Semisumida en una deriva somnolienta, Lily se despierta al oír descorrer el cerrojo. La puerta rasca el suelo al abrirse.
—¡Aquí estás! —exclama Tom. Tiene las mejillas rojas y la larga melena despeinada. Suda, como si hubiera estado corriendo—. Te he buscado por todas partes.
Lily sale del pozo de hielo, se aleja del sepulcro de su útero. Una vez fuera nota el aire caldeado por el sol a pesar de la nieve. De la casa le llega el olor a leña, que le da la bienvenida. O casi.
—¡Estás tiritando! —exclama Tom, al tiempo que se quita su abrigo y la envuelve en él.
Su preocupación por ella la calienta por dentro como un resplandor. Se pregunta si la Habichuela también la notará.
—¿Cómo me has encontrado? —pregunta Lily mientras caminan penosamente por la nieve de regreso a la casa.
—Pues me ha ayudado oírte aporrear la puerta como si fueras un miembro agresivo de la sección de timbales de una orquesta —dice Tom riendo—. Subí a tu habitación a ver cómo te encontrabas, pero no estabas. Luego recorrí toda la casa, preocupado por si la señora Castle me veía y pensaba que estaba buscando la pista de mañana.
—Alguien me ha encerrado ahí dentro.
—Por supuesto —dice Tom, deteniéndose en seco—. El cerrojo estaba echado. Pero seguro que lo han hecho sin querer.
Lo dice con los ojos abiertos como platos y con una mirada tan azul como el cielo que se extiende detrás de él. Es asombroso que algo tan claro pueda arrojar nieve.
Lily se encoge de hombros.
—He pedido que me dejaran salir. Es imposible que no me hayan oído.
—Es verdad. Yo te he oído en cuanto he salido al exterior. —Tom guarda silencio un momento—. ¿Vas a preguntarles a los demás quién ha sido?
Lily vuelve a tiritar. No desea hablar con sus primos sobre esto.
Tom la escruta con una de sus miradas comprensivas que hace que Lily sienta ganas de darle la espalda y llorar, y no en ese orden.
—Sé que debería hacerlo —dice Lily.
—Te propongo algo —dice Tom—. Diré que era yo quien estaba ahí dentro.
—No puedes seguir rescatándome —le reprocha Lily—. No soy una princesa.
—Nadie lo diría, bonita —dice Tom con su mejor (o más bien «pésima») sonrisa ladeada de Humphrey Bogart.
La verdad es que se parece más a Colombo. Pero es a Colombo a quien uno necesita en momentos de crisis. Ella debería ser más como Colombo. O como Bowie. Siempre que la tía Liliana le daba un consejo, acababa reduciéndolo a: «QHB, querida: “¿Qué haría Bowie?”». Pero David Bowie, por muy luminoso que fuera y que vaya a ser siempre, no era célebre por resolver delitos. O quizá sí. Quizás haya sido el mejor detective encubierto que haya existido. Quizá en su papel en Twin Peaks interpretara a su yo real para el celuloide.
—Control de tierra a Lily —dice Tom.
Está de pie delante de ella, haciéndole señales con la mano.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
—Llevo hablándote minutos, explicándote cosas realmente interesantes, fascinantes, te lo aseguro, y tú no has dejado de mirar el vacío y sonreír.
—Lo siento, me he quedado absorta un momento.
—¿Podrías dejar de hacer eso? —le pide Tom—. Ya tengo bastante de lo que preocuparme aquí sin que tú te evadas mentalmente.
Tom se frota la frente, con el ceño tan fruncido que sus arrugas parecen dibujar un crucigrama.
Lily le toca el entrecejo. Se alisa como el papel cuando lo estiras.
—No tienes que preocuparte por mí —le dice—. Sé cuidar de mí misma.
Y no es verdad, pero él no tiene por qué saberlo.
Tom asiente.
—Ya lo sé. Es culpa mía. Me implico demasiado. Siempre he pecado de lo mismo. Con mis pacientes consigo manejarlo, pero con mi familia, no.
—¿Por qué estás preocupado ahora, aquí, en la casa Arcana? —le pregunta Lily. El instinto le dice que hay algo que debería saber, algo que no encaja.
Tom niega con la cabeza.
—Por nada en particular.
Un instinto de detective infalible: Colombo nunca se habría equivocado.
—Sara está siendo muy desagradable —continúa Tom—. Gray necesita ayuda, pero yo tengo una relación demasiado próxima a él y no puedo dársela. Ronnie tiene que plantarse. Rachel está más feliz que nunca y no quiero que eso cambie y…
—¿Y yo? ¿Estás preocupado por mí? —pregunta Lily, aunque no sabe si quiere que su primo responda que sí o que no.
—Bueno, como siempre —responde Tom con una sonrisa.
—¿Y vas a decirme por qué?
—Porque lo tienes todo guardado en una nevera —contesta—. Si no supiera que es absurdo, pensaría que te has encerrado tú misma para no tener que hablar con nosotros. Pero es imposible que lo hayas hecho, ¿no?
—Creo que ni siquiera sería capaz.
—Pues eso. Lo que me afecta es estar aquí, rodeado de fantasmas y de personas que piden a gritos ayuda y al mismo tiempo me chillan que mantenga las distancias. Es todo y nada al mismo tiempo. Eso es lo que me preocupa. Pero nadie necesita ni pide mi intervención. Así que, y solo lo preguntaré una vez: ¿hay algo que te gustaría decirme?
—¿Como qué? —pregunta Lily, con la esperanza de que no sepa interpretarle la expresión. ¿Qué sabe Tom, si es que sabe algo?
—Diría que con eso ya me has contestado. —La tristeza cristaliza la risa de Tom—. Me gustaría que me dijeras lo que te pasa.
—Lo haré —responde ella—, cuando pueda.
Caminan en silencio hasta llegar al final de la terraza. Las hojas caídas sobre la nieve parecen interrogantes. Aguantaron mucho tiempo sin caer, pero al final el invierno puede con todos.
Al subir las escaleras, el salón y la biblioteca quedan a la vista. Varios de los invitados están de pie junto a la ventana de la sala de estar, con las tazas en alto. Ríen, con las bocas abiertas y las cabezas echadas hacia atrás. Desde donde están Lily y Tom, el silencio hace que su gesto resulte macabro.
—Fantasmas —dice Lily—. Has dicho que estábamos rodeados de fantasmas.
Recuerda la voz que oyó anoche tras la pared.
—Siempre, ¿no? —pregunta Tom. Vuelve a fruncir el ceño—. Lo que pasa es que aquí los oigo mejor.
—¿A tu madre y a tu padre? —pregunta Lily.
Tom asiente con la cabeza.
—He entrado en su dormitorio —le explica—, el que ocuparon después de que tú te fueras. Estaba todo cambiado. Lo convirtieron en una de esas elegantes suites de hotel. No lo sabía. No había venido de visita desde entonces. No me apetecía.
—Al menos tú te has atrevido a entrar —le anima ella, recordando lo que sintió frente a la puerta del dormitorio de su madre; la invocación a entrar y el campo de fuerza generado por ella misma que la retuvo fuera.
—Espera a que te cuente lo que ha pasado —dice Tom—. Estoy seguro de haber oído la voz de mi padre.
—¿Del tío Edward? —pregunta Lily.
Le vienen a la cabeza imágenes de Edward. Lo ve sonriendo y guiñando el ojo mientras repartía regalos. Lo ve correr buscando los huevos de chocolate en el jardín, con las cintas de su sombrero artesanal de primavera revoloteando a su espalda. Lily lo adoraba, y había muerto poco después que su madre. El círculo de Lily, que no sentía afinidad con Sara, con Gray ni con Rachel, se había quedado reducido a Liliana, Ronnie y Tom. Ni siquiera veía ya a Isabelle.
—Y luego he oído a mi madre —dice Tom, con la voz quebrada como la cáscara de una nuez—. Y he salido de allí corriendo, llorando.
Lily asiente, aunque nunca le gustó la tía Veronica. Rara vez sonreía. Era una mujer muy fría. El último recuerdo que tiene de ella antes de su muerte es en el funeral de su madre. Veronica se arreglaba los pendientes mientras le decía:
—Te acompaño en el sentimiento, Lily.
Palabras que podía decir cualquiera y que carecían de significado.
—Lo siento muchísimo —replica ella, que sí lo dice de corazón. Sabe mejor que nadie lo que es perder a los padres. Ella nunca tuvo padre, ni siquiera sabe quién fue. Se lleva la mano al vientre. Se pregunta si la pequeña Habichuela lo sabrá alguna vez.
Entran juntos y se oye un grito de alegría desde la otra punta del salón.
—¿Dónde os habíais metido vosotros dos? —pregunta Ronnie.
Está de pie delante del fuego, se les acerca y les pone una mano en el hombro a cada uno. Su expresión de alivio vuelve a reconfortar a Lily.
—He encontrado a Lily en el pozo de hielo —explica Tom—. Y luego alguien nos ha dejado encerrados a los dos allí dentro.
Lily lo mira, volviendo la cabeza hacia él con rapidez. Le había dicho que diría que él se había quedado encerrado. Aunque la verdad es que carece de importancia.
—¿Qué hacías allí dentro? —le pregunta Sara a Lily. Sus ojos son estrechos como un canal e igual de fangosos. Lily no consigue ver el fondo en ellos. Probablemente esté formado por cieno y por una amargura suficiente como para llenar varios carritos de supermercado—. No te habrá pedido Tom que soluciones otras pistas por él, ¿verdad? Va contra las reglas.
—Y todos sabemos cuánto respetas tú la tradición y el seguir las reglas —apunta Rachel.
—Creo que sería más oportuno preguntarse quién nos ha encerrado —dice Tom, y así consigue desviar la atención de Lily.
—Espero que no penséis que he sido yo —responde Sara.
Lo dice con el pecho henchido, como una gallina indignada.
—No tengo ni idea de quién ha sido —dice Tom, abriendo hacia fuera las manos en un gesto de franqueza que Lily reconoce de su propia terapeuta—. Si no, no lo preguntaría.
—Yo he estado aquí con Rachel, Holly y Ronnie todo el tiempo —dice Philippa.
Todos se vuelven a mirar a Sara.
—He sido yo —dice Gray en voz baja desde su asiento junto al fuego. Se pone en pie y sostiene en alto un par de auriculares. Le cuelgan los cables de la mano. Se acerca a Lily—. He ido a dar un paseo. Iba escuchando música. He visto la puerta abierta y la he cerrado. Debería haber mirado dentro. Lo siento muchísimo.
La mira con unos ojos brillantes como las monedas de diez peniques que la abuela Violet solía darles a sus nietos como semanada. Las remojaba en vinagre tan ácido como podía ser a veces su lengua y luego las soplaba hasta que la reina parecía cinco años más joven.
—No ha pasado nada —dice Tom—. Así hemos comprobado que el pozo de hielo funciona bien. Lily estaba congelada cuando ha salido.
—¿Y tú no? —pregunta Sara—. ¿Incluso habiéndole dejado tu abrigo?
La mirada de Sara no es tan reluciente como la de su hermano. Está deslustrada por el tiempo y la maldad. Lily se apunta mentalmente escabullirse un momento antes de la cena de Navidad para cambiarse. No sabe cómo explicarles a sus primos que lleva puesto el abrigo manchado de sangre de su madre.
—Ya me conoces —le dice Tom con una sonrisa—: yo siempre estoy caliente, por mucho frío que haga.
Y sube y baja las cejas haciéndole ojitos.
Sara suelta una exclamación de indignación. Se vuelve hacia su hermano y le dice:
—Será mejor que lo que estabas escuchando fuera tu viejo iPod y no algo que deberías haberle entregado a Isabelle.
Gray sostiene en alto un modelo antiguo de iPod Shuffle. Lily tenía uno igual. Liliana les regaló uno a cada uno de sus hijos, entre los cuales para ella se incluía Lily, cosa que Sara nunca ha superado.
—Vale —dice Sara—. Porque no me vas a servir de nada si tienes que irte a casa.
Gray agacha la cabeza. Lily se acerca a él y le pone una mano en la espalda. Él se inclina hacia ella como un galgo marcando territorio ante alguien que visita una perrera.
—Lo siento —le susurra Gray.
—No lo has hecho queriendo —le responde Lily también en voz baja.
—No, no me refiero a lo del pozo —dice Gray, con un hilo tan delgado de voz que es prácticamente vapor.
—¿Entonces?
Sara se les acerca y Gray se queda con la boca abierta, como un pez atrapado en un anzuelo.
—Y si Gray os encerró a los dos, ¿cómo habéis salido? —pregunta.
Lily nota que Tom se queda congelado a su lado, como si hubiera pasado toda la noche en el pozo de hielo.
—Conseguí forzar la puerta —dice por fin.
—Se te da fatal mentir, Tom —señala Sara.
Justo en ese momento entra la señora Castle con una bandeja de canapés.
—Dentro de una hora serviré la cena de Navidad —dice. Deposita la bandeja con un ruido metálico sobre la mesa—. Volovanes rellenos. Servíos las bebidas vosotros mismos.
Los mira a todos como si quisiera que desaparecieran por el tiro de la chimenea y no regresaran; gira sobre los talones y se marcha. Sus botas retumban en las baldosas.
Se hace el silencio por un momento, y luego Tom dice:
—¿A que no va a ser una cena de Navidad fácil de olvidar?