31 DE DICIEMBRE – FIN DE AÑO

SÉPTIMO DÍA DE NAVIDAD

Capítulo treinta y uno

Fin de año. La gente lo vive como si fuera una fecha límite. Se espera demasiado de ese día, se planean celebraciones y luego, normalmente, el calendario cambia de página y no pasa nada. Empiezas el día siguiente un poco más gordo que el anterior. La mayoría de las madres primerizas superan su fecha de salida de cuentas, así que Lily tendrá que esperar para beber champán. Debería haber un dispensador en las salas de parto, junto al de gas y oxígeno.

Lily se despierta pronto y empieza a leer los documentos de la caja que le entregó Rachel. Va colocándolos junto al plano de la casa que le dio Isabelle. Todo esto tiene que tener algún significado, si bien aún no sabe cuál es.

El último documento de la caja hace que le tiemblen las manos. Es un informe del médico forense sobre la muerte de su madre. En él, el doctor Archibald Fleming afirma que Marianna había intentado colgarse en su dormitorio y que, al no conseguirlo debido a «un ajuste poco seguro de la cuerda al techo», entró en el laberinto y se cortó las venas.

Está todo ahí escrito, negro sobre blanco como las teclas del piano de su madre. Liliana debió de malinterpretar lo ocurrido. En la habitación contigua, su madre realmente intentó ahorcarse mientras Lily dormía. Y luego, como siempre le gustaba acabar lo que empezaba, lo volvió a intentar en el laberinto, y entonces sí lo logró. Pero ¿por qué habría sangre falsa en su abrigo? ¿Y por qué la policía no lo confiscó como prueba? Además, si pretendía suicidarse en su habitación, ¿por qué fue al laberinto?

Vuelve a sacar la postal de su madre y lee aquellas palabras rebosantes de esperanza. Pero ¿qué otra cosa puede uno decirle a su hijo? Lily se toca el bulto que parece crecer cada día que pasa. Está duro, más duro que el resto de su cuerpo. «Quédate ahí dentro mientras puedas, Habichuelita —piensa—. Aquí fuera la vida es muy dura».

Mientras está colocando de nuevo los papeles en su sitio, Lily ve el taco de una chequera. Es pequeño, una reliquia de la era analógica. Contiene el resguardo de un cheque por 45.000 libras esterlinas extendido al doctor Archibald Fleming, el forense. Lo firmó el tío Edward.

Lily se coloca frente al espejo de su cuarto de baño enfundada en el vestido que se ha confeccionado, inspirado en una flauta de champán invertida. Le ha cosido a mano tres mil perlas de rocalla amarillas y espera que su brillo distraiga de la tristeza que ella misma aprecia en su rostro. Si, como todo parece apuntar, el tío Edward sobornó al forense y probablemente asesinó a su madre, Tom no debe saberlo nunca. Se moriría de pena.

Cuando abre la puerta, encuentra una tarjeta en el suelo. Por delante es una invitación a una fiesta de fin de año. El reverso contiene el poema del día.

¡Aviso! No sigáis esta clave sin pensar, cual obediente robot,

pues quizás alguien no soporte enfrentarse así a un terrible pasado

y corra y huya a llorar a su habitación cual infante asustado

perdiendo así su oportunidad de desentrañar el complot.

Recordad el juego: vivir es mucho más que tan solo seguir vivo,

y si de vivir se trata, esto es como todo lo demás en la vida:

mil verdes muros infranqueables os separan de vuestro objetivo,

igual que hay mil frondosos caminos pero una única salida.

Sé que en este retorcido lugar alguien perdió mucho más que el rumbo

pero una vez estéis bien decididos, una vez pongáis un pie dentro

sabed que hay que avanzar con paso firme desde afuera hasta el centro.

La vida es cruel, y a veces no hacemos más que ir a ciegas, dando tumbos

pero el gran premio, ya lo habéis oído de mí muchas veces antes

os hará vencer miedos y empezar a buscar en este mismo instante.

Lily siente que la respiración se le estanca en el corsé, nota su corazón aprisionado entre las dos clavículas. Sabía que una de las llaves estaría en el laberinto. Y hoy es el día. Año Nuevo, el pase ceremonial bajo el arco de un año muerto a una relación con el siguiente. Suena «banal», sí, Liliana.

La ira de Lily burbujea como champán agitado. El mensaje que le envía Liliana no podría ser más claro. Supéralo y entra en el laberinto, el lugar donde murió tu madre. Vuelve a sentir compasión por Sara y por los alumnos de Liliana. La crueldad de su tía podía adoptar la forma de charlas motivacionales, y sigue dando lecciones desde la tumba.

Ahora Lily está atrapada en el laberinto que ha creado su tía. O bien derriba los muros que ha erigido y se une a la búsqueda por sus corredores, o hace como predijo Liliana y corre a esconderse en su habitación.

Por eso no quiere que la conozcan, ni que la vean.

Se oyen unos pasos subiendo las escaleras. Aparece Tom, blandiendo una invitación con bordes dorados.

—Así que ya has recibido la tuya.

—Liliana se aseguró de que lo hiciera —dice Lily—. No creo que nadie necesite mi ayuda para saber dónde está la llave.

Tom camina vacilante hacia ella, encorvado como si se preguntara por la posible reacción de Lily.

—Lo siento. No pensé que la tía Lil pudiera ser… bueno…

—¿Tan cabrona? —pregunta Sara, que aparece detrás de Tom.

Tom se vuelve sobre sus talones.

—Yo no la llamaría así.

—Porque eres demasiado amable —dice Sara—. Pero al final eso no sirve para nada. Mira a la madre de Lily. Ah, no, que no puedes. Está muerta.

Lily percibe la tristeza de Sara, desgastada como un forro bajo su rabia. Y lo entiende. Algunas personas ocultan su ira en el interior y otras la expulsan al exterior. Tom y Lily son de los primeros y Sara de los segundos. Y fue Liliana quien la hizo así.

—Tu madre también está muerta —dice Lily, vertiendo compasión con su voz como whisky por encima de una tarta navideña—. Y entiendo por qué estás tan enfadada con ella, conmigo y con todo el mundo. —De repente recuerda a Sara de niña, derribando un castillo perfecto de naipes que a Gray le había llevado todo el día construir. Recuerda las lágrimas de él cayendo como espadas por sus mejillas—. Y también entiendo por qué te gustaría derribar la casa Arcana con una bola de demolición y empezar de nuevo.

—Veo que lo sabes todo de mí —le espeta Sara, con mirada iracunda. Por eso a Lily no le gusta decir lo que piensa—. Y también de mamá y de lo que era capaz. Si yo fuera tú, lo dejaría ahí.

—¿A qué te refieres? —pregunta Tom.

—Sabes perfectamente a qué me refiero —responde Sara, acercándose a él y agitando un dedo amenazador a centímetros de su cara, haciéndolo retroceder y chocar con la pared. Sara se mete la mano en el bolsillo y Lily da un salto adelante, convencida de que tiene un cuchillo. En lugar de ello, Sara saca su copia de la invitación—. Esto demuestra cuánto pensaba mi madre en mí. Nada. Todo un poema dedicado a su preciosa sobrinita e hija adoptiva. Ni siquiera se molesta en usar anagramas esta vez. Como si los demás tuviéramos que limitarnos a jugar y el texto de verdad fuera dirigido a su pequeña Lily. He repasado detenidamente las pistas anteriores. Todas van sobre desvelar secretos, sobre encontrarse a uno mismo. Y este está dedicado íntegramente a ella.

Se vuelve hacia Lily. Sus ojos están anegados de unas lágrimas que no hallarán salida.

—Lo siento.

Es sincera: Sara tiene razón. Se le agita la barbilla, le tiemblan los labios. Mira a los ojos a Lily, con una intensidad ardiente. Hay demasiada información. Ella aparta la mirada.

—¡Ahí lo tienes! —exclama, señalando a su prima—. Mamá tenía razón, como siempre. Eres una cobarde y nunca serás la heredera de su alma, ni de ninguna otra cosa. Al menos ella era valiente. Actuaba, para bien y para mal.

Dicho lo cual, se va. Las voces de autoodio cobran fuerza en el interior de Lily. La Habichuela da volteretas como un pez afortunado, como si ella también oyera las voces. Ahora Lily no puede dirigir la ira hacia dentro. Pero ¿dónde coloca entonces todo ese dolor, todas esas espinas? Quizá Sara tenga razón: Tom y Lily, y Marianna antes que ellos, son demasiado agradables. Y eso no conduce a ganar. Debería aceptarlo. No intentarlo siquiera.

—Tú baja al laberinto —le dice Lily a Tom cuando él abre los brazos para consolarla—. Voy a hacer exactamente lo que la tía Liliana vaticinó: quedarme en mi habitación.

Lily se pasa la mañana mirando por la ventana, mientras sus primos buscan en el laberinto. Ve el gorro con pompón de Tom aparecer y desaparecer, y el abrigo rojo de Sara, y la capucha amarilla de Holly, a Rachel buscando por el seto exterior del laberinto y a Gray de pie en la entrada, fumando.

Le llegan las maldiciones a través de la ventana abierta. La gruesa capa de nieve hace imposible buscar la llave. Lily imagina las manos enguantadas de sus primos bajo los setos, tan recubiertas de nieve que parecen otro par de manoplas blancas. Cuando se quiten los guantes, tendrán los dedos fríos y rígidos, quemados por la nieve, inútiles.

Decide una y otra vez unirse a los demás; llega hasta la puerta y ahí se detiene. La casa Arcana puede estar extendiéndose sobre ella como la hiedra, pero el laberinto sigue pareciéndole inabarcable. Lo único que puede es hacer de espectadora mientras sus primos rebuscan en el lugar donde el último hálito de su madre quedó suspendido en el aire invernal.

Rachel y Holly son las primeras en tirar la toalla. Salen del laberinto agarradas de la mano a la hora de comer. Lily desciende las escaleras para reunirse con ellas. La decoración en la planta baja ha cambiado. Ahora hay pancartas que chillan «¡Feliz año nuevo!» colgadas de las vigas. También hay globos pegados al techo, con panzas tan hinchadas que parecen causarles dolor.

La señora Castle saca pan tostado con queso fundido para las tres.

—Feliz fin de año —les dice, con un tono tan celebratorio como un pedrusco que atraviesa una ventana.

Holly sigue tiritando.

—Me parece imposible que alguien encuentre esa llave —apunta—. Hay demasiados setos, y podría estar dentro de cualquiera de ellos.

—Pensaba que no ibais a jugar más —dice Lily.

Rachel y Holly intercambian una sonrisa.

—Queríamos encontrar la llave —dice Rachel— y dártela a ti. Compensarte por todos los regalos que no te he enviado. Pero el plan no ha funcionado. Aun así —Rachel levanta el tenedor—, al menos me ha abierto el apetito. Hace días que no me apetecía comer.

Lily empuja su plato hacia ella.

—Cómete el mío.

—Gracias. ¿No has visto nada en el poema que indique cuál puede ser el escondite? —le pregunta Rachel. Ella niega con la cabeza—. Típico. Esta vez el lugar es obvio, pero no nos dice dónde buscar allí. Liliana sabía cómo jodernos de verdad.

Lily se pasa el resto del día mirando por la ventana. Desde fuera debe parecer un fantasma. La Dama Blanca en persona. Pero tiene incluso menos poder que un espectro.

Anochece cuando Sara y Gray salen del laberinto. Lily espera a que también lo haga Tom, pero dos horas más tarde sigue sin haber rastro de él. Un manto de negrura cubre el laberinto.

Lily, muy preocupada, baja corriendo.

—¿Habéis visto a Tom? —les pregunta a Holly y Rachel, que están achispándose con champán en el salón.

—La última vez lo hemos visto en el laberinto —responde Holly—. Estaba decidido a encontrar la llave.

Sara y Gray juegan a las cartas en el invernadero.

—Lo hemos dejado ahí fuera —dice Sara cuando Lily le pregunta por él.

Gray no mira a Lily. Tiene la vista clavada en su baza de corazones como si esta le predijera el futuro.

—¿No creéis que deberíamos comprobar si está bien? —pregunta Lily—. Lleva horas ahí fuera solo.

—Adelante —la invita Sara, que vuelve la vista a su mano ganadora—. Felicítalo de mi parte si ha encontrado la llave. A mí no me apetecía morirme de frío intentando dar con ella.

Lily se abriga una vez más y sale a la nieve. Se le empapa la falda. Está tan fría que le da la sensación de que el vestido se le congela al instante, como si estuviera caminando con una lámpara de araña puesta.

—Puedes hacerlo —se espolea a sí misma en voz alta, intentando recordar todas las palabras de aliento que escribió la tía Liliana.

Pero ¿qué tiene de fabuloso entrar en un laberinto? Es patético que sea incapaz de hacerlo.

Lily llega a la entrada.

—¡Tom! —grita a los siniestros callejones de seto.

No hay respuesta.

—¡Tom!

Nada, solo un eco burlón de su voz a través de la nieve.

Recuerda cuando llamó a Ronnie y no le respondió.

Ve una rama en el suelo. Los focos permiten distinguir en la corteza sangre de color rojo como las bayas. El corazón se le acelera. Tom no. Por favor, Tom no.

Pisando fuerte a través de la nieve, recorre el borde exterior del laberinto y encuentra a Tom tumbado bocabajo. Tiene el pelo pegado a la cabeza a causa de la sangre. Lily se inclina hacia delante y le agarra la muñeca. Oye su propio pulso, pero no el de él.

Ajusta bien sus dedos a la muñeca de su primo. Contiene la respiración.

Hay pulso. Débil, errático, pero está ahí.

La pequeña Habichuela vibra en su interior. Tom sigue vivo. De milagro.

Lily se arrodilla a su lado.

—Tom —le dice en voz bajita—. ¿Me oyes?

Sus párpados tiemblan.

—Tom, cariño. Tienes que despertarte.

Él gruñe. Le sale un hilillo de sangre de la boca. Abre los ojos.

—Lily —dice.

Intenta incorporarse, pero vuelve a desplomarse sobre un lado.

—Poco a poco —le dice Lily.

—Mi cabeza —dice Tom demasiado despacio—. Parece… que… haya… estado… en la lavadora.

Cae de nuevo, exhausto.

Pero Lily siente una punzada de emoción: está intentando hacer chistes.

—De ser así, estaría más limpia. Tienes sangre por todas partes. Pensaba que había habido un asesinato en la nieve.

—Esta vez no.

Poco a poco, Tom se incorpora y se sienta en el suelo. La cabeza oscila adelante y atrás, y no enfoca la mirada.

—¿Sabes qué ha ocurrido? —le pregunta Lily.

Tom niega con la cabeza y pone gesto de dolor. Se lleva la mano a la herida y luego se mira la palma ensangrentada.

—Salí del laberinto para ir a buscar a Gray, para gorronearle tabaco, pero no estaba. Escuché algo detrás de mí y… —No acaba la frase—. Eso es todo lo que recuerdo.

—Alguien ha intentado matarte —dice Lily—. Igual que hicieron con Ronnie.

—Pero ¿por qué? —pregunta Tom.

—No lo sé. Ya lo averiguaremos más tarde. Primero tenemos que llevarte dentro.

Con su ayuda, él se pone en pie. Se tambalea, y Lily lo agarra con más fuerza.

—Si la próxima vez consiguen asesinarme, te vengarás, ¿verdad? —le pregunta, mientras caminan pesadamente hacia la casa. Sus palabras van cobrando ritmo. Vienen en ráfagas—. Imagínate el titular: «Corsetera venga a hombre, gana y se aleja en el horizonte».

—Un poco rimbombante —dice Lily—. ¿Me alejo a caballo, como en las películas del Oeste?

—No, caminando. No tienes para comprarte uno —responde Tom.

—Parece que voy a tener que pedirte otra vez que no te mueras.

—Hoy he logrado no estirar la pata, que es algo por lo que he de estar agradecido. Concretamente a ti: has evitado otro pequeño asesinato en Navidad.

En el interior de la casa se escuchan gritos:

—¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno!

—Feliz año nuevo —le desea Lily.

Se oyen canciones en el salón, y ella regresa a la misma celebración, en el mismo lugar, cuando era una niña, se quedaba despierta hasta medianoche y se dormía en el regazo de su madre con la última campanada del Big Ben.