HABÍAN PASADO TRES días desde el entierro de Lennard, Ingmar seguía sin aparecer y teníamos cita con el notario. Agneta se moría de preocupación.
—¿Y si le ha ocurrido algo?
—No habrá pasado nada. Primero sus compañeros deben localizarlo y después tendrá que llegar hasta aquí. No es fácil viajar entre Noruega y Suecia en estos momentos.
Mi tía suspiró.
—Me pregunto de dónde sacas siempre ese optimismo.
—Por desgracia no puedo responderte, aunque si quieres te doy un poco.
—Me temo que no existe vaso en el que puedas servirme una cantidad suficiente.
Miró un momento por la ventana, donde apareció un retazo de cielo azul entre las nubes. Había llovido toda la mañana, pero poco a poco iba amainando.
—En fin, creo que deberíamos salir ya —dijo, y se levantó.
Asentí e hice lo propio. El notario no necesitaría que Ingmar estuviera presente para nombrarlo nuevo conde Ekberg.
—No sé decirte qué me espanta más —confesó Agneta—. Si la grave voz del notario o volver a ver a Magnus.
—No creo que el notario sea ningún problema —repuse—. Y quizá Magnus haga como en el entierro y no se presente. Así, al menos por una vez demostraría que tiene decencia.
—Por lo que yo sé, está incluido en el testamento de Lennard. Como se trata de dinero, no se saltará la cita.
Fuera hacía frío y amenazaba lluvia, así que nos pusimos unas chaquetas finas antes de salir de casa. Al pie de los escalones de la entrada nos encontramos con un hombre uniformado. Tardé unos segundos en reconocerlo.
—¡Ingmar! —exclamé, y corrí hacia él—. ¡Has venido! —Me eché a sus brazos y él me rodeó con ellos—. Lo siento mucho —dije, y me costó no ponerme a llorar otra vez.
Mi primo sollozaba.
—He venido lo antes posible. Ahora el correo es bastante lento y casi ningún telegrama consigue llegar a su destino. Mi capitán interceptó una comunicación de radio de nuestra gente y me lo comunicó. He venido en avión.
Estuve a punto de decirle que volar era demasiado peligroso en esos tiempos, pero la alegría de verlo me lo impidió. Era el esperado rayo de sol después de tantísima lluvia.
Mi tía no cabía en sí de gozo. Cuando solté a Ingmar, se lanzó a sus brazos y empezó a llorar con amargura.
—Lo siento mucho, madre —dijo él, pegado al cabello de Agneta—. Ojalá hubiese estado con vosotros.
—Nada habría cambiado —repuso ella entre sollozos—. Tampoco yo pude impedirlo.
Estuvieron abrazados un rato, después Agneta le dijo que íbamos a la apertura del testamento y que nos acompañara.
Él estuvo de acuerdo. Aunque tenía aspecto de haber preferido darse un baño antes, subió con nosotras al coche.
—¿Qué uniforme es ese que llevas? —pregunté cuando cruzábamos la verja de la finca.
—El de la Milorg, la resistencia. —Se miró la ropa—. No es nada del otro mundo, solo cazadora, bombachos y cinturón, pero así nos reconocemos. Según se mire, somos como un ejército secreto de Noruega. Estamos repartidos en diferentes distritos y nos dirige un consejo central. Muchos militares noruegos nos apoyan. Algunas divisiones participan en la defensa activa, mis compañeros y yo coordinamos a los refugiados. Somos más bien la Sivorg, el brazo civil, pero de todas formas nos dan uniformes. De vez en cuando también piloto, si es necesario. Trabajamos en estrecha colaboración con el gobierno en el exilio y el rey Haakon. La semana pasada estuve en Londres, por eso les costó tanto localizarme.
Estuve a punto de preguntar si no le parecía conveniente dejar la resistencia, dada la nueva situación. Sin embargo, sabía que no lo haría. Aunque tal vez sí existía la posibilidad de que pidiera un traslado a Suecia como agente de enlace, y en general eso era mejor que estar expuesto directamente a la persecución de los nazis.
AGNETA HABÍA ACERTADO. Magnus nos estaba aguardando en la notaría, por supuesto. Llevaba un uniforme de infantería que no le quedaba nada bien y del que a todas luces no se sentía orgulloso. Lo que no esperaba era encontrarse a Ingmar, y mucho menos vestido con el uniforme de la Milorg.
—Hola, Magnus —dijo este, y le dio la mano.
Antes se habrían abrazado, pero eso parecía parte del pasado.
—Bienvenido, hermanito. ¿Qué tal el tiempo por Noruega?
Me habría gustado quitarle la sonrisa que le asomó a los labios de un bofetón. Agneta, furiosa, apretó los dientes.
—Frío, pero eso ya lo sabes —repuso Ingmar, y volvió junto a su madre.
Magnus dio media vuelta sin saludarla. Alargué una mano y quise alcanzarlo, pero mi tía me indicó que lo dejara. Su rechazo la afectaba, pero no quería dejar entrever hasta qué punto.
Tomamos asiento en la sala de reuniones. El señor Nickel, el notario, era un hombre joven que debía de haberse librado del ejército por culpa de la pierna, que arrastraba un poco.
Me sorprendí retorciendo el pañuelo a causa del nerviosismo. Tener a Ingmar con nosotras me tranquilizaba un poco, pero aun así sentía una extraña inquietud. No me hacía gracia estar en la misma habitación que Magnus, sobre todo al recordar lo que me había contado sobre su padre. Eso, unido a su misteriosa aparición el día del solsticio, me suscitaba cada vez más preguntas.
El diagnóstico del médico establecía sin lugar a dudas que Lennard había muerto de un infarto cerebral, pero ¿y si había sido alguna otra cosa? ¿Y si Magnus…?
El carraspeo del notario me hizo volver a la realidad. Empezó con las formalidades habituales y después leyó el testamento de mi tío.
—«En pleno uso de mis facultades mentales, lego la finca Ekberg en partes iguales a mi hijo Ingmar Gustav Lejongård y a mi sobrina Matilda Wallin. A mi mujer, Agneta Lejongård…»
Miré al notario espantada. Su voz se convirtió en un murmullo. ¿Lennard me había dejado la mitad de la finca Ekberg? Noté que Agneta me apretaba la mano. Cuando miré hacia un lado, vi la expresión casi divertida de Magnus. Seguramente se alegraba de que su hermano tuviera que compartir conmigo su herencia. Me resultaba inexplicable que pudiera sonreír en una ocasión así.
El señor Nickel prosiguió, pero no fui capaz de concentrarme en sus palabras. Por lo que pude entender, Agneta obtendría una renta de las ganancias de la finca Ekberg; a Lisbeth, la hermana de Lennard, la nombrarían administradora de la finca y recibiría una importante suma de dinero; también Magnus tenía asignada una cantidad que le permitiría vivir muchos años sin preocupaciones. Seguro que estaba impaciente por regresar corriendo a su apartamento.
Después de acabar con los trámites, salimos de la notaría. Magnus, tal como esperaba, se despidió de nosotros con parquedad, como si fuéramos extraños, y se marchó. Agneta se dirigió al coche e Ingmar me retuvo.
—¿Tienes un momento?
Miré a su madre.
—Sí, claro. ¿Qué ocurre?
—Solo quería decirte que la decisión de mi padre me parece correcta. Saber que te tengo a mi lado en la finca es lo mejor que podía pasarme en estas tristes circunstancias.
—Tú espera a que quiera involucrarte en la administración…
Intenté sonreír, pero no pude. Me conmovía que Lennard hubiera pensado en mí. Sin embargo, también me angustiaba. No quería dejar Lejongård. No podía abandonar a Agneta.
Sin embargo, tal vez no fuera necesario. Ekberg se dirigía a distancia desde que Lennard y Agneta se casaron. ¿Por qué teníamos de cambiar eso? Por lo menos mientras Ingmar estuviera en Noruega y Lisbeth administrara la finca.
—Creo que, de los dos, tú eres quien más talento tiene para la dirección de un negocio —dijo Ingmar, y me abrazó—. Yo me ocuparé del cereal y tú, de los libros.
—Así lo haremos.
Pero entonces me pregunté qué sería de mi vida. ¿Seguiría siendo siempre la prima soltera que tenía una participación en la finca?
También estaba Paul. Notaba que sentía algo por mí, igual que yo por él, pero no podía saber si algún día volvería a ser como antes.
No obstante, tal vez no estuviera mal compartir mi vida con Ingmar. Su implicación en la resistencia no le dejaba tiempo para novias. ¿O habría alguna chica por ahí? ¿Era ese el motivo de su compromiso? Se lo preguntaría cuando tuviera oportunidad.
Por el momento, lo tomé del brazo para regresar al coche.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —pregunté.
—Tres días. Más no será posible, por desgracia. Pero te prometo que aprovecharé el tiempo. Me alegro de estar aquí. A veces añoro mucho la finca.
—Puedes volver siempre que quieras.
Pero él negó con la cabeza.
—Cuando acabe la guerra. O cuando los alemanes se retiren de Noruega. Nuestro trabajo también es importante para Suecia, para mi madre y para ti. Los nazis no deben pensar que este país es un bocado apetitoso. La supuesta falta de neutralidad de Noruega solo fue un pretexto, el mismo que podrían utilizar con Suecia, pero no si nosotros les complicamos la vida.
—Los alemanes van a enviar tropas a Finlandia por territorio nacional sueco, según he oído.
—Es cierto, pero eso no es perjudicial para nosotros. Les quita a los alemanes un posible motivo para atacarnos y así tendremos la posibilidad de realizar pequeños sabotajes. Nuestro gobierno y el rey nos han hecho un favor.
Ingmar calló cuando llegamos al coche. Por lo visto no quería hablar de esas cosas con su madre.
Nos esperaba en el asiento trasero y me senté con ella mientras Ingmar montaba delante.
—Agneta, Ingmar se quedará tres días —dije, sonriendo para animarla—. Qué alegría, ¿verdad?
—Es muy poco —repuso, y miró a su hijo con cierto reproche.
—Madre, ya sabes que…
—Sí, lo sé. Tienes que cumplir con tu deber y me parece bien. Aun así, como madre tengo derecho a pensar que es muy poco tiempo, ¿o no?
—Lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad de las horas que pasemos juntos —señaló Ingmar—. Y tenemos mucho que contarnos.
Ella asintió, pero noté su descontento. Ahora que Lennard había fallecido, le vendría muy bien la ayuda de su hijo. Pero sabía que Ingmar había heredado su corazón, y también a ella le había costado abandonar Estocolmo.
Intenté pensar de forma positiva. «Ingmar regresará —me dije—. Cuando acabe esta desdichada guerra, regresará.»