Capítulo 4

 

 

 

 

 

PASÉ UN RATO descubriendo dónde estaban guardadas mis pertenencias en mi nueva habitación. La señorita Grün había enviado un baúl ropero con mis cosas unos días antes, y había sido tan amable de incluir también mis dos discos preferidos. No sabía si allí tendría dónde escucharlos, pero me tranquilizaba saber que estaban conmigo.

Después de tomar el café, del que disfrutamos en el lujoso salón, Agneta me llevó a dar una vuelta y me enseñó la cocina, los establos y el pabellón. Todo era muy pintoresco.

La cocina parecía salida de un viejo grabado. Los fogones modernos eran bastante más pequeños que el pesado armatoste que tenían allí. Las casas normales tampoco contaban ya con baterías de cobre. La cocinera, la señora Bloomquist, tenía sus años, pero aún insistía en echar una mano durante las comidas. A la segunda cocinera, Svea, no le hacía ninguna gracia, pero como respetaba a la vieja señora, la dejaba hacer.

Por lo visto, antiguamente habían tenido también un ama de llaves y algo así como un mayordomo, pero la señorita Rosendahl había acabado casándose y se trasladó con su marido a Kristianstad, y el señor Bruns se había jubilado. Las muchachas del servicio estaban bajo la dirección de la doncella de la condesa, y el conde tenía a su propio ayuda de cámara, un hombre silencioso y casi invisible de unos cuarenta años al que, si había que creer a Svea, solo veían a la hora de comer.

Los establos parecían más modernos que la cocina, y uno de ellos era mucho más nuevo que los demás. Todos los caballos estaban en los pastos, así que durante esa primera vuelta de reconocimiento solo los vi de lejos.

En el precioso pabellón de la parte trasera del jardín sin duda uno podía pasarse las horas leyendo. Ya me veía allí sentada, tomando un té. Qué bonito sería si se pudiera sacar un gramófono. Aunque esos aparatos habían quedado desfasados porque la electricidad permitía escuchar música sin ninguna pausa, me imaginé disfrutando de los discos en el jardín.

De vuelta en mi habitación, saqué un libro, pero mis ojos se negaban a leer las líneas. Sobre las páginas se superponían las imágenes del maravilloso jardín con flores de todos los colores, de los caballos y de los bosques. Recordé que, estando con Daga, había imaginado Lejongård como un lugar hecho de todos los grises posibles; en la realidad, sin embargo, era más colorido que el arcoíris.

Llamaron a la puerta y por fin dejé el libro a un lado.

—Adelante —dije y miré hacia la entrada.

Esperaba que apareciera allí la condesa, pero no era Agneta quien me buscaba.

La mujer que entró en la habitación era delgada y llevaba el pelo recogido en una trenza, sujeta a su vez en la nuca formando una espiral. Su delantal estaba almidonado a la perfección sobre el vestido oscuro.

—Buenos días, soy Lena —se presentó—, la doncella de la señora. La condesa me ha pedido que a partir de ahora esté también a su servicio.

—Ah, gracias, pero no será necesario —repuse—. Me las apaño bien sola.

La doncella sonrió.

—Estoy convencida de ello, pero sí hay un par de cosas de las que debería ocuparme. Además, para ocasiones oficiales, necesitará usted a alguien que la ayude con el vestuario y la peluquería.

—¿Peluquería?

—Aquí recibimos visitas a menudo, casi siempre para cenar, y se espera que acuda usted a esas veladas apropiadamente vestida. En los tiempos de la vieja condesa todo era muy estricto; en la actualidad somos algo más modernos, pero de todos modos debe arreglarse para recibir a los invitados.

¿Invitados? ¿Acaso teníamos visita ese mismo día? Me invadió el pánico. No me apetecía responder a preguntas curiosas de perfectos desconocidos.

—Pero si solo soy la pupila de la condesa. No es lo mismo que ser una hija de la casa.

—La señora me ha dado instrucciones precisas —insistió Lena—. Al estar bajo su tutela ha pasado a formar parte de Lejongård, igual que sus propios hijos.

Solo que los hijos de la condesa lo tenían más fácil, puesto que no hacía falta que nadie les arreglara la melena. Entonces caí en la cuenta: ¿cómo debía de ser Magnus? Aún no lo conocía. Y también Ingmar parecía haberse volatilizado desde nuestro primer encuentro. Seguro que en la finca había lugares que la condesa no me había enseñado y en los que podías perderte y desaparecer durante un par de horas.

—¿Esperamos visita hoy, entonces? —pregunté.

—No, pero es su primer día en esta casa. La condesa quiere celebrarlo con una buena cena.

—Y por eso ha venido usted a peinarme. —Respiré hondo.

A pesar de que era un alivio no tener invitados, eso de una cena de celebración me sonaba estirado y formal. Noté la presión que ejercían esas palabras sobre mí. Unos extraños querían conocerme, pero los únicos por los que yo sentía curiosidad eran Ingmar y Magnus.

En ocasiones me había preguntado cómo sería tener hermanos, y de pronto me habían dado dos… ¿Dos qué? Bueno, hermanos no eran. ¿Hermanos tutelares? ¿Se los podía llamar así? En todo caso, me alegraba de no ser la única persona joven de la casa.

Cuando Lena acabó de peinarme, fue como si desde el espejo me devolviera la mirada una desconocida. Y una desconocida guapísima, pensé. Jamás me había visto así. La Matilda de mi reflejo parecía mayor, más madura. ¿Qué dirían las chicas de mi clase si pudieran verme con ese peinado? ¿Y Paul?

Se me encogió el corazón al pensar en él. Seguro que le habría parecido encantadora.

—Está usted preciosa —comentó Lena—. Su madre se sentiría orgullosa, siempre le gustaron mucho estos recogidos… —Enmudeció al instante.

En sus ojos percibí miedo, como si acabara de cometer una terrible equivocación.

—¿Qué ha dicho de mi madre? —pregunté, extrañada.

—Nada —contestó la doncella—. Será mejor que me retire ya.

—¡Espere!

Lena se detuvo, paralizada. Me acerqué y le puse una mano en el brazo.

—¿De qué conocía a mi madre?

La mujer parecía retorcerse por dentro.

—No puedo decírselo.

—Lena —repuse con seriedad—, es evidente que le ocurre algo. ¿Conocía a mi madre? Y en ese caso, ¿de qué?

Sacudió la cabeza.

—De verdad que no puedo decírselo.

Con esas palabras, se apartó de mí y casi salió huyendo de la habitación. Me quedé perpleja. ¿A qué había venido eso?

Después de contemplar la puerta un rato, me volví de nuevo hacia el espejo, desde donde la desconocida seguía mirándome. Me toqué el peinado con cuidado, pero solo un momento, porque no quería estropearlo. ¿A mi madre le gustaban esa clase de recogidos? En casa nunca había llevado el pelo así, y tampoco a mí me peinaba de esa forma. De repente sentí que un aluvión de preguntas me oprimía el pecho, y solo había una persona que podía contestarlas.

 

 

BAJÉ LA ESCALERA con cierta inseguridad. Aún no había logrado acostumbrarme a la fastuosidad del vestíbulo.

Contemplé los retratos de los padres de la condesa y volví a pensar en lo que había comentado antes, que tenía sus motivos para no haberlos pintado juntos en un solo lienzo. ¿Cuáles serían esos motivos? Decían que las casas antiguas tenían sus historias y sus fantasmas. ¿Qué secretos se ocultarían allí?

—¡Ah, Matilda, aquí estás! —Agneta se me acercó sonriendo.

Llevaba el pelo recogido con alfileres en la nuca, formando un moño que casi parecía improvisado. Sin embargo, como comprobé cuando la tuve más cerca, no lo era en absoluto. También a ella la habían peinado unas manos expertas.

—¡Vayamos al comedor!

Me pasó un brazo por los hombros, pero yo me puse tensa.

—Mmm… Agneta, ¿podría hablar un momento con usted a solas?

Noté que no era eso lo que esperaba de mí, pero no quería parecerle ausente durante toda la cena por estar preguntándome de qué conocía Lena a mi madre.

—Desde luego.

Quiso llevarme consigo, pero me resistí.

—Mejor si no es en el comedor.

La condesa enarcó las cejas.

—Está bien. Sígueme.

Dio media vuelta y me llevó al salón. Los últimos rayos de sol de la tarde entraban por los altos ventanales y conferían un aspecto casi mágico a la habitación.

—Bueno, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó con delicadeza, mientras señalaba hacia el tresillo que había en el centro de la sala.

Tomamos asiento, pero aún tardé un rato en ser capaz de decir nada.

—Antes, mientras me peinaba, Lena ha mencionado que conocía a mi madre. Me ha dicho que también ella llevaba estos recogidos. ¿De qué se conocían?

Agneta reaccionó de una forma similar a la doncella. Se le congeló la expresión y tardó mucho en contestar. Recordé que también había respondido con evasivas tras nuestra visita al notario. Al final respiró hondo, como si comprendiera que no podía seguir esquivando el tema.

—Tu madre trabajó en el servicio de Lejongård.

La miré sin entender nada.

—¿Quiere decir que fue una criada?

No era capaz de imaginarlo. Sí que se le daban muy bien las tareas del hogar, pero siempre lo había achacado a que, al contrario que a mí, a ella le habrían gustado las clases de economía doméstica. Que esas habilidades procedieran de su trabajo en la finca era algo que no esperaba. También me extrañó que nunca me hubiera contado nada. Jamás me había dado la sensación de que hubiera ningún secreto en su vida. ¿Acaso se avergonzaba de ello?

—Sí, fue una de nuestras criadas. Y muy buena, por cierto.

—¿Por qué nunca me habló de ello?

De haber sabido que mi madre vivió en Lejongård durante una época, quizá no me habría sorprendido tanto la aparición de la condesa. ¿O sí? Me sentía desconcertada.

—Bueno, eso no lo sé. Sus motivos tendría.

—¿Renegaría de ello?

Agneta vio que empezaba a torturarme.

—Espero que no fuera así. Al fin y al cabo, después de eso mantuvimos el contacto. Además, si me hubiese detestado, ¿crees que habría dejado a su única hija a mi cargo?

Me quedé un momento con la mirada perdida. ¿Qué habría ocurrido si mi madre me hubiese hablado de la temporada que pasó en la finca? ¡Trabajar en el servicio doméstico no era ningún pecado! Aunque ya no había tantos criados como antes, todavía era un empleo bastante común.

—Siento no habértelo dicho antes —prosiguió Agneta—. Quizá no te habría sorprendido tanto.

Asentí, pero al mismo tiempo me pregunté si me habría contado algo de no ser porque a su doncella se le había escapado.

—No castigue a Lena, por favor —dije sin pensar—. Estoy segura de que no sabía que yo no estaba al corriente.

—¿Y por qué la iba a castigar? —preguntó la condesa—. Ya te he dicho que yo misma pensaba contártelo. Solo quería darte algo de tiempo para que te adaptaras antes de… —Hizo una pequeña pausa para reflexionar.

Por un momento dio la sensación de que iba a añadir algo más, pero al final sacudió la cabeza en un gesto apenas visible.

—¿Antes de qué? —insistí, pero ella solo sonrió.

—Eso sería adelantarnos mucho. Cuando llegue el momento, lo sabrás todo. Primero acostúmbrate un poco a nosotros, y luego ya veremos. —Con esas palabras, se levantó—. Espero que tengas hambre. Hoy la señora Bloomquist se ha empleado a fondo para causarte una buena impresión.

 

 

EN EL COMEDOR, además de Ingmar, ya nos estaban esperando un muchacho que era clavado a él y un hombre de traje oscuro. Puesto que debía concentrarme en dos personas nuevas, dejé de lado mis elucubraciones sobre qué habría querido decir la condesa. El joven debía de ser el otro hijo de Agneta, y supuse que el desconocido sería su marido, el conde. Era un hombre alto y tenía el pelo rubio y surcado de canas plateadas, igual que la barba rojiza.

—¡Aquí estáis! —exclamó y se acercó a su mujer. La abrazó y le dio un beso—. Perdona que no haya ido a verte enseguida. Acabo de llegar y una de las chicas me ha dicho que estabas en el salón con el nuevo miembro de la familia, así que he subido a cambiarme de ropa.

—No pasa nada —repuso Agneta, y en sus ojos vi un amor tan profundo como nunca había intuido en la mirada de mi madre. Mi padre y ella se trataban con amabilidad y cortesía, pero no se notaba pasión entre ellos—. Permíteme presentarte a Matilda Wallin. Matilda, este es mi marido, el conde Lennard Ekberg.

El hombre me ofreció la mano.

—Buenas tardes, Matilda. He oído hablar mucho de ti.

A punto estuvo de escapárseme algo como «Por desgracia, yo de usted no». Menos mal que solo fui capaz de sonreír. Todavía estaba algo turbada a causa de la conversación con la condesa.

—Me alegro de conocerle, conde Ekberg —contesté y luego miré a los dos jóvenes.

El parecido era verdaderamente pasmoso. Solo se diferenciaban por la vestimenta.

Identifiqué a Ingmar por la camisa y el pantalón, así que Magnus debía de ser el otro. Se le veía algo más retraído que su hermano. A una señal de su madre, ambos se levantaron y se acercaron a mí.

—Matilda, a Ingmar ya lo conoces —dijo la mujer—. Y este es Magnus. Como salta a la vista, son gemelos.

Magnus me tendió una mano con ciertas dudas.

—Esta es nuestra nueva hermana, ¿sabes? —dijo Ingmar con una sonrisa burlona.

—Es mi pupila —lo corrigió Agneta—. En cualquier caso, no os equivoquéis: espero que la consideréis como a cualquier otro miembro de la familia.

—Sí, madre —contestaron los gemelos a coro.

—Muy bien, pues ya podemos sentarnos a cenar.

La condesa me indicó que me colocara a la derecha de su marido. A su izquierda, frente a mí, se sentaron los dos muchachos, que no se dignaban a mirarme. Nadie decía nada.

Igual que en Estocolmo. Cuando mi padre llegaba a casa, saludaba un momento a mi madre y luego se sentaba a la mesa. A menudo, ninguno de los dos volvía a dirigirle la palabra al otro. ¿También ocurría eso allí? En la familia de Paul y Daga se hablaba mucho durante las comidas. Lo sabía por una vez que fui a verlos.

Apenas habíamos tomado asiento cuando dos criadas entraron en el comedor. Ambas eran muy jóvenes, una tenía el pelo oscuro y la otra era rubia. Me quedé mirando a esta última. ¿Habría servido la comida también mi madre? ¿Llevaría un uniforme como ese, y esos zapatos planos con los que se podía estar de pie el día entero?

Me abstraje tanto en la contemplación de la criada, que no me enteré de lo que ocurría en la mesa. Solo percibía los latidos de mi corazón mientras me preguntaba cómo habría sido todo cuando mi madre trabajaba allí.

—¿Matilda?

Al oír mi nombre me sobresalté y regresé a la realidad. Comprendí entonces que en casa de los Lejongård sí se conversaba durante las comidas, y que yo no había prestado atención.

—Disculpe —dije y miré con gesto interrogante a la condesa, que era quien se había dirigido a mí—. Estaba distraída.

—¿Te encuentras bien? Solo quería saber si te gusta la sopa.

Bajé la vista hacia el plato que tenía delante y que contenía una crema ligera.

—Los rebozuelos son de nuestro bosque —explicó—. Antes de que la señora Bloomquist se jubile, tiene que darme la receta. Hasta ahora la ha protegido con uñas y dientes.

Todas las miradas se posaron en mí. El estómago me rugía, pero de repente se me había quitado el apetito. Aun así, levanté la cuchara de plata con un pequeño blasón en el mango y probé un poco. El especiado sabor a setas y hierbas prácticamente estalló en mi boca.

—Está muy rica —dije, y lo pensaba de verdad.

Jamás había comido una sopa de setas tan deliciosa, y eso que mi madre era muy buena cocinera.

—Seguro que Matilda no está acostumbrada a los rebozuelos frescos —comentó Ingmar sonriendo—. En la ciudad no se puede salir a dar una vuelta y regresar con unos cuantos.

—Pero hay setas en el mercado semanal —repliqué. Por algún motivo tuve la sensación de que debía defenderme—. En la ciudad se encuentra de todo, la única diferencia es que no tenemos que ir nosotros mismos al bosque.

Volví a concentrarme en la comida, pero sentí cierto malestar. La sopa, que unos segundos antes me había parecido deliciosa, de pronto sabía a pegamento. Me la terminé de todos modos, porque tal vez así impediría que volvieran a hablar conmigo.

El ambiente de la mesa no cambió mucho con el siguiente plato. El conde y la condesa intentaron iniciar una conversación, pero todo resultaba algo envarado. Yo era como un cuerpo extraño al que les costaba amoldarse. Añoraba mucho Estocolmo. En las últimas semanas incluso me había acostumbrado a la señorita Grün, con quien alguna que otra vez había charlado largo rato. Así me enteré de que sus padres vivían en Alemania y ella era judía. Todos los viernes encendía un candelabro en su habitación y rezaba en voz baja. A mí me parecía fascinante.

—¿Matilda? —preguntó la condesa—. ¿Estás bien?

—¿Yo? —Me sobresalté—. No, quiero decir, sí. Estoy bien.

Se me aceleró el corazón. Era de mala educación no seguir las conversaciones, pero ¿cómo impedir que mi cabeza huyera al pasado a la menor ocasión?

—Tal vez deberíais salir a dar un paseo con ella —propuso Lennard a sus hijos.

Sentí claramente que a ninguno de los dos le apetecía demasiado. Tampoco yo tenía ganas.

—Con mucho gusto —dijo Ingmar, sin embargo—. Podría enseñarle la vieja cabaña o los pastos de los caballos. Si es que no le importa ir con ese vestido.

—¡Puedo cambiarme! —repuse para no quedar como una remilgada que tenía miedo a ensuciarse.

—No creo que sea necesario —opinó Agneta—. Y no os acerquéis a la cabaña. Aquello no es seguro.

Miró un instante a su marido, que se llevó la copa de vino a los labios.

—Podéis ir a los pastos de los caballos sin saliros del camino.

—Sí, padre —dijo Ingmar.

Seguimos comiendo en silencio hasta que Magnus preguntó:

—Y, ¿qué les pasó a tus padres?

Alcé la vista con sorpresa. ¿Acaso no se lo habían contado?

—Murieron —respondí, disgustada.

—Magnus —le advirtió el conde, pero el joven puso cara de inocente.

—¿Qué pasa? —preguntó con extrañeza—. Es que me interesa. ¿De qué murieron?

A mí se me cerró la garganta. También había odiado que me hicieran esas preguntas en la escuela. Me lo quedé mirando un momento, paralizada, y luego contesté.

—A mi madre le falló el corazón. Y mi padre… se ahogó.

—¿Se ahogó? ¿Cómo ocurrió eso?

—Se cayó al agua, así de sencillo.

Empezaba a sentir que hervía por dentro. No me apetecía contar toda la historia, y daba la sensación de que Magnus sabía ya todos los detalles, pero solo quería oírlos de mi boca.

—Qué muerte más horrible. ¿Es que no sabía nadar?

—Por lo visto, no.

—¿Y tú sabes?

—¡Magnus! —exclamó la condesa para llamar al orden a su hijo.

—¡Pero si solo era una pregunta! —protestó él.

—Sí que sé nadar —respondí—. Nos enseñaron en la escuela, en clase de deporte. Nuestro profesor opinaba que, como suecas y habitantes de Estocolmo, debíamos aprender a nadar… A fin de cuentas, vivimos rodeados de agua.

—Tu profesor parece un hombre muy progresista —comentó Agneta—. Yo estoy a favor de que las jóvenes reciban una educación completa.

—También él. Decía que somos una nación de navegantes y que para cualquier sueco o sueca debería ser una vergüenza no saber nadar.

Cuando terminé de hablar, la condesa le lanzó una mirada muy elocuente a su marido.

 

 

DESPUÉS DE CENAR, salí con Ingmar y Magnus. El aire todavía era cálido, casi bochornoso, algo polvoriento y cargado de los aromas del heno y la paja seca. En la finca todo estaba tranquilo, no se veía a ningún criado ni a ningún trabajador.

Estuvimos paseando en silencio durante un rato. No me sentía cómoda entre los dos, no sabía de qué hablar con ellos.

Con Paul conversaba a menudo sobre su formación y sus sueños. También le hablaba de los míos, que habían empezado a crecer junto a los de él. Ya me veía dirigiendo la oficina con una vestimenta elegante mientras abajo, en el taller, se fabricaban muebles que los transportistas pasaban continuamente a buscar. Sin embargo, a los gemelos no podía explicarles eso. A pesar de que solo tenían un año y medio menos que yo, los dos parecían unos granujas rematados. Tampoco conocían la vida de la ciudad, así que el jazz y los clubes quedaban descartados como tema de conversación.

Todavía me inquietaba la pregunta que me había hecho Magnus durante la cena. ¿Por qué le interesaba si sabía nadar? ¿No tendría pensado lanzarme a algún canal de por allí? Le di las gracias en silencio a nuestro profesor de deporte por habernos llevado a las piscinas públicas. Tenía un recuerdo desagradable de esa clase, porque más de una vez tuve miedo de ahogarme, pero al menos ya no me asustaba el agua.

En cuanto a mi padre, les había mentido. Era muy buen nadador. Cuando íbamos de veraneo, él se pasaba horas metido en el lago. No se había ahogado tras caer al agua, sino que se había quitado la vida.

—¿Y cómo es Estocolmo? —preguntó Ingmar, rompiendo el silencio al fin.

—¿Cómo quieres que sea? —dije yo. ¿No había estado nunca en la capital?—. Las calles huelen a humo y por todas partes circulan automóviles. En algunos sitios hay muchísimo ruido y una gran actividad, sobre todo delante de la estación. También tenemos parques, y el palacio real, por supuesto. Y edificios de todos los tamaños.

—¿Y la gente?

—No es diferente a la de aquí. Hay ricos y pobres, trabajadores y comerciantes, hombres y mujeres. —Lo miré—. ¿No has estado nunca? Tus padres son nobles acomodados, seguro que van mucho a Estocolmo o reciben invitaciones del rey.

—La familia real viene a visitarnos a la finca —explicó Magnus esta vez—. Hace solo unas semanas, la princesa heredera Luisa estuvo aquí con sus hijastros. Vienen todos los años, así que tendrás que pulir tus modales. O, mejor aún, no dejarte ver.

Me lo quedé mirando.

—¿Insinúas acaso que no tengo modales?

—No los que deben mostrarse ante una futura reina.

—He visto muchas veces al rey en Estocolmo —dije a la defensiva—. La última fue en los funerales de la difunta reina.

Cuando el cortejo fúnebre de Victoria recorrió todo Estocolmo de camino a su sepultura, mi madre y yo estuvimos esperando en la calle para verlo pasar. Ese día estaba inusualmente callada. No me pareció extraño, pero ahora que sabía que había vivido en Lejongård… ¿Habría conocido a la reina en su juventud?

—¡Lo has visto de lejos como cualquier otro súbdito! ¡Eso no significa nada! Nosotros asistimos a la celebración del funeral. —Magnus me fulminó con la mirada y luego añadió—: Jamás serás una Lejongård, ¿me oyes? ¡No eres más que la hija de una criada a quien nuestra madre hace un favor! Será mejor que desaparezcas de aquí lo antes posible. ¡Nunca serás de los nuestros!

Acto seguido dio media vuelta y se alejó dando grandes zancadas en dirección a la casa.

Me quedé de piedra y miré a Ingmar. No entendía el porqué de la hostilidad de Magnus. Además, ¿cómo sabía él que mi madre había sido criada? ¿Acaso nos había estado espiando en el salón? ¿O era un hecho conocido por todos y yo era la única que no tenía ni idea?

Ingmar parecía azorado, pero enseguida echó a correr detrás de él.

—¡Magnus, espera!

Este, sin embargo, siguió su camino sin hacerle caso.

Me sentí compungida. ¿Qué le había hecho yo a ese chico que tenía tanta prisa por deshacerse de mí? Vi a los gemelos perderse a lo lejos y no fue hasta entonces cuando logré ponerme en marcha. Tenía el corazón desbocado.

Al llegar a mi habitación, en mi almohada había un pequeño ramillete de rosas. La cama estaba abierta y en el aparador había una botella de cristal llena de un gel lechoso que impregnaba todo el aire de un aroma a limón. Sin embargo, no pude sentir alegría. No me quitaba de la cabeza las palabras de Magnus. Desde luego que jamás sería una Lejongård, pero ¿cómo se le había ocurrido que eso era lo que yo quería? Yo nunca había afirmado nada semejante. La condesa era mi tutora y había elegido mi lugar de residencia. Había sido decisión suya acatar el deseo de mi madre. Si a Magnus no le parecía bien que estuviera allí, ¡que fuera a quejársele a ella!

Deseé que todas esas palabras se me hubieran ocurrido antes, pero siempre sucedía igual: las mejores contestaciones me venían cuando ya era tarde. Me dejé caer en la cama y alcancé el ramillete de rosas. Fue entonces cuando reparé en que llevaba atada una bolsita. Contenía una galletita recubierta de chocolate. ¿Te daban eso todos los días cuando vivías allí? Seguro que no, pero ese amable detalle me hizo sonreír. Por mucho que a Magnus no le cayera bien, tal vez lograra acostumbrarme a la vida en la finca.

 

 

ESA NOCHE ME desperté varias veces sobresaltada. La luz de la luna entraba por una ventana que me resultaba extraña. Aunque la habitación era grande, las paredes parecían estar muy cerca y querer aprisionarme. Luché con la ropa de cama, me tapé con ella hasta la barbilla y poco después volví a apartarla con las piernas porque tenía un calor horrible.

Al final me levanté, fui a la ventana y la abrí. Los mosquitos me comerían viva, pero necesitaba aire fresco. Tanto silencio me sacaba de quicio. En la ciudad siempre se oía algo; gatos callejeros; perros que aullaban; borrachos que pasaban balbuceando por delante de la casa; un automóvil o un coche de caballos de vez en cuando. Allí, en cambio, todo estaba en calma. Como siempre que estaba cansada pero no lograba conciliar el sueño, mi desesperación empezó a crecer. En mi cabeza no hacían más que surgir preguntas. ¿Por qué no me había contado nada mi madre? ¿Acaso no la conocía realmente? ¿Cómo fue su vida durante la época en la que trabajó allí?

No recordaba que nunca hubiese mencionado cómo había conocido a mi padre. Durante una temporada, Daga solo hablaba de lo románticas que habían sido las primeras citas de sus padres. No sabía cuánto de todo aquello era inventado, pero recordaba muy bien lo callada que me quedaba entonces; yo no tenía ninguna historia que contar. Y cuando le preguntaba a mi madre, siempre me decía que con los hijos no se hablaba de esas cosas.

Dudaba que la mansión me diera ninguna respuesta, pero tal vez me entrara sueño si caminaba un poco, así que me eché la bata encima, me calcé las zapatillas y salí sin hacer ruido por la puerta de la habitación. En el pasillo ya no había ninguna luz encendida y el silencio casi resultaba agobiante. Por un segundo empecé a sentir miedo y pensé en regresar. Sin embargo, en la cama solo me aguardaban más cavilaciones turbias, así que bien podía enfrentarme a los fantasmas de la vieja casa. Me habría encantado encender una luz, pero no me atrevía; no quería despertar a nadie que pudiera hacerme preguntas.

Por suerte, la noche era muy clara y había una luna radiante que iluminaba a través de los altos ventanales. El canto de los grillos resonaba en mis oídos. En Estocolmo nunca lo había percibido con tanta fuerza. Pasé junto a los viejos cuadros del pasillo, de los que apenas se distinguía nada. ¿Cuántas veces debía de haberlo recorrido mi madre? La imaginé yendo al salón con una bandeja de café en las manos. Me invadió la nostalgia. ¡Ay, si pudiera hablar con ella aunque solo fuera una vez más y preguntarle por todo eso!

No obstante, si yo estaba allí era porque ella había muerto.

Me quedé un rato quieta y sin saber qué hacer bajo la gran araña que por las noches iluminaba el vestíbulo. Podía ir al salón a contemplar las plantas exóticas y las pajareras vacías, pero me sentí atraída hacia otro lugar.

Di media vuelta, enfilé el estrecho pasillo que llevaba a la cocina y bajé la escalera. ¿A quién se le habría ocurrido la idea de ubicar la cocina en el sótano? ¿Querrían subrayar con ello la diferencia entre arriba y abajo?

El olor de las ollas recién fregadas y la madera húmeda se me metió por la nariz. La luz de la luna entraba a través de unas pequeñas ventanas algo elevadas por las que solo se podía mirar desde lo alto del aparador. Pasé junto a los fogones, que todavía irradiaban un ligerísimo calor residual, y me senté a la larga mesa de la cocina. ¿Qué lugar habría ocupado mi madre en ella? ¿Qué habría explicado allí, de qué bromas se habría reído?

Un ruido me alertó. ¡Se acercaban unos pasos! Me levanté enseguida y un instante después vi un resplandor.

—Señorita Matilda, ¿qué hace aquí abajo? —Era la voz de Lena, la doncella que me había peinado por la tarde.

Iba en camisón, igual que yo, y se había echado una toquilla marrón de ganchillo sobre los hombros. En la mano llevaba un candil cuya luz apenas iluminaba su figura en la oscuridad.

—No podía dormir —respondí— y se me ha ocurrido salir a explorar un poco la casa.

—Para conciliar el sueño va muy bien la leche con miel. Con mucho gusto puedo preparársela.

—Gracias, pero no.

Lena se acercó más y dejó el candil en la mesa.

—¿Le apetece que hablemos un poco?

La miré fijamente. Tenía la cabeza y el corazón llenos de preguntas, pero ¿podía hacérselas a ella sin meterla en un lío? Seguro que sería mejor que me marchara, pero de repente mi boca reaccionó por su cuenta.

—Mi madre… ¿La conocía usted bien?

El rostro de la doncella se quedó petrificado.

—¿Ya ha hablado de ello con la señora?

Asentí.

—Me ha dicho que mi madre trabajó aquí como criada, y que era buena.

El rostro de Lena expresó algo que no supe interpretar. Casi parecía que no estuviera de acuerdo con las palabras de la condesa.

—Muy bien, sentémonos —dijo de todos modos—. Pero solo un momento, porque en realidad debería volver usted a la cama.

Tomamos asiento junto a la larga mesa, que desprendía un ligero aroma a limón y productos de limpieza. ¿Cuánto tiempo llevaría ese mueble allí? ¿Cuántos criados se habrían sentado a ella?

—¿Qué quiere saber? —preguntó Lena mientras entrelazaba las manos sobre el tablero.

—¿Cómo era mi madre? Me refiero a aquí, en esta casa. Nunca me habló de esa época.

La luz del candil formaba dibujos en el suelo de madera. Todavía me resultaba extraño pensar que mi madre había pisado esos mismos tablones.

—Bueno, seguro que Susanna tuvo buenos motivos para guardar silencio. Yo no trabajé con ella el tiempo suficiente para conocerla de verdad. —Lena hizo una breve pausa. Casi parecía tener que desenterrar el recuerdo de algún recoveco de su memoria. Después prosiguió—: De manera que tampoco puedo explicarle mucho. Pero sí que recuerdo el día en el que la conocí, la primera vez que vine a trabajar a la finca. Ella estaba en el servicio desde hacía algunos años, me acogió bajo su ala y me enseñó toda la casa. Era muy amable y alegre, y me explicó con paciencia las cosas importantes. Por entonces no podía sospechar que pronto viviríamos una gran tragedia.

—¿Y qué tragedia fue esa?

—Se declaró un incendio en los establos y en él murieron el señor y su hijo. Después de eso, la joven señora se hizo cargo de la finca. Puesto que la condesa viuda necesitaba que la doncella estuviera a su servicio, a mí me encargaron que me ocupara de la actual condesa Agneta. Tal vez pueda imaginar usted lo nerviosa que me puse. Pero Susanna siempre estuvo a mi lado y me ayudó mucho. Poco a poco nos convertimos en algo así como amigas.

—¿Y por qué se marchó mi madre de aquí?

Lena me miró con una expresión extraña.

—Bueno, las cosas como son: se quedó embarazada. Quería casarse, y cuando una criada se casa, deja el servicio.

—¿Así de simple?

—Es la norma en casas como esta. La señora ha suavizado un poco las reglas desde entonces, pero ¿cómo vamos a conocer a un hombre? Los que vienen de visita son inalcanzables para nosotras, y los del pueblo prefieren casarse con muchachas que tienen una buena dote. Su madre tuvo suerte, en muchísimos sentidos.

Sí, tal vez la tuviera, pero ¿por qué nunca me habló de su época en Lejongård? ¿Y cómo conoció a mi padre, si allí era casi imposible conseguir que un hombre se fijara en ti? Tampoco él había mencionado nunca que hubiera trabajado en el campo. ¿Se lo había cruzado ella en la ciudad durante algún viaje?

A pesar de que esas preguntas ardían en mi interior, ya no encontré fuerzas para plantearlas. Me pesaba el cuerpo y solo quería regresar a la cama.

Lena pareció notarlo.

—Será mejor que vuelva arriba e intente dormir un poco. Ya sé que cuesta, a mí me sucedió lo mismo cuando murió mi madre.

—Gracias, Lena —dije, y me levanté.

—No piense demasiado en todo eso, señorita Matilda. Este es un buen sitio, seguro que aquí encontrará la felicidad. —También la doncella se levantó entonces.

¿Por qué habría bajado a la cocina? Había olvidado preguntárselo.

En mi habitación, estuve un rato más de pie junto a la ventana. Mi madre había querido que viviera allí, aunque jamás me habló de ese lugar. No lograba entenderlo, pero tal vez fuera lo mejor. Intentaría habituarme a la finca y, además, solo iban a ser cuatro años. Hasta que alcanzara la mayoría de edad.