SE ACERCABA EL inicio del nuevo curso. ¿Cómo sería ir a una escuela en la que no conocía a nadie? Había empezado a añorar mucho Estocolmo ahora que el tiempo había empeorado. A veces me sentaba junto a la ventana y miraba fuera, al jardín, donde el pequeño pabellón se levantaba algo apartado. ¿Celebrarían allí alguna fiesta como las que salían en las novelas?
Por lo que yo sabía, todos los años organizaban una colosal celebración en el solsticio de verano, montaban una gran cacería en otoño y también una fiesta por Santa Lucía. La Navidad y los cumpleaños se festejaban solo en el ámbito más íntimo, lo cual me parecía muy agradable. ¿Me dejarían invitar a Daga y a Paul en noviembre, por mi cumpleaños?
Lo bueno de no poder salir tanto era que solo tenía que ver a Magnus en las comidas. Aun así, el miedo a que pudiera hacerme algo no había desaparecido. Cuando estaba cerca, siempre me sentía intimidada. Él solía actuar como si yo no estuviera allí y me ignoraba en las conversaciones. Cuando Agneta se percató de ello, su rostro se ensombreció, pero mientras Magnus no se metiera conmigo, su madre no volvería a regañarlo.
Tampoco mi relación con Ingmar había vuelto a ser como el día en el que salimos a cabalgar juntos. Al principio siguió presentándose en las clases de equitación, pero como yo no hacía más que ignorarlo, acabó por rendirse. No quería que su hermano se sintiera desplazado y después me hiciera la vida imposible por culpa de los celos. Así que también a Ingmar lo veía solo a la hora de comer.
Pero todo eso me daba igual, porque constantemente recibía cartas de Daga y de Paul. Mi amiga me hablaba de sus primeros días de trabajo con la modista. Cuando su maestra vio lo habilidosa que era, enseguida empezó a pasarle pequeños encargos, y a veces le permitía llevarse a casa restos de telas. Con ellos, Daga cosía fundas de cojines y caminos de mesa, y con los retales más grandes incluso prendas de ropa para ella. Me había prometido que me haría un fular en cuanto consiguiera el tejido adecuado. Estaba muy entregada a su trabajo, lo cual me alegraba mucho. Incluso sentía un poco de envidia. Mi amiga no tardaría en saber adónde le llevaría la vida. Tal vez se quedara en el taller, quizá abriera su propia tienda. Todo parecía posible.
¿Y yo? Tenía la Escuela de Comercio, pero también una larga temporada de pupila por delante. Le escribía mucho sobre ello a Paul. Los dos buscábamos la mejor manera para aguantar todo ese tiempo, pero no se nos ocurría nada más que esperar. Paul me confesó que de vez en cuando pasaba por mi casa, como buscando mi rastro en la ciudad.
«Sé que es infantil —escribía—, pero así me siento cerca de ti. Además, alguien tiene que vigilar tu propiedad cada cierto tiempo.»
Sus palabras me reconfortaban, y por lo menos en mis sueños podía hacer y deshacer a voluntad.
EN MI PRIMER día en la Escuela de Comercio de Kristianstad llovió a cántaros. Las gotas golpeteaban contra los cristales de las ventanas y caían en largos regueros.
Al terminar el desayuno, las criadas nos dejaron en la mesa una fiambrera de latón para cada uno. Debían de contener el bocadillo para el mediodía. Las clases, tanto allí como en el instituto, duraban hasta la tarde.
—Portaos bien e intentad aprovechar lo que os enseñen —dijo la condesa—. ¡Y tened cuidado!
—¿Qué va a pasarnos en el instituto? —refunfuñó Ingmar.
Agneta asintió y antes de que los chicos pudieran negarse les dio un abrazo y un beso en la mejilla. Después se volvió hacia mí y me abrazó también.
—¡Mucha suerte en tu primer día! Estoy impaciente por que me cuentes si te gustan las clases.
Empezaron a arderme las mejillas. Por alguna razón me dio vergüenza que me abrazara delante de sus hijos, sobre todo porque Magnus ya tenía celos de mí. Sin embargo, su gesto me transmitió calidez y sentí que se me saltaban las lágrimas. Lágrimas de emoción, pero también de pena. Tendría que haber sido mi madre quien se despidiera de mí ese día. Aun así, al menos había alguien para quien yo significaba algo. No estaba sola.
Un cuarto de hora después salimos hacia Kristianstad. Cómo me habría gustado sentarme en la parte delantera del automóvil… pero Magnus reclamó ese asiento. El conductor esquivaba los baches y los charcos, que parecían lagos relucientes, como si los conociera de memoria. Miré por la ventanilla, donde las innumerables gotas de lluvia resbalaban y desfiguraban el paisaje de una forma extraña.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Ingmar cuando dejamos atrás el bosque.
Lo miré.
—Por supuesto.
—Pues yo no.
—No me extraña. —Miré hacia delante, porque tenía la sensación de que Magnus nos observaba por el retrovisor—. Hace mucho que vas al instituto. Yo, en cambio, no sé lo que me espera.
—En el instituto tampoco se sabe nunca después de las vacaciones de verano —repuso Ingmar—. Es posible que haya profesores o alumnos nuevos. Y los horarios varían mucho de un año a otro. ¿Verdad, Magnus?
—Si tú lo dices —contestó su hermano sin interés.
Ingmar parecía empezar a perder la paciencia.
—Maldita sea, pero ¿a vosotros qué os pasa? —espetó—. ¡Os comportáis como si fuerais dos ancianos en un sanatorio! ¡Superadlo de una vez!
—¿Superar el qué? —pregunté.
Su reacción me había sorprendido. Las últimas semanas, cada uno se había dedicado a sus asuntos, y a Ingmar no le había molestado que no nos habláramos. ¿Y de pronto se quejaba?
—Tú todavía sigues enfadada por lo de Magnus. ¡Por Dios, que yo no tuve nada que ver! —Y entonces volvió los ojos hacia su hermano—. Y tú, Magnus, ¡contrólate de una vez! ¡Matilda no piensa quitarte la finca, así que afloja un poco!
Me lo quedé mirando. No me había dado cuenta de que le importara tanto que me llevara bien con su hermano. Me habría gustado decirle que no dependía de mí. Magnus me había demostrado claramente que era mi enemigo. ¿Cómo iba a reconciliarme con alguien así? Continuamos el viaje en silencio, así que miré por la ventanilla, impaciente por llegar.
Cuando por fin entramos en Kristianstad, me quedé boquiabierta al ver los viejos edificios de sus calles. La torre de una iglesia preciosa se alzaba hacia el cielo como una enorme aguja. Sabía que se trataba de la iglesia de la Santísima Trinidad porque Agneta la había llamado así cuando fuimos a la ciudad para comprar material escolar. A pesar del mal tiempo, se advertía actividad en todos los rincones. A los niños pequeños no parecía molestarles la lluvia, corrían por los charcos con las carteras del colegio a la espalda. Mi intención había sido que me dejaran a cierta distancia de la escuela, pero al final me alegré de que el chofer pudiera parar delante del centro.
—Que pases un buen día, Ingmar —dije, y él masculló algo que no entendí.
Bajé del vehículo y corrí hacia el edificio clasicista. Mientras el coche volvía a arrancar a mi espalda, me refugié bajo el arco de la entrada.
De los canalones caían gotas de lluvia, y por la tubería de bajada de la esquina se precipitaba un auténtico torrente. Desde el interior llegaba un griterío de voces ininteligibles que se parecía al de mi antigua escuela de Estocolmo. El nerviosismo me cerró el estómago. Allí no podría acudir a Daga si las demás se portaban mal; sin embargo, me dije entonces, en ese centro nadie me conocía. Por supuesto que me preguntarían por mis padres, pero yo podía presumir de ser la pupila de la condesa Lejongård. Ya no estaba desprotegida.
Con la cartera bien sujeta bajo el brazo, seguí a un par de muchachas que entraron corriendo. El agua salpicaba cada vez que daba un paso, y enseguida tuve la sensación de estar completamente empapada. Hasta el pelo me goteaba. Como no sabía adónde dirigirme, me detuve en el vestíbulo buscando un cartel o alguna otra indicación. Entonces se me acercó una chica de melena negra.
—Hola. Tú también eres de las nuevas, ¿verdad? —preguntó con una voz que me pareció mucho más adulta que la mía.
Era muy alta y guapa, y llevaba el pelo sujeto con dos pasadores de carey.
—Sí —respondí—. Voy a la clase de la señora Eden.
—¡Estupendo! —Dio una palmada. Su alegría me pareció algo exagerada—. ¡Me llamo Birgitta, por cierto! —Me dio la mano—. Yo también empiezo este año.
—Mmm… Me alegro —repuse—. Yo soy Matilda.
—Muy bien. Ven conmigo y te presentaré a las demás.
Por lo visto, el cometido de Birgitta era el de rescatar a las almas perdidas, así que me llevó junto a un grupo de alumnas. La mayoría eran rubias como yo, pero, además de Birgitta, había otras dos que tenían el pelo negro, una pelirroja y un par de castañas. La pelirroja tenía un aspecto algo asilvestrado, como un trol salido de las viejas leyendas, pero enseguida se notaba que era muy tímida.
—¡Esta es Matilda! —anunció Birgitta.
Las demás no parecían compartir su entusiasmo hacia mí. Me miraron un momento y siguieron hablando.
Birgitta suspiró en voz baja.
—Me temo que tardaremos un poco en romper el hielo.
—¿Te extraña? —pregunté—. Es la primera vez que nos vemos y todas estamos nerviosas. ¿O acaso tú no?
Entrelazó las manos con cierta torpeza y se balanceó un poco hacia delante y hacia atrás.
—Claro que sí. Por eso estoy tan parlanchina.
Sonreí.
—Quieres saber ya cómo son las demás.
Asintió. De repente parecía tan insegura como yo.
—Creo que nos enteraremos en cuanto suene el timbre —dije.
—Eso espero. —Birgitta miró alrededor sin saber qué hacer y luego preguntó—: ¿De dónde eres? ¿De Kristianstad o de algún pueblo?
—Ni lo uno ni lo otro. Soy de Estocolmo.
La chica tomó aire con brusquedad.
—¿Y qué se te ha perdido aquí? En Estocolmo hay un montón de escuelas, ¡y hasta universidades!
—Estoy aquí por mi tutora. Pero no pasa nada, la Escuela de Comercio es justo donde quiero estudiar.
—¿Una tutora? —preguntó Birgitta—. ¿Es que tus padres han muerto?
Tendría que haber contado con esa pregunta.
—Sí, así es.
No me apetecía contarle que mi padre se había tirado al río y que mi madre había fallecido hacía poco. Para mí, era como si ambas cosas hubiesen sucedido el día anterior. Me salvó el timbre de la escuela.
LAS CLASES SE me pasaron volando. Ese día no nos dieron mucha materia; al inicio de cada asignatura hicimos una ronda de presentaciones, pues los profesores querían saber quiénes éramos, como era natural.
El ambiente en la escuela vibraba de emoción y curiosidad. Las alumnas más antiguas nos contemplaban con cierta compasión, quizá porque sospechaban que no estaríamos tan alegres cuando empezaran los deberes y los trabajos de clase.
Como sabía que el chofer pararía delante de la entrada, al terminar me despedí de las demás y salí corriendo. Alguien se me acercó entonces.
—¡Ingmar! ¿Qué haces tú aquí? —pregunté, porque el instituto quedaba lejos—. ¿Y dónde está tu hermano?
—No ha querido venir, y eso que le he dicho que veríamos a muchas chicas guapas. Pero parece que no le interesan tanto como sus libros.
—¿Es que a tu hermano no le gustan las chicas?
—A mi hermano no le gustan las personas. Seguramente soy el único al que soporta.
—Me lo creo.
Lo miré con timidez. Intentaba reconciliarse conmigo.
Noté que mis compañeras de clase devoraban a Ingmar con los ojos. Sin duda, les resultaba atractivo con aquel abrigo tan elegante, aunque fuera más pequeño que ellas. ¿Acaso no se daban cuenta de lo joven que era?
Ingmar, por desgracia, pareció percatarse de su atención.
—Veo que tengo admiradoras —comentó.
—Más te vale poner pies en polvorosa. Si no, puede que incluso te propongan matrimonio. No olvides que la mayoría de ellas solo están aquí para ocupar el tiempo hasta que encuentren al marido adecuado y les permitan casarse.
—Yo aún soy muy joven para eso —repuso él y sonrió, provocador—. Pero algunas de tus compañeras son muy monas.
Hice un gesto de incredulidad. Lo último que necesitaba eran preguntas sobre un supuesto «novio» o «hermano», pero entonces Birgitta se separó del grupo y se nos acercó.
—Oye, Matilda, no habías mencionado que tuvieras un hermano tan guapo —dijo sin apartar los ojos de Ingmar.
—No es mi hermano —repuse—. Este es Ingmar, el hijo de mi tutora.
—Encantado de conocerte. —Ingmar tomó su mano y posó en ella un beso galante.
Birgitta soltó una risilla y se sonrojó.
—Lo mismo digo. ¿Te apetecería acompañarnos el sábado a dar una vuelta por la ciudad?
—Me temo que no podré. Las obligaciones de la finca…
—¿Vives en una finca? —preguntó mi compañera, que ladeó la cabeza y pestañeó con coquetería.
—Ya te lo he contado —dije yo, pero parecía haberme vuelto invisible para ella.
—Qué emocionante.
Ingmar sonrió de oreja a oreja. Por suerte, la bocina del chofer le impidió seguir desplegando sus encantos ante Birgitta.
—Venga, tenemos que irnos —dije, y lo agarré del brazo.
—¡Bueno, pues hasta pronto! —le susurró a Birgitta, y dejó que me lo llevara de allí.
—¿A qué ha venido eso? —pregunté cuando subimos al coche.
—¿A qué ha venido el qué? —quiso saber Magnus, intrigado.
—He estado hablando con una amiga de Matilda —explicó Ingmar con una sonrisa—, y por lo visto no le ha hecho gracia.
—Uy, a Birgitta sí que le ha hecho gracia —repliqué.
—Pero a ti no.
Magnus se encogió de hombros y miró de nuevo hacia delante.
—Por mí, puedes hablar con quien te plazca —dije.
Sin embargo, en el fondo sí que me molestaba, porque temía que después de ese encuentro Birgitta se pasara días agobiándome con preguntas sobre él.