CAPÍTULO 2

Hola, Mundo.

 

 

 

 

 

A medida que el autobús se iba alejando del pueblo, su pecho se hacía más pequeño hasta no dejar a su corazón latir. Ese dolor era casi insoportable. Ver a su abuela en la carretera mirando cómo desaparecía entre las curvas era una imagen que jamás podría olvidar. La despedida estuvo llena de lágrimas y nada más poner un pie en el autobús, lo invadió un sentimiento de culpa por dejar a la mujer sola y ese pesar tardaría en desaparecer. Aquello era una traición por su parte y tenía que haberlo pensado antes de decidir marcharse y hacer su carrera universitaria. Su lugar estaba en ese pueblo y ya era tarde para echarse atrás. El autobús se había perdido en medio de los montes de la sierra y con ello él también se había perdido. Más que nunca.

El miedo de enfrentarse solo a un lugar donde nunca había estado, con un tipo de vida y de gente tan diferentes a lo que conocía, no se lo ponía fácil. ¿Qué iba a hacer al llegar allí? ¿Y si se perdía? ¿Si no era capaz de hacer las cosas que tenía que hacer? La suerte estaba echada y tenía que demostrarse a sí mismo que había dejado de ser un niño, pero las lágrimas no le dejaban verlo con claridad.

El viaje fue largo, muy largo. Era como haber vivido toda una vida en el trayecto entre el pueblo y la gran ciudad, para lo que tuvo que coger dos autobuses diferentes. Casi quinientos kilómetros en los que revivió recuerdos de su niñez y adolescencia. Había sido muy feliz y había tenido ni más ni menos que la vida que quiso tener. Otros habrían pensado que su día a día era aburrido, pero a él le gustaba que fuera así. Era posible que fuese porque no conociese otra forma de vivir. Bien pensado podría ser que al llegar a la ciudad y darle la bienvenida al mundo nuevo descubriera algo que lo fuese a fascinar. Eso le daba más miedo que echar de menos el pueblo. Enfrentarse a lo desconocido no significaba que le esperase algo malo. Intentaría que aquello no le gustase, porque lo que él de verdad quería era volver al pueblo. Tenía que mentalizarse a que iba allí solo para estudiar y que esa etapa iba a ser temporal. Después volvería a la normalidad.

 

Al bajar del autobús y pisar la estación, que nada tenía que ver con la del pueblo, que se limitaba a una caseta en la carretera principal, vio allí mucha más gente de la que había visto junta en toda su vida, y eso que estaba solo en los andenes. Empezaba a tener ansiedad y eso que no había hecho más que llegar. Se había imaginado muchas cosas de la gran ciudad, pero al estar allí entre tantos autobuses juntos fue como si de repente hubiera viajado al futuro y su vida en el pueblo hubiera transcurrido en una época muy anterior.

Al salir a la calle con su maleta en la mano como única compañera y apoyo, pudo respirar un poco y se le pasó esa ansiedad. Ver tantos edificios altos fuera de la pantalla de televisión le pareció apasionante. Allí todo el mundo parecía tener prisa. Veía a la gente salir de la estación con sus equipajes como si aquello fuera una carrera para ver quién se llevaba el taxi, y eso que había un montón parados esperándolos. Él no tenía demasiada prisa por coger el suyo. Acababa de llegar y era un recién nacido en un mundo nuevo.

Con la mirada buscó una cabina para llamar a su abuela. Vio una muy cerca, fuer hacia allí y sacó una moneda de cincuenta pesetas que tenía preparada.

¿Dígame? —oyó al otro lado.

—Soy yo —contestó él con entusiasmo y pena a la vez al escuchar aquella voz que sabía que estaba muy lejos—. Ya he llegado.

—¿Estás en la residencia?

—No, no. Acabo de salir del autobús. Tendrías que ver todo esto. ¡Es enorme!

—¿Te gusta? —preguntó la mujer.

—Hay demasiada gente, pero sí, me gusta.

—Ya verás como te querrás quedar allí —añadió ella sin ironía ni mala intención.

—No creo —contestó él decidido—. Tengo muy claro que mi estancia aquí va a ser temporal.

—No has hecho más que llegar. Te quedan varios años por delante en los que puedes cambiar de opinión.

—Yo quiero volver al pueblo y lo sabes. Ahora voy a coger un taxi para ir a la residencia, que se acaba el tiempo de la moneda. Ya te contaré cómo es aquello.

—Vale, pero tú haz lo que tengas que hacer sin tener que estar pendiente de buscar una cabina. Ya me llamarás cuando quieras. Te quiero mucho, Diego.

—Y yo a ti, abuela.

Colgaron y un halo de melancolía lo cubrió. Sabía que era porque acababa de llegar y que se acostumbraría a estar lejos del pueblo. Debía tener paciencia y recordar en todo momento a qué había ido allí para que esa distancia doliese menos.

Fue hacia la parada de los taxis sorteando gente y respetando el turno de los que se habían puesto para coger uno y esperó hasta que le tocó el suyo. Le dio la dirección al taxista y durante el trayecto no dejó de mirar por la ventana del coche como si en vez de ser un corto viaje que lo llevaba hasta su nuevo hogar, fuera más bien una ruta turística donde pudo ver mejor cómo era Madrid, adentrarse en el tráfico, ver a la gente moverse por las calles, las tiendas y sus escaparates que lo fascinaron… No quería que aquello lo abrumase, pero tenía que reconocer que le estaba gustando mucho lo que veía. Entonces recordó las palabras que su abuela le había dicho por teléfono e intentó convencerse de que no tenía razón. Él quería volver al pueblo, convertirse en veterinario de ganado y vivir la vida tranquila que siempre tuvo. La ciudad estaba muy bien, pero dudaba que aquello fuera a resultar bueno para él en su día a día.

Cuando el taxi llegó a su destino, en el barrio de Chamberí, se encontró ante un edificio que podría haber pasado por una construcción de viviendas, solo que en la puerta había una placa en la que se leía «Residencia de estudiantes». Según le habían dicho, estaba muy bien comunicado con el campus universitario y, por lo que pudo ver, pasaba bastante desapercibido entre el resto de edificios. No sabía por qué, pero se había imaginado una especie de caserón apartado de todo y, aunque se trataba de un lugar antiguo y sólido, como los edificios que se construían antes, bien podría haber sido el hogar de varias familias, como lo que veía a ambos lados. Ni siquiera un jardín ni algo de terreno, como los lugares que había visto en las películas. Lo prefirió así. Quería llevar una vida de lo más normal allí y, si podía aburrirse, mejor.

La residencia constaba de cuatro plantas, fachada de piedra y una gran entrada con puerta de hierro que vio abierta. Cogió aire y, agarrando bien su maleta buscando algo de seguridad, fue hacia allí para ver qué le deparaba el interior de su nuevo hogar. Era consciente de que al traspasar la entrada de la residencia habría dado comienzo de verdad su nueva vida y que, con ello, pasaba una página de su pequeña historia.

Allí descubrió una especie de recepción. A la derecha vio un mostrador con una chica algo mayor que él que lo saludó al verlo. De frente un ascensor y a la izquierda las escaleras. Todo estaba muy bien cuidado, pero se veía que era antiguo y que en su origen, el edificio no tuvo ascensor. Miró al techo, las paredes… aquel lugar bien podía tener cien años.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó la chica mirando su maleta.

Diego se acercó al mostrador y sacó su DNI, que tenía preparado en el bolsillo.

—Voy a —dijo con un nudo en el estómago, cortándose y mirando una vez más la estancia—, a vivir aquí.

—¿Vienes de una ciudad pequeña? —dijo ella, muy amable, cosa que agradeció.

—De un pueblo, en realidad.

La chica suspiró y se dejó caer de hombros sonriendo mientras arrugaba la barbilla con ternura.

—Escucha —dijo ella cogiendo el carné—. Al principio esto da un poco de miedo. Yo también vine de un pueblo asustadísima por lo que me iba a encontrar, pero dos años después puedo decirte que no es para tanto.

La miró a punto de echarse a llorar, aliviado por escuchar las palabras que necesitaba escuchar. Ella miró en un libro que tenía guardado y buscó su nombre en él. Al encontrarlo le devolvió el carné.

—Gracias —dijo él recogiéndolo.

—Tu habitación está en la planta tercera. Espera un momento aquí.

La chica salió del mostrador y se metió en el ascensor. Al quedarse solo, de repente la estancia se hizo enorme y el miedo a subir a la tercera planta se apoderó de él. Quería volverse al pueblo, donde todo era familiar y se sentía protegido. Por mucho que esa chica le hubiera dicho que no era para tanto, sí que lo era, y mucho. El corazón se le aceleró mientras los pulmones se le iban haciendo pequeños. Un chico entró de la calle y dio un salto al verlo, como si se le estuviera acercando un delincuente a hacerle algo. Vio que lo miraba como a un bicho raro y pensó que sí, que era un bicho raro, que no estaba hecho para aquello y que solo quería irse de allí corriendo.

Cuando estaba a punto de seguir su impulso y marcharse, el ascensor se volvió a abrir y la recepcionista apareció con otro chico, que podía tener dos años más que él. Se acercaron y ese chico le tendió la mano. Diego soltó la maleta maldiciendo que hubieran interrumpido su intento de huida y lo saludó intentando apretar para parecer muy seguro de sí mismo, pero la verdad era que no podía dejar de temblar.

—Yo soy Raúl —dijo el chico. Se trataba de un joven alto y de aspecto intelectual. Al verlo, cualquiera habría dicho que tras esas gafas, se encontraba un empollón.

—Yo Diego —tartamudeó fingiendo una sonrisa.

—Raúl va a ser tu consejero en la residencia —intervino la chica—. Él te guiará y te ayudará no solo a que tu estancia aquí sea positiva, sino a que cumplas las normas.

De alguna forma Diego no tomó esas palabras con mucha tranquilidad, pese a que los dos lo miraban con verdadera disposición y amabilidad. Nadie le había comentado nada sobre un consejero y esa bienvenida fue como si le estuvieran advirtiendo de que iba a estar en todo momento vigilado. No tenía mucha intención de salir de su habitación y menos de buscarse problemas, así que no veía la necesidad de tener un consejero.

—También me voy a encargar de que tengas siempre a una persona que te escuche —continuó Raúl—. Al principio te sentirás solo y necesitarás alguien con quien hablar. Yo llevo tres años aquí y ya he pasado por eso, así que te puedo ayudar a que todo sea más llevadero.

Para Diego escuchar esas palabras fue todo un respiro. No esperaba oír algo así, pero, de nuevo, era justo lo que necesitaba y el impulso de salir corriendo desapareció, al menos de momento.

—Gracias —dijo, como si le hubieran quitado un peso de encima.

—Bueno —interrumpió la chica dándole unas llaves a Raúl—. Os dejo. Bienvenido, Diego. Él ya sabe cuál es tu habitación y te acompañará. De paso te pondrá al tanto de las normas de la residencia.

Eso de las normas, aunque lo esperaba, no le dio buena sensación en ese momento. Lo que le faltaba era que, encima de tener que estar solo en un sitio extraño, viviera como en una cárcel. Aquel edificio sombrío y frío bien podía serlo, si lo miraba bien.

—Ven conmigo —le pidió Raúl caminando hacia el ascensor y haciéndole señas para que lo siguiera.

Fue con él arrastrando la maleta como si pesara una tonelada, y es que así era como todo aparecía ante él, como si de pronto las cosas costarán más esfuerzo. No tener ninguna cara amiga cerca, que era lo que había tenido siempre, hacía que todo fuera más difícil y adentrarse en ese edificio fuese lo más complicado que hubiera hecho jamás.

Se introdujeron en el ascensor y, pese a que Raúl en todo momento se mostraba sonriente y dispuesto a conversar, Diego no dejó de juguetear con sus manos mientras miraba al suelo y pensaba que la distancia de esos tres pisos parecía eterna.

Salieron a un pasillo que se extendía a ambos lados y que parecía interminable, aunque ese día a Diego todo le parecía grande. Las paredes estaban pintadas de blanco y a ambos lados se repartían varias puertas de las habitaciones de los estudiantes. Le dio por pensar que cuando construyeron aquello, si no tenían en mente la residencia, al menos debió de ser en su día un hotel.

El olor era algo que le llamó la atención. No era un mal olor, pero le llegaba a los pulmones penetrándolo con intensidad. Habría dicho que se trataba de humedad, pero era algo más, como la piedra de los muros de una iglesia muy antigua. Le resultó curioso y, en parte agradable. Por suerte no se podían escuchar los pensamientos, porque alguien lo habría tomado por loco si se llega a enterar de que por su cabeza rondaba aquello.

Caminaron por el pasillo haciendo crujir la madera del suelo hasta llegar a la puerta que iba a darle la bienvenida.

—¿Es aquí? —preguntó y enseguida se dio cuenta de que había estado de más, porque si esa no hubiera sido su habitación, no se habrían parado allí. Se sintió un estúpido, convencido de que Raúl lo iba a tomar como tal. No sabía qué hacer ni qué decir para que no se notara que estaba muerto de miedo, y ese tipo de comentarios absurdos era lo único que salía por su boca.

—Sí —contestó Raúl. Lejos de parecer creer que Diego era un bicho raro, hablaba con amabilidad sin dejar de sonreír en ningún momento. Al ver que el chico se quedaba mirando el número que había en la puerta, trescientos veintisiete, le habló como si hubiera formulado la pregunta que corría por su cabeza en voz alta—: El primer tres es por la planta y el veintisiete por el número de habitación de este pasillo.

Diego se giró sorprendido hacia las otras puertas.

—¿Tantas habitaciones hay aquí? —preguntó.

—Treinta por planta —contestó el consejero—. Ciento veinte en total.

—Vaya, sí que es grande esto.

—No tanto —bromeó Raúl—. Cuando veas el tamaño de las habitaciones lo comprenderás.

Metió la llave en la cerradura y al abrir la puerta, un pedazo del corazón de Diego se rompió, pero no por ver lo que había dentro, sino por tener la imagen real de lo que iba a ser su hogar durante una buena temporada. Se había imaginado muchas veces cómo sería la habitación que sustituiría a su pequeño mundo en el pueblo, y ya tenía la respuesta a sus preguntas.

Entraron y su mente comenzó a hacer fotografías mentales de la estancia, como si no fuera a verla suficientes veces a partir de ese día. Se había imaginado algo más grande para una habitación compartida pero, una vez dentro, la sensación que le transmitía no era tan mala. Resultaba hasta acogedora. Allí el suelo no era de madera como en el pasillo. La estancia cuadrada se extendía por igual a ambos lados de la puerta, con las camas puestas una a cada costado de la habitación. En frente la ventana daba buena iluminación, con cortinas blancas. A los pies de cada cama vio un armario y un escritorio para que los estudiantes pudieran guardar lo poco que les iba a caber y tuvieran un rincón de estudio. En la parte derecha una puerta pegada al armario daba a un baño.

—Bueno —comentó, ya con una idea más real de cómo iba a ser su nuevo mundo—. No está tan mal.

—Con el tiempo te darás cuenta de que esto puede ser un poco claustrofóbico, pero te llegas a acostumbrar. Parece ser que tu compañero de cuarto no está. Llegó ayer y ya se ha instalado.

—¿También eres tú su consejero?

—Sí. Soy el consejero de todos los nuevos de esta planta. Mi habitación está arriba. Ya te enseñaré el camino para cuando necesites algo.

¿Hay alguna diferencia entre esta planta y la de arriba? —quiso saber Diego, mucho más relajado una vez estuvo dentro de la habitación.

—Arriba todas las habitaciones son individuales y aquí todas dobles —contestó Raúl—. Allí son más caras. Hasta este curso yo estaba en esta planta, pero a los consejeros nos pagan dejando quedarnos en una individual por el mismo precio. En las dos primeras, las de chicas, es igual.

Diego dio un paso al frente soltando la maleta y contempló un poco mejor su habitación. Podía acostumbrarse a eso, mientras tuviera un buen compañero. A la estancia le faltaba algo cálido, algo personal, pero seguro que eso cambiaba cuando estuviera instalado del todo con el escritorio lleno de sus cuadernos y apuntes.

—Es verdad que no es muy grande —comentó—, pero seguro que llega a gustarme.

—Cuéntamelo dentro de un par de meses —bromeó Raúl riendo—. Si quieres te digo unas normas básicas de convivencia. Te pasaré todo por escrito, pero puedo adelantarte lo importante para que lo tengas ya en cuenta.

—Vale —dijo Diego—. Supongo que mi lado de la habitación es el que no tiene un póster de New Kids On The Block.

Raúl giró la cara y arrugó la barbilla.

—Exacto —contestó.

—¿Te importa que vaya abriendo la maleta mientras me cuentas las normas? —preguntó Diego dejando su mochila sobre la cama y abriendo la maleta en el suelo.

—Estás en tu casa. Te cuento: aquí hay una hora tope para llegar por las noches. A las diez se cierran las puertas. Si no has entrado, te quedas fuera. Si estás dentro, no puedes salir, exceptuando los sábados que, para que podáis alternar un poco, la hora del cierre será la una de la mañana. A la misma hora del cierre el silencio será absoluto. Debemos de ser capaces de caminar por los pasillos sin que oigamos nada, por lo que tampoco se podrá entrar a la sala de ocio, que por cierto está en la planta baja. Los chicos no pueden bajar a las plantas una y dos, a no ser que estén bajando por las escaleras, por lo que las chicas tampoco pueden subir a la tres y cuatro. En la sala de ocio sí que pueden convivir ambos sexos. Por cierto, las relaciones sexuales están prohibidas. Deberás mantener tu habitación siempre en perfectas condiciones. Si algo se rompe, debes de comunicarlo en recepción. Cualquiera de los incumplimientos de las normas acumularan faltas hasta conseguir la expulsión de la residencia.

Diego había estado atendiendo mientras sacaba la ropa y la iba poniendo en su armario intentando quedarse con todo lo que decía sin pensar en que aquello casi le parecía un internado con todas esas normas.

—¿Esas son las normas básicas? —preguntó.

—Más o menos.

—Si te soy sincero, no recuerdo lo primero que has dicho.

—Hay un tope para llegar por las noches.

Diego suspiró.

—Es verdad.

—Venga —dijo Raúl acercándose a él y poniendo una mano en su hombro—. No es para tanto.

—Supongo —fingió Diego.

—Verás como aquí vas a estar muy bien. Me han dicho que en la solicitud pusiste que buscas un trabajo para compaginarlo con los estudios, ¿no?

—Sí. Quiero ayudar a mi abuela a pagarme los gastos aquí.

—¿Qué tipo de trabajo buscas?

Diego se sentó en la cama.

—De lo que salga —respondió.

—¿Hay algo en lo que tengas experiencia?

—En trabajos del campo —suspiró Diego sintiéndose un poco inútil.

—De eso aquí no creo que haya mucho.

—Me lo imagino.

—Mira —dijo Raúl intentando animarlo un poco—, acabas de llegar y es normal que estés un poco decaído. El cambio es muy brusco. Deja que me encargue yo de eso. Tú instálate, conoce un poco la residencia y ya sabes dónde encontrarme.

—Muchas gracias por todo —añadió Diego sin mirarlo. No quería ser maleducado, pero estaba agotado y, una vez allí, empezaba a sentir que de verdad todo empezaba y que estaba solo, sin su abuela, sin su pueblo, sin la orilla del río.

Raúl fue hacia la puerta para marcharse.

—Venga, anímate —dijo abriendo y se marchó.

Al quedarse allí y hacerse el silencio, miro las paredes blancas y tuvo la sensación de que se acercaban hacia él, que la habitación se hacía pequeña hasta ahogarlo por dentro. Aún estaba a tiempo de volverse al pueblo, admitir que era un cobarde y que no iba a poder con todo aquello. Él pensaba que era más fuerte, pero la realidad le demostró que, a la hora de la verdad, no lo era tanto.

El ruido del agua corriendo por su rincón preferido, aquel donde se sentía de verdad seguro, no indefenso como en esa habitación, llegó a sus oídos en forma de doloroso recuerdo. Algo demasiado insoportable para su primer día. No quería ni imaginar cómo estaría un mes después.

Cerró los ojos intentando viajar hasta el pueblo, aunque solo fuera con su imaginación, cuando lo que de verdad escucharon sus oídos fue la puerta abriéndose. Miró hacia allí sobresaltado y vio que un chico de más o menos su edad se quedaba allí igual de sorprendido que él. Se apresuró a limpiarse una lágrima de la cara e intentó sonreír.

—Perdona —dijo ese chico. Era un joven alto, delgado, con cara risueña y pelo rubio—, pensaba que aún no habría nadie. Supongo que serás mi compañero de habitación. Me dijeron que era probable que llegaras a lo largo del día… ¿Te encuentras bien?

—Sí —disimuló Diego avergonzado por no haber sido capaz de tapar su tristeza—. Tú serás el admirador de New Kids On The Block.

El otro chico miró el póster de la pared y cerró la puerta tras de sí.

—Si no te gusta —dijo—, puedo quitarlo.

—No, no. Déjalo. Si yo también los escucho a veces.

—Me llamo Sergio —se presentó el compañero alargándole la mano.

—Yo, Diego —continuó el otro aceptando el saludo—. Estaba… sacando mis cosas de la maleta.

Sergio se sentó en su cama frente a Diego, poniendo ambas manos en sus rodillas.

—Escucha —comentó—. Yo ayer estaba igual. Lejos de casa, en un mundo extraño… Pero llevo aquí solo un día y he visto que no está mal. Es hasta divertido.

—¿Tú crees?

—¡Claro! Además, no estás solo. Supongo que habrás conocido a Raúl y ahora me tienes a mí.

—¿A ti? —preguntó Diego extrañado ante unas palabras así de alguien desconocido. Siempre le habían dicho que en las grandes ciudades la gente no era tan abierta y hospitalaria como en los pueblos. Claro que puede que ese chico viniera también de un pequeño pueblo y en el fondo estuviera igual de indefenso que él, aunque se le viera tan seguro de sí mismo.

—Vamos a ser compañeros de habitación durante una buena temporada. Lo mejor es que nos llevemos bien y nos apoyemos. Yo tampoco conozco a nadie aquí.

Diego sonrío. Esa tristeza que lo había invadido empezaba a desvanecerse al oír aquellas palabras que tanto necesitaba escuchar. En el fondo tenía pocos motivos para estar mal. Acababa de llegar y ya había conocido a dos personas amables y dispuestas a ayudarlo.

—Muchas gracias —dijo sonriendo. Cogió su mochila para sacar cosas también de allí. Un par de libros que dejó en la mesilla para seguir leyendo antes de dormir, un jersey por si pasaba frío en el viaje y su walkman, que dejó sobre la cama.

Sergio se levantó sobresaltado.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿El qué? —dijo Diego mirando a su alrededor.

Su compañero cogió el walkman y lo miró asombrado, como si fuera el objeto más extraño que había tenido en sus manos jamás.

—Hace tiempo que yo no uso estos cacharros —comentó abriéndolo y sacando la cinta.

—No sé cómo iba a escuchar música si no.

Sergio fue hacia su mesilla, abrió el cajón y sacó un aparato muy parecido a su walkman, pero un poco más grande y redondo.

—En un discman —añadió prestándoselo.

Diego lo miró con curiosidad. Sabía muy bien lo que era, pero a él le gustaba su walkman.

—Yo ni siquiera tengo discos compactos —dijo sintiéndose un poco ridículo.

—Tranquilo —comentó Sergio cogiéndole el discman—. Era broma. Solo quería que te rieras un poco. En realidad lo tengo hace poco y no es muy práctico. Las pilas le duran solo un disco.

Diego, por pura timidez, cogió su walkman y lo volvió a guardar en la mochila. Miró hacia el resto de las pertenencias que le quedaban por meter en el armario y deseó no acabar nunca de hacerlo, pese a tener tan pocas cosas. Si no terminaba de recogerlo todo, no daría por comenzada esa nueva etapa que tanto lo aterraba. Puede que sí dejaba al menos un jersey fuera, sobre la cama o el escritorio, una parte de él permanecería para siempre en el pueblo junto a su abuela.

De repente tuvo la necesidad de hablar con ella, pero sabía que se tenía que contener. No podía correr a una cabina cada vez que estuviera triste o se sintiera solo, porque algo le decía que esos sentimientos lo iban a asaltar muy a menudo y tenía que aprender a enfrentarse a ello, aunque en ese momento, recién llegado, no tuviera fuerza ni para deshacer la maleta.

Sergio se levantó y fue hacia su escritorio para buscar entre unos papeles que tenía allí.

—Escucha —dijo Diego, volviendo de sus pensamientos—. Gracias por intentar animarme aunque no me conozcas de nada.

¿Sabes qué pasa? —preguntó su compañero volviéndose hacia él—. Que cuando llegué aquí ayer me habría gustado que alguien hubiera estado en esta habitación ofreciéndome una palabra de consuelo, aunque solo hablara de mi estúpido discman.

Los dos se miraron y no pudieron contener la risa.

—La verdad es que es absurdo que vendan algo que le dure tan poco las pilas —añadió Diego, mucho más relajado.

—Lo mismo pienso yo. Por eso casi no lo uso. Escucha. Tengo que salir corriendo para entregar un formulario en la facultad. ¿Nos vemos cuando vuelva?

—Claro —respondió Diego—. No creo que vaya a ir muy lejos.

—¿No tienes que hacer ningún papeleo?

—Los haré mañana. Por hoy he tenido suficiente.

—Bueno —continuó Sergio, yendo hacia la puerta—, me voy. —Le tendió una mano—. Encantado de concierte. Espero que nos hagamos amigos.

Diego recibió la mano.

—Lo mismo digo —añadió.

—Hasta luego —se despidió su nuevo compañero saliendo de la habitación.

—Hasta luego.

Al quedarse solo volvió a hacerse el silencio, algo que hasta ese día le había gustado e incluso lo había hecho disfrutar en sus momentos de aislamiento, pero que ahora lo ahogaba, lo ensordecía y de repente producía dentro de él un dolor que solo podía aplacar con lágrimas.

Ya no era un niño para ponerse a llorar por cualquier cosa, así que decidió levantarse, coger las riendas de su nueva vida, salir de esa habitación para tomar un poco el aire, conocer la residencia, su nueva casa, y dejar de compadecerse de sí mismo por su soledad. Ya recogería sus cosas más tarde. Eso no corría prisa.

Evitó meterse en el ascensor. No estaba acostumbrado a esos aparatos y le producían malestar, así que recorrió el pasillo hasta las escaleras, pasando por todas las puertas que encerraban a chicos como él. En ese momento se dio cuenta de que no era especial, que estar triste y pasarlo mal por encontrarse allí solo, lejos de su verdadero mundo, no era un sentimiento único, sino que había muchos otros pasando por lo mismo, y no tenía que ir muy lejos para encontrarse a unos cuántos.

Eso le hizo sentirse un poco mejor.

Al bajar las escaleras se dio cuenta de que las plantas inferiores tenían su acceso cerrado con puertas. Le pareció una tontería que no pudieran mezclarse los chicos con las chicas, pero él no hacía normas. Al pasar por la primera planta, la puerta que daba a esa zona se abrió justo cuando pasaba él delante, y lo golpeó con fuerza, casi tirándolo al suelo. Una chica salió corriendo pero, al darse cuenta de su atropello, se detuvo sobresaltada mirando a Diego. Este vio lágrimas en los ojos que la chica apresuró a secar con sus manos. Al verla, el golpe que había recibido en el costado no tuvo importancia. Descubrió una de las jóvenes más bellas que había visto jamás y eso fue lo único importó. Se trataba de una chica de pelo rubio largo y un rostro, pese a las lágrimas y los ojos enrojecidos, que le recordó a esas estatuas griegas que había visto en los libros de historia.

—Perdona —dijo ella, avergonzada y acelerada—. ¿Estás bien?

—Sí —contestó él como si estuviera hablando con una aparición—. No ha tenido importancia. —Ella, sin decir una palabra más, se giró y bajó las escaleras corriendo. Diego se asomó a la barandilla mirando cómo bajaba y dijo, como si ella pudiera oírlo, casi en un suspiro—: Me… me llamo Diego…

Cuando ella hubo desaparecido, tardó unos segundos en reaccionar y seguir bajando. La aparición de esa chica lo había descolocado por completo. De repente necesitaba saber cosas de ella: cómo se llamaba, por qué lloraba, dónde iba tan deprisa… Continuó bajando las escaleras como hipnotizado, pensando solo en la chica misteriosa que le había hecho olvidarse de por qué estaba tan triste. Puede que su estancia allí no fuera a ser tan mala, después de todo.

Terminó de bajar y al salir al recibidor de la residencia la buscó con la mirada, pero allí solo estaba la recepcionista que ya conocía. Dentro de él empezó a crecer la necesidad de ayudarla y conocerla. No pudo evitar preguntarse si tendría novio, si lloraba por él, o por haberlo dejado en su lugar natal para ir allí a estudiar. Tenía que volver a verla, aunque no supiera cómo hacerlo, para acercarse y que le hiciera caso. No es que fuera un experto en relaciones con otras personas y estaba convencido de que se quedaría sin saber qué decir.

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó la recepcionista al ver que se quedaba allí plantado con la mirada perdida.

—No —respondió Diego volviendo a la realidad—. Bueno, sí. ¿Dónde están las zonas comunes?

—¿Te refieres al salón?

—Sí, eso.

La chica señaló con un dedo hacia una puerta que había al lado del ascensor.

—Ahí encontrarás una sala para el ocio, una biblioteca y la cafetería.

—Muchas gracias —añadió él y fue hacia allí.

Al cruzar la puerta se encontró con un lugar mucho más amplio de lo que esperaba. Con las paredes recubiertas de madera y grandes ventanales que daban a la parte trasera del edificio, vio varias mesas con sus sillas repartidas por la zona y un televisor en una de las paredes. Varios chicos y chicas ocupaban las mesas. Unos charlaban entre ellos, otros jugaban a juegos de mesa y otros leían. Se notaba que las clases aún no habían comenzado. Buscó a la chica misteriosa, pero allí no estaba.

A ambos lados de la sala vio otras puertas. En una un letrero decía biblioteca y en la otra cafetería. Fue hacia la de la biblioteca convencido de que todos lo mirarían al pasar. Siempre le había dado vergüenza estar en sitios con mucha gente. Vivir en el pueblo había hecho que no estuviera acostumbrado a ese tipo de situaciones. Al contrario de lo que esperaba, nadie reparó en su presencia y cruzó la sala sin llamar la atención.

Entró en la biblioteca y descubrió un lugar fascinante. Las paredes estaban rodeadas de estanterías con cientos de libros y en el centro de la sala varias mesas alargadas con muchas sillas esperaban que empezara a devorar toda la información que había allí. Nada más verlo, supo que en ese lugar iba a pasar muchas horas estudiando. Al contrario que afuera, allí no había mucha gente y la chica tampoco se encontraba calmando sus lágrimas detrás de un libro.

Salió más motivado con lo que había visto que cuando había llegado. Bien mirado, estaba convencido de que en la residencia viviría bien y tendría todo lo que le hacía falta.

Fue hacia la cafetería y allí vio el lugar donde desayunaría muchos días. Un sitio más modesto que las otras dos estancias, pero que cumplía su misión. No era muy grande y se veía que la gente prefería tomar sus consumiciones en la sala de ocio. Vio que también daban de comer, aunque ya le habían dicho que los estudiantes solían hacerlo en el campus casi a diario. Supuso que de ahí vendría el tamaño reducido de la cafetería. A parte de los desayunos, no trabajaban demasiado.

Ya había visto lo más importante de su nuevo hogar y no le había desagradado en absoluto. La parte mala de que fuera tan grande y con tanta gente era que el sentimiento de soledad también se agrandaría, porque estaba convencido de que no iba a ser capaz de hacer grandes amigos. Era demasiado retraído como para abrirse ante tantas personas desconocidas. Eso lo ponía un poco nervioso, pero estaba convencido de que podría con ello.

Ya había dado comienzo su nueva vida, esa que había esperado todo el verano, a veces con miedo, a veces con ganas y otras viendo pasar el tiempo con lentitud. Ahora que estaba allí se daba cuenta de que todo había pasado muy rápido, que le habría gustado disfrutar un poco más del pueblo, que necesitaba hablar otra vez con su abuela y, lo que era más importante, que estaba deseando volver. Aquello estaba muy bien, pero no lo cambiaba por el pueblo. Iba a ser fuerte y a vencer sus miedos, sobre todo porque no se olvidaba del motivo por el que estaba allí. Se centraría en sus estudios, que era lo único que le tenía que preocupar. Eso y volver a ver a la chica misteriosa.

 

Después de dar un paseo por los alrededores de la residencia, procurando no alejarse mucho para no perderse, ya se había hecho más a la idea de estar allí. Fue a Madrid con muchos prejuicios sobre cualquier cosa que no fuera su pueblo pero, una vez allí, se dio cuenta de que no era un sitio tan horrible. Al contrario. Las calles estaban vivas, la gente no era tan maleducada como pensaba, se podía respirar y había algo que no había experimentado nunca: la sensación de libertad. Se sentía libre en un mundo nuevo y con fuerzas para enfrentarse al reto que se había propuesto para volver con la carrera aprobada.

Le fascinó el tráfico, los semáforos sincronizados, el sol reflejado en los cristales de las ventanas de esos edificios tan altos… Tenía que ser raro vivir en algo que no fuera una casa unifamiliar. Tener vecinos arriba y abajo debía de ser curioso, aunque claro, ahora él también los tenía y experimentaría lo que era aquello. No solo eso, sino que iba a compartir habitación con un extraño, cosa inaudita en él. A partir de ese día viviría cosas nuevas a menudo y eso lo excitaba, aunque el recuerdo del pueblo ensombreciera de alguna forma esa fascinación por todo lo que se avecinaba.

La manera en la que iba a vivir allí era muy diferente de la que conocía y eso le hacía estar emocionado y expectante. Sus ojos estaban más abiertos que nunca e iba a aprovechar cada minuto de esa nueva etapa.

No quería terminar el primer día quedándose sin cenar y mucho menos pasar la noche en la calle. Recordaba las palabras de Raúl en las que lo advertía de la hora a la que debía de estar dentro de la residencia, así que sobre las ocho de la tarde, después de pasar un buen rato sentado en un banco de la calle viendo a la gente pasar, preguntándose por sus vidas, volvió para comer algo antes de encerrarse en su habitación.

Todas las emociones del primer día le habían quitado el apetito. Se dio cuenta de que no había comido nada desde que salió del pueblo, así que no quería acabar la jornada sin meterse algo en el estómago. Fue hacia la cafetería y allí se pidió un bocadillo. Tenía que racionar muy bien el dinero para no tener que pedirle más a su abuela, así que fue una suerte que aquel sitio resultase tan barato.

Se sentó en una de las mesas vacías, que eran pocas. Aquello estaba lleno de estudiantes cenando, lo que le daba una vida al lugar que no había visto hasta ese momento. Le gustó verlo así, pese a que no estaba acostumbrado a la aglomeración de gente, pero allí se respiraba buen ambiente, con mucha gente de su edad. Ocupó su lugar y, al hacerlo, miró al resto de las mesas y vio a la chica misteriosa. Estaba sentada sola, comiendo una ensalada y con la mirada perdida. Parecía que seguía triste y un impulso dentro de él le pidió que se levantara y fuera a sentarse con ella, pero no se atrevía. Demasiadas emociones para el primer día. Aquello habría sido demasiado para él.

—¡Estás aquí! —oyó a su espalda sobresaltándolo.

Se giró y vio a Sergio acercándose con un plato de comida.

—Hola —saludó sonriendo y alegrándose de tener a alguien conocido con quien hablar.

Sergio se sentó en su misma mesa, frente a él.

—¿Te importa?

—Claro que no —contestó Diego—. Si vamos a compartir habitación, es lógico que también compartamos mesa.

Al decirlo, volvió a dirigir la mirada hacia el lugar donde había visto a la chica, pero allí ya no había nadie. Miró alrededor sin ver ni rastro de ella, como si de repente se la hubiera tragado la tierra.

—¿Buscas a alguien? —preguntó Sergio girándose.

—No —disimuló Diego—. Cuéntame, ¿de dónde eres?

El chico se giró de nuevo hacia él y respondió:

—De un pueblo de Navarra.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Diego—. Yo soy de uno de La Rioja.

—Qué casualidad. He estado varias veces en La Rioja. Es un buen lugar para vivir.

Diego suspiró atrayendo de nuevo la melancolía.

—Lo es —admitió acordándose de su pueblo—. No me puedo creer que vaya a estar aquí sin ver aquello todos los días. Es lo que más me va a costar.

—A mí al contrario. Estaba deseando salir de allí.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Diego sin poderse creer que alguien renegase de esa forma de sus orígenes.

—Bueno —contestó Sergio desviando la mirada—. Allí no era feliz.

Diego intuyó una historia trágica detrás de sus palabras y en el cambio de expresión. No quiso preguntar más, para no meterse donde no lo llamaban. Después de todo aún no se conocían lo suficiente como para tratar temas personales.

—Pues ya estás aquí —añadió para animarlo un poco—. Has conseguido salir de allí.

Sergio sonrió mirándolo a la cara.

—Si —dijo con un aire de orgullo que alejó la tristeza de sus ojos.

—Ese es un gran paso —continuó Diego y volvió a mirar a aquella mesa vacía, como si esperase que la chica volviera a sentarse allí en cualquier momento.

—Aquí la gente es maja —dijo Sergio advirtiendo que miraba hacia otra parte—. Por eso creo que no tenemos que preocuparnos.

—Sí —comentó, ausente, Diego—, eso parece.

—Tenemos aún dos semanas antes de que empiecen las clases para hacernos a la idea de que estamos aquí.

—Se me van a hacer eternas. No sé por qué hemos tenido que venir tan pronto. ¿Por qué no podíamos hacer los papeleos un par de días antes de que empiecen las clases? Me parece absurdo.

—A mí me ha venido bien. Así me he podido ir antes.

—Al menos este tiempo me va a servir para buscar un trabajo.

¿Quieres trabajar? —preguntó Sergio comiendo de su plato.

—Sí. No me parece justo que mi abuela me pague todo cuando ya está jubilada.

Sergio dejó sus cubiertos sobre la mesa cambiando la expresión.

—No… ¿No tienes padres? —quiso saber—. Si me estoy metiendo donde no me llaman, dímelo.

—Tranquilo, no tengo ningún problema en hablar de eso. Mi madre murió al darme a luz y jamás supe quién es mi padre.

—Eso es muy triste —se lamentó Sergio.

—No he conocido otro tipo de vida y he sido feliz. No te preocupes. No ha habido ninguna tragedia en mi vida.

«Excepto venir aquí», pensó Diego.

—Ah, vale —suspiró Sergio, siguiendo con su cena.

—Gracias por preocuparte.

—No tiene importancia. Estoy seguro de que nos llevaremos muy bien.

—Eso espero —concluyó Diego.

Acabaron con su cena. Estaba deseando que terminase ese día que había sido tan extraño para él, no por nada, sino porque ese cambio tan drástico de vida le había hecho sentirse como un bicho raro en un mundo irreal. Quería que empezara a pasar el tiempo para acostumbrarse a todo aquello, para ser parte de la ciudad, empezar a estudiar y tener todo el tiempo ocupado para no pensar en la melancolía.

Después subieron a la habitación y se encontró con parte de su equipaje sobre la cama. Recordó lo agobiado que había estado y por qué lo dejó así. Ahora que habían pasado unas horas, pensó que había sido absurdo, que aquello no estaba tan mal y que el cambio le iba a venir bien para madurar y conocer otro estilo de vida. Era como si de repente estuviera en el futuro y hasta entonces hubiera vivido en una especie de prehistoria. Todo demasiado complejo para un solo día. Solo quería descansar y hacerse amigo de su nueva cama.

—¿Te ayudo a recoger todo eso? —preguntó Sergio quitándose su jersey.

—No te preocupes. Lo dejaré encima de esa silla y mañana lo meto en el armario.

Sergio siguió desvistiéndose, lo que hizo que se pusiera un poco incómodo. La desnudez para él era algo muy íntimo y no estaba acostumbrado a compartirla con nadie, así que rebuscó entre sus cosas, cogió el pijama y se fue al baño para cambiarse de ropa y lavarse los dientes. Al salir, Sergio ya tenía puesta su ropa para dormir y entró también a asearse.

Diego se sentía un poco estúpido con su timidez, pero era demasiado pronto para soltarse. Ya había sido un logro haber mantenido una conversación fluida con ese chico desconocido. Poco a poco se iría abriendo al mundo.

Al acostarse se dio cuenta de lo unido que había estado siempre a su almohada. La echaba de menos. Esa cama extraña no terminaba de amoldarse a su cuerpo y le resultaba imposible quedarse dormido. Aquello unido a que no podía dejar de pensar en su abuela, en cómo estaría, si la tristeza de la primera noche sola tampoco la dejaría dormir… Eso pudo más que la fuerza ejercida durante todo el día para poder descansar y allí, en esa cama desconocida, a oscuras y en silencio, derramó las lágrimas contenidas que dedicó a su pueblo, a quien había sido su única familia, a la orilla del río, a su propia cama que también estaría llorando por su soledad. Ese frío insoportable de la primera noche desaparecería, lo sabía. Solo tenía que dejar transcurrir los días, hacerse fuerte, conocer cada rincón de su nuevo hogar y así ir dejando atrás esa melancolía que tenía tan pegada al pecho. Toda la noche sin dormir lo haría recapacitar sobre esa decisión de cambiar su mundo, de abandonar su sitio, de darse cuenta de que no era tan fuerte como pensaba ni tan valiente. No iba a hacer caso de las voces que le pedían dejarlo y regresar. Soltaría las lágrimas que hicieran falta hasta que ellas mismas barriesen esas voces. Lo haría por su abuela, para que se sintiera orgullosa de él, para no defraudarla ni a ella ni a él mismo.

Sin darse cuenta, había amanecido y un día nuevo le recordaba que todo había cambiado, que tenía que levantarse y cumplir con su misión. Para eso había ido.