LO PRIMERO QUE hice al llegar a Lejongård fue buscar a Paul. Ingmar y Agneta necesitaban estar un momento a solas y yo tenía que contarle a alguien mis novedades o estallaría.
Todavía no sentía verdadera alegría por mi herencia, pero sí tenía ganas de explicarlo. A Paul. ¡La mitad de la finca Ekberg era mía! Seguía sin poder creer la decisión de Lennard. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Quería concederme de esa forma una parte de la herencia que, en realidad, por ley no me correspondía? ¿Cómo me las arreglaría siendo copropietaria de una finca? Se me daba bien administrar una propiedad, pero que me perteneciera…
Encontré a Paul junto a los establos, donde estaba reparando una puerta de los compartimentos de los caballos. Uno de los sementales, inquieto de impaciencia, le había dado una coz muy fuerte que no solo la había dañado, sino que la había arrancado de los goznes.
—Hola, Paul —saludé.
Él bajó el destornillador con el que estaba colocando una bisagra nueva.
—Matilda. ¿Ya habéis vuelto del notario?
Hice un gesto de asentimiento, me agaché a su lado y acaricié con los dedos las tablas que había instalado en la puerta. Se veía claramente que eran nuevas.
—Dentro de un par de años no se notará —dijo.
Lo miré. Desde que hacía arreglos en la finca, cada día estaba más resplandeciente.
—Lennard me ha legado la mitad de la finca Ekberg.
Paul levantó las cejas al instante.
—¡Caray!
—Eso he pensado yo también. No me lo esperaba.
—Enhorabuena. Entonces, ahora debes de ser la nueva condesa Ekberg.
—No, el título es para Ingmar, pero la mitad de la finca es mía.
—¿Sabes qué deberías hacer con ella? —preguntó con una fina sonrisa—. Dármela a mí, y ya se me ocurrirá algo.
Me reí, y enseguida comprendí que era la primera vez que lo hacía desde la muerte de Lennard.
—Seguro que no tardarías en recorrer la casa para repararlo todo. Hay mucho que hacer.
Me tomó la mano y la apretó.
—Me alegro mucho por ti, de verdad. Ahora ya no tienes nada que temer de tu horrible primo. Y no me refiero a Ingmar.
Estuve de acuerdo. No podía dejar de sonreír, y eso que estaba sumida en la tristeza. Era extraño lo que Paul suscitaba en mí desde hacía un tiempo.
—A Magnus le ha hecho gracia —dije—. No se quitaba la sonrisa de la cara. Seguro que disfruta con el hecho de que su hermano tenga que compartir la propiedad conmigo.
—Menudo imbécil —dijo Paul—. Solo con verlo en la fiesta me bastó, ni siquiera tuvo que hablar conmigo.
—Pues alégrate, porque la conversación que mantuve con él no se me olvidará en mucho tiempo.
Levantó la mano y me apartó un mechón de la frente.
—No te preocupes por ese tipo. El conde te ha dado un hogar y eso es lo único que cuenta. Si Magnus se hace cargo de Lejongård algún día, tú tendrás tu sitio. Estarás segura.
—Tienes razón. —Entonces fui yo quien le agarró la mano para llevármela a la mejilla—. Me alegro mucho de que estés aquí. Aunque las circunstancias sean terribles, estoy contenta de tenerte conmigo.
—Yo también —repuso, y me abrazó.
Me estrechó un buen rato, luego me miró con una sonrisa.
—Si todavía queda algo de cerveza o de nubbe en la mansión, podríamos celebrarlo un poco. En mi cabaña. Podríamos charlar, o simplemente estar callados. ¿Qué me dices?
Nunca me había gustado la cabaña donde Magnus pasaba las horas, pero sabía que Paul la había transformado. Bajo sus manos expertas, la pintura vieja había desaparecido, las contraventanas volvían a encajar y también había muebles nuevos. Agneta había comentado hacía poco que estaba muy satisfecha con lo que había conseguido allí.
—Está bien. ¿Hoy a las siete? —pregunté.
Le pareció bien, y el suave manto de la expectación envolvió mi corazón.
DE VUELTA EN la casa señorial, oí a Ingmar y Agneta hablando en el salón. Pensé si debía unirme a ellos, pero decidí subir a echarme un rato. Me dolía la cabeza y quería quitarme la ropa que había llevado al notario. En mi habitación me esperaba un cómodo vestido de lino suave, que también era negro y casi parecía el de las criadas, salvo por el delantal. Pero me alegraba de tenerlo, pues la vestimenta que llevaba en esos momentos me asfixiaba.
Después de cambiarme, me tumbé en la cama. Lisbeth, la hermana de Lennard, se había dejado un libro en mi escritorio. Cuando me acercara a correos, se lo enviaría. No había podido acudir a la apertura del testamento porque su hija estaba enferma y ella tenía que cuidar de su nieto, así que había partido otra vez poco después del funeral.
Cerré los ojos y escuché el susurro de los árboles en el jardín. De vez en cuando un mirlo cantaba con notas cansadas y tristes. Oí un breve zumbido, como si una abeja hubiera entrado por la ventana pero enseguida se hubiera dado cuenta de su error y hubiera vuelto a salir. Los latidos de mi corazón eran tranquilos y regulares, y solo unos instantes después todo quedó muy lejos y me hundí en un agradable silencio.
Desperté cuando llamaron a la puerta.
—¿Sí? —pregunté, aturdida.
¿Cuántas horas había dormido? Miré por la ventana. El sol había dado la vuelta a la casa y unas nubecillas cubrían el cielo.
—¿Puedo pasar? —preguntó Ingmar.
—Desde luego —dije, y me senté.
—¿Te encuentras bien? —se interesó antes de cerrar la puerta.
—Sí, dadas las circunstancias. —El martilleo en las sienes había desaparecido, pero todavía me sentía algo atontada—. ¿Ha ido bien la conversación con tu madre?
Di unos golpecitos a mi lado, en el borde de la cama. Él aceptó la invitación y se sentó.
—Sí, ha estado muy bien. Aunque, claro, ha intentado convencerme de que me quede. Sobre todo por la finca Ekberg, ya que ahora soy su nuevo señor. Junto a ti.
—Eres el nuevo conde Ekberg —dije—. El título ha pasado a ser tuyo.
—Ojalá mi padre hubiera tenido algo más de tiempo. Eso lo habría hecho todo mucho más sencillo.
—A la vida le importa poco ser fácil o difícil —repuse—. También yo deseé que mi madre no hubiera muerto y que el hombre al que creía mi padre no hubiera desaparecido, pero eso al destino no le preocupó.
—¿No crees que el destino te lleva justamente al lugar que debes ocupar?
Suspiré.
—Es posible, pero habría deseado que lo hubiera decidido antes y en otras circunstancias.
—Pero si acabas de decir que no le importa ser fácil o difícil. Ahora estás aquí y eso es lo único que cuenta.
—Ingmar…
—¿Sí?
—Sabes que este también es tu sitio.
—Lo sé. Y ocuparé mi lugar, te lo prometo. Pero de momento debo estar en otra parte.
—De acuerdo. Tal vez no deba presionarte, porque eso ya lo hace tu madre.
—Mi madre sabe muy bien lo que es tener un plan distinto para tu vida y también comprende que he heredado su tozudez.
Recordé lo que Agneta me había contado sobre Ingmar y Magnus en la fiesta del solsticio. Me alegraba que las buenas características de su padre biológico se hubieran reunido en él.
—¿Hay alguna mujer en tu vida? —pregunté por cambiar de tema.
—¿A qué te refieres?
—Eres un hombre de veintitantos años. ¿No irás a decirme que no te interesan las chicas?
Vi que le salían los colores.
—Bueno, de vez en cuando —confesó—. ¿Te acuerdas de lo que te dije en aquella cafetería?
—¿Que somos espíritus afines?
—Eso también, pero… en lo de estar enamorado de ti creo que no me equivoqué. De hecho, me parece que aún lo estoy un poco.
Sacudí la cabeza.
—Me tomas el pelo.
—No, es cierto. Mi corazón fue tuyo hasta que nos perdimos de vista. Al saber que eras mi prima… de repente ya no me pareció correcto. Sé que en los linajes nobles a veces se casaban entre parientes, pero para mí no es una opción. Así que intenté olvidarte y verte como a una hermana.
Sentí un peso en el corazón. Para mí solo había existido Paul, siempre. Tal vez porque tampoco había podido construir ninguna otra relación.
—Pero no te preocupes —dijo Ingmar, y me tomó de la mano—. Traeré a casa a una novia apropiada.
—¿Una de tus combatientes de la resistencia? —pregunté.
—Anda que no eres curiosa…
—Es por mi propio interés. Dicen que los hombres que tienen pareja van con más cuidado a la guerra. Una novia sería tu seguro de vida.
—No lo necesito. Y sí, entre los nuestros hay alguna que me gusta. Pero tenemos un trabajo peligroso, no podemos permitirnos las relaciones serias.
Me mostré de acuerdo. ¿Me estaría esperando aún, inconscientemente?
—¿Y cómo te va a ti con Paul? —preguntó entonces—. ¿Volvéis a ser amigos?
—Creo que más que eso —reconocí—. Me parece que casi ha superado la muerte de Ingrid, pero todavía piensa en ella y yo tengo miedo de que nos compare. Me da miedo su sombra.
—Quizá no sea una sombra tan intensa como piensas —comentó Ingmar—. Paul creía que eras inalcanzable, así que se buscó a otra. Pero seguro que su corazón siente lo mismo que entonces. Solo espero que ahora sea algo más paciente.
—Yo también —añadí, y le acaricié el pelo con la mano—. Ten mucho cuidado, ¿me oyes?
—Todavía no me he ido —contestó.
—Tres días no son nada y ya solo nos quedan dos. Eso no basta para que puedas contármelo todo.
—Pero comparado con lo que tenemos normalmente, para nosotros es mucho tiempo. ¿Qué te parecería salir a cabalgar un poco mañana?
—Me encantaría. Así también podrás echar un vistazo a la cabaña de Paul, que está como nueva.
—¿La cabaña de Paul?
—La vieja cabaña del administrador. Y luego te propongo que vayamos a visitar la tumba de Lennard. Le gustará saber cómo te va.
—¿Crees que los muertos se enteran de esas cosas?
Sonreí.
—Tal vez. Y no querrás que tu padre se sienta abandonado…
Habríamos podido contarnos mucho más, pero sentí que tenía que esperar a otra ocasión. También quería hablarle de mi conversación con Magnus, pero no sabía si era el momento oportuno. No debía regresar a Noruega con rabia, porque quizá eso lo distrajera.
AL FINAL DE la tarde fui a ver a Paul con el corazón palpitante. Por todas partes cantaban los grillos, y los insectos zumbaban a veces tan cerca que creía sentir sus alitas en la cara.
Menudo día había tenido…
Pude hablar largo y tendido con Ingmar sobre Noruega y sus planes para cuando regresara. El tema de las mujeres salió a colación también durante la cena y Agneta se mantuvo sorprendentemente contenida.
—Debes saber que eres libre de escoger a quien quieras amar —se limitó a decir—. Yo misma he vivido la presión que se siente cuando la sociedad y tu familia quieren que elijas a un compañero en concreto. No dejes que te pase eso. —Luego se volvió hacia mí—: Ni tú tampoco. Lo que digo vale para ambos.
Su mirada fue tan insistente que me pregunté si sospechaba que entre Paul y yo estaba surgiendo algo.
Paul me esperaba en la veranda. Al verme, se levantó del banco.
—¡Aquí estás! —exclamó—. Ya pensaba que no vendrías.
—Me he quedado un poco más con Ingmar y Agneta —expliqué—. Tenemos cosas que hablar sobre la finca. Cuando pienso en todo el trabajo que…
—No pienses en eso ahora —dijo, y me abrazó—. Esta noche solo vamos a celebrarlo.
—Si es que a esto se le puede llamar celebración —repuse—. En realidad no hay motivo. Habría preferido no tener que abrir aún ese testamento.
—Entonces, sentémonos el uno junto al otro nada más. ¿Qué te parece?
—Mucho mejor —dije, y tomé asiento a su lado en el banco de la veranda.
Un par de insectos pasaron volando ante nosotros, pero no se entretuvieron demasiado. Era la hora en que los murciélagos salían a cazar, así que no estaban a salvo.
Yo, sin embargo, sí que me sentía segura en los brazos de Paul. Su calidez me transmitió la sensación de que nos habíamos fundido en uno y eso despertó mi deseo. Volví a recordar la pasión con que nos habíamos amado en Estocolmo. También lo mucho que me enfadé después.
Todavía no habían pasado ni dos años, pero todo había cambiado.
—¿Qué será de nosotros? —pregunté en el silencio de la noche.
—¿A qué te refieres?
—A ti y a mí… ¿Qué será de nosotros? ¿Podremos recuperar lo que teníamos?
—Bueno, en realidad no es eso lo que deseo —contestó Paul, lo que hizo que me irguiera, sorprendida—. Porque ¿qué teníamos? —siguió diciendo—. Nunca encontrábamos la ocasión de estar juntos; siempre ocurría algo. Y cuando por fin lo conseguimos, no pudimos mantenerlo. No, no quiero volver a esa época. Quiero una época nueva en la que podamos estar unidos. Siempre, como ahora. O quizá más aún. —Me miró—. ¿Qué te parece?
—Maravilloso —dije, y nuestros labios se encontraron en un cariñoso beso.
Su calidez me recorrió el cuerpo, me invadió el pecho y acabó en la entrepierna. Ahí estaba de nuevo el ardor que había sentido en el pasado.
Tal vez fuera egoísta pensar así, pero ya no había ninguna otra mujer con quien tener consideración. Solo estábamos él y yo.
Anhelante, deslicé la mano por su torso mientras nos explorábamos con los labios y también con la lengua. Esperé a que él hiciera lo mismo con la mano, pero no me tocaba.
Lo miré extrañada. «¿Es que no me deseas?», preguntaron mis ojos en silencio.
—Esta vez deberíamos darnos tiempo —dijo—. No quiero que nos dejemos llevar por el momento. No volveré a abandonarte, te lo prometo.
Asentí y, decepcionada, aparté la mano. Él la tomó y me la besó.
—Contemplemos un rato las estrellas, ¿quieres? Siento que necesitas tranquilidad y yo necesito tu cercanía.
Apoyé la cabeza en el hombro de Paul. «Ingrid», pensé. Todavía estaba ahí, por eso no se atrevía. No quería traicionarla y yo debía respetarlo.
NO ME QUEDÉ a dormir en la cabaña, regresé a la mansión antes de medianoche. Me detuve un instante en el lugar donde había hablado con Magnus, pero enseguida continué mi camino.
Al llegar a la casa, todavía había luz en el salón. Me asomé y vi a Agneta sentada en el sofá. Debía de haberse quedado traspuesta, porque tenía los ojos cerrados. Me acerqué y le toqué el brazo con suavidad. No quería que al día siguiente le doliera el cuello.
No se sobresaltó, solo abrió los ojos.
—Matilda —dijo, y se irguió un poco—. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—Estaba con Paul.
Mi tía enarcó un poco las cejas.
—No es lo que crees —dije—. Solo hemos estado un rato sentados en la veranda, mirando las estrellas.
—Esa cabaña invita a hacerlo —comentó con una sonrisa melancólica—. Pero tú ya eres una mujer adulta y puedes hacer lo que quieras.
Me senté a su lado.
—¿Lo que has dicho en la cena iba en serio? ¿Que podemos elegir a quién amar?
—Por supuesto. Es importante que encuentres a alguien a quien poder entregar tu corazón por completo. Eso no depende de la profesión de esa persona, solo importa que te ame.
Asentí y guardé silencio un momento.
—Creo que es Paul —dije entonces.
—Todavía lo sientes así —repuso Agneta sonriendo.
—Si te soy sincera, nunca me he tomado en serio a ningún otro. Ni siquiera cuando estaba casado y era inalcanzable para mí.
—Bueno, hay amores que son para siempre. Creo que también Lennard me quiso de esa forma. Mi amor por él llegó más adelante, pero él debió de sentirse seguro desde el principio. —Me miró—. Encontrar un amor así tiene un valor incalculable, si es que él también lo siente.
—Creo que sí. Yo, por lo menos, estoy segura. Todos estos años… Todas las cosas que se han interpuesto entre nosotros…
—Por lo visto no han logrado empañar ese sentimiento.
—Eso espero —dije—. Lo espero de corazón.
—Bueno, mi bendición la tienes —añadió Agneta—. Aunque Paul debe guardarse mucho de mancillar tu honor o de romperte el corazón, porque en ese caso se las verá conmigo.
Me eché a reír. ¿Quería amenazarlo con un rodillo?
—Seguro que no lo hará. Solo tiene que olvidar a Ingrid. Todavía es muy pronto.
—Sí, puede. Pero de todos modos, ¡ve con cuidado! Ya te lo dije una vez.
—Lo haré.
Me rodeó con un brazo. Me sentía terriblemente pesada y a la vez ligera. De no haber muerto Lennard, habría sido uno de los mejores momentos de los últimos meses.
DOS DÍAS DESPUÉS nos despedimos otra vez de Ingmar. Agneta lo abrazó al pie de la escalera y le advirtió que tuviera mucho cuidado. Lo llevé en coche a la estación, desde donde viajaría hacia el norte.
—¿Nos enviaréis más refugiados? —pregunté mientras el coche traqueteaba por la carretera.
—Es posible, aunque se ha vuelto mucho más difícil. Los nazis y la gente de Quisling siguen todos nuestros pasos. Y muchos de los que queríamos sacar del país están en campos de concentración, así que no es fácil liberar a más gente.
—Espero que pronto deje de ser necesario.
—Sí, yo también —dijo, pero luego cayó en un silencio meditabundo.
—¿Quieres hablar con Magnus antes de marcharte? —pregunté—. Nos da tiempo de hacerle una visita corta.
—No —contestó sin apartar la mirada de la ventanilla—. No quiero hablar con él. Tuve suficiente con la apertura del testamento. Con eso me bastará para los próximos meses.
—¿O sea que tampoco os escribís?
—No. Y es mejor así, créeme. Al menos es alguien de quien no tengo que preocuparme.
—¿Porque has dejarlo de tenerle aprecio? —pregunté.
—No, no lo aprecio. Es mi hermano y eso no va a cambiar, pero no le tengo cariño. No desde el día en que supimos quién era nuestro verdadero padre. Me alegro de que no oyeras lo que dijo sobre nuestra madre.
—Me lo puedo imaginar.
—Será mejor que te mantengas alejada de él si puedes —añadió—. No le hace ningún bien a nadie. No entiendo cómo aún quedan personas que le hablan.
—Tal vez tenga otra faceta.
Ingmar sacudió la cabeza.
—No, no la tiene. Es como es. Llévame directamente a la estación y quédate un rato conmigo. Lo prefiero así.
Al llegar a Kristianstad, enseguida fuimos al andén para esperar el tren.
—Parece que esta estación no cambie nunca —dije, y señalé el cartel publicitario que ya había visto en mi primera visita, aunque con otro anuncio.
Esta vez aconsejaba ahorrar en el uso del detergente, pero seguro que algún día volvería a colgar allí un cartel de enjuague bucal.
—No, está como siempre. Pero eso es bueno, ¿verdad? Saber que hay cosas que no cambian.
Estuvimos charlando hasta que anunciaron el tren y la locomotora negra llegó por las vías tirando de los vagones.
—Escribe, ¿de acuerdo? —le pedí mientras nos envolvía el humo—. Y no tardes mucho en hacerlo.
Ingmar sonrió.
—Te escribiré, como muy tarde por tu cumpleaños —prometió, y me abrazó—. Hasta pronto, Matilda, ¡y cuida de mi madre!
—Deberías ser tú quien tenga cuidado —dije—. Yo tengo los pies en el suelo, tú vuelas entre las nubes.
—Las nubes son mis amigas, no me harán nada.
Me plantó un beso en la frente, luego se echó la mochila al hombro y subió al vagón.
Cuando el tren se puso en marcha, aún pude verlo un momento entre el humo antes de que desapareciera a lo lejos.