Capítulo 60

 

 

 

 

 

«TIENES QUE PONERTE en marcha —me dije mientras intentaba abrir los ojos—. ¡Venga, levanta y ponte en marcha de una vez!»

Sin embargo, por mucho que me alentara, no conseguía levantarme de la cama. Los brazos y las piernas me pesaban muchísimo, tenía los párpados hinchados.

Poco después de despertar, casi esperé que todo hubiese sido un mal sueño, como los que tenía cada vez que me venía el mes.

Pero pronto comprendí que no era una pesadilla. Ese día teníamos que enterrar a Ingmar. No podía dejar de asistir a la ceremonia, pero ¿cómo iba a soportarlo?

¡Mi mejor amigo había muerto! Y ni siquiera habíamos podido verlo. Era otra vez como con mi padre, solo que mucho peor.

Llamaron a la puerta e interrumpí mis cavilaciones. «¡Dejadme!», me habría gustado gritar.

—¡Adelante! —dije en cambio.

Era Lena. Se había recogido el pelo en un apretado moño en la nuca y llevaba un sencillo vestido negro. Estaba pálida y triste.

—La señora me envía, señorita Matilda. Debo ayudarla a peinarse.

Igual que había hecho poco tiempo atrás. Ni las criadas ni nosotras habíamos tenido ocasión de dejar la ropa de luto entre ambas muertes.

La de Lennard también me había entristecido, pero la de Ingmar la sentía como una parálisis que me impedía mover el cuerpo. ¿Tal vez porque el final de mi tío lo esperábamos? ¿O porque Ingmar era mi mejor amigo?

La presencia de Lena consiguió infundirme algo de vida. Estaba acostumbrada a guardar las apariencias delante de los demás, así que luché contra la pesadez y conseguí levantarme de la cama.

—Un momento, Lena. Me lavaré deprisa y luego podremos empezar —dije, y desaparecí por la puerta del baño.

—¿Quiere que le traiga agua caliente? —oí que me preguntaba desde fuera, pero rechacé el ofrecimiento.

El agua estaba bastante fría, pero casi no lo notaba. Mi pena era tan grande que todo lo demás parecía secundario.

Por lo menos el agua helada consiguió llevarse mi cansancio.

Cuando regresé a la habitación, la doncella tenía las tenacillas preparadas. Hacía mucho que no me trenzaba el pelo, lo solía dejar suelto para que cayera en elegantes ondas.

—¿Cómo se encuentra la señora esta mañana? —pregunté a la doncella.

—Me temo que es difícil saberlo —repuso—. Físicamente es fuerte y controla las lágrimas, pero quién sabe lo que sentirá por dentro…

—Esperemos que sea capaz de sobrellevar el día de hoy.

—Lo mismo digo de usted —dijo con una sonrisa tímida.

—No se preocupe, estaré bien —aseguré, aunque era una afirmación más que optimista.

Por el espejo vi la cama detrás de mí. Allí me había sentado con Ingmar unos meses antes. Allí habíamos hablado de mujeres y había vuelto a rogarle que regresara a casa.

¿En qué pensaría mientras su avión se estrellaba? ¿Tuvo tiempo de pensar en algo? Uno de los noruegos, Thomas, me explicó que el corazón tardaba apenas unos minutos en detenerse cuando estabas en agua helada. Era pescador y sabía de esas cosas.

Cerré los ojos con fuerza al notar que se me saltaban las lágrimas. Lena se detuvo con las tenacillas en la mano.

—¿Le he hecho daño? —preguntó, preocupada.

—No, solo son… recuerdos. Enseguida se me pasará.

Abrí los ojos y miré mi reflejo. Las sombras de mi rostro parecían aplicadas por un pintor. ¿Volvería algún día a ser tan feliz como entonces, cuando era joven y no sabía lo que podía hacerte la vida?

 

 

CUANDO POR FIN salimos de la casa, el servicio y los noruegos nos estaban esperando. Todos conocían a Ingmar y querían acompañarnos para llorar por él.

—¿Te parece mal que Paul venga con nosotras en el coche? —pregunté.

Agneta se detuvo, pero enseguida negó con la cabeza.

—No, en absoluto, si es importante para ti.

—Lo es.

Era extraño, pero tenerlo cerca me daba fuerzas. Hablé un momento con él y luego lo llevé al coche.

—Gracias por permitirme acompañarlas —le dijo a Agneta.

—Mi sobrina lo aprecia mucho, así que también yo debo acogerlo. —Inclinó la cabeza y lo miró un instante, después sonrió.

El funeral fue tranquilo y digno. Me asombró comprobar que Magnus había acudido y casi parecía abatido. No nos saludamos, pero sí le dio la mano a su madre. Al menos tuvo un gesto con ella.

Casi no me enteré de lo que dijo el pastor, porque Ingmar aparecía una y otra vez como un reflejo de luz ante mis ojos. La primera vez que me llevó cabalgando a la cabaña. Cuando me enseñó a bailar. Cuando estuvo en el hospital. La ocasión en que nos vimos en una cafetería, cerca de su universidad, y le conté lo que había descubierto. Cuando nos reencontramos en Åhus.

¿El joven cariñoso y alegre al que había conocido estaba metido en esa caja que tenía delante? Apenas era capaz de imaginarlo.

Pero sí, el pastor estaba hablando de Ingmar, el hijo de Agneta y Lennard. De su misión en Noruega, de su lucha contra la guerra y la injusticia. No había duda de quién yacía en aquel féretro decorado con un gran arreglo de flores otoñales. Jamás volvería a hablar con él. Jamás volvería a verlo sonreír.

Después empezó a tocar el órgano y todos se levantaron. Intenté mantenerme lo más entera posible. A mi lado estaba mi tía, serena, una mujer acostumbrada a no mostrar sus sentimientos en público. Debía de encontrarse conmocionada. Me tocó el brazo, y también Paul apareció junto a mí. Juntos salimos de la iglesia siguiendo el ataúd y marchamos en dirección al cementerio.

Allí nos esperaba el pueblo entero.

En el camino del panteón habían caído unas cuantas hojas. Pensé en Lennard. De no haber sufrido el infarto cerebral, sin duda esa noticia habría acabado con él.

El pastor volvió a tomar la palabra y le dio a Ingmar su bendición. Yo miré hacia los árboles, que susurraban levemente en lo alto. Mi primo y yo habíamos hablado sobre si era posible que los muertos nos oyeran y nos vieran. Esperé que, de algún modo, así fuera. Deseaba que pudiera vernos en ese momento.

«Hasta pronto —pensé—. Y si ves allí a mi madre y a mi padre, ¡salúdalos de mi parte!»

 

 

MIENTRAS LOS ASISTENTES se dirigían a la casa señorial, Agneta y yo nos quedamos un rato más en el panteón. Me dolía todo el cuerpo. Jamás habría pensado que me vería allí tan poco tiempo después del entierro de Lennard. La muerte de mi tío, por mucho que hubiéramos deseado que viviera unos años más, había sido previsible. Pero ¿Ingmar? Todavía era muy joven. Que hubiera muerto haciendo justamente algo que le reportaba tanta felicidad había sido un cruel golpe del destino. Y ni siquiera podíamos culpar a la guerra…

—Matilda —dijo Agneta de pronto, sin apartar la mirada del cielo.

—¿Sí?

—Me gustaría comentar una cosa contigo.

—¿Ahora? —me extrañé—. ¿No deberíamos ir con los demás?

—No, es importante. Hace tiempo que siento la necesidad de pedirte algo y por fin encuentro el valor para preguntártelo.

La miré. El dolor la había consumido y había dejado unas sombras profundas bajo sus ojos. Todos los días temía que volviera a sumirse en la oscuridad, pero en ese momento la vi fuerte como tiempo atrás.

—Pídeme lo que quieras —dije.

¿De qué podía tratarse? ¿Otra revelación más? ¿Qué quedaba por descubrir? ¿Qué secreto me acechaba todavía?

—Me gustaría adoptarte —anunció hablándole a las nubes y luego se volvió despacio para mirarme.

Sus palabras me pillaron tan desprevenida que no supe cómo reaccionar.

—¿Quieres…? —No logré decir más.

Se me hizo un nudo el estómago. No esperaba algo así después del entierro.

—Quiero que te conviertas en mi hija. A efectos legales, por lo menos.

—Pero… si ya soy adulta.

—Lo sé —repuso—. También los adultos tienen padres. Padres que pueden legarles propiedades y responsabilidades.

Contuve el aliento unos instantes. ¿Qué debía responder?

—La idea se me ocurrió poco después de que te marcharas a causa de la carta de Stella. Ella había escrito que no existía ninguna forma de legitimarte, pero no es cierto. Sí hay un modo. Si te convierto en mi hija, serás legítima ante la ley.

Clavó la mirada en mi rostro. No suplicaba ni imploraba, solo actuaba llevada por el sentido de la necesidad.

—Ahora Lennard ya no está para cuidar de mí. Ingmar tampoco. Mi bienestar, cuando envejezca, o si caigo gravemente enferma, estaría en manos del único hijo que me queda.

Me miró y recordé la tarde en la que fui a buscar a Magnus para convencerlo de que cumpliera con su deber en la finca.

—Puedes imaginarte cuál sería su actitud.

Lo sabía muy bien.

—No quiero irme consumiendo poco a poco, tampoco morir antes de tiempo —prosiguió—. Me gusta la vida. Quiero vivir y dirigir Lejongård mientras tenga fuerzas. Tú estarás muy ocupada como señora de la finca Ekberg. Cargarte además con mi salud es egoísta por mi parte, pero no hay mejores manos que las tuyas en las que ponerme. Como hija adoptiva, tendrás poder de decisión sobre mi salud en todo momento, y también podrás dirigir la finca sin que yo deba estar a tu lado.

La que me aguardaba era una gran responsabilidad. ¿Estaría a la altura?

De todos modos, Agneta tenía razón; Magnus no era de fiar. También las personas que vivían y trabajaban en Lejongård tendrían que sufrirlo.

—Está bien —dije.

Hasta el momento me había involucrado en muchas cosas, ¿por qué no aceptar esto también?

—¿No quieres pensarlo un poco? —preguntó mi tía, sorprendida—. Yo que tú, me tomaría un tiempo.

—No lo necesito. Este es mi lugar en el mundo. He tardado un poco en darme cuenta, pero Lejongård es mi hogar. No lo dejaré en la estacada, y tampoco a ti.

Agneta hizo un gesto de asentimiento. Sus labios no mostraban alegría, pues los últimos meses había olvidado sonreír, pero se le encendió un breve destello en los ojos.

—Bien. Entonces volvamos a casa y sobrellevemos este día.

 

 

LAS PERSONAS DE luto que llenaban el salón de baile se desdibujaban ante mis ojos; se habían convertido en una masa de tela y rostros sin ningún rasgo distintivo. El dolor que ardía en mi pecho resultaba insoportable.

Mis pensamientos volvían a traerme las palabras de Agneta una y otra vez. Fue entonces cuando por fin comprendí todo su significado.

Quería adoptarme. En un primer momento me pareció tan absurdo que casi me eché a reír, pero entonces recordé que había accedido.

Percibí un movimiento de soslayo. Alguien que se acercaba a mí. Maldita sea, ¿no podían dejarme tranquila?

Al mirar con algo más de detenimiento reconocí a Magnus. ¡El que faltaba!

—Qué capricho tan extraño del destino —dijo—. ¿No te parece? Primero fallece Lennard y luego mi hermano. Te felicito, ¡lo has conseguido! Y ni siquiera puedo acusarte de ser responsable de sus muertes.

Apreté los labios y también los puños. ¡Cómo me habría gustado retorcerle el cuello!

—¿Porque tú sí sabes quién ha sido el verdadero responsable? —espeté—. ¿En el caso de Lennard, al menos? —Me sorprendí a mí misma al pronunciar esa pregunta en voz alta.

Asombrosamente, con ella desconcerté a Magnus.

—¿No pretenderás acusarme de haber provocado la muerte de mi padre?

—No te acuso de nada —repliqué—. Como mucho, de saber más que yo.

—¿Qué habría sacado con eso? —preguntó, todavía confuso. ¿O solo lo fingía?—. La finca Ekberg siempre estuvo destinada a Ingmar. A él y a nadie más. Para mí es un misterio que Lennard te incluyera en la herencia, pero tal vez había entre vosotros algo de lo que no estoy al tanto.

—Quizá Lennard solo se guio por quién estaba aquí para apoyar a su mujer —dije.

Sabía lo que insinuaba Magnus, pero el funeral de su hermano no era lugar para iniciar una pelea. Y menos aún delante de tanta gente.

—Aquí estáis —dijo una voz.

Agneta se unió a nosotros. Hacía un rato que no la veía. Se había quitado el velo y se había cambiado el vestido negro por un traje oscuro. ¿Había tenido que subir a su habitación para recomponerse un poco?

—Magnus, Matilda, ¿podríais acompañarme? —Hablaba con voz calmada, pero no podía ocultar el temblor de sus manos.

Era como si algo la hubiese inquietado. O, mejor dicho, enfadado. Ante nosotros no teníamos a una madre de luto, sino a una mujer furiosa.

La seguimos, pero impedí que Magnus me cediera el paso. No quería tener a alguien como él a mi espalda.

Entramos en el despacho, un lugar en el que Magnus debía de sentirse completamente extraño. ¿Había vuelto a estar en esa habitación después de su infancia?

Enseguida percibí el olor de los documentos y la chimenea, que allí rara vez se encendía. Sin embargo, no fui capaz de notar su calidez. Tenía un frío terrible metido dentro.

Agneta se detuvo en el centro de la sala y respiró hondo, casi como si quisiera aliviar un poco la tensión. Luego unió las manos en el regazo. De repente parecía una estatua.

—Nuestro notario acaba de hablar conmigo —empezó a decir—. Según parece, Ingmar hizo testamento poco antes de su último viaje a Noruega. También he aprovechado la ocasión para introducir un cambio en el mío.

La miré con curiosidad. ¿Se trataba de mi adopción? ¿Le habían dicho que era imposible? No sabía si en ese caso debía sentirme decepcionada o aliviada. ¿O era que Agneta quería poner las cartas sobre la mesa y comunicarle su decisión a su hijo?

—Voy a desheredarte, Magnus —dijo con frialdad, y los rasgos de él se quedaron congelados—. En todo este tiempo no te has dejado ver por la finca ni una sola vez. Nunca has estado a mi lado, ni al de tu padre. Nunca has colaborado en Lejongård. No creas que no sé lo que piensas de mí.

—Pero, madre, yo… —La mirada de mi primo recayó en mí. Parecía que quisiera retorcerme el pescuezo, y eso que yo no tenía nada que ver con la decisión de su madre—. Ha sido idea tuya, ¿verdad? La bastarda quiere quedarse también con esta finca.

—Yo aquí no veo a ningún bastardo —dijo Agneta—. Solo nos veo a ti, a mí y a tu prima, que dentro de poco será tu hermana, porque voy a adoptarla.

Magnus tomó aire con brusquedad.

—¡No puedes hacer eso!

—Por supuesto que sí. El notario acaba de recibir los documentos correspondientes. —Hizo una pausa y en su rostro apareció una expresión de satisfacción—. Hace tiempo que veo cómo te comportas, el poco interés que muestras por Lejongård. Lo poco que hiciste cuando la situación se puso difícil y lo poco que haces ahora. Matilda siempre ha estado aquí, siempre se ha entregado a la finca. ¡Y es mi sobrina! No tiene a nadie más, así que ¿por qué no debería convertirla en mi hija?

Sentí que Magnus me dirigía una mirada cargada de ira.

—¿La has convencido tú de esto?

—¡Soy una mujer adulta y emancipada, Magnus! —exclamó Agneta—. Nadie tiene que convencerme de nada. ¡Tengo ojos en la cara y también un corazón! Matilda no ha tenido nada que ver en la decisión que he tomado. El único responsable eres tú. —Su tono se volvió amargo, le refulgía la mirada—. Una vez dijiste que no te interesarías por la finca hasta el día en que cerrara los ojos. Pues bien, no tengo pensado hacerlo hasta dentro de mucho tiempo. El médico me ha comunicado que tengo una salud magnífica. Y te aconsejo que mantengas a tus supuestos «amigos» fuera de esto, tanto en lo tocante a mi vida como a la finca.

Magnus frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—No eres el único que sabe andarse con métodos poco ortodoxos en Lejongård —contestó su madre—. En la fiesta del solsticio, poco antes de la muerte de Lennard, fui testigo de una pequeña conversación entre Matilda y tú.

La miré con sorpresa. ¿Había estado escuchándonos? Recordé aquellos crujidos en la oscuridad. Por lo visto no había sido Magnus con intención de asustarme.

—Le explicaste que habías ordenado que le dieran una paliza a tu padre biológico.

—¡Eso te lo ha dicho ella y es mentira! —exclamó Magnus.

—¡Ella no me ha dicho nada! —replicó su madre. Su voz se había convertido en un rugido. Nunca la había oído así—. ¡Yo misma tengo oídos! Y debo decir que me has decepcionado mucho. No solo por el poco respeto que sientes hacia tu madre, que incluso deseas que exhale su último aliento, sino también porque no te da vergüenza haber ordenado que una panda de canallas apaleara a tu padre biológico.

—Pero yo creía que… Pensaba que no te importaba.

—Me importa. Todas las personas con las que me he relacionado en la vida me importan. Algunas me hicieron daño, otras, mucho bien. Pero nada de lo que ocurrió justifica que le den a nadie una paliza y lo dejen malherido. —Hizo una breve pausa para recuperar el aliento antes de volver a la carga—. Ni sé ni quiero saber de dónde te viene esa maldad. Tal vez sí la hayas heredado de tu verdadero padre. Ya la tenías de niño y ahora se manifiesta con mayor intensidad. En realidad merecerías que te denunciara a la policía. Debería haberlo hecho Hans, pero seguramente no sabía por dónde iban los tiros, ¿verdad?

Magnus apretó los labios como si temiera que se le escapara una palabra imprudente. La tensión era palpable. De repente deseé no tener que oír aquello. O, al menos, estar escondida al otro lado de una puerta. Pero mi tía había querido tenerme presente; para ella era importante. Tal vez incluso tenía miedo de su propio hijo.

—Agradece que la salud de Lennard me preocupara demasiado para contárselo. Le habría repugnado y habría insistido en que te fueras con las manos vacías. Pero eres mi hijo, así que me encargaré de que recibas manutención; tendrás una asignación mensual. Es lo que hizo mi padre conmigo cuando me marché de aquí. —Calló un momento antes de proseguir—. Pero no heredarás Lejongård. Sería una deshonra para mis antepasados que en su linaje entrara un hombre al que no le importa amenazar o dar palizas. Simplemente no eres digno de llevar el título de conde Lejongård.

Su hijo la miraba sin dar crédito.

—Dejo a tu elección si acudir o no a tu padre biológico, aunque no creo que te atrevas después de lo que hiciste, ¿verdad? Además, nadie sabe cómo están las cosas en Alemania. Y también te replantearás tu deseo de que muera pronto cuando comprendas que esa renta mensual durará solo mientras yo viva. Cuando fallezca, la fuente se secará.

Magnus apretó los puños hasta que se oyó un crujido.

—¿Es esa tu última palabra? —preguntó con ira.

Tenía los ojos más oscuros que nunca. Intentaba contener el temblor, pero no lo conseguía.

Agneta parecía muy serena, pero yo notaba que por dentro también hervía.

—Lo es. No hace falta que te molestes en volver a aparecer por aquí. Te dejo libre. Puedes hacer y deshacer a tu antojo. ¡Adiós!

Magnus no dijo nada, pero los músculos de su mandíbula se movían sin parar. Era difícil saber a quién miraba con más odio. Entonces dio media vuelta y se fue hacia la puerta con grandes zancadas. La abrió de golpe y dio un portazo al salir. El estruendo debió de oírse por toda la casa.

Después vino el silencio. Ni Agneta ni yo dijimos nada. El corazón me latía en la garganta. Lo que acababa de ocurrir me parecía un sueño del que despertaría en cualquier momento.

Entonces sentí la mano de mi tía en la mía.

La miré y me invadió el miedo. Miedo a que Magnus pudiera tramar algo. Seguramente lo suyo solo eran bravuconadas, pero tal vez conociera a gente capaz de perjudicar la finca de algún modo.

—Intentará complicarnos la vida —dije.

—Muchos otros lo han intentado antes, pero lo superaremos, ¿verdad? Somos Lejongård y no nos dejamos avasallar.

Me apretó la mano con fuerza. En sus ojos percibí tristeza, pero también decisión. Aún quedábamos nosotras dos y nos apoyaríamos mutuamente.

 

 

POR LA NOCHE, estaba sentada con Paul en la veranda de su cabaña. Era extraño, pero la pesadez y el cansancio de la mañana se habían disipado. ¿Sería tal vez porque me había parecido como si el día hubiera sido dos diferentes?

Como las noches eran bastante frías, nos tapamos con una manta.

Le conté a Paul lo ocurrido en el funeral y no le sorprendió demasiado.

—Tu tía ha tomado la decisión correcta. ¿O debería decir «tu futura madre»?

—Llámala simplemente Agneta. No le gusta que la llame tía, y sabe muy bien que mi madre siempre será Susanna, y nadie más. Esto es por razones familiares. ¡Tendrías que haber visto a Magnus!

—Me habría gustado. ¿No te da miedo?

—Sí, claro. Igual que antes. Pero creo que no hay que darle tanta importancia a los miedos. Lo que tenga que suceder, sucederá. La salud de Agneta es buena, sin duda aún podrá dirigir la finca durante una década, o quizá más. Será suya hasta que muera y espero que para eso falte mucho tiempo.

—Yo también.

Nos quedamos callados y Paul tomó mi mano.

—Ahora que serás la joven condesa Lejongård, ¿seguirás teniendo tiempo para un simple carpintero?

—Ah, no, otra vez no —protesté—. ¿No te bastó con que tu madre te inflara la cabeza en el pasado diciendo que no era la mujer adecuada para ti por mi posición?

Paul había retomado el contacto con sus padres, pero la relación era fría. Por desgracia, también Daga, que ya tenía tres hijos, se había alejado de él. Nunca me había contado cuál había sido el motivo, pero tal vez un día lo descubriera.

—Si te soy sincero, me da un poco de miedo.

Me llevé su mano a los labios y la besé.

—Después de la muerte de Lennard, Agneta me aseguró que podría escoger a quien yo quisiera. Y ya imaginas a quién he escogido.

—¿Ah, sí? —preguntó haciéndose el inocente.

Le di un codazo.

—Sabes muy bien que me refiero a ti. He esperado toda la vida para casarme contigo. Bueno, hace unos años perdí la esperanza, pero siempre estuviste en mi corazón. Y ahora que te tengo aquí, no dejaré que te escapes… A menos que ya no quieras estar conmigo.

—¡Cómo que no! —Me atrajo hacia sí y me dio un beso—. Aunque tendremos que esperar a que pase el año de luto. Se lo debo a Ingrid.

—Lo sé, y no tengo intención de deshonrar su recuerdo. Además, todavía hay guerra. Tardaremos un tiempo en poder organizar la boda como es debido. Y, sobre todo, tengo que conseguir que Agneta me ceda un par de visillos bonitos para hacerme un velo.

—Con velo o sin él, eso es lo de menos —dijo, y se levantó—. Pero deberíamos hacerlo a la vieja usanza.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque él ya había desaparecido en el interior de la cabaña.

Poco después salió de nuevo con algo en la mano.

—Lo cierto es que mi abuela quiso que mi difunta esposa llevara su anillo de boda —explicó—. Ese anillo lo tiene Ingrid y así seguirá siendo. Espero que los nazis no se lo hayan quitado. —Calló un momento y luego me mostró lo que escondía en la mano.

Se arrodilló ante mí y me ofreció una alianza de madera que debía de haber tallado él mismo. Era rojiza y tenía delicados grabados.

—¿Cuándo lo has hecho?

—Hace un tiempo —confesó—. En realidad quería regalártelo por tu cumpleaños, pero esta ocasión es más adecuada. —Se aclaró la garganta y me miró—. Matilda Wallin, y pronto Lejongård, ¿querrías casarte conmigo? —Sonrió mucho y añadió—: Te lo pido yo antes de que lo hagas tú.

—Vivimos en tiempos modernos. ¿Por qué no va a poder una mujer proponerle matrimonio a un hombre?

—Porque ahora que ya votáis y conducís automóviles, tenéis que dejarnos algo a nosotros. Bueno, ¿qué me dices?

—Sí. Sí, me casaré contigo, Paul Ringström. Aunque aún tenemos que hablar sobre nuestro futuro apellido.

—El apellido no me importa —dijo él—. Lo principal es que podamos estar juntos.

—Claro que podemos.

Le tomé el rostro entre las manos y le di un beso más apasionado que nunca.

Me miró sorprendido, pero me abrazó con fuerza y siguió besándome. Lo tomé de la mano y lo llevé al interior de la cabaña. Poco después nos quitamos la ropa y nos dejamos caer en la misma cama donde, si había que creer a Agneta, ella había concebido a sus hijos. Aunque poco importaba en esos momentos. Yo solo quería sentir a Paul, esta vez de verdad y sin remordimientos.