard con contención sería quedarse corto. Lo zanjó con un: «¿Y ahora qué?».

Le dije cuándo sería el funeral y le pedí que fuera a Lejongård para apoyar a su madre.

—¿Y de qué serviría? —fue su reacción—. Tampoco es que pueda devolverlo a la vida. Además, me han llamado a filas y tengo que presentarme.

Eso fue todo.

Tuve que luchar varios minutos contra la ira. Sin embargo, sentí que el viento de la tarde enfriaba un poco mi rabia. Solo esperaba que los compañeros de Ingmar le transmitieran la noticia para que por lo menos uno de los hijos de Lennard fuera a presentarle sus respetos. Me parecía poco probable que Magnus se dejara ver por allí.

Después aparqué cerca de la estación, donde se encontraba también la oficina de telégrafos. No se veían muchos vehículos civiles. Cuando se oía algún motor, era un camión con soldados. ¿Qué harían durante todo el día? Era evidente que el peligro no había pasado aún. Los alemanes no hacían más que acosarnos con nuevos ultimátums, pero el rey reaccionaba con calma. De momento había conseguido mantenernos dos años fuera de la guerra.

La oficina de telégrafos estaba desierta a esas horas, el empleado estaba barriendo el suelo. Al verme, se detuvo extrañado.

—Buenas tardes, señorita, ¿qué la trae por aquí?

Le expliqué que tenía que enviar un telegrama urgente y él se sentó ante el manipulador mientras yo le escribía a toda prisa lo que debía comunicar.

Podría haber protegido a Ingmar y hablarle de «una desgracia en la familia», pero ¿habría sido mejor que contarle la verdad? Un accidente, una desgracia o la petición de que regresara lo antes posible hacía pensar en la muerte tanto como la mención de la muerte misma.

 

Lennard ha fallecido repentinamente. Funeral el 25 de junio. Ven, por favor, si tienes posibilidad.

 

Cuando el empleado de telégrafos vio mi nota, arrugó la frente. Era inevitable que se enterara de las vidas de su clientela.

—Esta maldita guerra —masculló antes de ponerse a trabajar—. Aunque no la tengamos aquí, mata a los nuestros.

Podría haberle explicado que la guerra no había tenido nada que ver con la muerte de Lennard, pero me callé y me limité a asentir.

—¿Se ha enterado de que ahora los alemanes nos exigen que transportemos a sus tropas? —comentó el hombre, al que no parecía molestarle hablar mientras trabajaba.

Lo miré desconcertada.

—¿Tropas alemanas en Suecia?

—Solo de paso, según dicen los nazis —añadió—. Quieren atacar a los rusos. Por deseo de los finlandeses, que están más que hartos de ellos. Los soldados vendrían de Noruega e irían a Finlandia a luchar. Pero para eso tienen que cruzar nuestro país. Cuesta creerlo, ¿verdad?

Me quedé sin habla. ¿Finlandia había pedido ayuda a Alemania? Sin duda, habían sufrido a manos de los rusos y todavía temían un nuevo ataque, pero ¿hacer que un lobo entrara en el país por temor a un oso?

—Espero que el rey lo medite bien —dije entonces—. No creo que los finlandeses hayan tomado la decisión acertada.

—Creo que la decisión no dependerá tanto del rey como del Parlamento. He oído que hay división de opiniones, así que ya podemos estar atentos.

¡Como si necesitáramos más expectación!

Pagué el telegrama y le di las buenas tardes al empleado. Seguro que nuestros noruegos ya se habían enterado de la noticia. La radio de la sala comunitaria siempre estaba rodeada de gente.

Salí a la calle y me apresuré a cruzar la plaza de la estación. Un fuerte silbido hizo que me detuviera. Un tren llegó con gran estrépito. Era un convoy de mercancías, según vi un instante después. Si nuestros trenes transportaban a los alemanes a la guerra, ¿dónde quedaba nuestra neutralidad? No estábamos hablando de un viaje de vacaciones.

—¡Señorita, espere! —exclamó una voz detrás de mí.

Me volví. El empleado de telégrafos bajaba corriendo los escalones. ¿Me había olvidado algo? Busqué mi monedero, pero estaba en su sitio.

El hombre llegó jadeando.

—Los compañeros debían de estar sentados al aparato —dijo, y me entregó un papel.

Era un trozo de página arrancada de una libreta. Por lo visto, con las prisas no había encontrado nada más donde apuntar.

 

Se lo haremos llegar.

H.

 

No sabía quién era ese H., pero le agradecí que se ocupara del asunto.

—Gracias —le dije al empleado de telégrafos, y regresé al coche.