ONCE

 

El día después de mudarse, Lucía y Julián permanecieron en la cama hasta el mediodía. Los dos encontraban en esa clase de apatía cierta satisfacción traviesa y clandestina, similar a un placer culpable. Julián había aprendido de Lucía a vivir despacio. A no pasar por las cosas de largo. Él siempre había sido un chico inquieto. Ansioso. Urgente. Nunca disponía de tiempo suficiente porque ignoraba que la mejor forma de aprovecharlo era perderlo deliberadamente. Los años al lado de Lucía le habían enseñado a detenerse, a sacudirse la inercia, a observarse a sí mismo desde fuera y hallar agrado en la quietud. Al final llegó a comprender que, a menudo, cuando uno tiene demasiadas cosas que hacer, lo mejor es instalarse en una pausa larga y anárquica y no hacer absolutamente nada.

 

Era domingo. El primer domingo de agosto. Lucía se despertó un par de horas antes que Julián y se quedó a su lado acostada en la cama. Adoraba esa sensación. La generosa lentitud de los domingos por la mañana. Esa serenidad solemne y despejada que los acompañaba, como de pueblecito pesquero después de comer. La levedad de sus minutos y sus horas. Su melancolía. No pasaron muchos días hasta que Lucía decidió que su momento favorito de la semana era los domingos por la mañana. Todo en ellos la cautivaba. Incluso ese frágil martilleo del reloj del pasillo que al cabo de un rato terminaba desapareciendo en el aire, confundido con el propio silencio de la habitación. Le encantaba sentirse acompañada a lo lejos por el tímido compás de aquel viejo reloj.

Habían realizado la mudanza la tarde anterior. Mientras Julián cargaba los muebles y las cajas hasta el segundo piso, Lucía se ocupaba de la distribución del menaje y la decoración. El propio Julián se había empeñado en ese desigual reparto de funciones aquella misma mañana, alegando que «la gestión de la belleza siempre debe estar en manos de pianistas». A Lucía le conmovían esas ocurrencias de Julián. Le inspiraban una gran ternura. Como su torpeza, su dramatismo o su escaso sentido de la oportunidad. Tan inevitable era que se reservase la tarea más fatigosa como que intentase justificarlo con un ejercicio sobreactuado de poesía. Su personalidad se componía de esas pequeñas rarezas que, en el fondo, o al menos así lo creía Lucía, formaban parte de su encanto.

Julián subió los últimos enseres poco antes de la hora de cenar. Los dejó en el pasillo, se precipitó como un peso muerto sobre el sofá del salón y, con la cara contra los cojines, oprimido bajo un simbolismo exagerado, elogió sarcásticamente las mudanzas. Para él, que había cambiado de piso siete veces, los traslados habían desarrollado un cierto sabor a falso. Se habían convertido en un ritual vacío. Deshumanizado. Parecido al sexo remunerado. Tenía la sensación de que no eran sus cosas las que se mudaban con él, sino todo lo contrario. Era él quien seguía a sus cosas. No se trasladaba a otro piso. Como su televisor, su vajilla o sus zapatos, Julián se almacenaba a sí mismo. Él era una más de sus pertenencias.

En esta ocasión, no obstante, la situación era distinta. Por primera vez compartiría su hogar con Lucía. Después de tantos años de relación, aquella era la noche que inauguraba una vida en común. Que servía de última frontera entre el pasado y el presente. Julián respiraba contra los cojines del sofá boca abajo, teatralmente derrotado, lamentando en voz alta y con tono burlón el esfuerzo realizado, pero pocas veces en su vida había deseado algo con tanta intensidad como la noche de aquel día de mudanza.

Lucía abrió un par de cervezas y las colocó sobre la mesa del salón. Julián se giró, se tendió de espaldas y se encendió un cigarrillo. Durante unos minutos, los dos observaron en silencio cómo el humo serpenteaba temerosamente por la habitación, como queriendo reconocerla, para terminar huyendo por la ranura de la puerta del balcón. Era un humo asustadizo y enclenque. Por un momento, Julián lo compadeció —esto no es cierto, se compadeció a sí mismo—, pero enseguida pensó que, con el tiempo, también aquel frágil hilo de humo terminaría acostumbrándose a las esquinas de su nueva casa.

Por la noche, mientras recogían algunas cajas vacías y colocaban por primera vez en su sitio los cacharros de la cocina, Fernando apareció en su puerta con algo de cenar para los tres. Había tenido que pasar el sábado fuera para resolver asuntos familiares, pero llevaba todo el día deseando llegar al edificio y dar por inaugurado oficialmente el apartamento de sus nuevos vecinos. Julián lo recibió con un abrazo y escuchó sus disculpas, que juzgó innecesarias. No quiso decir nada para no herir sus sentimientos, pero en el fondo agradecía que aquel primer día en su casa, aunque fuese transportando muebles y abriendo maletas, hubiese sido solamente para Lucía y para él.

Poco después, durante la cena, Fernando volvió a lamentar no haber podido echarles una mano con la mudanza.

—Pero para compensaros —añadió mientras vertía salsa agridulce sobre su rollito de primavera—, mañana os llevaré a dar una vuelta por el mercado.

—¿Por el mercado? —Lucía había paseado varias veces por el barrio con Julián y con Fernando y estaba segura de no haber visto nada parecido a un rastro ni a una plaza de abastos—. ¿Qué mercado?

—Es un mercadillo de verano —contestó Fernando—. Se celebra todos los años el primer domingo de agosto. Es un sitio estupendo para descubrir nuevos tesoros. Algunos para venderlos yo después en la tienda y otros para quedárnoslos nosotros. Podemos ir a dar una vuelta mañana, a ver qué encontramos.

En realidad, el mercadillo al que se refería Fernando, aunque a él le pareciese fascinante, no tenía nada de especial. Se trataba de una feria ambulante en la que había puestos de comida, productos artesanales, abalorios y objetos de segunda mano. Como todas las ferias del estilo. Sin embargo, aunque así fuese, a Lucía le pareció una buena forma de conocer todavía más a fondo el barrio. De empezar a confraternizar con su gente. Cuando se despertó aquel domingo al lado de Julián, en medio de una paz impecable, supo que lo primero que harían aquella mañana sería bajar a dar un precioso paseo por el mercado.