-No nos separemos en ningún momento —propone Tom, cuando él y Lily empiezan a registrar la casa por si tiene razón y hay un extraño en la finca—. Aunque esto nos va a llevar toda la vida. No pienso cargar con tu muerte sobre mi conciencia.
—Yo prefiero que tú no mueras y punto —dice Lily.
—Haré lo que pueda.
Ya han revisado las estancias de la planta baja. La señora Castle refunfuñó cuando la obligaron a abrirles y dejarles entrar en su habitación para comprobar que no había nadie. Luego Lily intentó arrancar a Tom de la máquina del millón de la sala de juegos, pero él seguía accionando los mandos, hipnotizado por las luces. Lily tuvo que estornudar para distraerlo y que perdiera la última bola para volver a ponerse en marcha.
A su vez, Tom tuvo que llevarse a Lily a rastras de la puerta de la despensa, desde donde estaba escuchando a hurtadillas cómo Sara iba frustrándose cada vez más al no ser capaz de localizar la llave. También acabaron de revisar la primera planta. Lily vio las salas de tratamientos de spa por primera vez. Antes se guardaba ahí la ropa de cama y las almohadas para las habitaciones de los asistentes a las conferencias que se alojaban en esa planta. Tom le recordó que una vez escondieron a Ronnie debajo de un montón de toallas. Y Lily olió a lavanda y a azahar y los fantasmas del detergente en polvo, pero no encontraron a nadie escondido.
En el salón de baile, Tom la agarró de la mano y le gritó que había encontrado al forastero. Y entonces se dio cuenta de que se había visto a sí mismo en el espejo de pared. El viejo reloj los echó al dar la hora.
Ahora están en la segunda planta. La mayoría de las estancias son dormitorios de hotel de lujo. Las suites con vistas al jardín delantero son, con mucho, las más majestuosas, con camas con dosel de cuatro postes, inmensas bañeras y cafeteras último grito. Sin embargo, todavía conservan la misma estética que los dormitorios más pequeños, con una paleta de colores en tonos plateado, granate y azul cielo.
—Es como si todas las habitaciones fueran hijas del mismo material genético —comenta Tom—. Todas son distintas, más grandes, más pequeñas, más anchas, más estrechas, pero al mismo tiempo similares, como si compitieran por impresionar y proclamarse la mejor, la elegida.
—Eso no pasó contigo y con Ronnie, ¿verdad? —pregunta Lily—. Siempre me ha parecido que os llevabais bien.
—¡Y así era! —dice Tom—. Seguimos llevándonos bien. Pensaba más en Sara y lo celosa que está de ti.
—¿De mí? Pero si yo solo soy su hermana «adoptada».
—Y su prima. Comparte más ADN contigo de lo que le gustaría.
—Quizá sea mejor ser hijo único —dice Lily.
Se lleva la mano al vientre antes de poder contenerse. Tom sonríe.
—No pasa nada. No tienes que ocultármelo. Ya lo sé.
—¿Y por qué no me has dicho nada? —pregunta Lily.
—Porque es el tipo de cosa que dejas que el otro te comunique. Es como un derecho que tiene. Pero te he lanzado alguna indirecta. Muchas, a decir verdad.
—¿En serio? —Lily repasa sus conversaciones. Es cierto que le preguntó si tenía algo que decirle, si había algún motivo por el que no debían beber—. ¡Vaya! —exclama—. ¿Lo viste cuando me desmayé?
—Cuesta no ver al chavalín cuando no lo llevas aplastado.
—Es una niña.
Tom acostumbra a sonreír, pero su sonrisa ahora es tan grande que parece todo hoyuelos.
—¡En medio de este follón y vas a tener una hija!
Agarra una almohada de la cama y se la mete debajo del jersey. Lily ríe.
—Ahora no. Dentro de cinco meses o así.
—En primavera. ¡Qué bien! —exclama él—. Así en el hospital no hará demasiado calor.
—Dudo que la calefacción en el hospital sea mi principal preocupación cuando esté a punto de dar a luz.
—¡Oye! —dice Tom, que se quita la almohada y se la tira a Lily—. Deja el sarcasmo para Sara. —Justo entonces parece asaltarle un pensamiento. Se sienta en la cama y la mira—. ¿Y quién es el padre? ¿Ha sido una fecundación in vitro, el padre es una probeta o…?
—¿Que si el padre es una probeta? ¿En serio? ¿Les hablas así a tus pacientes, o a cualquiera? Porque no te lo recomiendo.
—Bueno, yo qué sé. No sabía que estuvieras con nadie.
—No lo estoy.
—Entonces…
—Pues fueron un par de noches que pensé que podrían convertirnos en pareja.
—Pero no fue así…
—Suele pasar.
—¿Sabe lo del bebé?
Lily recuerda cuando se lo dijo al padre de Habichuela. Estaban en un restaurante vegetariano, en Brighton. No esperaba que se alegrara precisamente, pero tampoco había anticipado que se levantaría de la silla y la dejaría allí plantada, con la cuenta, la esterilla de yoga y a la pequeña Habichuela por criar. Y para entonces ya no era del tamaño de una lenteja…
—¿Te importaría dejar de preguntar?
Tom se tapa la boca con la mano.
—Lo siento. ¡Qué tonto soy! Olvida que lo he mencionado. Solo quiero que sepas que estoy muy feliz por ti. —Le escruta el rostro—. Si es que tú lo estás.
—Creo que sí —responde ella.
—Pues a mí con eso me basta —dice Tom.
—No digas nada, ¿de acuerdo? Podría complicar más las cosas.
Él parece confuso. Luego exclama:
—¡El contrato! Desde luego, Sara no se lo tomaría bien…
Tiene una mirada tan traviesa que Lily le dice:
—En absoluto. Pero eso no es motivo para decírselo. Además, de todos modos no importa, porque yo no quiero la casa. Así que será más fácil si nadie lo sabe.
Tom hace el gesto de cerrarse la boca con cremallera.
—No soltaré prenda —dice.
Solo queda un lugar donde buscar en esa planta.
—No entres si no quieres —le dice Tom cuando vuelven a estar ante el dormitorio de Marianna.
Lily abre la puerta y duda. Entrar ahí será como pisar un cable de detonación de recuerdos.
—De verdad, puedo entrar yo y salir en un santiamén —se ofrece él—. Además, no parece que haya nadie ahí dentro.
Lily niega con la cabeza y entra. Las cortinas están descorridas y una tímida luz invernal baña la habitación. Había anticipado sentir ansiedad, pero, en cambio, está extrañamente tranquila. Los árboles del papel pintado, combinados con la alfombra verde oscuro hacen que la estancia en sí parezca un claro en el bosque, un lugar sagrado.
En la mesilla de noche de su madre ve la bola de nieve, una prenda de tricot por acabar y una fotografía de ella en un marco con forma de corazón.
—¿Estás bien? —le pregunta Tom desde la puerta.
—Por raro que parezca, sí —responde Lily.
Y entonces se siente preparada para alzar la vista.
Armándose de valor, como si le sirvieran de muralla las ballenas de su corsé, inclina la cabeza hacia atrás para mirar la lámpara. Sigue rota, arrancada del techo. El gotelé está agrietado como el glaseado de una tarta de Navidad que se ha caído al suelo.
—Bueno, pues si hay alguien escondido en la casa, hay que reconocer que se le da de miedo jugar al escondite —dice Tom mientras regresan a la planta baja y se dirigen a la cocina.
—Eso es todo un elogio viniendo de ti —responde Lily.
Sara sale de la despensa con la cara embadurnada de harina. Hay paquetes y tarros y latas esparcidos por toda la mesa de la cocina y la encimera. Los tarros están abiertos, las tapas de estaño retiradas, y el contenido a la vista.
—Dime dónde está de una vez —le exige Sara. Parece exhausta. Lily siente una punzada de compasión.
—Mira en la lata de melaza.
—Hemos mirado en todas partes. —Sara se vuelve hacia la encimera y levanta la dorada melaza—. Está vacía, salvo por un tubo de caramelo de chocolate.
—Vaya, lo siento —dice Lily, cayendo en la cuenta de que ha malinterpretado todo el poema—. Vi «alta» y «maleza» y lo reordené como «lata» y «melaza». Probablemente esté viendo anagramas donde nos los hay.
Piensa en una salida espiritista que hizo con una antigua novia. Acamparon al aire libre, en una antigua fortaleza en Kent, donde un médium barbudo llamado Ken se comunicaba con los muertos hasta que se apoderó de él el espíritu de un soldado del siglo XVII que se mencionaba en la guía de viaje.
—¿Has mirado dentro del tubo? —pregunta Tom.
Sara suspira.
—No hemos podido abrirlo todo. La señora Castle ha amenazado con matarme. Pero está bien, lo haré.
Se dirige al fregadero con el tubo de chocolate líquido y empieza a estrujarlo y vaciarlo por el desagüe. El líquido se parece mucho a la sangre.
—¿Por qué lo desperdicias? —pregunta Lily. Coge un cuenco y lo coloca en el fregadero.
Sara pone los ojos en blanco, pero continúa estrujando el chocolate sobre el cuenco. Mantiene su máscara sardónica y recelosa sobre el rostro hasta haber vaciado prácticamente todo el chocolate. Entonces aprieta el tubo con más fuerza. Y le cambia la expresión. Agarra un cuchillo del taco y raja el tubo. Mete la mano y saca una gran llave que gotea el líquido marrón.