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Cambios en el Augusta National desde 1997
El Augusta National en el que jugué en 1997 no es como el campo de hoy en día. Todo empezó a cambiar en el Masters de 2002, cuando Hootie Johnson, presidente del club, decidió que debía ampliarse porque los jugadores lanzaban cada vez más lejos, gracias a las mejoras en los equipos, en especial en las bolas. Pasó de 6.330 metros a 6.590, pero eso no fue lo único que influyó en cómo se juega en el campo. No sé si los cambios (obra de Tom Fanzio, el arquitecto asesor del club) respondieron directamente a lo corto que había sido para mí en los cinco años anteriores. En alguna ocasión oí decir que lo harían: «A prueba de Tiger».
El campo había sido ancho desde que se inauguró, porque así lo querían Bobby Jones y Alister MacKenzie. El objetivo de los drives es lanzar la bola al sitio adecuado en las calles, para tener el mejor ángulo hacia los greens, en función de la colocación de las banderas. Pero debido a la anchura de las calles y a la falta de hierba alta, los jugadores nunca estaban muy preocupados a la hora de lanzar desde los tees. Si se fallaba en una calle, siempre se podía hacer un lanzamiento desde las agujas de los pinos; había sitio entre los árboles. Gary Player lo explicó así antes del Masters de 1965 que ganó Jack Nicklaus: «En el Augusta lo único que hay que hacer es ir al tee y lanzar donde quieras. Nunca se tienen problemas, las calles son muy anchas». Player ganó los Masters de 1961, 1974 y 1978.
Conforme mejoraban los equipos, el Augusta National fue quedándose pequeño para la mayoría de los jugadores. El Augusta se dio cuenta de que tenía que hacer algo para asegurarse de que utilizábamos los mismos palos que habían usado siempre los jugadores en el Masters; quería tener un campo competente en la era de los lanzamientos a grandes distancias. Hootie comentó que el objetivo del club era «Mantener el campo de golf al día». Lo entendí, pero no estaba del todo de acuerdo con la idea de hacer un campo «a prueba de Tiger». El club aseguró que los cambios no solo se llevaban a cabo por mí. La tecnología empezaba a influir mucho en el juego. Iba por delante de la capacidad de la USGA y el R&A para regularlo. Alargar el campo era una cosa, pero no resultaba fácil entender por qué el Augusta pensó que era necesario cambiar otras cosas, como añadir hierba alta, el «segundo corte». También incorporó árboles, que estrecharon los corredores y mermaron los valores estratégicos que Bobby Jones y Alister MacKenzie habían aportado a las características esenciales del campo.
Mi estrategia en 1997 se basó en tres factores: la distancia, la falta de hierba alta y que prácticamente no hubiera árboles que intervinieran incluso si se fallaba en las calles. El Augusta National estaba realmente abierto de par en par para mí. La anchura (y no solo en las calles, gracias a la falta de hierba alta y a la relativa ausencia de árboles que impidieran el progreso hacia los greens) me ayudó a conjugar el golf a larga distancia con el golf estratégico.
La primera intención de Jones y MacKenzie fue que el campo te invitara a reflexionar sobre tu juego, sobre la estrategia. El Augusta National tenía que fomentar un golf sofisticado. La mayor parte del tiempo, la distancia me permitió eludir obstáculos como los estanques o los búnkeres y hacer de la estrategia un puntal importante, gracias a la falta de hierba alta y árboles. Planeé cada ronda basándome en la distancia y en dónde estuvieran las banderas. Quería tener el ángulo más favorable hacia el green, en función de dónde estaba el hoyo. Todos los jugadores querían hacerlo, pero la distancia a la que llegaba yo me permitía golpear con palos más cortos en los ángulos que había elegido, siempre que alcanzara tales objetivos. Durante esa semana, la distancia media de mis lanzamientos desde los tees alcanzó los doscientos noventa y cinco metros, veinte más que el siguiente jugador. De todos modos, si no se alcanzaba tal distancia, aún se podía confiar en los golpes cortos, sin que uno tuviera que preocuparse por los árboles o la hierba alta.
Todos estos detalles permitieron que disfrutara mucho durante el Augusta National de 1997, excepto en los nueve primeros hoyos de la primera ronda. Aunque de eso se me puede culpar a mí, no al campo. Veinte años después, al recorrer los hoyos, me doy cuenta de lo importante que fue poder hacer lanzamientos de gran distancia. En el primer hoyo ni siquiera tuve en cuenta el profundo búnker que hay a la derecha de la calle. Mi plan era lanzar el drive por encima de él. Ni siquiera lo miré. Si llegaba donde quería, después podría utilizar un sand wedge o un lob wedge.
El gran búnker a la derecha del segundo hoyo tampoco existía. Si lanzaba desde el tee de salida por encima de él podría aprovechar la pendiente y un hierro ocho para el segundo golpe. En el tercero lancé el drive en la parte ascendente, que (al menos en teoría) es un golpe sencillo. Los búnkeres del quinto hoyo no estaban donde se encuentran ahora, sino a mucha menos distancia. Normalmente, golpeaba el driver hasta allí; si el golpe salía bien, me situaba en el cruce. Después solo necesitaba un sand wedge.
El séptimo solo estaba a trescientos treinta metros y quería alcanzarlo lo más rápidamente posible; mi intención era utilizar solo un sand wedge para llegar al hoyo. Podía utilizar un hierro dos para conseguirlo. En 1997 y 2000 también usé un driver, que, en ese hoyo, se convirtió en mi palo preferido. Marko me convenció de que podía hacerlo si quería. Si golpeaba la bola hacia dentro, podía llegar cerca de donde se empieza a caminar en el tercer tee. Aquello me convenía, porque podía usar el sand wedge más allá de los pinos. La distancia a la que llegaba me proporcionaba ventaja no solo cuando alcanzaba mis objetivos, sino también cuando erraba algunos golpes desde el tee a la derecha o la izquierda. Es difícil sobrevalorar la ventaja que me daba la distancia.
Después estaba el octavo, con par 5. Deseaba jugar ese hoyo en todas las rondas. Siempre lo veía como un birdie o incluso un eagle envuelto en papel de regalo. El búnker que entra en la parte derecha de la octava calle tenía la mitad de tamaño que el actual y no tuve ningún problema con él. Hice un drive por encima de él; después, en el noveno hoyo, lancé desde el tee tan lejos y tan a la derecha como pude. Había muchísimo espacio. Todos los jugadores con los que había practicado o con los que he comentado ese hoyo me habían recomendado que lanzara tan lejos y tan a la derecha como pudiera. Si llegaba hasta los espectadores o a su derecha, no pasaba nada. Aquello me proporcionaba un ángulo perfecto para llegar al noveno green. Jugaba colina arriba, directamente hacia el hoyo. Daba igual dónde estuviera la bandera: era un golpe fácil. En el noveno hoyo me coloqué en la parte izquierda del tee de salida y golpeé con todas mis fuerzas hacia la derecha. El búnker que había a la izquierda no interfería.
En el décimo, casi todos los jugadores lanzaban al mismo punto, porque el hoyo está cuesta abajo. La mayoría de los lanzamientos desde el tee acaban en la misma ladera que impulsa la bola por la calle antes de empezar a rodar. En el undécimo utilizaba un driver, un wedge o un sand wedge, porque la calle tenía más de noventa metros de ancha, sin hierba alta o árboles en la parte derecha, o al menos a mí me parecía así de ancha. La calle y la línea de árboles (los pocos que había) llegaban hasta el público. Al igual que en el noveno, quería que el lanzamiento desde el tee llegara tan lejos como fuera posible. Si la bola aterrizaba entre el público, no pasaba nada. El único cambio en mi estrategia fue que la bandera estuviera en la parte derecha del green. Lancé el drive hacia la mitad izquierda de la calle; después, desde allí, hacia el green. El único problema al golpear desde el tee eran las ramas de los árboles, pero podía sortearlo si hacía el lanzamiento por debajo de ellas o lo acortaba y golpeaba desde el lado derecho. Desde allí podía ver directamente el green. El estanque que había a la izquierda no representaba ninguna dificultad a no ser que hiciera un segundo golpe muy malo.
La estrategia en el duodécimo, por encima del arroyo Rae, era llegar al green, a cualquier parte del green. No pretendía arriesgarme con la tradicional ubicación de la bandera en domingo, a la derecha del green, detrás del búnker. Mi mejor opción era lanzar hacia la parte izquierda. Ni siquiera pensé en la bandera. Para mí no existía. El duodécimo es uno de los mejores hoyos con par 3 del mundo, por cómo está trazado. No hay razón para cambiarlo y espero que el Augusta National no lo toque. Con ciento cuarenta metros, es perfecto. El día en que alarguen la distancia a ciento ochenta, dejaré de jugar al golf. No puedo imaginarme jugando ese hoyo a ciento ochenta metros. Utilizamos hierros ocho y nueve, wedges o hierros seis y siete como máximo, y todavía hacemos dobles, triples o incluso algo peor.
Por ejemplo, en la última ronda del Masters de 2016, Jordan lanzó la bola al arroyo Rae con un hierro nueve e hizo un cuádruple bogey. ¿Cuántas veces se hace un cuádruple bogey con un hierro nueve?
También hay que mencionar a Tom Weiskopf. Hizo trece golpes después de lanzar cinco bolas al arroyo Rae en la primera ronda del Masters de 1980. Su lanzamiento desde el tee con un hierro siete aterrizó en el borde del green y rodó hasta el arroyo Rae. Después lanzó otras cuatro bolas al agua desde la zona de dropeo, a veinte metros del arroyo. Tom pensó que su primer golpe había sido bueno, pero llevaba mucho efecto. «He pasado mucha vergüenza», confesó a los periodistas después de la ronda. El duodécimo puede ser así. Implica correr riesgos. Es un señor hoyo.
El decimotercero se me quedó corto en 1997. El tee estaba a la derecha de donde lo colocaron unos años después. Golpeé con una madera tres o un driver hacia la esquina en que la calle torcía a la izquierda. No tuve que darle giro a la bola. Era un golpe directo desde el tee. El putt que hice para tomar la delantera en la segunda ronda ya no puede darse, por las modificaciones que se practicaron en el green. En cierto sentido, el decimocuarto fue igual. No tenía que darle mucho giro y un buen drive a la izquierda me dejó a un wedge del green.
En el decimoquinto me vinieron bien los grandes montículos que hay a la derecha, el tramo rápido. Intenté llegar allí con el drive, para que la bola rodara por la calle hasta donde pudiera utilizar un hierro ocho o menor hasta el green. El domingo fallé el drive y tuve que utilizar un palo más largo, un hierro cuatro. En las otras rondas fue wedge, wedge y hierro ocho. En el decimoséptimo pretendía lanzar el drive a la izquierda de los montículos que había a la derecha, lo que me permitiría utilizar un wedge.
Y, en el decimoctavo, tuve muy presente lo que había hecho Ian Woosnam en 1991. Mide uno sesenta y cinco, y lanzó un drive sobre los búnkeres hacia la parte izquierda. Aquello me sorprendió la primera vez que lo vi en los vídeos de los Masters. Decidí hacer lo mismo: lanzar por encima de los búnkeres. Si fallaba el golpe desde el tee, no quería que fuera hacia la derecha, debido al bosque que hay allí. Pero a la izquierda había mucho espacio. Fluff y yo teníamos muchas opciones de lanzamiento hacia el green desde un antiguo campo de prácticas que hay más allá del búnker, a la izquierda de la calle. Para mí esa era la calle, porque era donde quería que llegara el lanzamiento o, al menos, fallarlo allí si no conseguía acortar distancia dentro de la calle.
Así lo vi: si la bola se quedaba a mitad de distancia, podría utilizar wedges para llegar al green, donde los putts cortos tenían más trayectoria. La distancia a la que están los hoyos y a la que lanzamos las bolas acaparan toda la atención, pero los cambios en los greens también son importantes. Ahora tienen más superficie plana y no son tan difíciles como antes. En 1997, los greens eran la única barrera si se llegaba a ellos con wedges. Era muy importante dónde estuvieran colocados los hoyos. Si se encontraban un paso más cerca de otro nivel o de una elevación, no quedaba mucho margen de error. Al estudiar aquellos antiguos vídeos de los Masters, no me di cuenta de la diferencia que supone que haya un paso de distancia a otro nivel o a una elevación. Yo era como todo el mundo: a menos que se esté en el Augusta durante el Masters, no se aprecia la diferencia.
En ese sentido, el Augusta era como un campo links. Si se fallaba ligeramente, se erraba por mucho, porque la pelota podía irse muy lejos. Y, si pasaba eso, ¡buena suerte! Pero si el lanzamiento se salía del green y caía en los terrenos pantanosos que rodean los greens, al menos se podía intentar hacer un golpe limpio en la turba compacta.
El campo, con seis mil trescientos treinta metros en 1997, obligaba a muchos de los jugadores a utilizar hierros cortos. No usaban hierros cortos en los hoyos con par 5 y utilizaban hierros seis y ocho en algunos hoyos con par 4 en los que yo prefería los sand wedges. Pero no se servían de hierros largos para llegar a los greens.
El campo se quedaba corto para muchos de los jugadores. Jim Furky comentó algunos años después que era un campo divertido y que había hecho golpes hacia lo que describía como greens «de locura». Lo dijo como un cumplido. Hay que utilizar la imaginación para llegar cerca de las banderas, pero se puede dar efecto a la bola y utilizar el contorno del green para conseguirlo. Jugar en él era toda una experiencia, porque se podía hacer todo tipo de golpes. Representaba un gran cambio ante la rutina semanal del PGA Tour, donde se lanza la pelota y cae exactamente donde tú quieres. Es fácil abusar de la palabra «divertido», pero no puedo evitarlo. El Augusta National de 1997 fue divertido. Y no creo equivocarme si digo que no solamente para mí.
Después, en el Masters de 2002 cambiaron mucho el campo. Habían transformado el Augusta National varias veces desde su inauguración, pero no tanto como para que uno se diera cuenta. Aquella vez los cambios fueron importantes. Ya no era tan divertido jugar en él.
Hasta 2002 nunca iba al Augusta antes de la semana del Masters. El campo era muy parecido siempre, por lo que no creía que fuera necesario ir a verlo antes del torneo. Pero a principios de ese año, Marko y yo fuimos a comprobar cuáles habían sido los cambios.
Se había alargado unos cuantos hoyos: primero, séptimo, octavo, noveno, décimo, undécimo, decimotercero, decimocuarto y decimoctavo. En total, se habían añadido dos mil seiscientos metros al campo (en 2003 y 2006 se añadieron más metros y árboles, y la ampliación continúa; en el Masters de 2016, el campo tenía seis mil ochocientos metros). Esos cambios nos obligaban a utilizar palos más largos para llegar a los greens; esa es la razón por la que el club ha estado añadiendo metros continuamente. Lo entiendo. Están aumentando la distancia a los árboles, y por ello los golpes a los greens son más largos para todo el mundo. Se debe a la pelota, que llega mucho más lejos y no adquiere tanto efecto como la que se utilizaba hace veinte años. Y ha seguido evolucionando en los últimos años.
Pensé en ello a mediados de la primera década de este siglo, cuando todavía utilizábamos el campo de prácticas que había a la derecha de Magnolia Lane al ir hacia la sede del club. El club tuvo que instalar una valla alta en el extremo norte del campo de prácticas porque Washington Road estaba justo detrás. Se había vuelto muy peligroso utilizar drivers en ese campo. En condiciones normales, yo no llegaba a la valla; tampoco Bubba Watson. Pero podía hacerlo si me lo proponía. Si lanzaba en la dirección del viento, cuando soplaba del sur, tenía que rebajar el drive para que la bola rebotara en la malla o dar un golpe suave. Había que impedir que las bolas salieran. Podían matar a alguien que estuviera conduciendo al otro lado de la valla.
Finalmente, el club instaló una nueva zona de prácticas (extremadamente moderna, como es costumbre en el Augusta), que solo se utiliza en la semana del torneo. Los miembros emplean el campo original. Los profesionales calentamos allí y vamos cuando no se celebra el Masters, aunque a veces nos permiten utilizar el campo del torneo. Cuando estamos en el campo de los miembros, nos ruegan que no usemos drives. Yo lo hacía, pero con golpes suaves. Mis bolas botaban dentro de la valla. Nunca golpeé un driver con todas mis fuerzas porque con una madera tres habría llegado a la malla. Y esto era hace diez años.
Quizá me estoy haciendo mayor (jugué el Masters de 1997 hace media vida), pero a veces pienso qué era mucha distancia entonces y qué lo es ahora. Lanzar con un driver a doscientos cincuenta metros entonces era llegar muy lejos. Si se conseguía, era mucho. Ahora hay jugadores que lanzan a trescientos metros. En la actualidad, todo tiene que ver con la distancia y el Augusta National ha seguido el ejemplo.
El Augusta de 1997 se ajustaba más a mi visión que el actual, porque podía salvar todos los búnkeres. Ahora ya nadie salva el búnker del primer hoyo o del segundo. Están a más de trescientos metros. ¿Van a atreverse los jugadores que lanzan muy lejos a superar unos búnkeres tan alejados del tee? Me encantan los cálculos del Augusta. Me pregunto cómo trazan el recorrido de cada bola, dónde aterriza y cómo rueda. Me gustaría saber cómo consiguen seguir con láser todos los golpes que da cada jugador en el Masters. O, si golpean contra un árbol, cómo saben adónde va a parar la bola entonces. Todos los golpes están registrados. Tienen muchísima información. En 2015, incluyeron el clima como factor añadido. Querían saber lo lejos que llega la bola en condiciones de humedad y qué influencia ejerce el viento húmedo. Los datos que recopilaron y siguen recopilando ayudan a decidir si alargan ciertos hoyos o no, o si aplanan algunas pendientes, como la del primer hoyo.
El campo ha cambiado de todas las formas imaginables, excepto en la ruta. Por eso la gente dice que es igual todos los años. Y lo es, pero no se juega del mismo modo. Los jugadores ven la diferencia. Por ejemplo, en el primer hoyo, o se golpea con el driver para llegar junto al búnker, o para quedarse corto. A veces he golpeado una madera tres para lanzar a la izquierda del búnker o no llegar a él. Depende de dónde estén las marcas en el tee y de cómo sople el viento.
El undécimo hoyo es otro buen ejemplo del efecto que produce alargar la distancia y, en ese caso también, mover el tee. El undécimo está a cuatrocientos sesenta metros y se lanza desde un tee que se ha movido muy a la derecha de donde estaba cuando gané el Masters de 1997, cuando el hoyo estaba a poco más de cuatrocientos metros. En la actualidad se ha convertido en el golpe desde un tee más difícil del recorrido. La incorporación de hierba alta y lo que prácticamente es un bosque a la derecha de la calle implican que los ángulos que podían hacerse desde allí ya no existen. Eso priva al hoyo de muchos de sus desafíos, y con eso quiero decir que ya no es un hoyo interesante, sino que se ha convertido en uno convencional, uno largo con par 4. De esos hay muchos en el resto de los campos en los que jugamos.
Creo que el Augusta ha reducido las opciones disponibles. El golpe de aproximación que embocó Larry Mize a cuarenta metros del undécimo hoyo en la eliminatoria en la que ganó el Masters de 1987, por lo pronto, es mucho más difícil. Han elevado la parte trasera derecha del green. El Augusta se diseñó originalmente para forzar a los jugadores a crear golpes alrededor de los greens, y por eso Jones y MacKenzie incluyeron montículos por todas partes. Sigue habiendo muchas pendientes alrededor de los greens y en ellos, pero no son tan desconcertantes como antes.
La bola actual es una de las razones por las que el Augusta ha hecho que los greens sean menos difíciles. Los han simplificado porque ahora están mucho más lejos. Pero no importa que estemos tan alejados, porque la bola llega con menos efecto. Hace veinte años utilizábamos bolas de balata. El vuelo de una bola de balata iba hacia arriba y luego caía. Las bolas de hoy en día salen más bajas y con más fuerza y menos efecto. Las bolas no se paran; por eso en el Augusta se tuvo que estudiar cuidadosamente las pautas de salida, para situar las banderas.
Solo hay un golpe en el golf que no se volverá a lanzar, pues el equipamiento ya no lo permite. Es el que hizo Jack con un hierro uno en el último hoyo del Baltusrol en la última ronda del U. S. Open. Llevaba tres golpes de ventaja, lanzó a la hierba alta, salió de allí y volvió a la calle. Jack iba a ganar, pero también tenía oportunidad de batir el récord de Ben Hogan en el U. S. Open con un birdie. Había más de doscientos metros hasta el hoyo. Golpeó con un hierro uno, la bola subió muchísimo y bajó suavemente para quedarse a seis metros del hoyo. Embocó el putt y estableció un récord. No me imagino a nadie haciendo ese tipo de golpe en la actualidad, ni a Jason Day ni a Rory McIlroy ni a mí. Para empezar, la bola no puede coger el efecto necesario. En la actualidad, levantar una pelota con un hierro uno es prácticamente imposible. Y que se detenga en la parte delantera de un green si está elevado…, pues tampoco lo veo. La bola ha cambiado mucho. Llega tan lejos que en el PGA Championship de 2016 los jugadores alcanzaban el decimoctavo green del Baltusrol con hierros medianos.
Seguramente parezco un viejo cuando digo que en mis tiempos todo era mejor, pero no entiendo que nadie pueda decir que sea bueno que las pelotas lleguen tan lejos y que no se curven tanto porque no tienen efecto. Antes, lanzar la bola con precisión era mucho más importante que ahora, y lo sé porque he tenido muchos problemas cuando he fallado en las calles. Entonces tenía que depender de mi juego de recuperación y de los putts. Ahora ya no es preciso hacer los drives con tanta precisión. Se transige más con los drivers. Si los jugadores actuales jugaran en el campo del Augusta National en el que competí yo en 1997, con el equipo que se utiliza hoy en día, alguien haría muy pocos golpes. Yo usaba drivers y wedges, y me quedaba corto. En la actualidad, los jugadores llegan treinta metros más lejos que yo. Con golpes a tanta distancia, alguien hará menos de 60.
Sesenta no será la barrera que fue en tiempos. Ni siquiera habrá que esforzarse con el putter, porque se cuentan con muchos hierros cortos. En 1997 lanzar a ciento cuarenta metros con un hierro ocho era llegar muy lejos. Ahora esa distancia se hace con un wedge. Todavía me zumban los oídos cuando oigo que un jugador está a ciento ochenta metros del hoyo y utiliza un hierro ocho. No tiene sentido, no en mi mundo.
Basta con imaginar a Bubba Watson jugando el Augusta de 1997, por ejemplo, enfrentándose al búnker del primer hoyo. Lanzaría un drive que dejaría la bola a cuarenta metros del green. O, en el segundo, le daría ese efecto suyo y llegaría con un sand wedge. Solo hay que ver dónde lanzó la bola en el decimotercer hoyo en la última ronda del Masters de 2014, que ganó. Se colocó en la parte derecha del tee, para lanzar la bola a la izquierda del centro de la calle. Pero llegó más a la izquierda de lo que esperaba y durante un momento se puso nervioso porque no sabía si la pelota salvaría los árboles que había en ese lado. Lo consiguió y utilizó un sand wedge para llegar al green. ¡Un sand wedge!
Bubba no es el único que no dejaría nada a la izquierda del decimotercer green, o de otros greens. A lo largo de los años, el Augusta ha intentado añadir distancia para que golpeáramos con los mismos palos que utilizábamos antes para llegar a los greens. Quizás utilicemos los mismos, pero llegamos más lejos. Con un hierro ocho ya no se llega a ciento cuarenta metros. Muchos jugadores alcanzan los ciento sesenta; algunos, ciento sesenta y cinco o más.
Decir que utilizamos los mismos palos no es del todo cierto. Es verdad que los ángulos son más grandes, por lo que un hierro ocho se parece más a un hierro siete o incluso seis de los que utilizábamos hace veinte años. En tiempos, Callaway ganó mucho dinero al aumentar el ángulo y fue la primera empresa que lo hizo. Después PING aumentó el ángulo de sus hierros y ahora lo hacen todos los fabricantes. Todos llegamos más lejos con los hierros, pero no tanto como les gustaría creer a muchos jugadores. Golpeamos hierros que no son los mismos. Yo guardo mis hierros de la vieja escuela. Tienen dos grados menos que la media de los actuales. El wedge de Rory tiene cuarenta y cinco o incluso cuarenta y cuatro. Mi hierro nueve tiene cuarenta y cinco grados. Tengo un palo de menos con el ángulo que usa él.
Todo esto afecta a lo que ha estado haciendo y necesitará hacer el Augusta National para evitar que los jugadores hagan menos golpes e incluso lleguen a 50. Han de plantearse, y estoy seguro de que lo hacen, qué pasará cuando uno de esos jugadores que lanza a mucha distancia sepa jugar y entienda el juego. Estoy pensando en alguien que cuente con todo lo necesario para competir en el más alto nivel. No habrá forma de pararlo. En la actualidad, todos los jugadores que lanzan lejos, menos Rory, son altos. La mayoría mide como poco un metro ochenta; muchos, uno ochenta y cinco o más. Hacen el swing con palancas más largas. Aceleran la cabeza del palo en un recorrido más largo. Dustin Johnson, Ernie Els, Phil Mickelson y Bubba miden uno ochenta y cinco o más. Arnold, Jack y Gary son bajos en comparación con los mejores jugadores actuales.
Cuando jugaba en circuitos y Phil, Ernie, Vijay Singh y yo éramos los mejores del mundo, yo era el más bajo, con uno ochenta. Ellos medían uno ochenta y cinco o más. Con todo lo necesario y esas alturas, el juego es diferente. Lo mismo ha pasado en el baloncesto. Solía pensar que Karl Malone era el jugador más musculoso que jamás había jugado al baloncesto. Pero los universitarios actuales tienen los músculos aún más desarrollados. Solo hay que fijarse en Lebron James, que ya era así cuando estaba en el instituto.
Ahora, ganar un torneo de golf en los últimos hoyos continúa siendo una cuestión más mental que física. Depende de la cabeza, de lo que haya en el interior del jugador. Pero ¿y si aparece un golfista que la tiene y que posee también las cualidades físicas necesarias? Sucederá. No se puede luchar contra eso. Se pueden hacer cosas sin sentido, como cuando la USGA modifica el par de algunos agujeros cambiando el tee de lugar de un día para otro. Crecí jugando los U. S. Open de la vieja escuela, en los que el campo era el mismo todos los días. Los tees estaban en el mismo sitio, las calles eran estrechas y los greens duros si estaban secos. Cambiaban las banderas de sitio, como hacen en todas partes. Sin embargo, sabíamos que los tees estaban siempre en la parte de atrás y que las calles eran tan anchas como un dedo. Muy bien. Es el U. S. Open. Hay que lanzar recto, poner la pelota en la calle y después en el green. Si se falla en la calle, te abres paso y desde allí hay que ser muy bueno en los siguientes cien metros. Así era el U. S. Open año tras año.
No jugábamos un hoyo con par 4 un día y al siguiente con par 5, como pasó en el decimoctavo del U. S. Open de 2015 en el Chambers Bay. La USGA movió los tees en la última ronda y se jugó con cuatrocientos setenta metros y par 4. Los jugadores que lanzan lejos salvaban el búnker que hay a la derecha con un drive. Los que no llegaban tan lejos tenían que tirar a la izquierda del búnker, a una zona de unos cinco metros de anchura. El viernes se oyó decir a Jordan Spieth en un micrófono abierto que el decimoctavo, con par 4, era el «hoyo más estúpido» que había jugado en su vida. La USGA tenía planeado que volviera a jugarse con par 4 en la última ronda, pero al final decidió no hacerlo. Quizás oyeron lo que había dicho Jordan; seguramente, tampoco estuvo mal que comentara que estaba pensando en subir en coche la primera calle si el hoyo se jugaba con par 4. Mike Davis, director ejecutivo de la USGA y la persona que organizó el campo, dijo que había tomado la decisión de que se jugara con par 5 porque estaba previsto que soplara viento del oeste. Jordan hizo birdie en el hoyo y ganó el U. S. Open.
¿Qué habría pasado si el Augusta hubiera cambiado el par de algunos de los hoyos del Masters? ¿Y si hubieran decidido que el decimotercer hoyo tuviera par 4 en vez de par 5? Parece un sacrilegio, pero teniendo en cuenta qué distancia recorre la bola. ¿Es realmente el decimotercer hoyo, uno de los más amenos y retadores de todos los que conozco, un hoyo con par 5 si todo el mundo llega al green con un hierro largo y normalmente incluso con un palo más corto? En el Masters de 1997 utilicé una madera tres y un hierro ocho. En el decimoquinto, un wedge dos veces, un hierro ocho; el domingo hice un drive a la derecha y después usé un hierro ocho en el green. El decimotercero y el decimoquinto no tienen realmente par 5.
Quizás el decimotercer hoyo debería considerarse un par 4 tremendamente largo. Si se mueve el tee un poco a la derecha, podría serlo. No me importaría. Pongámoslo así: la UGSA cambió el segundo hoyo del Pebble Beach en el U. S. Open de 2000 que gané, de par 5 a par 4, con cuatrocientos cuarenta metros. En 2010, cuando lo ganó Graeme McDowell, tenía cuatrocientos sesenta y seguía teniendo par 4. Si podían cambiar el Pebble Beach de 72 a 71, podían cambiar el par de cualquier torneo. Uno no podía imaginarse que un club histórico como el Pebble Beach vaya a cambiar el par, pero lo hizo.
A veces se oye decir que el par es solo un número y que a quién le importa que un hoyo tenga par 4 o par 5. También hay quien dice que un green en particular no está diseñado para tener par 4. Pero sí que es algo importante. Es una cuestión mental. Si un hoyo tiene par 4, se cree que no hay otra opción que ir hacia el green, mientras que si es par 5 y se falla el drive, se acepta, se hace juego corto y se intenta hacer birdie. Cuando un hoyo tiene par 4 uno se siente obligado a lanzar hacia el green. Hay que hacerlo. ¿El decimotercer hoyo del Augusta tiene par 4? De acuerdo, adelante.
Denominar un hoyo con par 4 o par 5 es diferente a alterar el trazado de un recorrido. Durante la cena de campeones de 2016, Jack y yo hablamos sobre las bolas. Le comenté que recordaba cuando a principios de los años ochenta se quejaba de lo lejos que llegaban las Titleist 384. Lo hacía cuando empezó a decir a quien mandara que había que frenar esa bola. Nunca se consiguió. No me extraña que los únicos jugadores que trabajan en televisión sean los que lanzaban corto. En el PGA Tour no se dura mucho si no se lanza a gran distancia o si no se es como Jim Furky, un jugador muy creativo y muy combativo.
El juego ha cambiado tanto que ahora el palo más importante no es el putter, sino el driver. Si se pierde distancia, se empieza corto y no se lanza recto, adiós al circuito. Pero si la bola recorre una gran distancia y se tiene una racha en la que no se lanza recto, todavía se está lo suficientemente lejos como para salvarse. La distancia es mucho más importante que la precisión. A pocos jugadores que lanzan corto les va bien continuamente. De mi generación, Furky ha sido el mejor jugador que no lanza muy lejos. Pero el suyo es un caso poco común. No se dura si no lanzas lejos. Los tipos que están en las cabinas de los medios de comunicación no entienden el juego largo porque no lo han practicado nunca. No conozco a nadie que lance a distancia que esté en una cabina. En el golf actual, si lanzas corto, no te queda otra que abandonar el circuito: esa es la gran diferencia con el Masters de 1997.
A lo largo de los años, el Augusta ha intentado luchar contra el incremento en la distancia de lanzamiento alargando el recorrido. Y no es lo único que han intentado. Entiendo que hayan añadido metros: no me molesta mucho. Eso sí, creo que, hasta que la USGA y el R&A controlen la bola, la batalla está perdida. Cuando pienso en los cambios en el Augusta, hay dos de ellos que yo no habría hecho en los hoyos. En primer lugar, los búnkeres que han añadido a la calle de la izquierda del quinto hoyo. No entiendo esos búnkeres. No encajan en el recorrido. Desde allí no se llega al green, ni de lejos. El resto de los búnkeres están bien emplazados, pero esos no. He hablado con muchos jugadores y miembros del club, y opinan lo mismo que yo. Tampoco entiendo por qué el Augusta alargó el séptimo hoyo a más de cuatrocientos metros. Antes era un bonito hoyo con par 4. Ahora todos los hoyos con par 4 tienen cuatrocientos metros o más, excepto el tercero.
Cuando echo la vista atrás, imagino que los miembros del Augusta debieron de alucinar con lo que hice en 1997 al utilizar palos cortos para llegar a los greens, incluso en los que tenían par 5. Puse en práctica un juego en el que dominaba el recorrido. Las banderas eran la única defensa que tenían. Ya podían ponerlas en los bordes de los greens, secarlos o darles color verde azulado. Me daba igual, porque tenía muchos wedges para llegar. Incluso me proporcionaba más ventaja, porque podría dispersarme más en el campo si me esmeraba.
Ahora no es posible. Y no solo porque tengo veinte años más y todo el mundo lanza mucho más lejos. La distancia adicional consigue que el recorrido ponga a prueba todo tu juego. Hay que hacer buenos drives, pero también buenos putts y buenos golpes de aproximación. En 1997, cuando no era necesario hacer tan bien los drives, sobre todo si no se llegaba muy lejos, el Augusta era un campo de dos golpes. En la actualidad, nadie se arriesga en los búnkeres de los hoyos primero, segundo o decimoctavo. No se pueden salvar, por lo que hay que pensar dónde se colocan los drives.
Entiendo por qué el club hizo esos cambios. El Augusta National no establece las reglas del juego. Eso es cosa de la USGA y el R&A. Se ha hablado de utilizar una bola que sea exclusiva del Masters, pero el club decidió poner en práctica unos métodos que tenía más a mano, como añadir distancia, hierba alta, arena y árboles. Ojalá no hubiera tomado esas medidas. Aunque, en cualquier caso, iba a costarme mucho ganar once chaquetas verdes. Ahora el golf está lleno de bombarderos que piensan y hacen putts. Es difícil saber qué hacer para contrarrestar lo lejos que llega la bola.
A veces pienso cómo cambiaría el Augusta para el Masters. Lo primero que haría sería quitar la hierba alta que han puesto (ese segundo corte), la que hay junto a las calles. Después lo cortaría todo en la dirección del grano, de los tees a los greens, en vez de como lo hacen ahora. La flota de cortacésped del Augusta empieza a cortar las calles desde el green hacia el tee, y siempre tenemos el grano en contra. Si la hierba se corta de tal manera, la bola no rueda ni va tan lejos.
Preferiría que la hierba estuviera cortada en la dirección del grano en todo el recorrido, tal como estaba antes. Y lo cortaría todo para que pudiera jugarse con la mayor velocidad posible. El recorrido ya no se parece al de un campo links, sobre todo por la forma en que está cortada la hierba. Pondría el césped alrededor de los greens muy apretado, con lo que se podrían hacer golpes en que la bola rodara. La mayoría de los jugadores lanza la bola al aire en los alrededores de los greens. En el Masters cada vez se ve a más jugadores que utilizan wedges con mayor ángulo. Van con wedges de sesenta y dos y sesenta y cuatro grados, porque son necesarios. La hierba está demasiado pegajosa, así que la única opción es lanzar la pelota al aire. Los golpes que me enseñaron Raymond, Ollie y Seve, con cualquier palo a partir del hierro cuatro, son inútiles. Ya no pueden hacerse.
Otra cosa que haría es talar el bosque del noveno y decimoprimer hoyo a la derecha de la calle; además, volvería a colocar los montículos que había en el decimoquinto para que hubiera un tramo rápido. El recorrido sería más divertido. Así lo quisieron Bobby Jones y Alister MacKenzie: un duro reto para el mejor jugador, pero divertido para todos. La mayoría de los jugadores que ahora van al Masters nunca lo vieron así. Se podían crear golpes, encontrar la manera de salir de los árboles. Se podía ser imaginativo, porque se encontraban calles entre los árboles y también se podía curvar más la bola. El Augusta estaba diseñado para incitar al jugador a que imaginara golpes y los realizara, como hacía Seve. Él jugaba con los ángulos. Ahora ya no hay tantas posibilidades de hacerlo.
Estoy seguro de que el Augusta National seguirá implementando cambios en el recorrido para estar al día con la tecnología; sin embargo, si alargan el decimosegundo hoyo, no volveré a jugar allí. Tal como he dicho, si hacen que ese hoyo tenga ciento ochenta metros, el Masters se habrá acabado para mí. Solo hay que mantener los greens compactos. Por eso el Augusta instaló el sistema SubAir bajo los greens. Si llueve mucho y los greens están muy blandos, el SubAir aspira la humedad y los seca.
Cuanto más interesada está la gente en cómo se juega en la actualidad en el Augusta, más claro queda que el fracaso a la hora de regular la bola ha provocado cambios que no deberían haberse producido nunca. No solo es algo que sucede en el Augusta, sino, por ejemplo, también en el Seminole Golf Club en Juno Beach, Florida. Es uno de los campos clásicos. Lo diseñó Donald Ross para que fuera apto para todos los niveles de jugadores; tal como hicieron MacKenzie y Jones en el Augusta, poder analizar todos los aspectos del juego de los mejores jugadores. Ben Hogan practicaba en el Seminole antes de ir al Masters porque sabía que es duro y rápido, del tee al green. Me pregunto qué pensaría ahora.
Jugué una vez en el Seminole, hice 62 y pensé: «Es un buen campo, pero no supone ningún reto». Solo tuve que utilizar el driver y un wedge en todos los hoyos. Si se hacen 65, se cree que se ha jugado mal. En la actualidad, el único desafío para un jugador es la velocidad en los greens. Si se juega un día en el que sople viento seco del norte, son extremadamente escurridizos. Si no, se bombardea para llegar a ellos, se usa el wedge y se hacen birdies. Me da igual lo rápidos que sean los greens, siempre hay que dejar la bola debajo del hoyo cuando se tiene un wedge en las manos. No es tan difícil.
Con palos de madera de caqui y bolas de balata, es otra historia. Ahora se hacen drives de doscientos cuarenta metros, no de trescientos. Dos de los hoyos con par 4 se pueden hacer con un driver de los de hoy. Lancé hasta el borde delantero de uno de los hoyos con par 4 y el miembro del club con el que estaba me dijo que Hogan golpeaba con un hierro seis hasta el green. Un hierro seis. Yo lancé hasta el borde delantero y ni siquiera soy uno de los jugadores que más lejos lanzan.
En 1997 sí que lo era. En la cena de campeones de la que fui anfitrión al año siguiente hablé con Sam Snead sobre lo lejos que lanzaba la bola. Sam me echó la bronca. Byron Nelson nos escuchaba, pero no dijo nada al respecto. Estaba claro que estaba tan impresionado como Sam por la distancia a la que lanzaba la bola. John Daly había estado en el circuito unos años, había ganado dos de los grandes y demostró lo que sucede cuando alguien lanza la bola a casi doscientos setenta metros. John practicaba un juego diferente. Pero entonces aparecí yo. Lanzaba la bola un poco más corta que John, pero sabía hacer putts. Era el plato combinado. Sam y Byron se dieron cuenta de que había llegado una nueva era. Jugábamos con titanio y maderas metalizadas contra ellos, que lo hacían con madera de caqui. El golf estaba cambiando. Se estaba volviendo más grande y distante, y lo sabían.
En términos más generales, en los circuitos profesionales el golf se ha convertido en un juego de poder para hombres y mujeres. En la mayoría de los campos, a los jugadores no les importa llegar a la hierba alta con los lanzamientos desde el tee, porque prefieren usar un wedge desde allí que un hierro más largo desde la calle. Seguramente no tardaremos en ver en el circuito un campo de siete mil metros.
Los cambios en el equipo también han marcado la diferencia. Cuando jugué una ronda de entrenamiento con Davis Love en el Wyndham Championship de Greensboro en 2015 hablamos sobre ese tema. Fue el antepenúltimo jugador que cambió un driver de madera de caqui por una cabeza de metal y lo hizo en el U. S. Open de 1997, en el Congressional Country Club. Le había ganado en el Las Vegas Invitational en 1996, en el que había utilizado madera de caqui. Ahora solo hay que ver el tamaño de las cabezas que utilizan los jugadores; seguramente podrían meterse tres cabezas de madera de caqui en una normal de 460 cc.
Este nuevo y «mejorado» equipo implica un gran cambio para los jugadores. No siempre ha sido así. Una vez le dije a Jack Nicklaus que su madera tres había sido su palo habitual y que la había utilizado para diferentes golpes. Me comentó que la había tenido durante casi quince años, desde los veinte hasta los treinta y cuatro. Había llevado el mismo palo en la bolsa todo ese tiempo. Algunos jugadores usarán siempre el mismo putter, pero es imposible imaginar a nadie que utilice los otros trece palos durante quince años. El putter que utilizo desde que era amateur es básicamente el mismo en cuestión de forma y especificaciones. Siempre he utilizado el equivalente a un PING Anser 2. Es el putter con el que jugaba cuando era juvenil. En la universidad cambié a un Odyssey, que tenía el mismo cuello que el Anser 2. Después, Scotty Cameron, el maestro artesano de los putters Scotty Cameron, creó otro parecido al Anser 2 para mí. Gané muchos torneos con él y luego me pasé a un Method de Nike. Ese también se parecía mucho al Anser 2, al igual que el Scotty que utilizo en la actualidad. Realmente he utilizado el mismo putter durante toda mi carrera.
Utilizar siempre un palo específico que no sea el putter no parece posible, porque la tecnología ha cambiado mucho. Los jugadores tienen que aprovecharla. Aun así, me encantaría jugar un torneo todos los años en el que tuviéramos que utilizar solo medio equipo. O jugar con madera de caqui y bolas de balata en un campo de cinco mil ochocientos metros. Sería divertido hacerlo un par de veces al año. Seguiría ganando el que menos golpes hiciera y el mejor jugador.
He hablado de los equipos, de la bola y del diseño de los campos con mucha gente relacionada con el golf; por ejemplo con Peter Dawson, el veterano secretario del R&A, que se jubiló en 2015; o con el antiguo comisionado del PGA Tour, Tim Finchem, que se jubiló el 1 de enero de 2017; o con el director ejecutivo de la USGA Mike Davis. Creo que a todos nos interesa atraer a más gente al mundo del golf y que no deberíamos frustrarla. Los jugadores amateurs quieren utilizar el mejor equipo posible, para tener más posibilidades de lanzar la bola más lejos; usar hierros menos perjudiciales con los malos golpes. Sería absurdo utilizar un equipo arcaico. Sin embargo, a pesar de que queramos que el golf sea más fácil para los amateurs, necesitamos mantener el desafío para los profesionales.
Pero ¿cómo se hace más fácil el juego, aparte de con el equipo? Se utilizan cabezas grandes, que ayudan a salvar las distancias, y varillas ligeras, que sirven para que a los jugadores les sea más fácil hacer el swing. Así no tienen que pelearse con la varilla. Se da a la gente la oportunidad de lanzar la bola por el aire y de hacerlo más lejos. Es más divertido ver la bola ir lejos que asistir como va de un lado a otro enloquecidamente.
En cuanto al diseño, en una iniciativa comercial que comencé hace más de diez años, ampliamos las zonas a las que llegan las bolas y limitamos la altura de la hierba. Son cosas que pueden ayudar a que el juego resulte más sencillo para los jugadores con un gran hándicap y que atraiga a más personas al golf. Aun así, con diseños elegantes, también se puede crear un campo para profesionales. No es difícil. Simplemente se deja que la hierba crezca de diez a quince centímetros y se hacen calles de veinte metros de ancho. No será divertido, pero somos profesionales del circuito; si un campo ha de tener siete mil metros y ese diseño, será una pena, pero así es como es el golf ahora.
Mi idea es diseñar campos divertidos en los que se pueda jugar, ya que el golf no solo es para los profesionales. Creamos amplias zonas para que llegue la pelota desde el tee y limpiamos zonas fuera de las calles, para que los jugadores no pierdan bolas. Diseñamos múltiples opciones para llegar al green, incluida una en la que la bola rebota. Al limitar la hierba alta alrededor de los greens, proporcionamos a los jugadores más posibilidades de ejecutar golpes de recuperación, incluido el uso del putter. Me gusta que los jugadores empleen el terreno, tal como he hecho yo desde que conocí los campos links a mediados de los años noventa.
También diseñamos un par de campos cortos como parte de las instalaciones para prácticas, con hoyos con par 3 que van de treinta a ciento treinta metros. Creo que es importante, por eso los he incorporado en campos como el Diamante en cabo San Lucas y el Bluejack National a las afueras de Houston. Veo esos campos no como añadidos, sino como parte integral del club. El nombre del campo corto en el Bluejack National expresa exactamente lo que quiero crear; tiene diez hoyos y se llama Playgrounds. Esos campos cortos son perfectos para que los niños e incluso los mayores se inicien en el golf, para reuniones de familias y amigos, y para que los jugadores experimentados exhiban sus habilidades. También son una buena opción para gente con poco tiempo.
En la inauguración del Playgrounds en marzo de 2016, el primer hoyo causó furor. El vídeo de Taylor Crozier, que solo tenía doce años y consiguió un hoyo en uno, se hizo viral. En el golf no hay nada comparable a hacer un hoyo en uno, mientras que en el Playgrounds los jugadores tienen diez oportunidades para conseguirlo. Lo que implica diez oportunidades de alegrarse con el golf. El Bluejack está recibiendo excelentes críticas por su diseño; el Golf Magazine y el Golf Digest lo eligieron como mejor nuevo campo privado de 2016 en Estados Unidos. Me alegré: eso significaba que mi diseño estaba teniendo una gran aceptación.
En el otro extremo, todavía no he tenido oportunidad de diseñar un campo para campeonatos. Si algún día lo hago, el diseño se basará en la topografía, la que se me diera para trabajar, así como en los ángulos. Me gusta jugar en los campos del Australian Sandbelt de Melbourne. No necesitan un hoyo par 3 con doscientos veinte metros para ser duros. El séptimo hoyo en el Royal Melbourne solo tiene ciento cuarenta, pero son los ciento cuarenta metros más terroríficos que puedan imaginarse. En el tee me pregunto si podré lanzar la bola al green; si no, dónde será posible hacer un golpe de recuperación. Y tengo un wedge en las manos. Es mejor golpear contra el viento que a favor. En el duodécimo hoyo del Augusta pasa lo mismo. Prefiero lanzar contra el viento. Si el green está duro, es un terrorífico golpe a ciento cuarenta metros.
Y, sin embargo, algunos hoyos largos con par 3 tienen sentido. El octavo en el Oakmont en el U. S. Open de 2016 tenía doscientos setenta metros, pero estaba diseñado para ser largo. El hoyo está muy abierto por delante, donde la calle tiene de cuarenta y cinco a cincuenta y cinco metros. No es cuestión de lanzar doscientos treinta metros desde el tee hacia una zona pequeña. Yo no diseñaría un hoyo así. Pero el octavo del Oakmont funciona.
No participé en el U. S. Open de 2016, pero sí que jugué ese hoyo en el U. S. Open de 2017, cuando tenía unos doscientos cincuenta metros. Era muy raro jugar a esa distancia, pero no nos importó. Podía lanzar la bola hacia la derecha y hacer un putt a treinta metros del green, hacer un golpe de aproximación o llegar al borde delantero y hacer un putt. No iba a conseguir un birdie, pero era fácil estar en el par. Y lo peor que podía hacer era 4.
Pienso mucho en las condiciones de los campos y en lo que afectan al juego. Me gustaría que hubiera más campos consistentes y rápidos. Para mí es un desafío, porque el jugador ha de imaginar qué demonios va a hacer la bola después del lanzamiento desde el tee. Eso es mucho más interesante que golpear hacia el aire con el driver y que la pelota ruede un metro o dos. Después se utiliza un wedge o un hierro nueve o el palo que sea, se lanza y la bola cae y se queda donde aterriza. Pero si bota, hay que pensar el golpe mucho más. «¿Lanzo por esta esquina, porque si no la bola acabará en la hierba alta del otro lado? Pero si los greens son consistentes y rápidos, no puedo dar efecto desde la hierba alta. Estaré perdido. Tendré que volver a la calle. Y, si lo hago, el juego se alarga.»
Diseñar un campo para amateurs y profesionales sin que los hoyos sean muy diferentes entre sí es un gran reto. Se necesitan ángulos. Cuanto más lejos lance un jugador un drive en las calles que tienen ángulos, más difícil es acertar en la calle. Si Fred Funk lanza un drive en la misma dirección que Jason Day (excepto en un lanzamiento recto), llegará a la calle, mientras que la bola de Jason acabará en el otro lado, entre el público. Pete Dye es un arquitecto que presta atención a los ángulos. Ofrece todo tipo de tees, así que, cuanto más lejos llegues, más ángulo tiene la calle. La calle está en ángulo desde atrás, pero cuanto más avanzas, más recta se vuelve. Se añade distancia para crear ángulos.
El gran problema es que los jugadores lanzan la bola tan lejos que se necesita distancia, a menos que el campo sea muy consistente y rápido, como en los del Sandbelt australiano. De este modo, sí que se pueden jugar campos cortos en torneos. La bola puede caer en la hierba alta a ambos lados de la calle, lo que estrecha el campo. En el Royal Melbourne se puede disputar un campeonato porque es muy rápido. Pero el desafío desaparece si el campo está suave. Haríamos más de veinte bajo par. Aunque, quizás estaría bien. Al R&A no le importa la puntuación del ganador en el Open. La imponen las condiciones. Ha alargado las calles del Open, pero no las ha complicado.
El equipo no es lo único que ha cambiado el juego desde el Masters de 1997. Hay muchas nuevas tecnologías. En casa utilizo un simulador Full Swing Golf que me ayuda mucho. Me permite jugar en campos del PGA Tour y establecer que las condiciones en las calles y los greens sean consistentes o blandas. Los datos me dicen si con el swing que estoy haciendo llego adonde quiero llegar. Sé qué ángulo de lanzamiento tengo, qué efecto, la velocidad de la bola, el eje de rotación, la relación cara-recorrido y muchas cosas más. Esa información me ayuda a elegir el equipo.
Los monitores de lanzamiento también resultan muy útiles y algunos jugadores los llevan en el circuito, porque se pueden instalar en el campo de prácticas y comprobar datos similares a los que proporciona el Full Swing Golf en un espacio cerrado. Estoy seguro de que, si hubiera tenido uno entonces, me habría resultado más fácil cambiar el swing después del Masters de 1997. No tenía esos datos. Me habrían ayudado a hacer con mayor rapidez los cambios que quería.
Aunque los monitores de lanzamiento también tienen una pega, que queda demostrada en el campo. Los jugadores los utilizan cuando golpean en superficies planas, sin adrenalina en el cuerpo. Si se desea tener datos exactos de lo lejos que se lanza con los hierros, esa no es la forma adecuada de obtenerlos. En un torneo se puede estar muy nervioso. El corazón late con fuerza muy acelerado y se lanza la bola más lejos, a veces como si se hiciera con un palo mayor.
En 1997 no tenía un monitor, pero sí acceso a vídeos; además, podía ralentizar las imágenes para ver la posición del swing. Necesitaba cambiar. A veces pienso en cómo le habría ido a Ben Hogan de haber tenido acceso a la tecnología que ha aparecido desde sus tiempos. Si hubiera tenido una cámara de vídeo, seguramente le habría resultado más fácil cambiar el swing. Y no digamos si hubiera tenido un monitor de lanzamiento.
Con todo, el vídeo también puede producir situaciones curiosas. En una ocasión estaba en Corea haciendo publicidad de Nike y vi a una niña que hacía un swing muy bonito. Le pregunté cuánto tiempo llevaba jugando y me contestó que un año. Me quedé sorprendido y le aseguré que tenía un swing excelente. Después le pregunté qué palos solía utilizar. Me contestó que nunca había jugado en un campo. Había aprendido ese swing en YouTube. Sabía cómo hacerlo y le encantaba practicar lanzamientos. No tenía ni idea de cómo se juega, pero su swing era impecable.
Trabajo la técnica todo el tiempo y uso toda la tecnología que me parece útil. En un campo de prácticas lanzo bolas a una distancia máxima de tres metros, si no hay viento. Pero con la adrenalina inherente a un torneo, puedo lanzarlas diez metros más allá. En un campo de prácticas es difícil simular tal situación. Ese es el momento en el que los jugadores entran en conflicto con la tecnología, pero es muy beneficioso entender lo que está haciendo el palo, lo que hace la cara, el ángulo de ataque y el plano del swing. Conocer esos datos resulta muy ventajoso, aunque no ayuda a salir de los árboles.
Confiar demasiado en los monitores de lanzamiento puede ser peligroso en el sentido de que consiguen que los jugadores dejen de confiar en su instinto. Nadie entra en los circuitos profesionales sin tener una tonelada de talento natural y capacidad para sentir el juego y los golpes que puede haber en un recorrido. Los profesionales, al igual que los amateurs, podemos tener problemas por depender tanto de agentes externos. Un buen ejemplo es cuando un caddie indica cómo alinearse a un jugador en una calle o, sobre todo, en un green. Debería estar prohibido. La colocación es responsabilidad del jugador. Los golfistas de la LPGA utilizan a sus caddies a todas horas para que les sitúen, algo que cada vez es más habitual en el golf masculino. Lo peor es cuando un caddie alinea a un jugador en un putt a seis metros de distancia. A mí me parece ridículo. ¿Cómo sabes que la hoja del putter no está alineada uno o dos grados y que vas a volver con la hoja del putter exactamente al mismo sitio? ¡Por favor!
Los jugadores que ganan, y que lo hacen a menudo, confían en su intuición. Once años después del Masters de 1997, cuando gané el U. S. Open en 2008 (mi decimocuarto grande y el más reciente) en una eliminatoria contra Rocco Mediate, en el último hoyo del juego regulado tenía que hacer un putt a cuatro metros y medio. El green no era en absoluto tan blando como los del Augusta y la bola iba a botar. Solo podían pasar dos cosas: que consiguiera hacer el putt o que lo fallara. Me aseguré de que la cara del putter contactara con el centro de la bola e intenté darle un ligero efecto hacia dentro. Tomé tales decisiones para contrarrestar tanto como pudiera las condiciones del green. A pesar de todo, la bola botó, tal como se ve en el vídeo. El putt entró. Tuve la misma sensación que cuando lancé a metro y medio en el último hoyo del Masters de 1997: esa bola entraba.