LOS TRINOS DE los pájaros llegaban a mis oídos mientras estaba sentada al escritorio, mirando las hojas en blanco que tenía delante. Les había prometido a Daga y a Paul que les escribiría nada más llegar, pero los días habían pasado volando. Daga pronto ocuparía una plaza como aprendiza de la señora Vagström, y Paul… ¡Tendría que pasar cuatro años esperándolo en la finca! Cuatro años en los que apenas lo vería.
Unos golpes en la puerta me sacaron de mi ensimismamiento.
—¿Sí? Adelante.
Ingmar apareció en el umbral. Llevaba pantalones de montar y botas, y en su mano vi una pequeña fusta.
—Mi madre dice que deberías aprender a montar —anunció mientras paseaba la mirada por mi habitación como si jamás hubiera entrado en ese cuarto—. Al fin y al cabo, esto es una finca, y los caminos son demasiado largos para recorrerlos a pie.
Lo observé con escepticismo. Los últimos días no había hecho gran cosa por ganarse mi confianza. Sus miradas me resultaban bastante molestas, y me alegraba cuando no me cruzaba con él.
—¿Que aprenda a montar? ¿Estás seguro de que lo ha dicho tu madre, o es que tu hermano y tú queréis gastarme una broma?
Entorné los ojos. En la escuela ya me habían hecho alguna novatada, pero no me apetecía que los gemelos me dejaran en ridículo ante los mozos de cuadra.
—¿Por qué tienes tan mala opinión de mí? —preguntó Ingmar con una sonrisa enorme que no hacía sospechar nada bueno—. Solo te deseo lo mejor, y seguro que a una chica de ciudad no le irá mal foguearse un poco a lomos de un caballo.
—Si lo pintas así, me muero de ganas… —repliqué con sarcasmo.
—Aunque si quisiera reírme un poco a tu costa, no te lo diría, ¿no crees? Bueno, ¿te atreves o no?
Era evidente que quería provocarme, pero el corazón me decía que era mejor no quedar como una cobarde. Seguramente los gemelos lo consideraban una prueba de valor, y quizá después me dejarían tranquila.
—Está bien, voy.
Me levanté.
—¿De verdad? —preguntó con sorpresa, como si ya hubiese dado por hecho que no me atrevería.
—De verdad. ¡Y pobre de ti como me caiga del caballo y me rompa algún hueso! Entonces sí que te enterarás.
Sonrió de oreja a oreja.
—No te preocupes, iré con cuidado. Además, ¡tendrías que ser muy torpe para caerte de uno de nuestros animales, chica de ciudad!
Nada más decir eso, dio media vuelta.
—¿No debería cambiarme de ropa? —pregunté mirando mi atuendo.
Ese día, a causa del calor, solo me había puesto un vestido ligero.
—Por mí puedes ir así —oí desde el otro extremo del pasillo—, pero cámbiate tranquilamente si quieres. ¡Estaré en los establos!
Y desapareció.
Cerré y me quedé un momento ante la puerta del armario sin saber qué hacer. Después tomé impulso, lo abrí y saqué el único par de pantalones que poseía. Me los había comprado en secreto. Aunque las mujeres ya podían votar, eran mayores de edad con veintiún años y se les permitía cortarse el pelo, mi madre siempre había estado en contra de que yo, tal como ella lo expresaba, vistiera «como un muchacho».
No obstante, en esta ocasión era necesario. No quería montar en una de esas inestables sillas para damas. Me cambié deprisa, guardé las cartas sin escribir en el cajón y salí de mi cuarto.
INGMAR, EN EFECTO, me aguardaba en el establo. Junto a él había dos caballos, ambos ensillados. ¿Acaso esperaba que montara sin más y cabalgara tras él? El pánico hizo que se me encogiera el estómago.
—Vaya, veo que has venido. —Me repasó con la mirada y yo sentí que se me encendían las mejillas—. Deberías buscarte unos pantalones de montar, con esos te costará mantenerte en la silla. Parece que vayas a un club de jazz o algo así.
—¡Como si supieras de lo que hablas! —espeté.
Hervía por dentro. ¿De verdad se daba siempre tantos aires de superioridad la gente del campo cada vez que le explicaban algo de su mundo a alguien de ciudad?
—¡Eh, que aquí tampoco vivimos en la inopia! —replicó él—. Sé muy bien el ambiente que hay en esos clubes y, en cualquier caso, no son lugares que deba frecuentar una joven dama.
—¿Pero un muchacho como tú sí?
—¡Yo no he dicho eso! —Me sonrió y alcanzó una rienda—. Bueno, ¿qué? ¿Empezamos?
—¡Si nunca he montado a caballo! —exclamé.
Ingmar soltó una carcajada.
—¿Acaso crees que queremos acabar contigo? Nadie se sube a un caballo el primer día sin que lo guíe otra persona. Al principio lo probarás a la cuerda, por supuesto, aunque antes deberías darle al animal la oportunidad de acostumbrase a ti llevándolo un poco de las riendas.
De nuevo me sentí como una tonta. ¡Claro, el caballo tenía que habituarse a mí! De todos modos, el poderoso animal me daba un poco de miedo. Prefería, y con diferencia, ver los caballos en los pastos.
—Va, venga. ¡Que no tenemos todo el día!
Ingmar me puso las riendas en la mano. El caballo no se movió, pero yo me estremecí.
—Berta es una yegua muy tranquila, no te morderá ni te tirará al suelo. En esta finca todos aprenden a montar con ella.
Miré al animal, que mascaba su bocado con parsimonia.
—¿Y qué tengo que hacer?
—¡Pues andar! —contestó Ingmar—. Así.
Dio un paso adelante y el caballo lo siguió. Volví a mirar al animal con escepticismo y me puse en marcha. La yegua, como si lo hubiera estado esperando, empezó a caminar tras de mí.
—¡Funciona! —exclamé.
—¿Qué esperabas? ¿Que se quedara plantada como un asno? Vamos, la llevaremos a la dehesa.
Nos alejamos un trecho del establo y fuimos a la zona de pastos vallados que había visto hacía unos días. Allí nos aguardaba un hombre.
—Ese es Olaf Blom, nuestro profesor de equitación. Él te enseñará a subir a la silla.
—¿Un profesor de equitación?
En lugar de contestar, Ingmar nos presentó.
Blom era un hombretón con brazos y piernas musculosos que parecía capaz de dominar a un animal desbocado.
—Me alegro de conocerla, señorita Matilda. Ingmar me ha contado que es usted de la ciudad.
—De Estocolmo —repuse, algo avergonzada.
—Seguro que allí no se ven muchos jinetes, ¿verdad?
Blom rio con simpatía y me pareció que me tomaba en serio, cosa que últimamente no sucedía a menudo.
—No, la gente prefiere desplazarse en automóvil.
—Y no tiene nada de malo. En el campo, en cambio, a menudo es más práctico moverse a lomos de un caballo. Por eso la señora quiere que aprenda usted a montar. —De manera que Ingmar no había intentado engañarme—. Bueno, ¿empezamos? Le enseñaré a subirse a la montura. Es la primera lección importante.
El hombre se acercó al caballo, puso las manos en la silla, colocó el pie izquierdo en el estribo y pasó la pierna derecha sobre el lomo del animal. Parecía un movimiento natural y fácil, algo del todo inofensivo. No obstante, sospechaba que yo no lo conseguiría con tanta elegancia. Me puse nerviosa y miré a Ingmar en busca de ayuda. Él no me quitaba los ojos de encima; seguro que, si la fastidiaba o me acobardaba, le iría con el cuento a su hermano.
—¿Quiere intentarlo usted ahora? —preguntó Blom, que había vuelto a desmontar.
Asentí, aunque en realidad me habría gustado salir corriendo. Al acercarme a la yegua, el animal volvió la cabeza hacia mí y yo automáticamente retrocedí espantada. Ingmar se echó a reír.
—No tengas miedo, chica de ciudad, que la vieja Berta no va a comerte.
Lo miré con enfado, pero sin duda eso le divirtió más aún.
—No tema —dijo el profesor sin rastro de burla en voz—. Es importante no tener miedo. Los caballos notan el miedo del jinete, entonces creen que hay un peligro y reaccionan con intranquilidad. Respire hondo e intente luchar contra el temor. Este animal no es su enemigo.
«Pero el chico del otro lado de la valla quizá sí», pensé. Sin embargo, seguí las instrucciones del señor Blom. Alargué los brazos hacia la yegua, despacio, y ella retrocedió un poco, pero luego se quedó quieta. Cuando puse las manos en la silla, noté que estaba conteniendo el aliento. Respiré hondo, sentí el cuero bajo mis manos, inhalé el olor del pelaje del animal y puse un pie en el estribo.
—¡El izquierdo, no el derecho! —vociferó Ingmar detrás de mí, y destrozó ese breve instante en que creía estar haciendo lo correcto.
Me sobresalté, el caballo se retiró un poco y, antes de que pudiera sacar el pie equivocado del estribo, ya estaba en el suelo.
El profesor de equitación se acercó enseguida, liberó mi pie y me ayudó a levantarme.
Escupí tierra con lágrimas en los ojos.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó Blom, pero negué con la cabeza—. Les pasa a todos los principiantes.
Me sacudí el polvo de la ropa y alcé la cabeza. Había hecho un ridículo terrible delante de Ingmar. ¡Ya tenía algo que contarle a su hermano! Furiosa, me limpié la tierra y las lágrimas de la cara y me volví con tozudez. No quería concederle ningún triunfo más a ese insolente. De nuevo puse las manos en la silla, pero esta vez coloqué el pie izquierdo en el estribo y me impulsé hacia arriba. Sorprendida por mi propia valentía, un instante después comprobé que estaba sentada en la silla. También el caballo parecía impresionado con mi seguridad, porque no se movió ni un centímetro. Respiré hondo y miré alrededor. El señor Blom estaba ahí abajo, con las manos apoyadas en las caderas, observándome con incredulidad.
—¡Bien hecho! —exclamó con una enorme sonrisa—. No todo el mundo se habría atrevido a montar justo después de una caída.
—No quería rendirme —repuse, y miré a Ingmar—. Un pequeño accidente no me detendrá. He pasado cosas peores.
Sin dejar de sonreír, Ingmar me dirigió un gesto de reconocimiento con la cabeza.
—Muy bien. Ahora veamos si es capaz de desmontar —dijo Blom—. Luego probaremos con el trabajo a la cuerda.
DURANTE LA SIGUIENTE media hora practiqué a montar y desmontar hasta sentirme más o menos segura. Mi técnica no resultaba tan depurada como la del señor Blom, pero poco a poco fui perdiendo el miedo. Cuando me vi capaz de sostenerme en la silla, el profesor empezó a guiar a la yegua llevándola de una larga cuerda. Al principio solo tuve que agarrarme y, siguiendo el consejo de Blom, acompasarme con los movimientos del animal. Me imponía un poco, pero al mismo tiempo estaba hechizada por la fuerza que transmitía la yegua; me maravillaba la impasibilidad con la que Berta me hacía dar vueltas y vueltas en el interior del vallado.
Cuando por fin desmonté, las piernas me temblaban y por un momento me pareció que el suelo se movía bajo mis pies. Me agarré a la valla con fuerza y respiré hondo, pero no por miedo, sino para contener el entusiasmo que me invadía. ¡Menuda experiencia! Seguramente Ingmar se partiría de risa, pero tenía la sensación de que por primera vez había sentido mi cuerpo de verdad.
—Bueno, no ha sido tan terrible, ¿no? —Ingmar se había acercado a mí y sonreía.
—No, no lo ha sido.
Le devolví la sonrisa y casi olvidé mi enfado con él.
—Antes, cuando has vuelto a acercarte decidida a Berta y te has montado en la silla con rabia, ha sido impresionante. Siempre había pensado que las chicas de ciudad no aguantaban nada.
Torcí el gesto.
—¿A cuántas chicas de ciudad conoces?
—A algunas de Kristianstad. Las vemos correr en la escuela de señoritas de al lado. Ninguna de ellas es tan dura como tú.
—Y eso que todavía no me conoces bien.
—Tienes razón, pero eso cambiará, ¿verdad? —Me guiñó un ojo y luego preguntó—: Bueno, ¿vienes conmigo?
—¿Adónde?
—Iba a montar un poco por los campos.
—Ya ves que apenas he aprendido a sostenerme en la silla.
—No tienes por qué cabalgar tú sola, yo te llevaré.
Titubeé. ¿Ingmar quería llevarme en su caballo?
—¿Y por qué? ¿Para que puedas lanzarme a alguna zanja?
Le cambió la cara.
—¡No pienses siempre tan mal de mí! Que mi hermano no te soporte no quiere decir que yo comparta sus opiniones.
—O sea, que tu hermano no me aguanta. ¿Eso ha dicho? ¡Menuda sorpresa!
—Mi hermano no soporta a la mayoría de las personas que conoce, así que no te hagas ilusiones.
Nos miramos unos segundos.
—Bueno, ¿vienes o no? El sol todavía estará alto un buen rato, pero ya sabes que mi madre quiere que estemos de vuelta a las ocho, y que nos presentemos repeinados y acicalados a cenar.
—Está bien, pero pobre de ti como hagas alguna tontería. No sería la primera vez que me peleo con un chico.
Ingmar volvió a reír.
—Eso sí que tienes que contármelo.
Me tomó de la mano y me llevó consigo.
Montó en su caballo y, antes de que yo pudiera preguntarme cuál sería mi sitio, tiró de mí y me subió también. Quedé sentada justo detrás de la silla, y mientras continuaba temiendo resbalar hacia atrás, Ingmar exclamó:
—¡Agárrate bien!
Azuzó al animal, que me pareció más fuerte que la bonachona de Berta, y también más salvaje.
Mientras salíamos disparados hacia los pastos campo través, me aferré al torso de Ingmar. Al principio tuve miedo de caerme, pero después sentí el viento en el pelo y los brazos. Un cosquilleo se extendió por todo mi cuerpo desde el estómago y acabó convirtiéndose en una oleada de alegría que me recorrió las extremidades. Era divertido ir a tal velocidad.
Pasamos galopando junto a una manada de caballos que pacían a la sombra de unos árboles bastante separados entre sí, y luego seguimos por un campo en el que los jornaleros cosechaban el grano con la ayuda de dos segadoras, cada una de las cuales era impulsada por diez caballos. El aire era todo polvo y olor a paja recién cortada.
—También tenemos tractores que podrían tirar de las cosechadoras, pero en algunos lugares, como allí, en el borde del campo, los caballos se manejan mejor —explicó Ingmar—. En la finca Ekberg, mi padre ya ha pasado toda la siega a medios mecánicos. Allí la mies se cosecha mucho más deprisa.
—Esas máquinas deben de ser caras —supuse, ya que jamás había visto ese tipo de modernidades en un campo.
—¡Ya lo creo! Nuestros tractores vienen de Estados Unidos, y la nueva empacadora es de Alemania. Cuestan una fortuna, pero en estas superficies son muy útiles y el beneficio enseguida compensa los costes.
No solo percibí el orgullo en su voz; cuando se volvió hacia un lado, lo vi también en sus ojos.
—Alguna que otra vez cosechamos los campos de agricultores que no pueden permitirse esa maquinaria. A cambio de un pequeño óbolo, se entiende. Aun así, estoy seguro de que los precios de esas máquinas bajarán pronto y todas las granjas grandes podrán comprarse una.
Estuvimos un rato contemplando los patos y oyendo los gritos de los trabajadores. Después seguimos cabalgando por un camino rural bordeado de sauces retorcidos. Algunos estaban partidos por la mitad, como si los hubiera alcanzado un rayo. Por fin llegamos a la linde del bosque. Allí el terreno tenía un aspecto asilvestrado, con la hierba muy crecida y algunos matorrales resecos. Por entre la vegetación se adivinaba una cabaña cuyo tejado estaba completamente cubierto de musgo. Los postigos de las ventanas estaban claveteados y las paredes, ennegrecidas por los elementos. Su visión no despertaba demasiada confianza.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Ingmar.
—Una cabaña de nuestra propiedad. Ahora tienes que bajar.
—¿Qué?
—Del caballo. Tienes que bajar para que yo pueda desmontar también.
—¿Vamos a quedarnos aquí?
Me recorrió un escalofrío que me puso de punta el vello de los brazos.
—Sí, quiero enseñártela.
—No sé si quiero verla —repuse con vacilación—. Además… no sé cómo bajar.
—Salta y ya está. —Ingmar resopló—. No tengas miedo, que no te pasará nada. Solo es la vieja cabaña del administrador. Hace muchos años que nadie vive aquí, pero yo vengo a veces, cuando quiero estar tranquilo.
Ingmar pasó una pierna por encima del cuello del caballo y se dejó resbalar por el costado. Sobresaltada, me agarré a la silla.
—¡Eh! ¿Por qué haces eso?
—Quiero ayudarte, nada más. —Alargó los brazos hacia mí—. ¡Salta, que te sujeto!
El caballo empezó a dar pasos inquietos. Antes de que se le ocurriera echar a trotar, me dejé caer deslizándome hacia atrás e Ingmar me sostuvo. Me sorprendió la fuerza que tenía.
—Bueno, ¿lo ves? No ha sido tan difícil —dijo, y me dejó en el suelo—. No es la forma más elegante de descabalgar, pero ya irás aprendiendo. Al fin y al cabo, de una chica de ciudad no se puede esperar que sepa montar a pelo.
—¿Y tú sí sabes? —pregunté al apartarme de él.
Su cercanía y su abrazo habrían resultado más agradables si no hubiera sido tan zoquete como para estar todo el rato echándome en cara mi procedencia.
—¡Pues claro! Lo probé en cuanto me sentí lo bastante seguro. Pero, si te sirve de consuelo, Magnus tampoco sabe montar sin silla. Es un pusilánime. —Sonrió de oreja a oreja y me ofreció una mano—. Bueno, ¿qué me dices? ¿Vienes?
Miré hacia la cabaña, que me parecía cada vez más lúgubre, pero Ingmar acababa de llamar pusilánime a su hermano y yo no quería serlo también. Eché a andar sin aceptar su ayuda.
—Está bien, vamos a explorar ese castillo de los horrores.
De soslayo vi que sonreía.
Después de dejar el caballo atado a un frutal tortuoso, Ingmar me alcanzó y me indicó el camino entre la maleza. Desde donde habíamos dejado al animal no se veía, pero había un estrecho sendero que Ingmar parecía conocer como la palma de su mano. Los cardos y las ramas me arañaron las piernas, pero por fin llegamos a la construcción. Cuando la tenías delante, resultaba más intimidante todavía.
—Espera —dijo Ingmar.
Subió los escalones y se sacó una llave del bolsillo, abrió y empujó la puerta.
—Eso está muy oscuro —señalé.
Él me miró y deslizó el brazo hacia el interior del marco. Un instante después se encendió una luz. Dentro había muebles viejos: una mesa, sillas y un aparador.
—¿No sientes curiosidad? —preguntó.
—¿De dónde has sacado la llave?
—Del llavero de pared de la cocina. Mi madre no tiene ningún motivo para esconderla.
—Y, entonces, ¿por qué nos advirtió que no viniéramos a la cabaña?
—Porque no quería que te partieras la crisma en estos terrenos sin caminos. Además, la cabaña no es precisamente uno de sus lugares preferidos, como puedes ver.
—No parece que le den ningún uso —repuse.
Tenía que admitir que me picaba la curiosidad, pero no me apetecía que Ingmar se diera cuenta.
—No, porque la administración de la finca la lleva ella junto con mi padre, que de todos modos también tiene que encargarse de sus tierras. En realidad, en la finca Ekberg vive la tía Lisbeth, que es quien la administra, pero aun así mi padre debe desplazarse todo el rato entre Lejongård y Ekberg.
—¿No es un poco cansado, con lo que debe de tardarse?
Ingmar se echó a reír.
—Sí, claro. Mi madre no deja de incordiarlo con eso. Ella preferiría tenerlo siempre aquí. A veces es un poco embarazoso verlos acaramelados como si fueran dos enamorados.
Me alegré de no haber tenido que presenciar aún nada de eso. Delante de mí, el conde y la condesa se trataban con cariño, pero siempre eran correctos el uno con el otro.
—El caso es que la cabaña es un buen sitio para estar tranquilo. Magnus viene a menudo, cuando quiere leer. Aunque sabe que a mí también me gusta estar aquí. ¡Imagínate que hasta yo le molesto! ¡Su hermano gemelo!
Tenía en la punta de la lengua el comentario de que su hermano, de todos modos, era un tipo muy raro, pero me lo callé.
—¿Quieres entrar o no? Es posible que algún día necesites un lugar al que venir cuando quieras estar sola.
—Seguro que a Magnus no le parecería bien.
—A Magnus nada le parece bien. Le cuesta bastante acostumbrarse a las novedades. Pero la regla es que la cabaña pertenece al que tenga la llave, porque también se puede cerrar desde dentro. —Me guiñó un ojo y desapareció en el interior.
Me animé a seguirlo. En la cabaña todo estaba sorprendentemente limpio. Además de la sala principal, que servía tanto de salón como de cocina, había otra habitación en la que se distinguían los contornos de una cama. ¡Toda una vivienda! Jamás habría imaginado que tras la deteriorada fachada se escondiera todo eso.
—Es muy acogedor —comenté.
—Sí que lo es. Salvo los pájaros, no se oye nada. Y por las noches ululan los mochuelos.
—¿También te escapas aquí de noche?
—Alguna vez. Ahora, en verano, es muy agradable porque se está más fresco que en la mansión. Y en invierno se puede encender la estufa.
—Ah, entonces en invierno estaré siempre aquí —dije con sarcasmo.
La cabaña podía parecer acogedora, pero no me gustaba que estuviera tan apartada. En la ciudad siempre me encontraba rodeada de personas; allí, podría cruzarme con un asesino armado con un hacha y nadie encontraría mi cadáver.
—Regresemos —pedí.
—¿Tan pronto? Pensaba que charlaríamos un rato más.
—Eso podemos hacerlo en el camino de vuelta. Además, ¿qué quieres que te cuente?
—No sé, algo de ti. Cómo creciste. Cuál es tu color preferido.
—Eso no te interesará de verdad, ¿no? Y ya sabes cómo crecí. En mi casa, en una calle bastante empinada, siendo la hija de un contable y su mujer, que, según acabo de enterarme, antes trabajó aquí de criada. Más no puedo ofrecerte. Ni siquiera un árbol familiar como el que seguro que tenéis vosotros.
Ingmar asintió.
—Es cierto, sí que lo tenemos. Un linaje de héroes de guerra y señores feudales. Nada especialmente emocionante.
—Mucha gente lo vería de otra forma.
—Sí, pero no saben lo que es vivir aquí, con toda esta pompa. A veces me pregunto cómo sería crecer en un hogar sencillo, sin tanta voluta ni tanta seda en las paredes.
—Seguro que tu habitación te parecería muy sosa. —Se me escapó una risa.
¿Por qué desearía una vida más sencilla alguien que lo tenía todo? ¡Ni que estuviera encerrado en la mansión!
—Bueno, tal vez lo pruebe algún día. Cuando me vaya a estudiar, por ejemplo.
—¿Quieres estudiar?
—Ya lo creo. Y debo hacerlo. En la actualidad no basta con heredar una finca, hay que ser experto en agricultura. Mi padre ha decidido dejarme a mí en herencia la finca Ekberg, y Magnus se quedará con Lejongård. Así que mi hermano estudiará veterinaria o cría de caballos, y yo me especializaré en el cultivo de cereales. Así de simple.
—Suena como si estuviera todo decidido desde hace tiempo.
Acaricié la mesa de madera con la punta de los dedos. Tenía un tacto áspero e intenté imaginar a Ingmar allí sentado. ¿Qué hacía cuando estaba solo en la cabaña? ¿Leía? ¿Soñaba con el futuro?
—El reparto de la herencia debió de establecerse poco después de que naciéramos. Así que, sí, está muy decidido. Y así se hará.
—¿Y también es lo que vosotros deseáis?
—Por lo que a mí respecta, sí. No imagino nada mejor que pasarme el día entero recorriendo los campos de labranza. Magnus, en cambio… Bueno, no le van mucho los caballos. Yo incluso creo que los desprecia un poco.
—¿Y eso por qué? ¿Le resultan demasiado pacíficos?
—Porque muerden y a veces se desbocan. Cuando Magnus era pequeño, un caballo lo tiró al suelo. Se montó un buen alboroto, hubo que llamar al médico porque se hizo una brecha en la cabeza. Casi me vuelvo loco del miedo que sentí por él.
Si no hubiera conocido a Magnus, tal vez habría mostrado compasión; en cambio, me costó decir algo amable.
—Quizá no tenga más remedio que hacerse cargo de la finca —repuse.
—No, no le quedará otra. Aunque mi madre tuviera más hijos, él es el heredero de Lejongård y yo, el de la finca Ekberg. Así está escrito y grabado en piedra.
—¿En piedra?
—Sí, estoy convencido de que en algún lugar hay una placa de piedra donde dice exactamente eso. —Se echó a reír, aunque intuí que esa decisión no le agradaba tanto como daba a entender—. Pero, bueno, si quieres nos vamos ya. Tengo que buscar a Magnus para asegurarme de que no desaparezca dentro de los libros, por más que le guste esa idea.
Seguí a Ingmar al exterior.
—¿Y si cambiamos de sitio? —preguntó entonces—. ¿Tú en la silla y yo detrás?
—¡Pero si aún no sé guiar el caballo!
—Yo llevaré las riendas. Así no tendré que preocuparme de si te resbalas por la grupa.
Lo miré con escepticismo.
—Está bien, lo intentaré. Pero, si se desboca, ¡será culpa tuya!
—Asteroide no se desbocará. Es hijo de Lucero Vespertino. Mi madre venera a ese viejo rocín, y con razón. Es uno de los mejores sementales de nuestra cuadra.
—¿El caballo se llama Asteroide?
—Sí, ¿por qué no?
Enarqué las cejas. No me esperaba un nombre como ese.
—¿Te acuerdas de cómo subir a la silla?
Coloqué las manos en posición, puse el pie en el estribo y me lancé hacia arriba. Poco después, sin necesitar mi ayuda, Ingmar estaba sentado detrás de mí. Tenerlo tan pegado a mi cuerpo hizo que me paralizara un instante, pero entonces tomó las riendas y, antes de que me diera cuenta, espoleó al caballo.
Regresamos siguiendo otra ruta, campo a través, y casi creí que la silla iba a lanzarme por los aires. Era imposible, desde luego, porque estaba bien sujeta entre los brazos de Ingmar, pero la sensación de inseguridad me impidió disfrutar de la cabalgada tanto como a la ida. Cuando por fin llegamos a un camino, la cosa mejoró. Intenté seguir los movimientos del animal dentro de lo posible, y al cabo de un rato lo conseguí. Por un momento incluso olvidé que tenía a Ingmar detrás, disfruté del viento en la cara y el pelo, y me sentí ligera por primera vez en mucho tiempo.
Llegamos a la mansión y encontramos a Magnus delante del establo. Pareció sorprenderse al verme. Ingmar saltó del caballo y sostuvo a Asteroide de las riendas mientras yo desmontaba.
—¿Dónde os habíais metido? —quiso saber su hermano.
—Le he enseñado a Matilda la cabaña del administrador. No te importará que vaya allí algún día, ¿verdad?
Magnus me lanzó una mirada hostil, dio media vuelta y se marchó.
—Es evidente que sí —murmuré a media voz.
Ingmar se quedó abatido.
—No te preocupes, allí no se me ha perdido nada —le aseguré, y me enderecé la ropa—. ¡Gracias por la excursión!
—No hay de qué —repuso él, aunque al mismo tiempo parecía angustiado.
Probablemente su hermano le haría algún reproche, pero a mí me daba igual. No tenía ninguna necesidad de invadir su preciado reino. Si quería estar sola, podía quedarme en la habitación.