Tom presiona el arma contra la espalda de Lily mientras la obliga a recorrer el pasillo. Abre de un puntapié la puerta del dormitorio de ella y, sin dejar de apuntarla, la obliga a entrar. Saca la llave de la cerradura y se la guarda en el bolsillo.
—¿Y ahora qué? —pregunta Lily.
Él agarra la silla de su escritorio y la coloca en medio de la habitación, lejos de cualquier cosa que ella pueda coger.
—Siéntate mirando hacia mí. Con las manos en el regazo.
Lily apoya las manos en sus piernas, presionándose con los pulgares el vientre, para mayor tranquilidad, tanto de ella misma como de la Habichuela. La pequeña da una voltereta, como si también quisiera serenar a Lily.
—Supongo que tu plan es retenerme aquí hasta mañana, obligarme a buscar la última llave y luego matarme.
—La verdad es que no quiero matarte.
—Pero ya habré resuelto todas las pistas.
Tom se le acerca unos pasos. Se guarda el arma en el bolsillo del abrigo.
—Tú y yo nos llevamos bien, ¿no es cierto?
—Yo creía que sí.
—No bromeaba antes cuando dije que podíamos regentar este lugar juntos. Y, si cuadramos nuestras coartadas, la policía culpará de todo a Sara y Gray. Las baterías que retiré de los coches están en el armario de Sara, junto con el cuchillo de trinchar que utilizó para matar a Philippa. Y las huellas de Gray están en la motosierra que usó para talar el árbol y la rama. Además, también le hice recoger el arma que empleé para acabar primero con Ronnie y luego con él. Podríamos decir que nos amenazó con ella y que Sara pensó que tenía que matarlo para detenerlo.
—Gray no se merece nada de eso —dice Lily.
Tom se encoge de hombros.
—Gray está muerto.
—Porque tú lo mataste.
Tom suspira.
—Eres una chica inteligente. No tenía alternativa.
Los dedos de Lily forman una garra al escuchar la palabra «chica». Apuesta a que cuando revise mentalmente todas sus conversaciones, y espera poder hacerlo algún día, estarán llenas de esa suerte de micromanipulaciones. La señora Castle tenía razón: se le da de pena juzgar a las personas.
—Gray iba a explicártelo todo —continúa Tom—. Sara había perdido el control sobre él.
—Y también te había dejado de ser útil.
—Supe que tendría que matarla cuando te atacó. Actuaba movida por las emociones.
—Entonces fuiste tú quien entró a detenerla.
—No fui yo —responde Tom—. Debió de ser Gray. Estaba colado por ti. Platónicamente, claro. Podría decirse que… se moría por ti. —Y suelta una risotada.
A Lily le cuesta creer que pudiera gustarle el sonido de su risa. Ahora le suena a una rasqueta sobre un parabrisas helado.
—Los ojos se le volvieron grises de verdad al morir, ¿sabes? No soy religioso, pero me quedé a ver cómo se marchaba. Otro fantasma para la casa Arcana.
—¿Es que no querías nada a Sara?
—Quizá. No lo sé. Pero era muy indiscreta, ya lo has visto. No dejó de manosearme en el cuarto de los niños. Era un eslabón débil. No habría resistido un interrogatorio policial.
—¿Y yo sí? —pregunta Lily.
—Tú eres la persona más contenida y ensimismada que he conocido en toda mi vida. Rebosas emoción, pero no lo demuestras. Sometida a investigación, mantendrías la frialdad y la sobriedad. Te comportarías como toda una dama de hielo.
Tom se arrodilla ante ella en gesto de franqueza, confianza y adoración. Pero sigue sin apartar la mano del arma.
—¿Y qué obtengo yo a cambio de eso?
—¿La mitad de una casa? —pregunta Tom riendo—. ¿La posibilidad de dejar Londres y regresar al lugar al que perteneces? ¿De dejar que tu hijita tenga un lugar donde corretear y jugar? ¿O acaso eso no es suficiente?
—Quiero saber otra cosa —dice Lily—. ¿Mataste tú a Liliana?
Tom sacude la cabeza con tristeza.
—Eso fue cosa de Sara. Le provocó un ataque de ansiedad a la tía Lil explicándole lo que pensábamos hacerle a su familia, y luego le quitó el inhalador. A su propia madre. Piénsalo bien: era más fría que el pozo de hielo de ahí fuera. No tuvimos que sobornar a ningún forense. Ah, sí, ya vi lo que me ocultabas la noche en que me quedé a dormir en tu habitación.
—Sé que Sara odiaba a Liliana por cómo la trataba. Pero ¿por qué iba a desear su muerte?
—Porque quería la casa o, mejor dicho, no quería que nadie más se la quedara. Pensaba que podía evitar que se celebrara el juego de Navidad matando a la tía Lil. Y resulta que se equivocó: ya lo había organizado todo. Y yo me alegro de que lo hiciera, porque gracias a ti hace poco he empezado a sospechar que…
—Que Liliana mató a tus padres. Los frenos cortados «accidentalmente». La cinta amarilla de mi madre en el coche de ellos.
—¿No te he dicho ya que eres brillante? —replica Tom.
—Entonces, si has visto el informe del forense, seguramente sabes por qué los mató.
—Porque mi padre mató a Marianna. Pero, de alguna manera, eso es algo que yo siempre he sabido.
—¿Cómo? —pregunta Lily. Se siente tan fría como si estuviera en el pozo de hielo.
—Descubrí a papá preparando sangre falsa en Nochebuena. Me dijo que era para hacer un espectáculo de magia, pero luego me despertó al entrar en la habitación contigua a las dos de la madrugada, la mañana del día de San Esteban. Cuando se fue a dormir, entré en nuestro cuarto de baño y encontré sangre falsa en el lavabo y una cuchilla ensangrentada al lado de la bañera. A la mañana siguiente no estaban y supe lo de la tía Marianna. No eres el único genio de la familia. Quizá con todo este talento sea yo quien gane el juego de Navidad mañana.
—Lo ganaremos los dos, querrás decir —puntualiza Lily.
—Exactamente. —Tom se pone en pie y se quita una pelusa de las rodillas—. Bien, y ahora duerme un poco. Necesito ese cerebrito tuyo para solucionar la última pista. Cerraré la puerta con llave, por supuesto, para que estés a salvo. Es posible incluso que duerma fuera de tu habitación, para estar seguro.
Se inclina hacia delante y la besa en la mejilla, mientras apunta con el arma a su vientre.
Es imposible que las vaya a dejar vivir, ni a ella ni a la Habichuela.
La puerta se cierra tras él. Se oye la llave girar en la cerradura.