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Viernes, 11 de abril de 1997

El viernes, Paul Azinger y yo subimos juntos la decimoséptima calle a última hora de la tarde. La segunda ronda casi había acabado e íbamos charlando. Paul estaba en el par de la ronda y tres bajo par en el trofeo; yo andaba seis bajo par en el día y ocho bajo par en los treinta y cuatro hoyos que había jugado. Lideraba el Masters y había jugado bien la segunda ronda. Estaba muy concentrado y daba golpes contundentes que salían tal como quería. A pesar de que prefería que no me distrajeran (aún quedaba un hoyo y medio por jugar), no había razón para que no pudiéramos hablar entre los golpes.

Los jugadores tienen estilos diferentes, estaba acostumbrado. Nick Faldo y yo no habíamos dicho ni una palabra durante la primera ronda, lo que me pareció bien. Prefería estar encerrado en sí mismo todo el tiempo. Respetaba su postura. Nos llevábamos bien. Nos dimos la mano en el decimoctavo hoyo: esa fue toda nuestra interacción.

Por el contrario, a Paul le gustaba hablar. Nos decíamos los habituales: «buen golpe, excelente juego» y ese tipo de comentarios, pero también hablábamos mientras íbamos andando para hacer los golpes. Seguro que el público se preguntaba cuál era nuestro tema de conversación. Pues bien, por sorprendente que parezca, estábamos jugando la segunda ronda de uno de los grandes y hablábamos de posturas. Las rondas duraban cuatro horas como mínimo, como suele suceder en los torneos, y me alegraba poder hablar de todo un poco. Fluff y yo lo hacíamos sobre deportes: principalmente, béisbol, baloncesto, fútbol americano durante la temporada (soy aficionado al L. A. Dodgers, L. A. Lakers y Oakland Raiders) y hockey, su deporte favorito. También tenía un buen repertorio de chistes y un imperecedero cariño por los Grateful Dead. A mí no me gustaban ni los Rolling Stones. Fui a un concierto, oí un par de canciones y no me engancharon. Prefiero mil veces el hip-hop.

Comparado con los deportes más populares (como el béisbol, el fútbol americano, el baloncesto y el hockey), una ronda de golf dura mucho tiempo. De acuerdo, esos deportes se alargan por los obligatorios anuncios de televisión, pero lo único que haría que uno de sus partidos durara cuatro horas sería entradas extra o prórrogas.

A pesar de que llevaba jugando torneos mucho tiempo, en ocasiones seguía sintiéndome agotado mentalmente, no tanto físicamente. El tiempo que se tarda en disputar una ronda en un torneo es uno de los desafíos del golf. Y yo lo agradecía. Me esforzaba al máximo desde el primer golpe hasta el último putt, por lo que no era de extrañar que acabara extenuado. Para mí no era un problema, podía esforzarme durante las cuatro o probablemente cinco horas que duraba una ronda. Habría sido una locura no adaptarme a la duración del juego.

El Masters no está pensado para ser rápido, sino para poner a prueba la determinación y la resistencia tanto como el talento físico, seguramente más. Mi meta era dar todo lo que tenía mientras estaba en el campo, durante ese periodo de cuatro o cinco horas. Tenía diecinueve horas para recuperarme del cansancio mental. Si no soportaba el esfuerzo, mejor habría sido no hacerme profesional.

Paul y yo habíamos completado una buena ronda, aunque la mía no había empezado de forma prometedora. Tras hacer par en el primer hoyo y un largo drive hasta una buena posición en el segundo, lancé la bola hasta el público con un hierro seis y después hice un pitch que no llegó al green. Pero todo se arregló rápidamente cuando hice una aproximación y emboqué. Era mi segundo par en nueve hoyos y pensé que quizá fuera una buena señal. Pero quizá no lo fue. Golpeé un driver en el tercer hoyo, con par 4, uno de mis hoyos favoritos del Augusta (en realidad, de cualquier otro campo).

Era como el décimo en el Riviera de Los Ángeles. Si se daba un golpe perfecto, se podía llegar al green con un drive. Pero si no lo conseguías o intentabas hacerte el listo en el segundo golpe, podías quedarte corto o, fácilmente, pasarte el green y enfrentarte a un golpe de recuperación casi imposible. El green del Riviera es pequeño y está en ángulo con el drive. El tercer green del Augusta también es pequeño y está protegido por marcadas pendientes. El contorno del green basta para ponerte nervioso, pues hay muchas serpenteantes ondulaciones que tener en cuenta. Me habían hablado y había visto bolas que habían salido hacia todas partes. Se podía hacer tanto birdie o eagle, como bogey o doble bogey. Era un hoyo difícil, a pesar de estar solo a poco más de trescientos metros.

Mi plan al utilizar el driver era que la bola rodara en el green. Si fallaba, quería que se quedara en una zona plana, a la derecha. El drive llegó a esa zona junto al green, que me hubiera proporcionado un golpe sencillo de aproximación si la pelota se hubiera parado. Pero cayó por la pendiente. Tenía que subirla con un pitch más allá de la pendiente o volvería rodando hacia mí. Golpeé con fuerza para salvar la pendiente, pero en ese ángulo el green se pierde de vista y le di con tanta fuerza y velocidad que no conseguí que la bola se quedara en el green. Intenté un golpe de aproximación a dos metros —la bola no dejaba de rodar— y fallé el putt para hacer par. Había hecho bogey en un hoyo al que casi había llegado con el driver.

Era culpa mía y recurrí a esos diez segundos que mi padre me había enseñado a utilizar. Dejé escapar la rabia y me preparé para el cuarto hoyo, con par 3, en el que hice par con un buen golpe hasta el green y dos putts. Había vuelto al estado «obsesionado con el próximo golpe» (sentir el swing, concentrarse en el objetivo) y lo demostré cuando lancé un fuerte drive en el quinto hoyo y utilicé un sand wedge para dejar la bola a medio metro: birdie.

A partir de ahí, la ronda fue bien y sentí que entraba en una racha de muchos golpes buenos y no demasiados que pudieran perjudicarme. En el octavo, en el que jugaba en la dirección del viento, un largo drive me permitió golpear con un hierro cuatro hasta el green, en el que hice dos putts: un birdie a diez metros. El noveno me costó, pero lo superé con un drive al que le di un brusco efecto hacia dentro que acabó en los árboles; desde allí, volví a dar un efecto intencionado hacia dentro con un hierro siete hacia el green. No tomó la dirección deseada y aterrizó entre el público que había a la derecha del green.

Tuve suerte de que muchos espectadores del Augusta se sentaban en sus sillas al comienzo de una ronda y nunca se las llevaban si querían ver jugar en otros hoyos. En el Augusta, la gente es tan educada que jamás se sentaría en una silla que no fuera suya. Si lo hicieran, seguramente les quitarían las insignias del Masters. Y son tan difíciles de conseguir que nadie quiere que le pase algo así. Al mismo tiempo, la mayoría de los espectadores se quedan en el hoyo que han elegido. A diferencia de otros torneos, el Masters proporciona a los jugadores un muro de personas que a veces se utiliza como valla de fondo.

Los espectadores que estaban sentados a la derecha del noveno green me dieron una barrera en el segundo golpe. La bola salió con demasiada velocidad de los árboles y quién sabe dónde habría acabado si no hubiera habido nadie allí. Rebotó en alguien que estaba sentado y acabó cerca del green. Hice par desde allí y me puse dos bajo par en la ronda. En el torneo, estaba cuatro bajo par, y eso después de haber estado cuatro sobre par en los nueve primeros hoyos.

Mi ronda empezó a despegar realmente cuando comencé los últimos nueve hoyos haciendo par en los tres primeros. En el decimotercer tee utilicé una madera tres y después un hierro ocho para llegar al green. En ese segundo golpe lancé a ciento cincuenta metros. Exprimí ese hierro ocho hacia la derecha. Aquello metió al arroyo en el juego, pero mi swing era como el que había hecho cuando había golpeado el hierro dos en el décimo hoyo el jueves para darle la vuelta a la ronda. Estaba seguro de que podría dar efecto a la bola para salvar el arroyo, convencido de que, si le daba demasiado efecto, no pasaría nada. Sabía que tendría que golpear con fuerza el hierro ocho. Y eso es lo que hice. Me sentí bien. El golpe acabó seis metros detrás del hoyo. Tenía la bandera enfrente.

Conocía ese putt, no porque lo hubiera hecho en las rondas de entrenamiento o en el Masters, sino porque meses antes lo había visto en los estudios del Golf Channel en Orlando. Vi cómo se curvaban todos los putts. El resto de los golpes no me interesaban y simplemente pasaba los vídeos hasta llegar a los putts. Al ver el putt con el que había hecho eagle en el decimotercer hoyo, me di cuenta de que no le había dado tanta curva como pensaba. El putt se enderezó en el hoyo. Casi fue a la derecha, hacia arriba. Cualquiera percibiría el golpe subiendo la pendiente, que acababa nivelada a la derecha. Pero había visto el putt y había interpretado que el green se allanaba cerca del hoyo. Le di menos curva de la debida porque había visto el putt en un vídeo. Hice un eagle y me puse en cabeza por primera vez. Fue gratificante ver que ese putt salió tal como esperaba. Siempre he estado muy agradecido a Golf Channel por dejarme utilizar su videoteca. Sin duda, influyó en ese putt.

Estaba lanzado. Golpeé con una madera tres y después con un sand wedge en el decimocuarto: dejé la bola treinta centímetros a la izquierda de la bandera de aquel difícil y confuso green. Hice birdie. El drive en el decimoquinto volvió a aprovechar el tramo rápido y se quedó a poca distancia del cruce, a más de trescientos metros. Llegué al green con un wedge y volví a hacer birdie. En el decimotercero, decimocuarto y decimoquinto hoyo me puse cuatro bajo par. En la mayoría de los hoyos con par 4 utilizaba hierros cortos; y hierros cortos e incluso wedges en los hoyos con par 5.

Nicklaus había jugado así cuando ganó cinco de sus seis Masters. Destrozó los hoyos con par 5 e hizo muchos birdies en los hoyos con par 4 porque utilizó wedges en los greens. Leí un artículo en el que, antes de una ronda en el Masters de 1963, alguien le preguntaba a Jack cómo se sentía. Jack tenía veintitrés años y contestó: «Fuerte, joven y malo». ¡Menuda forma de sentirse! Sabía que podía dominar el Augusta si hacía su juego.

Es difícil saber si es mejor lanzar la bola muy lejos y alta para tener un putt de birdie y no tener que hacer un putt a doce metros. Pero Jack también dijo que en el Augusta no había por qué correr riesgos, ya que el campo podía destrozar tu puntuación si se cometían errores en hoyos como en el segundo (lanzando la bola a los árboles) o en el undécimo, duodécimo, decimotercero, decimoquinto y decimosexto (por culpa del agua).

Estudié sus golpes y tuve en cuenta su punto de vista cuando pensé en cómo iba a hacer los míos. Jack había ganado seis Masters, así que no podía tener mejor maestro, aunque no hubiéramos hablado mucho sobre cómo jugó. Sin embargo, en una ronda en 1996 (y después viendo los vídeos de los Masters que ganó), su enfoque me quedó claro. Otra cosa que aprendí de él es que nunca es buena idea quejarse de los campos. Se dice que una vez que Jack estaba en un vestuario durante uno de los grandes, entraron varios jugadores quejándose del campo y pensó: «Ese está fuera de la lista de posibles ganadores, y ese y ese». Sabía que, si vas a quejarte, no tiene sentido lanzar en un tee. El campo no va a cambiar. Has de cambiarlo tú.

En ese sentido, Tom Watson también era un maestro. No le gustaban los campos links cuando jugó en ellos, pues no veía la lógica de que en una ronda, con el viento en contra, se lanzara a ciento veinte metros con un hierro cinco y, al día siguiente, con el viento a favor, a doscientos diez con el mismo hierro. Tampoco le gustaba que la bola rebotara en todas partes o que soliera caer en lo que se conoce como la «colección» o «reunión» de búnkeres. Pero no le costó mucho entender cómo se jugaba en los campos links y ganó cinco Open. Una mala actitud hacia un campo no lleva a ninguna parte. Es mejor no jugar. Pero una actitud en la que se acepta el desafío, te pone por delante de los jugadores que no la tienen.

En cuanto a Jack, me enteré de que mientras yo estaba jugando dijo que había convertido el campo en «nada» debido a la distancia que alcanzaba. Ese generoso comentario fue muy amable por su parte, pero me quedaba mucho por hacer antes de poder siquiera acercarme a lo que había hecho él en el Masters: lo ganó seis veces entre 1963 y 1986. Eso era mucho tiempo. Yo intentaba ganar mi primer Masters a los veintiún años, dos años antes de la edad que tenía Jack cuando había ganado el primero. Durante su carrera había alcanzado la «cima». Él era la cima. En 1997, cuando competí en el Masters, tenía cincuenta y siete años y todavía seguía jugando bien, a pesar de no estar muy contento consigo mismo en el torneo. Pero, tal como había demostrado en 1986, cuando tenía cuarenta y seis, sabía cómo ganar cuando competía.

Doce años después, en 1998, empató en sexta posición, cuatro golpes por debajo de mi amigo Marko, que ganó el Masters. Finalmente se había llevado uno de los grandes. Jack nos enseñaba el valor de la experiencia, sobre todo en los grandes. Y quizás más que en ningún otro sitio, en el Augusta. Era como un detective que había resuelto los misterios del campo. Le agradezco mucho todo lo que aprendí de él.

Después estaba Arnold. Tenía sesenta y siete años y jugaba su cuadragésimo tercer Masters consecutivo, tras haberlo ganado en 1958, 1960, 1962 y 1964. En enero de ese año le diagnosticaron cáncer de próstata y le operaron cinco días después. Lo primero que preguntó al médico fue cuándo podría volver a jugar; le contestaron que al cabo de seis semanas. Hizo un cálculo rápido y supo que tendría tiempo para preparar el Masters. Si había alguna posibilidad de jugar en el Augusta, aparecería por allí. Una vez estuve en el vestuario con él cuando ya era mayor y empezamos a hablar de la ronda que nos esperaba mientras nos poníamos los zapatos. El terreno estaba firme e imaginamos que tendríamos un buen día, porque los drives en las calles llegarían más lejos. Hablamos de estrategias y bromeamos. Cuando le dije que podría hacer 80, me contestó con un sonoro: «¡Vete a la M!». Era muy divertido estar con él y meternos el uno con el otro.

El viernes salió en la primera pareja, a las 8.20, con Ken Green. Yo estaba en la penúltima, con Paul. Empezamos a las 14.39 y me estaba preparando para la ronda cuando Arnold apareció en la calle decimoctava. Estaba cansado e hizo 89 después de haber hecho 87 en la primera ronda. En la segunda ronda, el público se ponía en pie para aplaudirle una y otra vez, y la ovación que recibió en el decimoctavo green cuando se acercó y lo acabó fue incluso más prolongada y ruidosa. Arnold y el Augusta llevaban juntos muchos años y un cáncer de próstata no iba a detenerlo. Me dijo que su puntuación le daba vergüenza y que no creía que su estado de salud pudiera haberle afectado tanto. Su puntuación no le importó al «ejército de Arnie».

Pocos años después, en 2004, Arnold, que entonces tenía setenta y cuatro años, jugó su quincuagésimo y último Masters. Cinco años después, en el 2009, Gary Player, que entonces tenía setenta y tres años, disputó su quincuagésimo segundo y último Masters. ¿En qué otro deporte se puede jugar durante más de medio siglo?

Mientras Paul y yo subíamos la decimoséptima calle se me aceleró el corazón: la ronda se había vuelto más intensa conforme progresaba. Las bromas de Fluff me relajaban, así como las breves conversaciones con Paul. Había llegado el momento de calmar mis pulsaciones, pues estaba a punto de lanzar. Sabía qué ritmo cardiaco necesitaba para poder hacerlo, cuándo aumentarlo y cuándo calmarlo. En cuanto a la energía que necesitaba poner en el swing, había un nivel en el que me sentía cómodo. Controlaba los latidos con la respiración. De ser necesario, era capaz de entrar en un estado casi zen.

Hice par en el decimoséptimo y el decimoctavo, me puse en 66: era líder con tres golpes de ventaja. Era una gran mejoría respecto a los otros dos Masters en los que había competido, en los que no hice par en las seis rondas que jugué. Una diferencia importante era haberme hecho profesional y disputar más torneos que cuando estaba en la universidad. Las otras veces que había ido al Augusta había estado estudiando por las noches para preparar los exámenes finales de Stanford, lo que era una gran desventaja respecto a los profesionales de ese torneo tan duro. Ya podía golpear todas las bolas que quisiera, durante horas y horas, y hacer putts en el suelo de la pista de voleibol de Stanford, pero aquello no podía sustituir a los torneos. En esa ocasión, los campeonatos que había disputado y ganado daban a entender que estaba listo para competir en el Augusta.

Después de la ronda, fui al campo de prácticas con Butchie y Fluff para trabajar en el swing. Había dado un par de golpes nada claros (como el drive en el noveno) y no quería irme hasta sacar esos golpes de mi interior y entender qué había salido mal. Practiqué moviendo la bola de izquierda a derecha, un golpe que me costaba cuando lo necesitaba, aunque era capaz de hacerlo cuando tenía una posición mejor con las manos y la varilla en el backswing. Lancé un par de bolsas de bolas y después Jerry me llevó a casa. Bueno, no directamente. Primero teníamos que parar en Arby’s, algo absolutamente necesario, pues había estado jugando bien dos días seguidos.

Al repasar la ronda en casa, hoyo por hoyo, llegué a la conclusión de que había hecho un golf inteligente y estratégico, tal como había planeado antes de ir al Masters. Era el estilo que Nicklaus aconsejaba para el Augusta: muchos jugadores se habían derrumbado al cometer errores de concentración y correr riesgos innecesarios. Todavía no lo dominaba, porque era muy joven, pero sabía que era importante jugar un golf eficiente. No tenía que ser espectacular ni necesitaba intentar llegar a banderas inaccesibles. Jack siempre decía que siempre se consiguen muchos buenos birdies si se golpea en el centro de los greens del Augusta. Intenté hacerlo en la mayoría de los hoyos, pero también me gustaba utilizar las pendientes para algunas veces acercar la bola al hoyo después de que cayera en una zona segura. Hacía buenos drives, por lo que sabía que podría llegar al birdie en los hoyos con par 5. Incluso podría conseguir algún eagle.

Mi plan para el sábado era más de lo mismo. Tal vez podría calificarse de golf aburrido, ya que no estaba forzando nada, tal como había hecho en 1995 y 1996. No era un veterano del Augusta, pero empezaba a entender el campo y a pensar en mi juego tal y como se debía. Estaba haciendo lo que había ido a hacer al Augusta.

Quizás a la gente no le gustó que después de la segunda ronda dijera que no me parecía diferente liderar el Masters que haberlo hecho en otros torneos que había ganado. Pero es que a mí me parecía igual porque no estaba jugando para ganar la copa de cristal o la chaqueta verde, ni para ser el primer jugador de una minoría racial que ganaba el Masters. Todo eso estaba allí, claro, pero en segundo plano. Jugaba por la alegría que produce competir… y por la búsqueda. Pero esa búsqueda la hacía para sacar el talento que llevara dentro. No era una búsqueda de un trofeo. Si hacía lo que sentía que podía hacer, todo lo demás (los honores, los regalos y los trofeos) llegaría.