Capítulo 61

 

 

 

 

 

MIRÉ POR LA ventana. Esa bonita mañana de mayo de 1945 había despertado trayendo consigo un sol maravilloso. Los pájaros cantaban en los árboles, donde las hojas empezaban a crecer despacio pero sin pausa. Por la ventana del hospital vi el resplandeciente cielo azul. Un cielo como de postal. Qué lástima que no pudiera escribir a nadie.

El borboteo que oí a mi lado me hizo apartar la mirada de la espléndida vista. La pequeña estaba tumbada en su cunita bajo una suave manta blanca, toda tierna y rosada, envuelta en pañales y vestida con un pelele. Como el médico había dicho que todo iba bien, la habían dejado conmigo durante la noche. Era asombroso tener a mi hija al lado. Al mirarla, casi me derretía de felicidad. Un anhelo desmesurado se apoderó de mis brazos y mi pecho. Quería sostenerla, pero debía esperar al médico y a las enfermeras pediátricas.

El parto había sido la experiencia más horrible y al mismo tiempo más bonita de mi vida. Paul estaba nerviosísimo, más que yo todavía. Me había sacado de quicio con tanto caminar de un lado para otro. Casi me alegré cuando me llevaron al paritorio.

Pero todo eso había pasado ya. Nuestra niña estaba sana y Paul había podido verla la víspera antes de regresar a Lejongård.

Entró la enfermera.

—Buenos días, ¿cómo se encuentra la señora?

—Estupendamente —respondí.

Todavía me extrañaba que me consideraran «la señora», pero el hospital seguía recibiendo financiación de nuestra familia y había ciertas costumbres que costaba erradicar.

La enfermera me puso a mi hija en los brazos para que mamara. ¡Qué preciosa era! Tenía el pelo de un rubio acaramelado. Sabía que eso podía cambiar, pero de momento parecía la niña risueña de un anuncio de polvos de talco.

Esperaba que hubiera nacido en un mundo feliz.

La guerra había dado un nuevo giro. Los aliados habían aunado fuerzas y los alemanes, atacados por dos frentes, habían tenido que retirarse región a región. Todavía debían de estar luchando en suelo alemán, pero solo allí. Antes de ir al hospital, oímos por la radio que Hitler había muerto. Todo ello nos daba esperanzas, aunque seguíamos conteniendo la respiración cuando mirábamos hacia Europa.

¿Sería posible conseguir un mundo mejor para nuestra hija?

 

 

AGNETA VINO A vernos por la tarde y entró en la habitación con lágrimas en los ojos. Yo tenía a la pequeña a mi lado. Apenas se le veía la carita debajo del gorro que llevaba, y además parecía haberse propuesto dormir durante toda la visita de su abuela. Pero no importaba. Tendrían tiempo más que de sobra para conocerse.

—Qué niña más bonita —dijo Agneta, y le cayó una lágrima por la mejilla. Se notaba que lloraba de alegría—. Se parece a ti.

—Bueno, y también un poco a Paul. Tal vez acabe teniendo sus ojos verdes.

—Esperemos que solo herede sus ojos y no su mentón, porque, si no, parecerá un chico.

—Nos dejaremos sorprender.

—¿Y dónde está tu marido? —preguntó—. ¿No se habrá dado a la fuga?

—No, ¿por qué iba a hacer eso? Ni que le hubiese pedido que me acompañara al paritorio… Hay cosas que las mujeres debemos pasar solas.

—Creo que pronto opinarán algo muy diferente. A alguien tendrán que echarle la culpa de todo ese dolor. —Agneta rio.

Las arrugas que rodeaban sus ojos eran más profundas, pero por lo demás se conservaba muy bien a sus casi sesenta años.

—¿Ya habéis escogido un nombre? —preguntó después de acariciarle la frente a la pequeña con un dedo.

—Sí. Solveig.

Un nombre que significaba «el camino del sol», según me había dicho una de las noruegas que seguían con nosotros. Si era cierto que la guerra acabaría pronto, no tardarían en regresar a su hogar. Siempre que quisieran.

Agneta levantó las cejas.

—Un nombre muy poco habitual.

—Pero tiene un significado muy bonito. Solveig es la esperanza de nuestra finca, nuestro sol. Estoy segura de que se convertirá en una buena señora para estas tierras cuando llegue el momento.

—Eso espero yo también —dijo mi tía, y le sonrió a la niña con cariño—. Esperanza y sol son cosas que la finca necesita con urgencia.

Luego me acarició el pelo. Yo lo notaba muy grasiento, pero a ella no pareció importarle.

—Por cierto, he recibido una carta. —Sacó algo de su bolso—. ¿Te acuerdas de la señorita Grün? ¿Tu aya en Estocolmo?

—¡Por supuesto que me acuerdo de ella!

—Nos ha escrito desde Estados Unidos. Consiguió llegar allí con su familia. ¿No es maravilloso?

Sí que lo era. En los últimos años había pensado en ella alguna vez, pero las noticias que llegaban de Alemania no hacían augurar nada bueno. ¡Y de pronto había escrito! No podía creerlo.

Al poco Paul irrumpió en la habitación. Cuando vio a Agneta se quedó quieto un instante, pero luego exclamó:

—¡La guerra ha terminado! Acaban de anunciarlo. ¡Los alemanes han capitulado!

—¿Qué? —pregunté con incredulidad.

Mi marido estaba exultante.

—¡La guerra ha terminado! Los rusos han izado su bandera sobre el Reichstag de Berlín. ¡Por fin tenemos paz!

Tras decir eso, abrazó a Agneta y le dio un sonoro beso en la mejilla. Después se acercó a Solveig y a mí y me besó.

Tres años de matrimonio no habían conseguido convertirlo en un conde, aún se sentía como un carpintero, pero éramos felices.

—Bueno, parece que el sol sí empieza a brillar en nuestro país —comentó mi tía mientras se dirigía a la puerta—. Os dejo un momento a solas. Iré a ver si puedo hablar con el director del hospital.

Asentí con la cabeza y ella salió de la habitación.

Paul volvió a besarme y luego acarició la cabecita de Solveig. Sabía que estaba doblemente feliz. No solo porque nuestra vida recuperaría por fin la normalidad, sino porque también había conseguido la venganza que anhelaba.

—Ahora Ingrid descansará en paz —dije, y él estuvo de acuerdo.

—Sí, así es. Pero lo más importante es que nosotros dos viviremos en paz. No tenemos nada más que temer.

—Bueno, afirmar eso es precipitado, pero creo que las cosas poco a poco volverán a ser más fáciles.

Entonces pensé que por fin podríamos retomar el contacto con la casa real, que la situación de la finca mejoraría ahora que ningún Von Rosen podía discriminarnos por no admirar lo mismo que él.

Sin embargo, en esos instantes solo importaba una cosa.

Le pasé el brazo por los hombros a Paul. Solveig, que estaba entre ambos, se despertó y profirió un ruidito de alegría. Mi corazón se desbordaba de felicidad.