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Si necesitaba una motivación extra para la tercera ronda, el día anterior me la proporcionó Colin Montgomerie en su rueda de prensa. Monty iba el segundo, tres golpes por debajo de mí, por lo que íbamos a ser la última pareja del sábado, a las dos. En la rueda de prensa se le preguntó por nuestras posibilidades ese día, y habló claro y dijo que todo el mundo vería en la tercera ronda lo que yo era capaz de hacer y que su experiencia podría resultar un «factor clave». No había duda: Monty tenía mucha más experiencia que yo. Entonces no lo conocía; con el tiempo me llevé bien con él. Hemos competido bastante por todo el mundo: es divertido jugar con Monty. Pero aquel sábado me tomé muy en serio que ninguno de los dos hubiera ganado ningún grande. Y, en todo caso, sus comentarios solo sirvieron para reforzar mi idea de jugar mi mejor golf el resto del torneo.
Completé el calentamiento habitual: estaba deseando ir al primer tee de la tercera ronda. Lo último que hizo Butchie cuando nos fuimos del campo de prácticas fue recordarme los comentarios de Monty el día anterior. Se dio cuenta de que aquello me había removido por dentro. Comencé haciendo pares y birdies, y me animé. En los primeros nueve hoyos hice 32, cuatro bajo par. Era solo la tercera ronda, pero me sentó de maravilla jugar tan bien y aumentar la ventaja, no solo sobre Monty, sino respecto a todos los jugadores.
Quería seguir ocupándome de los hoyos con par 5, como había hecho en los nueve primeros, en los que había hecho birdie en el segundo y el octavo, y conseguir birdie en todos los hoyos en los que se me presentara la ocasión. Hice los putts con sumo cuidado e intenté dejarme putts muy cortos para hacer par o birdie en los hoyos con par 5 a los que hubiera llegado con dos golpes. Quería una ronda fácil, que resultara poco estresante. Aquello era imposible en el Augusta; los greens son todos complejos, así cualquier golpe de aproximación requiere reflexión y una buena estrategia.
La forma en que jugué el tercer hoyo es una buena muestra. En el tee golpeé con un hierro tres y después con un wedge que llevó la bola a la derecha del green. Aquello había sido un gran error porque tenía que hacer un pitch tremendo para volver a buen lugar. Puede parecer no tan difícil. Estaba el green y el hoyo, y tenía suficiente espacio para rozar la bola y darle un poco de efecto hacia la derecha para que fuera cerca del hoyo, desde donde podría hacer un putt para estar en el par (o quizás uno muy corto). Sin embargo, no le di tanto efecto a la bola como quería. Qué desastre. Había una colina entre el hoyo y yo, así como una ladera que caía de izquierda a derecha. La idea era suavizar el golpe al llegar a la colina, no muy fuerte al pasar la cima, y trazar una curva hacia la derecha para acabar cerca del hoyo. Pero pasó a su lado rodando: no le había dado el efecto que se necesitaba. La pelota rodó recta, a unos dos metros del hoyo. Me di cuenta de que casi era mejor que hubiera llegado hasta allí. Era un golpe muy difícil. Hice par con el putt. Mientras iba al siguiente tee me dije: «Vale, podría haber sido horrible, pero has conseguido hacer par. Uno bajo par después de tres hoyos».
Estaba disfrutando de la ronda y de la compañía de Monty. Se mostraba respetuoso y elogiaba mi juego. Decía: «Bonito golpe, buen juego». Así es como debe de ser el golf; yo hacía lo mismo. Bromeamos mucho por el camino, pero enseguida supo que estaba en un combate de pesos pesados. Es posible que también se diera cuenta de que sus comentarios me estaban dando una motivación extra. Caminaba con la cabeza baja y los hombros hundidos. Yo me forzaba para superar los hoyos con par 5 y cualquier dificultad que se me presentara. No me vino mal que los greens estuvieran blandos por haber absorbido algo de lluvia; así podía atacar algunas banderas que pensaba que tenía garantizadas. La pelota tenía algo de barro, por lo que di algunos golpes con efecto hacia dentro desde los tees, para que se desprendiera.
Estaba siendo competitivo, así de simple. Si alguien me desafiaba, no iba a echarme atrás. Mis padres lo sabían: por eso no se preocuparon cuando hice 40 en los primeros nueve hoyos de la primera ronda. Creían en mí y siempre me habían dicho que podía hacer cosas en el campo que nadie más podía hacer. Estoy seguro de que su confianza estaba dentro de mí. No creía a la gente que decía y escribía que todo sería diferente para mí cuando me convirtiera en profesional. ¿Por qué iba a hacerlo? Seguía siendo golf. La bola no sabía que solo llevaba siendo profesional siete meses y que apenas tenía veintiún años. No sabía que estaba jugando mi primer Masters como profesional. Estoy seguro de que Nicklaus pensaba lo mismo cuando disputó el Masters de 1986, con cuarenta y seis años. La bola no sabía su edad.
Apenas se criticaba a Nicklaus, lo cual era bastante lógico. Pero en el Masters de 1986 no estaba jugando bien. Tom McCollister, un periodista del Atlanta Journal-Constitution que Jack respetaba, no creyó que tuviera suficiente juego como para ganar. Escribió un artículo en el periódico el domingo anterior a la semana del Masters en el que dijo: «Nicklaus está terminado, acabado. Ya no tiene juego. Se le ha oxidado por falta de uso. Tiene cuarenta y seis años y nadie tan mayor gana el Masters».
Eso era verdad. Nadie tan mayor había ganado el Masters. ¿Y? ¿Importaba que Nicklaus no hubiera ganado un grande desde hacía seis años o un PGA Tour desde hacía dos años o que en siete torneos ese año su mejor clasificación hubiera sido la de trigésimo noveno? Jack no creía que nada de eso importara. Fue al Masters y al Augusta, un lugar y un torneo que conocía muy bien; allí había ganado cinco veces. En el Augusta dijo: «Sigo queriendo ganar y creo que puedo hacerlo. Aunque solo sea por eso, voy a ganar, para demostraros que puedo».
Con todo, era cierto que antes del Masters no estaba jugando bien. Pero tenía a su lado a Jack Grout, el profesor que le había enseñado desde que tenía diez años. Fue a verlo la semana anterior al Masters y llegaron a la conclusión de que en el swing utilizaba demasiado las manos. Necesitaba una mayor sincronización entre las manos, los brazos y el cuerpo. Había cierta similitud entre lo que estaba intentando hacer a los cuarenta y seis años y lo que habíamos practicado Butchie y yo desde que empezamos a trabajar juntos cuando tenía diecisiete.
Jack leyó el artículo que había escrito McCollister porque un amigo que estaba en su casa lo puso en el frigorífico. Tenía que verlo. Después hizo 65 y ganó el Masters por sexta vez. Poco después, en el centro de prensa preguntó en broma: «¿Dónde está Tom McCollister?». El periodista estaba acabando un artículo y llegó unos minutos después. «Hola, Tom… Gracias», lo saludó Nicklaus. «Me alegro de haberle ayudado», contestó McCollister. Aquellas frases se dijeron con buen humor, pero todo el mundo que conocía a Jack sabía que aquel artículo le había motivado sobremanera.
Disfruté leyendo sobre aquel Masters y acerca de esa anécdota. Y cada vez tenía más ganas de participar en ese torneo. A mí, el comentario que Monty hizo el viernes por la tarde antes de jugar me afectó. Perfecto. Cuando íbamos del campo de prácticas al primer tee, Butchie leyó en mis ojos que estaba deseando jugar y enfrentarme al campo, a Monty y al resto de jugadores. Pero sí: sobre todo a Monty.
Acabé los nueve primeros hoyos con un birdie con dos putts en el octavo hoyo y par en el noveno, con 32. Estaba cuatro bajo par en los primeros nueve hoyos y doce bajo par en el trofeo. Había dejado atrás cuarenta y cinco hoyos y estaba progresando. Quería que la diferencia de golpes fuera la mayor posible, pero sin correr riesgos ni cometer errores. Cuando fui del noveno al décimo hoyo, Nicklaus había hecho 74 y estaba hablando con los medios de comunicación detrás del decimoctavo green. Esa fue la primera vez que nuestros caminos se cruzaron en uno de los grandes. Recuerdo que una vez estaba a punto de hacer el tee de salida en la segunda ronda del U. S. Open de 2000 en Pebble cuando se oyó una gran ovación en el decimoctavo green: era Jack. Había embocado con dos golpes en el green, por primera vez en su carrera. Hubo un tiempo en que nadie conseguía hacer ese green con dos golpes, pero con el paso de los años la bola llegaba más lejos y el equipo era mejor, así que Jack decidió intentarlo. Fue su último U. S. Open.
Dos meses después jugué el PGA Championship en el Valhalla, Louisville. Fue mi pareja en las dos primeras rondas. En la segunda estábamos llegando al decimoctavo hoyo y dijo: «Hagámoslo de la forma correcta», insinuando que deberíamos hacer un birdie los dos. Lanzó su tercer golpe cerca de aquel hoyo con par 5 y completó un birdie. Yo también lo conseguí. En aquella ronda, Jack habló de las generaciones y de pasar el testigo. Me comentó que había jugado con Gene Sarazen en uno de sus últimos grandes. Y allí estaba yo, emparejado con Jack en su último PGA. Fue un momento muy especial.
En 1997, la calle del undécimo hoyo era tan ancha que pude lanzar desde el tee hacia el lado derecho. La bola llegó un poco más a la derecha de lo que había previsto, pero no importaba, porque en esa zona había espacio. Tenía un hierro nueve, que golpeé como tenía planeado: debajo del hoyo, a dos metros y medio para hacer birdie. Estaba encantado de que la pelota hubiera acabado tan cerca del hoyo, aunque tampoco me hubiera importado que hubiera estado a cuatro metros. La cuestión era estar debajo del hoyo. Prefería tener un golpe a cuatro metros debajo del hoyo que otro a metro y medio, encima. Había hecho un golpe similar en el séptimo, en el que acabé a tres metros y medio con un sand wedge, y conseguí un birdie. Debajo del hoyo, debajo del hoyo, debajo del hoyo… Ese era mi mantra. Era la única forma de puntuar en el Masters. Sin embargo, cuando lo había disputado como amateur, no tenía el mismo control de la distancia ni de los golpes medios. Butchie y yo trabajamos hasta que conseguí lanzar lo que Fluff llamaba «nutrientes». Nutría la pelota hacia el hoyo, aprovechando las pendientes, en vez de lanzarla directamente hacia la bandera, sin control de la distancia. En los Masters de 1995 y 1996 dejé muchos putts encima del hoyo. A veces utilizaba un hierro corto que creía que era perfecto, pero después me daba cuenta de que me había pasado trece metros. Buena suerte para el que vaya al Augusta con tan poco control de la distancia.
Sin embargo, había ocasiones en las que era difícil dejar la bola debajo, a veces por la posición de la bandera, o porque golpeaba con un palo más largo hacia el green. Los greens son lo suficientemente grandes como para poder lanzar hacia ellos con un palo largo, aunque tampoco es que tuviera hierros largos o maderas para las calles, ni siquiera en los hoyos con par 5.
Sin embargo, en el decimotercero lo hice. Después de golpear con una madera tres en el tee tenía ciento ochenta metros para salvar el agua y doscientos quince hasta el hoyo. La bandera estaba detrás, a la izquierda, en un montículo. Lancé con un hierro cuatro, pero salió hacia la izquierda, hasta una zanja. No había practicado ningún lanzamiento desde la ladera de una zanja. Sí desde la hondonada o con un golpe de aproximación, pero no desde la parte más lejana. No creí ni que pudiera golpear la bola desde allí. Muchos de los espectadores, que nunca tendrán oportunidad de participar en el trofeo, e incluso algunos de mis amigos, que después jugarían en el Augusta conmigo, no podían imaginarse lo difícil que era hasta que intentaron ese golpe. Es uno de esos golpes del Augusta a los que la televisión no hace justicia. Hay que estar allí.
Hice un buen lanzamiento, un ligero golpe con efecto, para dejar la bola a tres metros del hoyo. Pero erré en el putt y no salió el que quería hacer, hacia el interior a la izquierda. Se curvó a la izquierda e hice par. Aquel fue uno de los hoyos con par 5 que no había preparado, pero me alegré del pitch que había hecho. Había sido uno de los mejores que había lanzado en todos los campos en los que había jugado y, con el tiempo, se convirtió en uno de los mejores que había conseguido en el Augusta. Con todo, tampoco es que fuera el mejor. Ni siquiera el golpe bajo sin efecto que emboqué desde detrás del decimosexto green el último día del Masters de 2005 fue el mejor, por muy espectacular que pareciera que la bola girara casi a noventa grados después de golpearla y cayera al hoyo después de dudar un segundo y dar la impresión de que iba a detenerse.
El mejor pitch que hice en el Masters fue el del sexto hoyo a comienzos del año 2000 en un Masters que no gané. La bandera estaba detrás, a la izquierda, y había lanzado desde el tee hacia la parte trasera derecha del green. No podía hacer un putt desde allí por la ubicación de la bandera. Tuve que hacer un pitch cruzando un rincón del borde. Saqué el sand wedge porque podía darle efecto para que la bola se frenara, pero no podía darle tanto efecto con el wedge de sesenta grados por culpa de la inclinación de la cara del palo. Hice un pitch con efecto para frenar la bola desde el green, que se detuvo y luego siguió rodando. Se quedó en lo alto de la pendiente, a un metro del hoyo. Fue uno de los pitchs más satisfactorios que he logrado en el Augusta, seguramente el mejor en cuanto a la dificultad para sacarlo. En este campo no es habitual tener que hacer un golpe de aproximación que salga del green.
En el decimoquinto hoyo, en el que hice un drive hacia dentro y donde me bloqueaba ligeramente un árbol que estaba a la izquierda, conseguí un birdie. No quería dar un golpe de aproximación por la calle que quedara cerca del agua, porque eso deja un golpe que es de los más difíciles, no solo del Augusta, sino del golf. Se está en una pendiente muy empinada; si elegía esa ruta, podía darle demasiado efecto a la pelota. En la televisión parece fácil, porque no se nota la inclinación de la pendiente. Se le puede dar efecto y que acabe en el agua o, asegurándose de que se llega al green, se puede golpear por encima y dar un terrorífico golpe colina arriba, detrás del green. No era un golpe que estuviera deseando hacer.
No me quedó más remedio que utilizar un hierro seis para rodear el árbol. No podía apuntar al green con ese ángulo, sino que tuve que hacerlo hacia el búnker que había a la derecha. Era un golpe difícil, pero no pasaba nada. En ocasiones, lograba alguno de mis mejores golpes cuando estaba en modo recuperación. El golpe con el hierro seis se curvó y acabó en el borde trasero del green, a unos diez metros del hoyo. Dos putts después, conseguí un birdie. No había hecho birdie en el decimotercero, pero sí en tres de los hoyos con par 5. Todo, o casi todo, estaba saliendo como había planeado.
Después de hacer par del decimocuarto al decimoséptimo, llegué al decimoctavo con seis bajo par en el día; catorce bajo par en el torneo. El decimoséptimo fue un buen ejemplo de un hoyo en el que necesitaba ajustarme a mi plan, aunque fácilmente podría haberme sentido tentado de correr un riesgo. Después del drive me quedé a setenta metros del hoyo, que estaba a tres metros y medio detrás de un amplio y empinado búnker en la parte delantera derecha. No era muy aconsejable intentar dejar la pelota entre el hoyo y el búnker, porque había muy poco margen de error. Lancé más allá del hoyo, hice par con dos putts y seguí adelante. Un drive en el decimoctavo tee; después, un sand wedge a cien metros para llegar a la derecha del borde trasero. La bola llevaba mucho efecto, se agarró al césped y rodó hasta quedar a treinta centímetros del hoyo. Mi tarjeta estaba limpia, once hoyos en par y siete birdies: 65 golpes. Había jugado el golf para el que me había estado preparando.
En el decimoctavo green, Monty y yo nos estrechamos la mano. Había hecho 74, doce por debajo de mí, después de haber empezado la ronda tres golpes por debajo. Le había dado una paliza, pero seguía mostrándose cordial. Me gustó cómo jugó, sobre todo porque su swing era muy repetitivo. Se notaba, incluso cuando no tenía un buen día. Monty lanzaba siempre de izquierda a derecha y tenía uno de los mejores drives de todos los jugadores a los que me he enfrentado. No llegaba muy lejos. Cuando no curvaba mucho la trayectoria y se sentía bien y podía darle la vuelta o lanzar una bola recta, llegaba. Si no, utilizaba un golpe fuerte de izquierda a derecha. No fallaba muchas calles.
Los medios de comunicación querían hablar con Monty, que aceptó la invitación, a pesar de lo decepcionado que estaba con su ronda. Les dio lo que querían (los hechos, como él los veía), tal como había hecho después de la segunda ronda.
«No hay forma de que Tiger pierda este torneo», dijo. Alguien comentó que Norman había perdido el año anterior después de llevar una ventaja de seis golpes. Monty replicó: «Esto es diferente, muy diferente. Para empezar, Faldo no es el segundo [Costantino Rocca era el segundo, con nueve golpes por debajo de mí], y Greg Norman no es Tiger Woods». Aquel comentario sobre Norman era un tanto hiriente, pero así era como se sentía Monty.
Mi conferencia de prensa duró un buen rato. Me informaron de los comentarios de Monty, que agradecí. Pero el torneo todavía no había acabado, a pesar de que me preguntaron qué talla de chaqueta usaba. No lo sabía exactamente. Cuarenta y dos de largo, creía. Era demasiado pronto para hablar de la chaqueta verde. Sí, contaba con una gran ventaja, pero el torneo constaba de setenta y dos hoyos, no de cincuenta y cuatro. Todavía no había acabado. Quería ir a casa, repasar mi tercera ronda y hacer planes para el domingo. No creí que fueran muy diferentes a los que había hecho para el sábado. También tenía algo a lo que recurrir, la ventaja de seis golpes en la última ronda del Asian Honda Classic. Jugué una de las mejores rondas hasta ese momento en mi carrera y gané por diez golpes. Me dije que debería pensar en eso el sábado por la noche. Era como hipnotizarme a mí mismo para jugar bien con una gran ventaja.