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Era lo que había estado esperando desde que me había hecho profesional ocho meses antes: mi primer Masters como profesional. Había estado entrenando para ese momento desde principios de año, incluso en otros torneos, en los que practiqué golpes que sabía que necesitaría en el Masters: lanzar la bola alta con un ligero efecto y hacer un putt de acercamiento para disponer de más tap-ins en mi segundo putt. Butchie y yo apuntábamos al Masters, apuntábamos muy alto.
Debido a que mi golpe preferido en el Augusta era de derecha a izquierda, pensé que una forma de mejorarlo cuando entrenaba era golpear las bolas con un driver con cabeza de madera de caqui. Tenía un antiguo driver Cleveland Classic y un MacGregor Eye-O-Matic, y los utilicé para asegurarme de que golpeaba la bola en el lugar adecuado, para lanzarla con efecto. Quería usar el efecto engranaje que se consigue con la madera de caqui. Las cabezas eran pequeñas en comparación con cómo se fabricarían con el tiempo y tenían suficiente abombamiento y bandeo como para hacer un swing normal con la punta, para que la pelota cogiera efecto. Si golpeaba más cerca del cuello, la bola iba hacia la izquierda. Podía trazar la dirección de la pelota como quisiera. Si apuntaba hacia la parte izquierda de la calle y golpeaba con el cuello, la bola siempre salía hacia la derecha. Si golpeaba con la punta, salía con efecto hacia la izquierda. En la actualidad, con los descomunales drivers de titanio no se consigue el efecto engranaje. Si se golpea con el cuello, la bola va hacia la izquierda. Si se golpea con la punta, a la derecha. Noté que sentía más la cara en la bola cuando practicaba con madera de caqui; esos palos me parecieron una herramienta ideal para prepararme para Augusta.
Todos los años tenía la impresión de que el Masters estaba a la vuelta de la esquina; lo tenía presente a todas horas y me recordaba que tenía que empezar a entrenar. Cuando era joven hacía lo mismo para el Junior World, el U. S. Junior y después el U. S. Amateur. Cuando me convertí en profesional, empecé a pensar en los cuatro grandes. De todos los torneos, eran los que quería jugar a mi mejor nivel.
Cuando jugué el Augusta National siendo amateur me di cuenta de que necesitaba golpear la bola lo más alto posible para evitar los búnkeres, montículos y pendientes desde los tees. Así que mi objetivo en las sesiones de entrenamiento y en las rondas que hacía para preparar el Masters no era solo golpear la bola para que fuera de derecha a izquierda, sino también sentirme cómodo lanzándola alta. Utilizaba la misma tabla de distancias que había usado en 1995 y 1996 porque el terreno apenas había sufrido cambios. Estos llegaron después, cuando el club decidió que tenía que alargar el campo e implementar otras modificaciones para compensar lo lejos que lanzaban los jugadores.
Fluff y yo sabíamos las distancias que debía recorrer la pelota por el aire hasta los montículos del hoyo decimoquinto; los habíamos medido y eran mi objetivo. Desde allí haría un drive que aterrizaría en la zona delantera y haría que la bola rodara rápidamente. También teníamos las medidas de vuelo de la pelota en otros hoyos importantes. Butchie y yo hablamos durante el entrenamiento previo al Masters sobre los golpes que necesitaba hacer en cada hoyo. «Ok, estás en el decimoquinto tee. Haz un drive que deje los montículos a la derecha.» Si alcanzaba mis objetivos en los hoyos con par 5, llegaría a los tramos rápidos con hierros medianos o cortos, y a los hoyos con par 4 con wedges. De esa forma convertiría los par 5 en par 4.
Conforme iba aprendiendo cómo se jugaba el Augusta National me fui dando cuenta de lo importante que era golpear alta la bola para salvar los búnkeres cercanos a los greens. Era la única forma de llegar cerca de los hoyos. No tenía sentido ensayar golpes bajos para el Augusta. No me extrañó que Lee Trevino nunca se diera cuenta de que tenía posibilidades de ganar el Masters. Tenía un gran control sobre la bola, pero golpeaba bajo. Sus mejores resultados en el Masters los obtuvo en 1975 y 1985, cuando empató en la décima posición. Ganó dos U. S. Open, dos British Open y dos PGA Championship, pero el Masters se le resistió. No era un campo adecuado para un jugador tan creativo como él. Es lo que dijo cuando decidió no disputar los Masters de 1970, 1971 y 1974. Posteriormente me enteré de que la verdadera razón por la que no había jugado esas ediciones era porque no se había llevado bien con Clifford Roberts, fundador del club y presidente del torneo, desde que se conocieron y le dijo que el campo no presentaba problemas para él. El Augusta está lleno de leyendas, positivas y negativas, y nunca se sabe hasta qué punto y cuáles son ciertas.
También había oído comentarios sobre jugadores negros que no habían podido jugar en el Masters. Todo el mundo estaba escribiendo sobre mí, por ser un afroamericano que disputaba su primer Masters como profesional. Intenté dejar claro que era afroamericano por parte de padre y asiático por parte de madre; describirme solamente como afroamericano era obviar mi herencia materna. En el U. S. Open de 1995 me referí a mí mismo como «canesiático», una palabra inventada, formada a partir de caucásico, negro y asiático. Nunca he creído que fuera correcto o justo pensar en mí solo como afroamericano. Nunca lo haré. Lo que está claro es que tener una gota de sangre negra supone que en Estados Unidos te consideren afroamericano.
Lo que yo quería era ser jugador de golf y que la gente me viera como tal, pero, evidentemente, no lo iba a conseguir. A pesar de todo, controlaba mi juego. La forma de tener más oportunidades de ganar era golpear alta la bola, dejarla en los lugares adecuados cercanos a los greens y controlar la velocidad de los putts. Me había centrado en esos aspectos.
Dediqué mucho tiempo a todos los aspectos de mi juego, excepto a las bolas bajas. Había trabajado con Butchie desde principios de año en poner menos intensidad en los putts. Cuando era juvenil y después amateur, solía intentar embocar todos los putts; eso provocaba que aún tuviera mucho trabajo por hacer cuando el primer putt pasaba junto al hoyo. Pero así era. Me entregaba en cada uno de los aspectos de mi juego y demostraba esa actitud con todos los palos de la bolsa, del driver al putter. En el Bay Hill y el Players Championship, un par de semanas antes del Masters, Butchie y yo pensamos que empezaba a entender lo que significaba el cup speed. Aprendí a golpear una bola para embocarla desde cualquier parte del hoyo: delante, detrás, por los lados y por todos los puntos intermedios. Respecto al swing, continué trabajando para rebajar el efecto con los hierros, para que la pelota no retrocediera al aterrizar en los greens de Augusta.
Era el tipo de jugador que prefiere ser más enérgico que conservador en los golpes, sin correr riesgos innecesarios cuando la penalización por errar un golpe era importante. A pesar de todo, no me resultaba fácil refrenar mi espíritu temerario. Los greens de Augusta exigían un enfoque más prudente. Una forma segura de eliminarme del torneo sería tener que hacer putts de vuelta continuamente para estar al par después de haber lanzado la pelota unos centímetros más allá del hoyo en los resbaladizos y ondulados greens. Agarraba el putter con fuerza, quizá para sentir que me emocionaba completar un putt. Pero en el Augusta es peligroso hacerlos así. Butchie me propuso una nueva forma de no extralimitarme con el putter; debía agarrarlo, si no con más suavidad, sí sin lo que los jugadores llaman el agarre «mortal». Butchie encontró un fabricante que vendía un putter que sonaba si se agarraba con demasiada fuerza. No me gustó nada, pero era muy práctico. Practicaba con él en casa y en las habitaciones de hotel durante los torneos e incluso en las rondas de entrenamiento. Me daba vergüenza que sonase y en ocasiones tuve problemas para que dejara de hacerlo.
Podría pensarse que simplemente tenía que dejar de forzar el agarre, pero me resultaba muy difícil. Podía agarrarlo con suavidad sobre la bola, pero instintivamente intensificaba el agarre en la empuñadura al hacer el ensayo antes de mover el putter hacia atrás. Butchie se reía como solo él sabe hacerlo cuando no conseguía relajar el agarre, pero con el tiempo aprendí a aflojarlo. Con todo, siempre he tenido tendencia a agarrar con fuerza la empuñadura.
Al mismo tiempo también dedicaba incontables horas a trabajar otras partes de mi juego en corto. Fue una suerte haber pasado tiempo con Seve Ballesteros en Houston, cuando los dos entrenábamos con Butchie. Seve había ganado el Masters en 1980 y 1983. Había visto esos torneos en vídeo. A menudo se utiliza la palabra «mago» referida al juego en corto de Seve. Es lo que era: un mago. Llegué a pensar que cerca de los greens podía hacerlo casi todo con la pelota de golf. Pasó horas enseñándome su juego en corto. Practicábamos hasta que anochecía. Quería saber cómo se las apañaba. Yo no era capaz de hacer todos los golpes que él daba, pero entendía partes de ellos. Le pregunté cómo lo hacía, pero saberlo no implicaba que consiguiera hacerlos. De todos modos, eso no era tan importante: no necesitaba todos sus golpes o utilizarlos como él lo hacía. Podía ser creativo a mi manera.
Marko también me había ayudado a prepararme para Augusta, mientras trabajé para adquirir lo que mi padre calificaba como «modo mayor». A pesar de que había jugado dos veces el Masters, todavía era joven y sin refinar. Mientras jugaba con Marko en Isleworth me di cuenta de que no sabía jugar. Podía lanzar lejísimos, pero eso solo era la parte fácil. Necesitaba una mayor variedad de golpes y aún no había desarrollado las partes físicas del juego. Tenía un juego relativamente inmaduro, todo potencia con cualquier palo que tuviera en las manos.
Durante nuestra primera sesión después del torneo amateur de 1993, Butchie me preguntó si tenía un golpe de referencia, automático, cuando no estaba haciendo bien el swing. Todo jugador necesita un golpe fiable que pueda poner en práctica, y yo no tenía ninguno. Le dije a Butchie que mi golpe de referencia era el de siempre: hacer un swing tan rápido como podía, darlo todo en cada golpe. Después iba a buscar la pelota y volvía a golpear. Pensó que jugar de esa forma era cosa de niños engreídos. Y la verdad es que tenía razón. Pero le gustó mi actitud. Tenía un estilo propio y había ido ganando torneos, así que funcionaba. Cuando empecé a trabajar con Butchie había ganado tres U. S. Junior consecutivos. ¿Sabía cómo puntuar y ganar? Sí, en una categoría juvenil. Sabía cómo hacer mi trabajo. Pero necesitaba más golpes y mantener la distancia, además de ser más preciso.
Estaba claro que en los greens de Augusta utilizaría sobre todo hierros cortos. Pero no sabía cómo emplearlos con suavidad, cómo dar los golpes medios o cómo dominar el golpe para conseguir la distancia que deseaba, fuera cual fuera. Butchie insistió en que aprendiera a golpear la pelota para que quedara al nivel del hoyo. No se estaba refiriendo a donde estaba la bandera, sino a la distancia que uno decidiera. Si la bandera estaba a ciento sesenta y cuatro metros, quizá fuera preferible asegurarse de que la bola recorría ciento sesenta metros para que se quedase algo corta y poder hacer un putt cuesta arriba.
En el Augusta también había muchos hoyos en los que necesitaría conocer el punto adecuado para embocar la bola, en función de la posición de la bandera. El noveno green era un buen ejemplo. En el Masters de 1995 aprendí que nunca debía ir más allá del hoyo. Podía hacer un putt fuera del green desde allí. Pero ¿cómo dar un golpe de aproximación a un punto que realmente no me llamaba la atención? Al igual que todos los jugadores, tenía problemas para ver otra cosa que no fuera la bandera. Para el Masters de 1997 ya había aprendido a concentrarme en la distancia a la que tenía que lanzar la bola para que aterrizara en el lugar adecuado. Sabía cómo olvidarme de la bandera. Marko me ayudó, aunque no fue fácil. Eso nunca será sencillo.
Llegué al Augusta un lunes después de volar desde Orlando con Marko. Mi padre vino al día siguiente, con su médico, el doctor Gene McClung, que se quedó con nosotros. Mi madre también estaba allí, al igual que mis amigos Mikey Gout y Jerry Chang.
Mikey y yo crecimos en la misma calle y cursamos primaria juntos. Después de clase jugábamos al baloncesto o con videojuegos en casa de alguno de los dos. Entre nuestras casas había un campo y llevábamos palos para dar algunos golpes. Mi padre propuso darle clases a Mickey, pero él estaba más interesado en el fútbol.
Un día estaba jugando al fútbol con Mickey y un par de amigos. Llevaba el balón y corrí sin mirar hacia delante: la típica fanfarronada. Me di contra un árbol y me quedé inconsciente. Tumbé el árbol y sufrí una conmoción cerebral. Los idiotas de mis amigos no querían llevarme a casa porque tenían miedo de la reacción de mi madre. Sin embargo, lo hicieron. Aunque se supone que se ha de despertar a la persona que tiene una conmoción y observar cómo reacciona, mis amigos se limitaron a dejarme en la puerta, llamar al timbre y desaparecer (gracias, colegas). A pesar de ello, seguimos siendo buenos amigos.
Jerry y yo nos conocimos en Stanford. Había pertenecido al equipo de golf, acababa de licenciarse y viajaba conmigo. Tuve la impresión de que volvíamos a estar en la universidad, yendo de torneo en torneo, excepto que por el hecho de que yo disputaba más campeonatos y lo hacía contra los mejores jugadores del mundo. En cuanto a torneos, el golf profesional no era muy diferente del que jugábamos en la universidad; por eso me gustaba tener cerca a los viejos amigos. Organizamos acaloradas partidas de tenis de mesa, de videojuegos y lanzamos algunos tiros a canasta, fuera de la casa. Algunos de los partidos fueron muy reñidos. Era tan competitivo como en el campo de golf.
Jerry era el conductor en la semana de Augusta. Me llevó y me recogió en el campo todos los días en un Cadillac negro, cortesía del Masters. A veces, cuando mi padre quería ir, también lo llevaba. Normalmente, Jerry se quedaba en casa cuando mi padre estaba allí para ayudarle en lo que necesitara. Jenny Hull, secretaria personal de Kevin Costner, también estaba con nosotros. Había jugado con Kevin en el AT&T Pebble Beach National Pro-Am aquel año, donde conocí a su caddie, Brian Hull, hermano de Jenny. Brian había jugado en el equipo de golf de la University of Southern California. Tenía pensado pasar un tiempo con Kevin después del Masters, mientras rodaba Mensajero del futuro en Bend, Oregón.
Kathy Battaglia y Hughes Norton trabajaban en IMG, mi agencia en ese momento. Se quedaron en la casa de la IMG, pero Kathy fue la supervisora de la nuestra durante toda la semana. Estaba en el barrio de Conifer, al oeste del campo, a unos diez minutos con tráfico despejado. Sabía que mi padre no podría ir al campo todos los días. Así pues, Kathy alquiló un televisor con una pantalla enorme para que viera el torneo. Un tipo que vivía en la zona se encargó de cocinar. El menú era siempre el mismo, al menos para mí: pollo o bistec.
El lunes por la mañana me levanté a mi hora habitual, muy temprano. Rara vez dormía más de cuatro o cinco horas, y solía abrir los ojos de cuatro a cinco de la mañana, sin despertador. Para mí, levantarme más allá de las seis era quedarme dormido. Utilicé el cuentakilómetros del coche para hacer rutas de tres o cuatro kilómetros en la zona en la que vivíamos. Me encantaba correr. Por la mañana, después de desayunar, normalmente algún tipo de avena, salía a la calle para correr seis u ocho kilómetros, ida y vuelta. Tardaba una media de cuatro minutos treinta en hacer un kilómetro. Eso era correr rápido. Si quería trabajar duro, lo hacía en cuatro. Lo que estaba claro es que empezaba el día sudando.
En el instituto practiqué atletismo y durante algunos años me habitué a correr, incluso durante los torneos. La oscuridad me relajaba y dejaba que todo fluyera por mi mente. Para mí, correr era como meditar. Podía librarme de todo tipo de estrés, ansiedad, agitación o nervios. A veces, cuando corría con mal tiempo, me entraban ganas de dejarlo, porque llovía o hacía frío. Pero nunca me permitía abandonar y utilizaba esa circunstancia como motivación. Correr en condiciones adversas me daba la oportunidad de poner a prueba mi voluntad, incluso quizá reforzarla. Pensaba en algo que dijo Mohamed Alí: la voluntad ha de ser más fuerte que la habilidad. Quería considerarme un deportista y hacer lo que hacen los deportistas.
Muchas personas no creen que el golf sea un deporte. Cuando jugaba en el equipo de golf del instituto, ni siquiera me consideraban deportista, pero tenía que hacer ejercicio. No había elección. Tenía que participar en los entrenamientos del equipo e ir a la sala de pesas. Después me di cuenta de que aquello era muy útil y empecé a disfrutar.
Siempre he pensado que el golf debería considerarse un deporte y que, cuanto más en forma estuviera, mejor lo practicaría. Pero mi padre también me enseñó desde que era niño a fortalecer la mente. Como amateur —cuando empezaba perdiendo y después ganaba torneos nacionales— y durante mis primeros siete meses como profesional, aprendí que mi mente podía ser mi mejor aliado. Lo más importante era no darse nunca por vencido, desde el primer golpe en el primer hoyo hasta el último al final del recorrido. El primer hoyo es tan importante como el último y todos los golpes tienen la misma importancia. Les dedicaba la misma concentración, la misma intensidad. No me esforzaba más cuanto más avanzaba en un torneo. Nada cambiaba. Me afanaba tanto como podía desde el primer golpe. Aprendí a tener esa mentalidad y a conservarla. Esa era la forma en la que iba a enfocar el primer golpe del Masters. Cada ronda duraría unas cinco horas como mucho, así que me quedaban otras diecinueve para recuperarme. ¿Por qué no iba a concentrarme tanto como pudiera esas cinco horas? Lo hacía y acababa rendido.
Necesitaba reforzar mi voluntad porque la fuerza mental es una baza importante en el golf, pero también porque ya me había sometido a algunas operaciones, acompañadas de dolor en la rehabilitación y en la recuperación. La primera fue en 1994, mientras estaba en Stanford: me extirparon dos quistes de la vena safena de la rodilla izquierda que afectaban el nervio safeno. Tengo una gran cicatriz en la parte posterior de la rodilla. Me operaron pocas semanas antes de mi decimonoveno cumpleaños, el 13 de diciembre. Cargué el coche y me fui a Cypress. Quería jugar en mi cumpleaños y fui a rehabilitación todos los días. Los fisioterapeutas y los preparadores consiguieron que recuperara el movimiento de la rodilla y, finalmente, me quitaron los puntos. La hinchazón también se redujo. Sin embargo, me llevé una decepción cuando me dijeron que todavía no podía jugar. Ansiaba estar en un tee de salida. A pesar de llevar un voluminoso aparato ortopédico de color verde, pregunté si podía jugar con él. Me recomendaron que no lo hiciera, pero también dijeron que no me pasaría nada si lo hacía.
«¡Que les den!», pensé, y me fui a jugar con mi padre al campo de la Marina. No creyó que fuera buena idea, pero le engañé. Empecé preguntándole si podía estar en el carrito mientras jugaba con sus amigos. Dijo que sí. Después comenté si podía llevar mis palos, para dar golpecitos en un green o hacer putts.
De repente, sin que mi padre se diera cuenta, estaba haciendo un tee de salida al lado de sus amigos: llegué a mitad de la calle. Cuando se interesaron por mi rodilla les contesté que estaba bien, aunque el dolor era atroz y la procesión iba por dentro. El par de los primeros nueve hoyos era 37: hice 31. «¿Sabes qué? Creo que por hoy es suficiente», le dije a mi padre. Notaba que la piel sobresalía en el aparato ortopédico. La rodilla se estaba hinchando tanto que tuve que apretarlo más. Era como cuando te tuerces un tobillo. No te quitas el zapato porque se hinchará. Yo seguí con el aparato porque tenía que ver jugar los últimos nueve hoyos a mi padre y a sus amigos. No podía ir a ningún sitio para poner la pierna en alto con hielo. Tenía que hacer los nueve hoyos. Y lo hice, sin dejar ver lo mucho que me dolía. La mente es muy poderosa.
Jerry me llevó al campo después de la carrera por la mañana. Fui a la oficina de Jack Stephens, presidente del torneo, porque quería preguntarle algo. «Siéntese», me invitó. Lo hice y le dije: «Señor Stephens, ahora soy jugador profesional, pero me clasifiqué para este torneo porque gané el U. S. Amateur. Sé que la tradición del Masters impone que el ganador del U. S. Amateur juegue la primera ronda con el actual campeón del Masters. No sé si esa tradición se mantendrá en mi caso, ya que he venido como profesional. ¿Jugaré con el actual campeón?».
Mis victorias desde que me había convertido en profesional me habían asegurado la participación en el Masters. Sin embargo, precisamente porque ahora era profesional, el hecho de haber ganado el U. S. Amateur no debía contar. No estaba seguro de si mis victorias en el campo profesional me permitirían enfrentarme al campeón, tal y como deseaba. Mi triunfo en Las Vegas Invitational, mi primera victoria como profesional, no me habría convertido en pareja del campeón. Este juega la primera ronda con el último ganador del U. S. Amateur, no con el del PGA Tour.
El señor Stephens se recostó en la silla y se quedó callado. Parecía estar pensando la respuesta. Nunca olvidaré ese momento: «Hijo, te has ganado ese derecho». Le di las gracias: valoraba mucho esa oportunidad. El señor Stephens me deseó buena suerte y me fui. Podía haberme dado otra respuesta, que como profesional no podía jugar contra el campeón, por ejemplo. Lo hubiera entendido, pero me habría llevado una gran desilusión. El Augusta National tiene control absoluto sobre los emparejamientos, así que podían haber hecho lo que hubieran querido. Pero Will Nicholson, entonces presidente del comité de competición de Augusta (murió en mayo de 2016), dijo que, a pesar de volver a clasificarme para el torneo tras mis victorias como profesional, debía jugar contra Nick Faldo, pues el señor Stephens había dicho que tenía derecho a hacerlo. Salí de su oficina entusiasmado.
El señor Stephens tenía razón, me había ganado el privilegio de jugar con el campeón. Para mí no fue fácil tomar la decisión de convertirme en profesional en agosto de 1996, pero me había dado cuenta, tras consultarlo con mi padre, de que ya no tenía nada que hacer en el golf amateur. Había ganado todos los torneos amateurs importantes. Había llegado la hora de subir de nivel.
Mi padre había insistido en que tenía que ganarme ese ascenso en los campos, ganando torneos. Pasé del golf juvenil local al golf juvenil nacional, y después al golf amateur nacional. Fui ganando en cada categoría que jugué. Eso sí, cada vez que subía de categoría, empezaba con una derrota. Al principio, nunca era lo suficientemente bueno. Para la edad que tenía, era capaz de lanzar la bola muy lejos, pero eso no implicaba que ganara al resto de los jugadores de mi grupo de edad.
Cuando perdí ante Justin Leonard en el Big I, el Insurance Youth Golf Classic del Texarkana Country Club de Texarkana, Arkansas, solo tenía trece años. Justin tenía diecisiete. Lancé a mucha distancia para un chaval de mi edad, pero no para uno de diecisiete. Todos lanzaban más lejos que yo. Ellos eran jóvenes, mientras que yo solo un niño mayor: había una gran diferencia entre nosotros. Eran más grandes, más fuertes y más eficientes. Sabían cómo controlar la pelota. Eran más listos. Tenía mucho camino por recorrer, mucho que aprender.
Acabé mi carrera juvenil ganando tres U. S. Junior consecutivos. Tras conseguir el primero en julio de 1991, hice 152 al mes siguiente en el U. S. Amateur y no conseguí clasificarme para el juego por hoyos. En 1992, hice 78-66 y me clasifiqué para el juego por hoyos, pero perdí contra Tim Herron en la segunda ronda. Volví a entrar en el juego por hoyos en 1993, pero me echaron de nuevo en la segunda ronda. El salto del golf juvenil al siguiente nivel fue difícil. Tras perder esa segunda ronda, mi padre se puso en contacto con Butchie y le preguntó si podría ayudarme con el swing. Tres años después, cuando gané el U. S. Amateur (el tercero consecutivo) de 1996, quedó claro que estaba preparado para convertirme en profesional. Había conseguido hacer la transición del golf juvenil al amateur. Ahora había llegado el momento de dar el siguiente paso.
A pesar de todo, tampoco había hecho gran cosa en los torneos profesionales que había jugado como amateur. Nunca competí en ninguno de los diecisiete torneos en los que participé. Solo me clasifiqué en siete de ellos. Era cierto que había ganado tres U. S. Junior y tres U. S. Amateur, pero eso no significa nada en relación con las giras. Me hice profesional la semana después de mi último U. S. Amateur y de jugar en el Greater Milwaukee Open. Tenía siete torneos en los que podía conseguir exenciones de patrocinadores e intentar ganar suficiente dinero como para pagar el derecho a jugar en la temporada de 1997. Debía ganar tanto como el tipo que acabó en el puesto ciento veinticinco de la lista de dinero acumulado. Necesitaba jugar bien. Recordé el Los Angeles Open de 1992 en el Riviera, en el que hice 72-75, pero en el que no me clasifiqué. Creí que lo había hecho bien, pero quedé diecisiete golpes por debajo de Davis Love III. ¿Cómo podía estar tan lejos aún? Solo tenía dieciséis años, pero no era tan bueno. De hecho, comparado con los otros jugadores del circuito, era pésimo.
Hasta el British Open de 1996 en el Royal Lytham & St. Annes Golf Club el mes antes de dejar mi condición amateur, no estuve listo para jugar con los profesionales. En la segunda ronda hice siete birdies en once hoyos, y 66 después de haber empezado con 75. El fin de semana hice 70-70, con 281 en total, y fui low amateur. Aquello me empataba con el jugador inglés Iain Pyman en cuanto a puntuación low amateur en un open; él había hecho 281 en el open de 1993 en el Royal St. George’s, que ganó Greg Norman.
Los 66 que hice en Lytham, donde dormí en el suelo de la habitación del hotel porque no me gustó la cama (el colchón era demasiado blando) lo cambiaron todo, sobre todo después de mi pésima primera ronda. Saber que podía hacer tantos birdies en una vuelta de un circuito me llenó de confianza. Los siete birdies en un tramo de once hoyos los hice cuando al cabo de solo cinco estaba sobre par del día, y cuatro sobre par en el torneo. Estoy seguro de que Richard Noon, un chaval del club que fue mi caddie durante esa semana, pensó que no me clasificaría. Años después le comentó a Ewan Murray, un periodista del Guardian, que dije: «Hay que darle la vuelta». Richard añadió que, a partir de entonces: «Fue como si se hubiera accionado un interruptor».
Confiaba en mí mismo. Me di cuenta de que podía jugar ese torneo como profesional. Empezaba a ser más eficaz y no desperdiciaba golpes como en anteriores campeonatos profesionales. Era cuestión de entrar en una buena dinámica: a partir de ahí, todo me iría bien. Cuando llegué al Open no tenía muy claro que al poco sería profesional, pero la segunda ronda me convenció de que era lo suficientemente bueno no solo para jugar contra los profesionales de los circuitos, sino que podía competir y ganar.
Al echar la vista atrás, de una cosa que me arrepiento es de no haberme quedado otro año más en Stanford, porque me gustaba mucho. Echaba de menos las noches en las que nos juntábamos un grupo de estudiantes y hablábamos de todo. Extrañaba irme en Navidades y estar deseando ver a mis amigos para ponernos al día. Los alumnos de Stanford son excepcionalmente inteligentes, por lo que algunas de nuestras conversaciones se alargaban mucho. Una noche hablamos sobre Descartes durante tres horas; cinco o seis personas charlando apasionadamente. Otra noche hablamos sobre la evolución de las tribus mongolas de Asia central. Yo podía hablar durante horas sobre la evolución del swing, pero aquello era un nuevo mundo para mí: me pareció muy sugerente. Era estimulante charlar sobre temas que no se solían tratar en los circuitos. Echaba de menos esas conversaciones, pero había llegado el momento de convertirse en profesional.
Jamás había visto nada como lo que vi en Milwaukee en mi primer torneo como profesional. En el L. A. Open que había disputado cuando tenía dieciséis años, el primer tee estaba abarrotado y se produjo un gran alboroto cuando empecé mi ronda. Pero una vez que comencé a jugar, el público se fue a ver a los mejores jugadores; aprendí a estar rodeado de multitudes, pero también a jugar cómodo cuando los espectadores se iban. En Milwaukee pasó algo muy diferente. Estuve rodeado de una multitud durante todo el partido. Era muy diferente a otros torneos del circuito porque la mayoría de los espectadores solo seguían a mi grupo. Era alucinante. En Milwaukee hice mis primeros trescientos metros en una calle: fue una sensación muy agradable.
Jugué una ronda con Bruce Lietzke. Estaba deseando hacerlo porque le daba mucho efecto a todos los golpes. Ni siquiera entonces se veían jugadores que curvaran tanto la trayectoria de la bola. Daba efecto hacia la izquierda o hacia delante. Pero también hacia la derecha. Me habían hablado de su juego y lo había visto por la televisión, pero presenciarlo en directo era muy diferente. Lanzó tan lejos hacia una bandera a la izquierda que pensé que la pelota había desaparecido. Estaba a punto de gritar: «¡Bola!», cuando, de repente, empezó a girar y a volver, y acabó a tres metros del hoyo. «Vale. Eso no me lo esperaba», pensé. Simplemente era otra prueba de que los jugadores de circuitos tenían mucho nivel. Todos ellos. Nadie entraba en un circuito por suerte.
Después de convertirme en profesional tuve la sensación de que jugaba todas las semanas, lo que era muy diferente a participar en uno o dos torneos universitarios al mes. Quería ganar el carné del PGA Tour de 1997, lo que implicaba que tenía que seguir jugando. En Milwaukee acabé empatando en decimosexta posición. La semana siguiente quedé undécimo en el Canadian Open, que se acortó por la lluvia: hice tres rondas. Empaté en el quinto puesto en el Quad Cities Open, y en el tercero en el B. C. Open de Endicott, mi cuarto torneo desde que me había hecho profesional (también se acortó debido al mal tiempo). Mis ganancias en esos primeros cuatro torneos garantizaban que acabaría el año entre los ciento cincuenta jugadores que más dinero habían ganado. Gracias a ello, en 1997 me concederían exenciones ilimitadas de patrocinadores. Todos los participantes en el B.C. Open me felicitaron por haber conseguido el carné tan rápidamente. Fue uno de los mejores momentos de mi vida.
Ya era un verdadero profesional. Había asegurado mi carné y había conseguido mi sujetabilletes, el reconocimiento tangible de que había entrado en el PGA Tour. Dos semanas más tarde, gané el Las Vegas Invitational; después acabé tercero en el Texas Open y gané el Disney en octubre. Empezaba a sentirme cansado, pues en la universidad nunca había jugado tantos torneos. Quizá sea una locura hablar de un jugador quemado a los veintidós años, pero así me sentía después del Disney. A finales de año conseguí descansar un poco; a principios de 1997, gané el Mercedes Championship, el torneo reservado para los ganadores de la anterior temporada.
Para entonces ya apuntaba hacia el Masters. Mis intentos de mejorar en el juego corto continuaron el lunes de la semana del torneo. Jugué nueve hoyos con Seve y Ollie. Fue una clase magistral: su golf me recordó a las improvisaciones de jazz que tanto le gustaban a mi padre. Disfrutaba cuando el talento combinaba distintos elementos musicales y creaba algo de la nada. Las improvisaciones de jazz no son eso: improvisaciones, que, por lo tanto, no se pueden ensayar. En el Augusta se pueden entrenar todo tipo de golpes, pero forzosamente siempre has de golpear la pelota desde una posición nueva. Seve y Ollie eran unos genios de la improvisación, ganadores del Masters. Tal como he mencionado anteriormente, Seve lo ganó en 1980 y 1983, y Ollie en 1994 (también lo ganaría en 1999). En nueve hoyos me dieron una lección de golpes ingeniosos. Después de jugar con ellos, me sentía eufórico. Cuando siguieron la ronda por su cuenta, intenté todo tipo de golpes.
Poco después me contaron una historia sobre Seve que resumía su espíritu, su competitividad y su creatividad. Estaba jugando con Tom Kite en la última ronda del Masters de 1986 y habían llegado al octavo hoyo, con par 5. Entonces no había muchos jugadores capaces de llegar al green en dos golpes, pues las bolas todavía no se habían convertido en misiles. Tom había hecho unos noventa metros, mientras que el segundo golpe de Seve se quedó a cuarenta y cinco metros del green. Aquello me enseñó que para Seve no era importante tener un golpe con el que llegar al green. Si tenía que dar golpes que alcanzaran la mitad o tres cuartos de la distancia, le parecía bien. Creo que los disfrutaba más que los golpes largos. Siempre quería hacer algo con la bola. Los golpes convencionales y lograr la distancia exacta no le atraían. Seve era un jugador sensitivo. Me gustó su estilo desde que lo conocí y no me sorprendió aquella historia, sobre todo cuando recordé los golpes que hizo cuando jugamos el lunes del Masters de 1997.
Aquel domingo de 1986, Kite lanzó un potente wedge al green y lo embocó. Imagino a Seve mirando a Kite después de ese golpe mientras pensaba en el as en la manga que estaba a punto de mostrar. Tenía pensado algo especial. Iba a hacer magia.
Estudió su golpe. El hoyo estaba a la izquierda de una parte del green ligeramente elevada. Tenía un par de opciones, por lo menos. Podía lanzar la pelota directamente hacia el hoyo o darle efecto para asegurarse de que frenara rápidamente. Pero vio otra forma de hacerlo. Podía utilizar el contorno derecho del hoyo. Lanzó un golpe de aproximación corto y bajo para aprovechar la pendiente y que rodara hacia el hoyo. Dudo mucho que hubiera practicado ese golpe, pero estoy seguro de que vio claramente la trayectoria, los rebotes y la caída. La bola salió disparada por la calle, aterrizó en el green, siguió rodando, subió la pendiente, rodó a la izquierda y de lado, y cayó en el hoyo encima de la de Tom. Los dos habían embocado sus golpes de aproximación y habían hecho un eagle. Según me contaron, ambos se alegraron muchísimo. Fueron juntos hacia el green saludando al público. Es una pena que la CBS no cubriera ese hoyo. Debió de ser un momento muy especial: un Seve memorable.
Lo más genial del Augusta National es que permite ser imaginativo cerca de los greens. Y yo sabía que cuanto más imaginativo pudiera ser, más inspirado me sentiría. Era otra de las razones por las que estaba tan entusiasmado con mi primer Masters. En realidad, con mi primer grande como jugador profesional.