Ricardo Ibarlucía: El tema por el que quisiéramos comenzar tiene su formación más acabada en un título de un famoso ensayo de Borges, «El escritor argentino y la tradición». Sabemos que la tradición jamás es algo dado, es una identidad en permanente construcción y reconstrucción. Una generación literaria no se limita a redescubrir a sus predecesores, a veces los transfigura, otras los trasciende, generalmente los inventa. ¿Cuáles creen ustedes que han sido sus antepasados literarios?
Ricardo Piglia: En realidad, un escritor construye una genealogía, una especie de novela familiar literaria con parentescos y exclusiones y conflictos. Me parece que ese tipo de trama empieza a funcionar a partir de que se publica el primer libro. Cuando uno está escribiendo los primeros textos, antes de publicarlos, la relación con la tradición –vamos a llamarla así– tiene más bien el sentido de una exploración y de una memoria, como si se tratara de una suerte de archivo, una memoria de la lengua de los textos escritos. Uno empieza a moverse en el interior de ciertas tradiciones con cierta inocencia, podríamos decir, incluso sin saber del todo que a veces esas tradiciones son antagónicas, que los escritores que uno junta y con los que empieza a establecer relaciones y diálogos mantienen entre sí disputas o tensiones. En principio, esta cuestión de la tradición tiene bastante que ver con el modo en que un escritor imagina que quiere ser leído y en compañía de qué autores. Y de qué manera, leído en ese contexto, en esas relaciones de parentesco, imagina que sus obras pueden circular más fluidamente. Por eso me parece que el texto de Borges «El escritor argentino y la tradición» sintetiza un problema que uno puede encontrar a lo largo de distintos momentos de la literatura argentina. Creo que Borges en ese artículo está definiendo esta cuestión en relación con la aparición de alguno de sus textos de ficción que van a provocar un corte. Siempre he visto muy ligada la escritura de «La muerte y la brújula» con la escritura de ese ensayo sobre la tradición. Y me parece que «La muerte y la brújula» también es un texto sobre el modo en que Borges está pensando los problemas de lectura, de traducción, de inserción. Éste sería entonces un modo de pensar la tradición, en el sentido de que un escritor construye la tradición cuando tiene una colocación pública, no importa qué tipo de resonancia tenga su obra.
Otra posibilidad es pensar el problema de la tradición en relación con los modos de ser un escritor o de ser un escritor en la Argentina con que uno se vincula. Se puede ver entonces qué tipo de figura de escritor hay en la construcción de una tradición. Y me parece que Juan L. Ortiz es no sólo un gran poeta, sino un ejemplo de la manera en que un escritor se coloca como tal y como persona, dónde se pone, adónde va, qué tipo de intervenciones tiene como figura.
También podemos pensar la tradición en términos de historia de la lengua, de historia de los estilos. De modo que la cuestión del escritor y la tradición no es un problema que se pueda considerar de modo único, sino que habría que hacer un poco la historia de las relaciones que uno entabla con distintos campos de los pasados literarios.
Una serie nueva
Juan José Saer: El problema de la tradición proviene de la palabra misma. Cuando en el ensayo de Borges se habla del escritor argentino y la tradición, parece que la tradición fuese una sola. En realidad, la tesis de Borges es que la tradición del lector argentino es la tradición de Occidente; es decir que admite que hay varias tradiciones. Yo creo que podemos admitir el concepto de tradición si admitimos, al mismo tiempo, que la tradición cambia continuamente. Y, justamente, cada nuevo escritor de valor, cada buen escritor, al inscribirse en una tradición, por el solo hecho de hacer una obra válida, la modifica. Así, si nosotros tomamos la literatura argentina vemos que la tradición de la literatura argentina cambia con Hidalgo (algunos dicen que nace con Hidalgo), cambia con Sarmiento, cambia con Hernández. Hernández cambia la tradición de la literatura gauchesca. La tesis de un largo poema épico ya está en los Viajes de Sarmiento; en 1846 Sarmiento habla de la necesidad de un poema épico que sintetice la vida de la pampa, la cultura del gaucho. Y cuando Hernández escribe el Martín Fierro produce, a partir de una tesis de Sarmiento, esa obra literaria que modifica la tradición gauchesca. Y a pesar de que ha habido otros poemas largos en esa tradición, es el poema de Hernández el que la modifica, y la tradición gauchesca deja de ser esa serie de textos que están próximos a la poesía popular para convertirse en un sistema literario estructurado que tiene el valor que nosotros conocemos. Pasa lo mismo con Arlt, que introduce en la novela argentina un elemento nuevo, y lo mismo con Borges y con Macedonio Fernández. Esa tradición, que ahora a nosotros nos parece evidente, en 1920 no existía, y los que entonces miraban retrospectivamente la literatura argentina (Borges, Roberto Arlt, Macedonio Fernández) tenían otra visión de la tradición argentina de la que tenemos nosotros.
Al mismo tiempo, yo creo que lo que caracteriza la obra de un escritor respecto de la tradición es la creación de una serie nueva para uso personal en el interior de esa tradición. Es así como un escritor mezcla tradiciones diferentes y crea una literatura nueva. Tomemos, por ejemplo, el caso de Macedonio Fernández. En No todo es vigilia la de los ojos abiertos, Macedonio introduce una serie de elementos de la tradición filosófica occidental, pero al mismo tiempo, a través de una utilización particular de la lengua, hace converger otras tradiciones: introduce elementos de la prosa española del Siglo de Oro y de la tradición culterana, y elementos del habla popular argentina. Esas tradiciones constituyen una serie nueva, diferente.
A la vez, ligado al problema de la tradición está el problema de las influencias, de las lecturas y de la experiencia, la profunda e intensa experiencia que es la lectura, y ahí la elección ya no es puramente voluntaria o conceptual.
Un efecto inolvidable
Ibarlucía: ¿Qué modos de escritor, en qué autores, en qué tradiciones heterogéneas te has reconocido?
Saer: Los escritores en los cuales uno se reconoce son aquellos que algunos lectores pueden reconocer en la obra de uno. Por otro lado, me parece que con los escritores que he frecuentado mucho y que sigo frecuentando se produce una especie de identificación. Escritores argentinos como Borges, Macedonio Fernández, Sarmiento, Hernández, Juan L. Ortiz. Escritores latinoamericanos como Vallejo o Neruda, que vienen de un período de real formación. Escritores anglosajones como Faulkner, Conrad, Henry James, Virginia Woolf, Joyce. O de otras literaturas como Kafka, para no hablar de escritores clásicos como Flaubert, Dostoievski, Shakespeare. Para muchos de los que estamos aquí presentes, buena parte de estos escritores deben integrar la serie personal de la tradición que cada uno sustenta, acepta o practica.
Piglia: Mientras escuchaba recién a Saer, pensaba que a menudo uno tiene una noción de cuáles son, imagina o quiere que sean sus tradiciones, pero no necesariamente ésa es la experiencia que hacen aquellos que leen la obra que uno escribe, ¿no es cierto? Hay lecturas que nos producen un efecto inolvidable. Esos momentos tienen mucho que ver con una situación de lectura (yo recuerdo en algunos casos la situación precisa, los lugares donde leía, el sillón donde estaba la primera vez que leí esos textos) y acompañan memorias muy personales, experiencias fuertes. Pero el impacto que eso puede tener para mí, el recuerdo de esa lectura y la presencia que esos libros tienen, no necesariamente funcionan después como un elemento o un material que se elabora, casi de una manera onírica, o se transforma después en un elemento de la propia obra. No necesariamente aquellos autores que uno más admira son los que más lo influencian. No necesariamente uno logra escribir como ellos. Si no, todos escribiríamos la Divina Comedia, que es un libro difícil de no admirar y que uno podría tener como punto de referencia.
Con esto quiero sencillamente insistir en algo que, me parece, tiene mucho que ver con las características de esta conversación: que no necesariamente lo que uno dice es lo que sucede. Y no necesariamente lo que uno dice sobre su obra o sobre el efecto de las lecturas, ni lo que imagina que son las influencias que lo han marcado, es lo que realmente sucede cuando uno escribe. Si no, todo parece demasiado deliberado, no en el buen sentido de la palabra deliberado sino en el uso más desviado.
El relato como investigación
Ibarlucía: En ese abanico de nombres y de estilos con que se abren las tradiciones en juego, aparece el género policial, que tiene la particularidad de venir unido, tal vez, al nombre de Borges en la Argentina. ¿Cómo se inscribe la relación de ustedes con el género policial?
Piglia: En mi caso, la relación con la novela policial empieza siendo una relación con la novela norteamericana, básicamente con ciertos escritores de la tradición de la novela policial norteamericana que se apartan de la gran tradición clásica, la novela policial inglesa de investigación. Yo descubro a estos escritores porque estoy siguiendo las ramificaciones de la novela norteamericana (la literatura norteamericana es un punto importante de lo que podríamos llamar, de una manera irónica, mi «formación literaria») y empiezo a seguirlos como si siguiera sus rastros. Un escritor me lleva a otro, Fitzgerald me lleva a Henry James, Hemingway me lleva a Faulkner, y así empiezo a encontrarme con escritores que están cercanos a los grandes nombres de la novelística norteamericana de los años veinte, que son sus contemporáneos pero que tienen un lugar desplazado como Chandler, Hammett, McCoy. Y veo que no solamente son contemporáneos sino que entre sí hay cruces y relaciones, hay transas y cambios y canjes.
Por otro lado, empiezo a leer esa rama específica del género y me doy cuenta de que lo que me interesa particularmente en la novela policial es la forma del relato como investigación. La idea de que hay un secreto y de que alrededor de ese secreto se genera la posibilidad de construir la narración para reconstruir un relato ausente que está ahí y que hay que buscar, y que hay que conseguir testigos y hay versiones parciales. Esta forma de narrar, que en el género policial se constituye en una forma muy importante, no solamente está en el género policial, está también en Faulkner y está también en algunos de los novelistas que en mi caso son fundamentales, como Henry James, como Scott Fitzgerald en el Gatsby. De modo que por ese lado viene mi relación con el género.
Después eso se convierte en una relación profesional. En un momento le propongo a Jorge Álvarez (la editorial donde he publicado mi primer libro) la posibilidad de hacer una colección de literatura policial norteamericana, algo que no existe en la Argentina ni en habla española. Es una manera de ganarme la vida. La propuesta funciona y empiezo a leer profesionalmente. Leo muchísima literatura policial porque para hacer ese trabajo es necesario leer muchos libros de modo que después decanten los más interesantes. Entonces, por un lado está la relación profesional, la lectura profesional del género. Y por otro está la relación con un tipo de forma que en mí aparece en el origen de cualquier historia que se me ocurre y que está presente en todos los libros que he escrito: que la historia tiene, a menudo, la forma de una investigación, un secreto, algo que es necesario averiguar, más allá de que la anécdota por la cual haya que emprender esa investigación no tenga que ver con los modelos clásicos del género, donde lo que hay que resolver es un crimen o lo que hay que investigar es un delito. Tampoco es necesario, por supuesto, que el que lleve adelante esa investigación sea un detective o un policía. El único relato que he escrito atendiendo a las reglas estrictas del género, en el sentido de que hay un crimen y hay una investigación y hay un desciframiento, es «La loca y el relato del crimen».
Usar los géneros
Saer: Lo que vale para el género policial vale para todos los géneros. Tomar el género como algo completo, cerrado, no me parece interesante, pero tomar ciertos elementos de un género e insertarlos en otro sistema puede resultar más fructífero, más fecundo. En la pintura se ve más claro. El retrato es un género pictórico, como la naturaleza muerta. Muchos cuadros de Picasso son retratos, y algunos cuadros de Bacon son retratos. No necesito explicar nada para que ustedes comprendan cuál es la posición que Picasso adopta frente al género retrato. Los retratos de Picasso –me refiero a los retratos del período cubista o poscubista, no a los anteriores– no representan, no se parecen a la figura que retratan, la deforman; pero la figura está puesta en la tela con la distancia, las dimensiones, la posición, incluso, a veces, las actitudes clásicas, las distancias clásicas, el encuadre clásico de un retrato. Del mismo modo, algunos retratos de Bacon que ustedes tal vez recuerden, aunque muestran una tendencia a una nueva figuración, están borroneados, están deformados deliberadamente. Picasso y Bacon utilizan un género pero crean una imagen pictórica nueva que les es propia.
En literatura pasa algo semejante. Se puede utilizar el género como elemento de referencia para la construcción del sistema literario (yo he utilizado el género erótico en Nadie nada nunca, donde hay una especie de síntesis de La philosophie dans le boudoir de Sade; y en La vuelta completa, la primera novela que escribí, hay un relato donde se cuenta la historia de unos frailes que es una pequeña parodia de las Florecillas de San Francisco de Asís). Pero apenas se quiere respetar la totalidad de género y sus leyes se incurre en una especie de repetición, poco fecunda y poco interesante, de un procedimiento literario que ya ha sido utilizado muchas veces. Por ejemplo, yo creo que la novela negra ha alcanzado su expresión máxima en las novelas de Chandler, es decir, en los años cuarenta, cincuenta y principios del sesenta. Chandler mismo quiere romper las leyes del género cuando escribe El largo adiós, y en Playback, su última novela, ya no hay crímenes. De modo que hasta el cultor más importante del género siente los límites que le impone el género. El caso de Hammett es diferente porque –me da un poco de vergüenza repetir cosas que ya he dicho tantas veces– no creía en la novela policial. Hammett estaba preparando una especie de novela social que nunca llegó a terminar. Para él las tesis de Lukács sobre la novela habían encontrado forma en Chandler. De modo que el género, para mí, es una esclerosis de la literatura.
Una posición antivanguardia
Ibarlucía: Saer, en algún momento te he escuchado decir que las tesis de Lukács sobre el realismo crítico habían encontrado su expresión más cabal en las novelas de Chandler y en la novela negra en general. Me gustaría que desarrollaras un poco esa teoría.
Saer: Sí, evidentemente, en el caso de Lukács hay un análisis de la novela realista del siglo XIX, que para él era la novela por excelencia. Pero cuando quiere aplicar su análisis a otros textos se vuelve una especie de preceptiva, porque en la novela del siglo XX esa categoría de realismo crítico ya no encuentra exponentes. A mí me parece que sólo en la novela policial, particularmente en la novela de Chandler, encontramos esos elementos o procedimientos que Lukács descubre o preconiza en el realismo crítico. Eso escribí en un ensayo de 1965 que se llamó justamente «El largo adiós», después de leer El largo adiós y habiendo leído algunos textos de Lukács. Esa categoría no es pertinente si uno trata de aplicarla a Joyce o a Kafka, a Pavese o a Faulkner; en cambio, sí lo es para Chandler.
Piglia: En relación con este asunto del realismo crítico a mí se me ocurría, un poco en broma, que uno de los escritores que podríamos considerar representante del realismo crítico, según el modelo de Lukács, es Vargas Llosa. Me parece que es uno de los que con mayor deliberación ha llevado adelante la noción de lo que podemos entender por realismo social, en el sentido que Lukács lo plantea. Lo cual hace pensar en la diferencia que se puede establecer entre las posiciones políticas y las poéticas, dado que Vargas Llosa se ha convertido en un representante de cierto liberalismo neoconservador mientras que literariamente se ha mantenido fiel a lo que algunos consideran la estética «progresista» por excelencia, que ha sido el modelo a la Lukács de lo que es escribir novelas y lo que tiene que ser un novelista, lo que es claramente una posición antivanguardia. Vargas Llosa sigue fiel a lo que fueron tradicionalmente las posiciones literarias del realismo crítico, posiciones contrarias a las innovaciones de la vanguardia, si recordamos la polémica entre Lukács y Brecht; sigue fiel a esta poética «dura» de lo que debía ser considerado una literatura «social», una retórica representativa del pensamiento «progresista», pese a que sus posiciones políticas deberían llevarlo a imaginar otro tipo de literatura.
Saer: Yo diría más, diría que el realismo crítico es hoy la teoría estética del neoliberalismo conservador. Es una paradoja pero es así. Si nosotros consideramos las novelas que se escriben para el mercado literario (por ejemplo, los grandes bestsellers americanos, la literatura popular norteamericana), vemos que hay una circulación de ideas o de estéticas extremadamente conservadoras, que se traducen también en el periodismo, en la televisión. Estoy seguro de que si le preguntamos a algún periodista televisivo del momento cuál es su escritor preferido, seguramente nombrará a un escritor realista norteamericano de esos que se compran en los aeropuertos. Incluso yo diría que Stephen King es un gran exponente del realismo crítico, en la medida en que la literatura gótica que él hace es una literatura puramente comercial, dado que él no cree de ninguna manera en las categorías góticas que maneja, simplemente las usa porque hay un pacto con el lector a través del cual se da por sentado –ellos, que tienen una visión del mundo extremadamente realista, historicista e ideológica– que esa literatura no tiene ningún valor representativo, que es un mero entretenimiento. Podríamos decir, entonces, que hay una ideología de realismo crítico subyacente que se reserva para el periodismo, para las informaciones, y que, cuando se hace literatura, que puede ser fantástica, realista o lo que sea, siempre será una literatura que no cree en sí misma y que no se cree capaz de proponer nuevas visiones, nuevas representaciones de la experiencia individual y colectiva. Y, por lo tanto, yo creo que los grandes del realismo crítico son Stephen King y los periodistas televisivos.
Piglia: Digamos que el conservadurismo político está acompañado por el conservadurismo literario. En cierto sentido, se podría decir que la gran tradición realista del siglo XIX está hoy en manos de los escritores de bestsellers. Arthur Hailey es el Balzac del neocapitalismo. Bueno, todo esto es una especie de digresión...
Novela y narración
Ibarlucía: La digresión es el centro, ¿no? Digamos que toda novela es una narración pero no toda narración es una novela. Ahora bien, ¿en qué medida, Saer, dado que recién hablabas de que el género es la esclerosis de la literatura, la novela no es la esclerosis de la narración?
Saer: La novela, considerada con las categorías de realismo historicista, crítico, representativo, directo, es efectivamente un género. La novela realista del siglo XIX es un género, y podríamos decir que es la novela por excelencia. Pero si salimos de ese período, si vamos hacia atrás y hacia delante, vemos que el relato o la narración es totalmente diferente de la novela del siglo XIX, empezando por El Quijote y siguiendo por otros grandes textos de la narración occidental, como el Tristram Shandy de Sterne o los textos narrativos de Swift, o, después en la tradición anglosajona, los relatos de Melville; Dostoievski mismo ya no es un escritor realista en los cánones del realismo francés del siglo XIX. Y si analizamos las obras de Balzac, Flaubert y Zola, que son paradigmas de este sistema, vemos que también difieren mucho entre ellas. Y cuando llegamos al siglo XX ya hay una especie de explosión de esas formas tradicionales en direcciones diferentes, con Kafka, Joyce, Proust; aunque ellos no toman el mismo camino, lo que hacen ya no se parece en nada a la novela del siglo XIX. Por lo tanto, podemos decir que la novela realista es un género que cumplió su ciclo. Esto no quiere decir que los escritores del siglo XIX fueran escritores desdeñables, toda la tradición narrativa del siglo XIX reposa sobre ellos y el gran modelo, el padre de la literatura del siglo XX es, evidentemente, Flaubert. Éste es un debate viejo, incluso diría que perfectamente superado desde los años cincuenta o sesenta. Ya había sido superado en las obras literarias, pero teóricamente fue muy debatido en los sesenta y creo que no vale la pena volver atrás. Basta mencionar estos libros, el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, o À la recherche du temps perdu de Proust, o La montaña mágica de Mann –que parece un poco más realista pero que en el fondo no lo es–, o a Faulkner o a muchos otros escritores del siglo XX, para darnos cuenta de que ya no se parece en nada a la novela del siglo XX y que, en cambio, ciertos escritores masivos –y por ahí volvemos a lo que evocaba Ricardo Piglia hace un momento– se parecen mucho a esos escritores del siglo XIX, ¿no? Por ejemplo, las novelas de Bellow no inventan absolutamente nada en el plano formal del relato; él viene de una tradición en la que Hawthorne o Melville o Poe ya habían puesto los jalones de la modernidad y habían tomado un camino diferente al del realismo del siglo XIX.
Piglia: La otra cosa que uno podría agregar a esta cuestión de la tradición de la novela –y aquí habría cierta diferencia con Saer– es el contraste con los géneros. No solamente están las experiencias de los grandes novelistas que nombraba recién Saer, sino también la experiencia de los escritores que escriben literatura policial, literatura de ciencia ficción, y que empiezan a producir una serie de tensiones respecto de lo que podemos considerar la gran tradición clásica de la novela del siglo XIX y en cierto sentido enfrentan desde otro ángulo la manera en que ciertas formas sociales están presentes en la literatura y el modo en que se mantiene y persiste la narración, ¿no? Porque los géneros, en última instancia, lo que hacen es garantizar la persistencia de la narración; es el sistema del género el que está llevando adelante una fórmula narrativa estabilizada, y por lo tanto las cuestiones de la narración están resueltas en el modelo que el género propone.
El otro elemento interesante es que los géneros, me parece a mí, no se pueden asimilar a la escritura de bestsellers en el sentido en el que nosotros estamos tratando de definirla, porque mientras que el escritor de género (Philip Dick, Chandler o Thomas Disch) trabaja para un público determinado o funciona sobre la base de una demanda, la industria del bestseller tiende a construir la demanda, es decir, no trabaja con una demanda dada sino que trabaja con la ilusión de que es posible publicar un libro y construir después la demanda.
La tradición crítica de los escritores
Ibarlucía: Ambos, además de escribir, desarrollan una tarea docente, en París y en la Universidad de Buenos Aires. Concretamente vos, Ricardo, llevás adelante en Buenos Aires, hace años, un seminario que tiene como título «El laboratorio del escritor». ¿De qué manera la teoría interactúa con la tarea del escritor, se modifica, se transforma y, a su vez, transforma lo que uno escribe?
Piglia: Sobre esto hay muchísimas cosas para discutir, como sobre cada una de las cuestiones que fueron surgiendo. El otro día leía una frase de Don DeLillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, que decía: «La enseñanza arruinó a más escritores norteamericanos que el alcohol.»
Antes hablábamos de los escritores que podían considerarse centrales en la experiencia de cada uno; en mi caso, un escritor que ha sido fundamental es Bertolt Brecht. Para mí Bertolt Brecht es básicamente alguien capaz de hacer un trabajo paralelo a su trabajo como poeta, como autor teatral o como narrador. Brecht abre camino a un tipo de reflexión sobre la literatura distinto a la reflexión sobre la literatura que encontramos en la gran tradición crítica. Habría, entonces, una tradición de historiadores de la literatura, de críticos de la literatura, de teóricos de la literatura, que desarrollan un tipo particular de periodización, de historización. Y luego otra tradición, y otra historia, que se bifurca o escinde de esa tradición central, menos definida o menos estudiada, que tiene que ver con la manera en que los escritores, a menudo de una manera tangencial a su trabajo central, en ensayos que a veces aparecen en los diarios, en cartas, en distintos tipos de intervenciones, han pensado la literatura desde una óptica diferente, desde el lugar del que escribe. Es un espacio importantísimo de reflexión sobre la literatura, otra tradición, la tradición de lectura de los escritores. Esto supone que la literatura está pensada en términos de construcción más que de interpretación, en términos de cómo se construyen los textos más que de cómo se interpretan. Lo que uno encuentra en los ensayos de Brecht o de Valéry, en los ensayos de Borges mismo, son ciertas reflexiones sobre el problema de construcción de los textos, mientras que en la historia de la crítica lo que uno encuentra son interpretaciones y luchas de interpretaciones.
Entonces, cuando en mi caso se habla de la crítica y la teoría yo me refiero, más bien, a ese tipo de tradición. Es en esa tradición donde me siento incluido, y es desde ahí desde donde realizo mi trabajo de profesor y desde donde leo la literatura en ese seminario sobre el problema de la narración.
Ibarlucía: Saer, en cambio, enseñás literatura argentina en Reims, desde hace también una punta de años, y has escrito muchos ensayos...
Saer: Yo soy un profesor improvisado por la lucha por la vida, de modo que no creo ser un buen ejemplo del profesor de literatura. Trato de enseñar... –no me parece que la palabra enseñar sea la que corresponde– mejor, trato de sensibilizar a la gente hacia ciertas lecturas que me parece que pueden enriquecerlos, con un éxito más bien desigual. Creo que realmente mi trabajo como profesor de literatura no presenta mucho interés o sólo puede presentar interés para los estudiantes que no necesitan de un profesor de literatura, es decir, aquellos estudiantes con los que se puede dialogar. A los estudiantes que no están motivados por la literatura o por el arte es inútil intentar enseñarles nada, lo único que quieren es obtener un diploma –cosa que me parece totalmente legítima–, pero no creo que haya un verdadero diálogo acerca de los temas. La enseñanza en la actualidad es una forma de divulgación, como ocurre con la divulgación científica, y nosotros sabemos que la divulgación nunca refleja la realidad del objeto que se está tratando de divulgar.
En cambio, sí me parece interesante el problema de la teoría. En ese sentido, hay que distinguir entre la teoría propia del ensayo literario, como en el caso de Valéry, Borges, Butor, Brecht y tantos otros, de una teoría literaria estrictamente codificada, fundamentada, con una definición precisa de la literatura y del objeto literario, y que elabora todos sus análisis a partir de esos fundamentos teóricos que, en general, suponen un corpus más o menos inamovible, como ocurrió con las teorías estructuralistas o el modelo generativo, o las interpretaciones psicoanalíticas o sociológicas. Creo, sin embargo, que hay magníficos ensayos de autores que tienen una actitud más bien científica ante la literatura, los de Jakobson por ejemplo. El caso de Barthes es diferente, porque para mí Barthes es un escritor o un ensayista antes que un verdadero crítico literario, aunque tiene algunos textos estructuralistas que son verdaderamente estalinistas, como su artículo sobre la poética del relato, un texto extremadamente dogmático que toma como ejemplo de relato las novelas de James Bond porque evidentemente es muy fácil establecer categorías y estructuras de relato a partir de textos tan codificados como las novelas de Fleming.
Yo creo que toda crítica es ya una retórica; en toda crítica literaria propiamente dicha, documentada, seria, pegada al texto, ya hay una retórica. Y para mí toda retórica es historia de la literatura. Es decir, que la retórica que tiene pretensiones de intemporalidad siempre se aplica al pasado, y eso está muy bien porque los textos del pasado hay que analizarlos así. Pero si queremos aplicar la retórica a todos los textos podemos sufrir un empobrecimiento, como si una especie de superyó teórico quitara libertad a la producción textual. Eso ocurrió en Francia en los años sesenta y setenta, cuando los escritores que estaban entonces en boga hicieron una especie de causa común con los textos teóricos de la literatura, con resultados desastrosos. Y después, como en una especie de reacción a esa dictadura teórica que los escritores franceses se creyeron obligados a asumir, cayeron, en una especie de orgía regresiva, en el realismo psicológico, en el realismo crítico, en el relato confesional, que ya habían perdido vigencia hacía mucho tiempo. Creo que se puede hacer una buena literatura trabajando conscientemente con elementos teóricos, y también se puede hacer una buena literatura ignorándolos, pero no por desprecio o por despecho, sino por tener otra tradición en la cabeza, otras perspectivas, otras experiencias. Seguramente las lecturas teóricas pueden ser enriquecedoras para un escritor si no las transforma en una especie de ensalada que se sirve en todas las comidas y con la cual se puede interpretar todo el fenómeno literario. Lacan o Freud, antes que nada, son grandes escritores, y su lectura puede ser enriquecedora si uno la toma simplemente como una lectura. Freud es uno de los más grandes escritores del siglo XX, y no estoy en condiciones de argumentar si sus teorías son falsas o verdaderas o si el inconsciente existe o no, pero sé que me ha marcado para siempre como ha marcado a toda la literatura del siglo XX.