Capítulo 59

 

 

 

 

 

PASARON TRES MESES. Septiembre fue coloreando los bosques poco a poco, y de vez en cuando hacía el frío suficiente para empezar a pensar en el invierno.

Igual que el año anterior, la cacería de otoño no se celebró y yo lo agradecí mucho. Al menos los animales salvajes descansarían.

Disfrutaba de los últimos rayos de sol mientras daba paseos por los bosques y junto al pequeño lago. Mientras recogía flores otoñales, por un momento olvidaba que la guerra era cada vez más cruenta en el resto del mundo. Suecia seguía sin estar involucrada. ¿Conseguiríamos llegar así al año siguiente?

Aunque la depresión no había vuelto a apoderarse de Agneta, algunos días sí parecía un fantasma. A menudo la veía perdida en recuerdos lejanos y no regresaba a la realidad hasta que le decía algo. Sin embargo, seguía llevando los negocios con mano de hierro y también me ayudaba a comprender las necesidades de la finca Ekberg.

La tía Lisbeth todavía era la administradora, pero llegaría el día en que Ingmar y yo tendríamos que tomar las riendas.

Paul y yo íbamos estrechando nuestra relación a pasos pequeños. Compartíamos caricias y miradas. Cada vez más a menudo aparecía a mi lado como por casualidad y, cuando lo veía, me dirigía una sonrisa resplandeciente. En momentos furtivos, nos besábamos.

A veces me llevaba también un regalo. Podía ser un ramo de flores o algo que había tallado con un trozo de madera, de modo que en mi mesilla de noche tenía ya una rosa y una pequeña iglesia.

Esa mañana fui a inspeccionar los establos. Pronto tendríamos que encerrar a los caballos porque las noches eran cada vez más frías y húmedas. Sin embargo, los edificios estaban en buen estado y algunos de los noruegos habían mostrado un gran talento para tratar con los animales. Broderson me había comentado que no le importaría nada contratarlos si, después de la guerra, decidían quedarse con nosotros. Tal vez tendría que hablar pronto con ellos.

—Aquí estás —dijo Paul tras aparecer por la esquina del establo—. Te he buscado por todas partes.

—¿Adónde podría haber ido? —pregunté, y miré a mi alrededor.

Como no había nadie cerca, le rodeé el cuello con los brazos y le robé un beso.

—Tengo algo para ti —me dijo, y sacó del bolsillo un paquetito envuelto en burda arpillera.

Tuve un presentimiento.

—Pero si todavía no es mi cumpleaños.

—No me atrevería a regalarte algo así por tu cumpleaños. Pero llevamos ya casi tres meses juntos, por así decirlo, y eso bien merece un regalo.

—Eso dices todos los meses —repliqué—, y yo nunca tengo nada para ti.

—Tú ya eres suficiente regalo. —Me entregó el paquetito—. ¡Ábrelo!

Desaté el cordel y de debajo de la tela salió un pequeño caballo.

—¡Oh, qué preciosidad! —exclamé—. Y eso que no soportas los caballos.

—Nunca he dicho que no me gusten, solo que no quiero montar en ellos.

—Gracias —dije, y lo besé otra vez.

—¿Nos veremos esta noche? —preguntó.

Estuve de acuerdo y un momento después llegó alguien corriendo.

Era una de las criadas de la casa, que se había recogido la falda como si huyera de un lobo.

—¡Señorita Matilda, venga, deprisa! Es la señora…

Miré a Paul con espanto y eché a correr. ¿Qué le había pasado a Agneta? ¿Habría sufrido un desmayo?

Cuando entré en la mansión oí un fuerte llanto. Se me encogió el pecho y sentí náuseas. ¿Qué habría ocurrido?

No era capaz de distinguir quién lloraba, así que corrí al salón, de donde procedía el sonido. Al abrir la puerta de par en par, vi a Agneta en el suelo. Apretaba un papel arrugado en las manos y lloraba con amargura. Por un momento sentí alivio. No le había ocurrido nada, pero ¿por qué estaba arrodillada de esa manera? ¿Se había caído?

—Agneta, ¿qué ocurre? —pregunté.

—¡Mira!

Me tendió la hoja de papel. La tinta estaba corrida por las lágrimas, así que me costó descifrar las letras.

 

Estimada condesa Lejongård:

Lamentamos enormemente tener que comunicarle que su hijo Ingmar sufrió ayer un accidente de avión y se estrelló en el mar, cerca de la costa noruega. Un pesquero que pasaba cerca intentó rescatarlo. Su hijo consiguió salir de la nave y subirse a una de las alas, pero por desgracia la temperatura del agua era demasiado baja y murió de hipotermia antes de que pudieran izarlo a bordo.

Con Ingmar Lejongård hemos perdido a un buen compañero y a un valioso miembro de nuestra organización. Siempre recordaremos y honraremos el servicio que prestó al pueblo noruego y a Europa.

El próximo jueves trasladaremos su cadáver a Kristianstad, para lo que tomaremos las precauciones necesarias.

La acompaño en el sentimiento,

Teniente Karsten Solberg

MILORG

 

De mi garganta salió un gemido. No pude evitar que me fallaran las rodillas, así que caí al suelo junto a mi tía.

¡No podía ser! ¡No era posible! Los peores temores de Agneta y Lennard se habían hecho realidad, el mayor miedo que yo había tenido siempre. Ingmar había muerto congelado en el mar del Norte.

El llanto de Agneta quedó silenciado por el susurro de mi circulación, que inundó mis oídos. Sentía como si algo fuera a desgarrarse en mi pecho. ¿Podía romperse un corazón en pedazos? De repente sentí los brazos demasiado débiles para sostener la carta.

 

 

ECHÉ A CORRER. No sabía de dónde había sacado la energía, y tampoco me fijé en qué camino tomaban mis pies. Solo corrí lejos de la casa señorial, lejos del dolor, aunque sabía que no podría escapar de él.

Dejé la carta en el suelo del salón, donde había caído. Tal vez Lena la recogiera después de llevar a Agneta al dormitorio. La imagen de su cuerpo en el suelo me perseguía. Primero su marido, ahora su hijo. El hijo bueno, el de buen carácter. ¿Cómo iba a recuperarse de semejante golpe? ¿Cómo iba a hacerlo yo?

Sin embargo, en esos momentos lo que yo sintiera no importaba. Seguí corriendo. Me dolían los pulmones y las ramas espinosas me azotaban las piernas, pero me daba igual.

De repente apareció ante mí la cabaña. La vi a pesar de estar cegada por las lágrimas. El viento me tiraba del pelo y un escalofrío helado me recorrió la piel. La cabaña. Allí estaba Paul. Podía hablar con él, tal vez me ayudara a contener ese dolor insoportable. Y si no, quizá me abrazara. Solo un rato. El que necesitara para recuperar la serenidad.

Tropecé en los escalones y casi me abalancé hacia la puerta. «Que esté, por favor —rogué en silencio—. ¡Qué esté aquí!»

Pero no me abrió nadie. Paul seguía en la finca. Me derrumbé en la veranda y me eché a llorar.

No habría sabido decir cuánto tiempo estuve allí, pero de repente noté una mano en mi hombro.

—¿Matilda?

Al principio mi nombre me llegó distorsionado a los oídos; después lo oí mejor.

Era Paul.

—¿Matilda? —preguntó con cautela—. Ya me he enterado. Lo siento mucho.

Quise decir algo, pero un nudo me cerraba la garganta.

—Ven, te ayudaré —dijo, y me pasó los brazos por debajo de las axilas.

Me levantó como si nada, aunque me sentía tan increíblemente pesada como el tronco de un gran árbol caído.

De algún modo consiguió que entrara en la cabaña. Poco después estaba sentada en su cama y tenía una taza de esmalte en las manos. El líquido que contenía sabía fuerte y me ardía en la lengua. Me pregunté de dónde había sacado Paul ese aguardiente casero. ¿Sería de alguno de los agricultores para los que había trabajado?

Ese pensamiento desterró un momento mi dolor por Ingmar, que enseguida regresó con toda su fuerza.

—Un día, cuando éramos jóvenes, fui a su habitación y vi que tenía un avión. Era una maqueta. La había construido él mismo y me contó que quería ser piloto. —No sabía por qué, pero de pronto sentí la imperiosa necesidad de explicarle eso—. Más adelante, cuando estuvo en el hospital, le llevé un libro que trataba de un viaje en globo. Volar era su pasión.

Di otro trago de aguardiente. La quemazón empezaba a sentarme bien.

—Y después perdimos el contacto. Él se fue a estudiar a la universidad, yo descubrí mi secreto, y pasamos mucho tiempo sin vernos. No volví a pensar en su sueño de volar. Luego regresé a Lejongård y él ya no estaba, y poco después, cuando nos reencontramos, me contó que había aprendido a pilotar en Noruega. Había alcanzado su sueño y gracias a eso ayudaba a otras personas. Agneta… —Me interrumpí al creer oír de nuevo su llanto, más lastimero aún que cuando murió Lennard—. Su madre temía mucho por él. —Miré un momento a Paul—. ¿Crees que, cuando alguien teme mucho una cosa, acaba sucediendo?

—No, no lo creo. Las cosas ocurren, las temas o no. Yo no tenía miedo de perder a Ingrid, y sin embargo pasó.

Asentí con la cabeza y de repente el dolor regresó con toda su potencia. ¡A cuántas personas habíamos perdido!

Caí en brazos de Paul sin dejar de llorar y el mundo volvió a deshacerse en un remolino de oscuridad y lágrimas.