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Dar la vuelta

En el Augusta National Golf Club se tarda un minuto o dos en ir del noveno green al décimo lugar de salida, y necesitaba ese tiempo para pensar. Había hecho cuarenta golpes en los nueve primeros hoyos del Masters de 1997, el primero que jugaba como profesional después de haber participado como amateur los dos años anteriores. En 1996, al acabar una ronda de práctica conmigo, Jack Nicklaus me había comentado que el campo se ajustaba tanto a mi juego que podía ganar más chaquetas verdes que Arnold Palmer y él juntos. Nicklaus había ganado seis Masters, y Palmer, cuatro. Cuando jugué por primera vez en ese campo, pensé que era perfecto para mí. Después, al oír en la radio que Jack había dicho que podía ganar el Masters tantas veces, me pregunté si se daba cuenta de que era una cantidad astronómica. ¿Sabía lo que me costaría conseguirlo? Era un cumplido muy agradable, pero también una cifra tan alta que me parecía imposible siquiera planteármelo.

Imaginé que Jack lo había dicho porque se había fijado en que lanzaba la bola lo suficientemente lejos como para dominar el campo. Si hacía un birdie en los primeros cinco hoyos con par 4, tendría un par 68 del campo en vez de 72. Podía hacer los par 5 en dos golpes y utilizaría wedges en la mayoría de par 4. A pesar de todo, en los primeros nueve hoyos solo había hecho cuatro bogeys y ningún birdie. Hice el tee de salida muy alto y hacia los árboles, y solo conseguí un bogey en el primer hoyo, que no era exactamente el comienzo que esperaba. Después hice otros tres drives altos y a la izquierda, hacia los árboles. ¿Qué me estaba pasando? En el noveno hoyo tuve que hacer un buen putt para conseguir un bogey, solo para acabar los primeros nueve hoyos cuatro sobre par. Pero mientras me dirigía al décimo tee tuve muy claro que aquel comienzo no iba a acabar conmigo.

La mayoría de los aficionados opina que nadie se recupera de un 40 en los nueve primeros hoyos del Masters. Más tarde me enteré de que la prensa daba por hecha mi eliminación, incluso cuando iba hacia los últimos nueve hoyos. Solo había hecho la mitad del recorrido y había tenido malos comienzos en las tres finales consecutivas que gané en el U. S. Juniors y en otras tres seguidas en el U. S. Amateurs. Después, en agosto de 1996, anuncié que iba a jugar como profesional y que dejaría Stanford al acabar el segundo año. Iba a ser profesional y tenía un gran desafío por delante.

«Hola, mundo», dije en una conferencia de prensa al día siguiente de anunciar que me había convertido en profesional. Acababa de ganar mi tercer torneo U. S. Amateur consecutivo, en el que acabé cinco bajo par después del recorrido matinal de la final de treinta y seis hoyos contra Steve Scott, un jugador de la Universidad de Florida. A falta de tres hoyos iba dos abajo, pero empaté y gané en el segundo hoyo extra. Era un jugador seguro de mí mismo: me demostré que podía recuperar mi mejor juego incluso cuando las cosas no iban bien. A pesar de todo, Curtis Strange, que había ganado dos veces el U. S. Open y trabajaba para ABC, me preguntó cuáles eran mis aspiraciones. Le contesté que participaba en todos los torneos para ganar. «Ya aprenderás», dijo Strange. Supongo que es normal que se mostrara escéptico, pero yo sabía de lo que era capaz.

Después gané dos de mis primeros ocho PGA Tour como profesional, lo que me permitió jugar el PGA Tour de 1997 sin tener que clasificarme en los torneos. A finales de 1996, tras saberse que iría al Masters, me convertí en el centro de atención de los medios de comunicación. Tuve problemas para sobrellevar aquella situación. Los periodistas me seguían cuando subía al coche, me ponían las cámaras de televisión en la cara, me formulaban preguntas sobre mi vida personal. Así eran las cosas: me di cuenta de que sería mejor que me acostumbrara lo antes posible.

Aquella era mi nueva vida como profesional. Tenía muchas ventajas: el contrato con Nike, volar en aviones privados (diez años más tarde, en mi propio avión). Sin embargo, lo más importante era que disfrutaba jugando al golf y compitiendo. Tenía que soportar que miraran con lupa todo lo que hacía. A veces me agobiaba, pero, tal como me dijo Arnold Palmer, aquello no iba a cambiar, así que… Me preguntaba que si todo aquello iba a más en el Masters, ¿cómo jugaría?

Al principio no jugué bien. Para nada. Hice 40 y me sentí desconcertado y furioso mientras iba hacia el décimo tee. Intentaba pensar en lo que acababa de suceder. Necesitaba saber qué había salido tan mal en los primeros nueve hoyos. Los guardias de seguridad y, detrás de ellos, los «patrocinadores», tal como les gusta llamarse a los espectadores en el Augusta National, me seguían a ambos lados mientras caminaba. Concluí que había prolongado demasiado el backswing en los nueve primeros hoyos. Fue una mala sensación. No me gusta que el palo llegue a ponerse paralelo al suelo en el backswing. Entonces no sincronizo y tengo que hacer el recorrido adecuado hacia la bola solo con los brazos, en vez de dejar que la parte inferior del cuerpo los lleve. Ese tipo de swing depende de la sincronización, y la mía no era fiable.

Quería que mi swing fuera firme. Eso me proporcionaba el control que deseaba. Y con control no me refiero a que no estuviera haciendo un swing instintivo. Podía tener un swing desinhibido, como en mis mejores momentos: algo casi automático. Quería esa sensación. Quizá, como jugador de golf, vivía para eso, sobre todo cuando tenía que hacer un swing para ganar. Desde muy joven quise que ganar dependiera de dar un buen golpe y no de que el otro jugador hubiera cometido un error. La sensación de triunfo era embriagadora.

Veinte años después, al recordar ese trayecto y el problema con mi backswing, sé que no solo respondía a cuestiones técnicas. Esperaba disfrutar de la sensación que había experimentado el viernes anterior a la semana del Masters, en la que, junto con mi amigo y colega Mark O’Meara, hice 59 en el Isleworth Golf & Country Club de Orlando. Vivía allí, como Marko. Me subí a un carrito y estuve escuchando música mientras jugaba. Empezamos en los últimos nueve hoyos. Los acabé con diez bajo par y le gané unos cuantos dólares. Sentí un swing fluido durante todo el tiempo; el partido me pareció fácil.

De camino, a media tarde, nos llevamos una sorpresa. En el tercer hoyo, con par 5, teníamos que hacer los drives curvados. Tras el tee de salida estaba a punto de utilizar un hierro tres en un par 5. Miré hacia donde había que curvar el golpe y vi una columna de humo. Acababan de lanzar el transbordador espacial Columbia desde el Centro Espacial Kennedy. Presenciamos el despegue: fue escalofriante. Hacía poco que me había mudado a Isleworth y nunca había visto un lanzamiento. Nos sentamos en los carritos y vimos ascender la nave hasta que el propulsor se soltó. El programa espacial me había interesado desde niño y había leído mucho sobre las misiones de la NASA. Me emocioné al pensar lo que habían conseguido los científicos. Era todo un logro. Ahí estaba yo, jugando al golf mientras siete astronautas acababan de despegar en un transbordador espacial que, tal como me enteré después, pesaba más de ciento quince toneladas y haría una órbita cuyo punto más lejano al centro de la Tierra estaría a trescientos kilómetros de distancia. Me gustaba la ciencia y, de repente, había visto el transbordador espacial. Me sentí muy pequeño en comparación e impresionado por lo que era capaz de conseguir el ser humano. Me invadió una sensación de euforia.

Al día siguiente volvimos a jugar. Hice 32 en los primeros nueve hoyos, un birdie en el décimo y un hoyo en uno en el undécimo. Marko no dijo nada después de ese golpe. Se montó en el carrito y se fue. «¿Qué pasa?», pensé. Imaginé que había sido demasiado para él, que era como si me estuviera diciendo: «Esto es de locos. ¿Haces 59 y ahora consigues un hoyo en uno? Me largo». Seguí jugando.

La semana anterior al Masters pasó otra cosa que me subió la moral. Arnold Palmer me había invitado a jugar en el Bay Hill Club & Lodge, del que era propietario. Admiraba a Arnold desde hacía años, sobre todo porque siempre se jugaba el todo por el todo y por la forma en que conseguía no solamente sobrellevar toda la atención que atraía su forma de jugar y su carácter afable, sino también porque disfrutaba como nadie de todo aquello. Siempre que se lo había pedido me había dado buenos consejos. Antes de convertirme en profesional, le exprimí todo lo que pude para que me ilustrara sobre el mundo del golf profesional, lo que hace falta para entrar en él y triunfar, y cómo soportar toda la presión. Fue un excelente mentor.

Arnold, que entonces tenía sesenta y siete años, jugaba todos los días con sus amigos a las doce en Bay Hill, en lo que se conoce como «el desafío». En esa ocasión jugué con él en un grupo y resultó emocionante. Hicimos un partido a cien dólares y le gané en el hoyo diecisiete. Pero tal como era Arnold, no iba a sugerir que hiciéramos otra apuesta en el último hoyo, así que nos lo jugamos a doble o nada. Tras golpear con una madera tres en el tee de salida me puse a mucha distancia de él. Arnold utilizó el driver dos veces —a pesar de que el segundo tiro es uno de los más peligrosos en el golf debido a que el green está pegado al lago que hay enfrente— y acabó en el búnker de detrás. Después usé un hierro ocho para llegar al green. Arnold hizo un up and down para mantenerse en el par; yo no conseguí embocar un birdie con el putt y empatamos. Aquel era Arnold en estado puro. Nunca se daba por vencido. Creía que se podía dar la vuelta a todo, fueran cuales fueran las circunstancias. Quizás uno de los momentos que mejor ejemplifican esa actitud fue cuando hizo birdie en los dos últimos hoyos para ganar por un golpe a Ken Venturi en el Masters de 1960. Sabía que no tenía otra alternativa, porque Venturi ya había acabado.

Tuve la suerte de conocer a Arnold antes de hacerme profesional. Con el tiempo gané ocho veces el Arnold Palmer Invitational en Bay Hill; era emocionante verlo esperar detrás del decimoctavo green para felicitar al ganador. Me llevé un duro golpe cuando el 25 de septiembre de 2016 me comunicaron que había muerto: recordé todas las veces que me había esperado detrás del decimoctavo green. Arnold era muy importante para el golf y nunca olvidaré su amistad y todos los consejos que me dio a lo largo de los años. Al recordarlo ahora, sé cuánto me animaron sus palabras la semana anterior al Masters.

En Augusta, después del partido con Arnold y de hacer 59 en Isleworth al día siguiente, hice recorridos de práctica con Mo. A Mark O’Meara lo llamaba Marko, Mo, Mark. El lunes de la semana del Masters también completé nueve hoyos con Seve Ballesteros y José María Olazábal. Seve, que había ganado el Masters dos veces, tenía las mejores manos, y Ollie —tal como lo llamaba todo el mundo— también era un maestro en los recorridos cortos. Seve me enseñó muchos golpes en los greens más complicados de Augusta. Quería aprender de los mejores, de anteriores ganadores del Masters. Por eso me aseguré de participar en recorridos de práctica con Seve y Ollie, así como con otros ganadores como Nicklaus, Palmer, Raymond Floyd y Fred Couples.

La primera ronda se acercaba y, a pesar de que confiaba en mi swing, mis golpes de putt no me convencían. Con todo, jamás habría pensado que haría 40 en los nueve primeros hoyos. Tenía problemas con la velocidad, y la velocidad determina la dirección. Mientras practicaba no me sentía cómodo en los greens y no conseguía avanzar. La noche anterior a la primera ronda decidí pedir consejo a mi padre, Earl. Era quien mejor me conocía. Pero no se encontraba bien. Le habían practicado un cuádruple baipás en los años ochenta; después tuvo que volver al hospital mientras yo disputaba el Tour Championship de Atlanta, a finales de la temporada de 1996. Tras pasar la noche con mi padre en el hospital, estaba preocupado, no pude concentrarme e hice 78 en la segunda ronda. Después le practicaron un triple baipás un mes y medio antes del Masters. Volé desde Orlando para ir a verlo al centro médico de UCLA; al fijarme en el monitor del lado de la cama, vi que la línea estaba plana. Tiempo después, me dijo que en ese momento sintió una oleada de calor y que iba hacia la luz. Pero decidió no hacerlo. «Lo único que sentí fue calor. ¿Voy hacia la luz o no?, me pregunté. Decidí que era mejor no hacerlo», me contó. Sobrevivió, pero el médico le recomendó que no fuera al Masters. No quería que volara.

Mi padre dijo: «¡Que le den! Voy a ver a mi hijo». Voló a Augusta el martes de la semana del Masters. Se alojó en la misma casa que yo, tal como acostumbrábamos. No tenía fuerzas. A ratos estaba animado, pero otros parecía aturdido y se quedaba dormido a menudo. La noche anterior a la primera ronda estaba en la cama. Necesitaba que me ayudara. Cogí tres pelotas y me puse en la posición para hacer un putt mientras él seguía tumbado y le pregunté si veía algo.

«Pones las manos demasiado abajo. Súbelas. Haz ese pequeño arco que haces siempre», me aconsejó. Tuve que ajustar la posición de la mano izquierda, así como la postura. De esa forma, la presión en el putter era diferente, pero sabía que mi padre tenía razón. Hice los cambios que me indicó y apreté con más fuerza con la mano izquierda. Después me sentí listo para empezar la primera ronda. Aun así, hice 40 y tuve que lograr buenos putts para conseguir esa cifra. El putt no era el problema, mi padre lo había solucionado.

Sin embargo, no tenía una buena sensación. Estaba molesto por haber hecho tantos malos swings; lo que era peor: la sensación del buen swing me había abandonado. Estaba acalorado. Después, antes de colocarme en el décimo tee, me libré de esa rabia y me calmé. Pensé en la sensación que había tenido la semana anterior en Isleworth, cuando había completado buenos golpes, uno detrás de otro. Me dejé invadir por ese sentimiento. Poco a poco, me calmé. Noté el movimiento del swing y la presión que deseaba, la sensación de poder controlado a través de la bola. Me sentí libre. Tal como me recordó mi caddie, Mike, Fluff, Cowan, mientras íbamos hacia el décimo tee, quedaban sesenta y tres hoyos en el Masters. Renuncié al inconsciente control forzado del swing y a cómo había jugado en los nueve primeros hoyos. Así no se jugaba al golf. Necesitaba sentirme libre. Era necesario que todo fluyera. Me apliqué aquello que solía decirse: no se puede pensar y hacer un swing al mismo tiempo.

Tener a Fluff a mi lado me tranquilizaba. Había sido el caddie de Peter Jacobsen durante dieciocho años: lo vio ganar seis torneos. Pero Peter había estado jugando lesionado y tuvo que abandonar el campeonato de la PGA en agosto del año anterior. Iba a descansar un tiempo. Me enteré y lo llamé para pedirle permiso para que Fluff fuera mi caddie. Dijo que le parecía bien. Me puse en contacto con Fluff tras ganar el U. S. Amateur. Él me dejó bien claro que lo haría hasta que Peter se recuperara lo suficiente como para volver a competir. Me encantó que fuera tan leal.

Fluff tenía casi cincuenta años y era un espíritu libre. Jamás he conocido a nadie al que le guste más Grateful Dead; era todo un deadhead. Había estado en infinidad de conciertos del grupo. Hablamos mucho de los Dead desde que empezó a ser mi caddie, aunque la verdad es que yo no es que estuviera muy interesado en el tema. No era el tipo de música que me gustaba. A mí me iba más el hip-hop. Fuera como fuera, lo que me encantaba era la tranquilidad que me transmitía Fluff, al que en el campo le afectaban muy pocas cosas. Había sido mi caddie en los tres torneos que había ganado en la gira. Además de en los dos que gané en 1996, había empezado 1997 venciendo en el Mercedes Championship. Y Fluff siempre parecía saber qué decir. Ejercía tanto de psicólogo como de caddie. Se comportaba tal y como era. Su dejarse llevar por la corriente me tranquilizaba. Lo último que necesitaba cuando iba del noveno hoyo al décimo era notar tensión en el ambiente porque había jugado mal en los primeros nueve hoyos. La tensión y Fluff no eran compatibles.

Después llegué al décimo hoyo. Saqué el hierro dos de la bolsa. A Fluff le pareció bien esa elección. Lancé con firmeza. Así, eso era. Esa era la sensación que había tenido en Isleworth. Mis pasos se aceleraron mientras iba hacia la pelota y, desde una posición perfecta en la calle, la golpeé con un hierro ocho hasta dejarla a cuatro metros del hoyo: hice un birdie con el putt. «Vale, ya está —me dije a mí mismo—. Todo va a salir bien.» Lo supe desde el swing en el décimo hoyo. A veces, en el golf se puede dar la vuelta a todo con un solo swing, para bien o para mal. Ese había sido el swing que lo iba a cambiar todo. Estaba jugando en un campo pequeño para mis condiciones y había hecho el swing 59 de Isleworth. ¡Allá iba!

No erré ningún golpe en el resto del recorrido. Después de conseguir un birdie en el décimo hoyo, hice un golpe alto desde el borde del green en el duodécimo, con par 5, y logré otro birdie. Hice birdie en el decimotercer hoyo, con par 5; eagle en el decimoquinto, con par 5; y birdie en el decimoséptimo. Me había metido en el juego, lanzaba la bola lejos y donde quería que fuese. En el decimoquinto hoyo utilicé un pitching wedge para conseguir el eagle. Estaba concentrado. En el decimoséptimo conseguí el birdie después de lanzar con un lob wedge a ochenta metros por encima de la bandera y dejar la pelota a cuatro metros del hoyo. El putt de birdie en el decimoctavo, para hacer 29 en los últimos nueve hoyos, pasó justo por el borde derecho del hoyo: hice 30, seis bajo par, en los últimos nueve hoyos. Cuarenta. Treinta. Setenta. Estaba a tres golpes del líder.

A aquella hora del día, todavía había mucha luz. Fui al campo de prácticas para asentar la sensación del swing que había tenido en los últimos nueve hoyos de la segunda ronda. Mi entrenador de swing, Butch Harmon, estuvo conmigo mientras completaba excelentes swings uno tras otro. Ni Fluff ni Butchie —que era como lo solía llamar— dijeron nada. Estaba todo bien.