QUINCE

 

El taxi giró a la derecha y Lucía dirigió una mirada seca a su balcón desde la ventanilla. Se encontraba a apenas unos metros, pero tuvo la impresión de hallarse muy lejos. El taxista se detuvo frente al portal, ella se bajó del coche y se quedó unos instantes sobre la calzada, observando el paso de peatones y el cruce que había un poco más allá. En silencio, se vio a sí misma saliendo del garaje con su ciclomotor rojo, colocándose el casco, deteniéndose a la altura del semáforo y saludando a Fernando con la mano. Lo siguiente que recordaba era una oscuridad profunda y vacía que poco a poco, en otro lugar, se fue llenando de ruido.

Habían pasado dos semanas desde el accidente. El apartamento parecía invadido por una extraña tristeza. Ocupaba sus rincones un silencio inmóvil, como de respiración contenida, aislado de un mundo que ocurría al otro lado de una trinchera de persianas cerradas. Las escasas líneas de luz que se escabullían hacia el interior fueron lo primero que Lucía vio al abrir la puerta. Julián había dormido allí dos días antes, pero ella tuvo la sensación de haber estado fuera varios meses.

Descorrió la cortina de la puerta del balcón y salió al exterior. Julián, todavía con las maletas en la mano, la observaba callado desde el pasillo. Ella se agachó y arrancó algunas hojas secas de los geranios. Como si lo hubiese hecho el día anterior y el anterior. Acarició con delicadeza las flores de uno de ellos, se incorporó para dejar las hojas sobre una mesita que había junto a la puerta y se giró de nuevo hacia la barandilla, en la que permanecería apoyada durante varios minutos, con la mirada y el pensamiento perdidos en algún punto más allá del horizonte.

Se moría. Era imposible. Injusto. Cruel. Pero se moría. Desde el día anterior, todas las preguntas en su mente habían adquirido de pronto una entonación sofocante y traidora. La mayoría de ellas no eran preguntas, sino certezas que sonaban a interrogación. Y las que sí lo eran, las que cualquiera en su lugar necesitaría gritarle al universo, carecían de respuesta. Lo único que existía era la tristeza. La tristeza y la nada. Y una sombra aterradora que comenzaba a cubrirlo casi todo. Saber que te estás muriendo es quizá lo único que nadie debería saber jamás.

No tardaría mucho en suceder. Unas quince o dieciséis semanas. Con suerte, dos o tres más. Muy poco tiempo para ser malgastado entre las paredes de un hospital. El jueves por la mañana Lucía tomó la decisión de marcharse a casa. Permanecer allí o someterse a medicación apenas lograría prolongar unos días lo inevitable. Apoyada en la barandilla de su balcón, contemplando un mundo finito, sin proyectos de futuro, sin grandes distancias, un mundo que por primera vez se mostraba menguado y al que, por primera vez, desde aquel balcón, se le distinguían los bordes y todo cuanto quedaba más allá de ellos, Lucía sintió miedo. La clase de miedo que uno siente cuando es un niño y se encuentra solo y perdido. Y pensó que lo único que quería era que la viniesen a buscar. Y que la llevasen a casa. Y que todo fuese otra vez como antes.

Ese miedo ya nunca la abandonaría. Se apoderaba de ella por sorpresa, en cualquier momento, en cualquier lugar. De repente, muy pocas cosas tenían sentido. Habían desaparecido los motivos. De qué servía nada de lo anterior si todo iba a borrarse de golpe.

«Ya está. Se acabó. Has tenido una oportunidad y nunca más volverás a tener otra porque no vas a regresar. Este es el tiempo que se te ha concedido. Y nada más. Te desvanecerás y ni siquiera serás consciente de haber existido.

Al mundo no le importa. Habría seguido girando sin ti. Qué sentido tiene haber formado parte de él si no volverás a verlo nunca. Qué más da desaparecer ahora que dentro de cuarenta años. Y sin embargo, no quiero. Necesito un poco más de tiempo. Verlo todo. Probarlo todo. Sentirlo todo. Exprimir cada minuto. Volver a ser feliz. Y de nuevo, de qué serviría, si no puedo llevármelo conmigo. Si un día mi memoria se extinguirá para siempre. Qué más da vivir que no vivir. Y sin embargo, no quiero. No tan pronto. No ahora».

 

Durante los días siguientes, Lucía se descubrió a sí misma varias veces llorando. No era un llanto desesperado. No había exceso ni afectación en él. Eran lágrimas mínimas, contenidas, que resbalaban despacio por su mejilla una a una, en un goteo sutil pero incesante. Lloraba al recordar el pasado. Y se preguntaba qué lógica había en aquello, ya que no podría echarlo de menos. Y se decía a sí misma que, de haber vivido veinte años más, tal vez ni siquiera se habría acordado nunca de todos esos momentos que ahora se atropellaban en su memoria. Y trataba de convencerse de lo absurdo de unas lágrimas que brotaban al pensar en lo que dejaba atrás o en lo que le quedaba por vivir, porque todo ello se descompondría con su propia consciencia. Pero no hallaba consuelo en la razón. No era capaz de contener su llanto. Tan sólo algunos días conseguía entender que lloraba, sencillamente, porque necesitaba llorar.

A veces Julián la escuchaba derrumbarse secretamente en otra habitación y notaba cómo algo se rompía dentro de él. Permaneció paralizado los primeros días, incapaz de asimilar la desgracia, como si el mundo transcurriese en otro plano y él lo observase a través de un cristal, desde el fondo de una pecera. Pero poco a poco la conmoción fue dando paso a la rabia, a la impotencia, a la pena y al dolor. Y llegó un momento en el que Julián sólo era capaz de sentir dolor. El dolor más hondo que había sufrido nunca.

Pasaba varias horas al día sentado en la butaca del salón con la cabeza hundida entre sus piernas, buscando algo a lo que agarrarse en mitad de aquella espesura, pero a su alrededor no había nada más que ramas secas y quebradizas.

Inútilmente, trataba de analizar la adversidad a través de una lógica falsa y desesperada, retorciéndola hasta lo absurdo, encajando esperanzas y conclusiones a golpes, como esos niños que introducen a la fuerza la pieza cuadrada en el hueco del círculo y viceversa. Adaptaba sus argumentos para que coincidiesen con las respuestas que buscaba y huía hacia adelante añadiendo más y más alturas, levantando todo un edificio de justificaciones sobre unos cimientos inclinados y movedizos. La única forma de mantener el equilibrio allí arriba era asumiendo que el resto del mundo estaba torcido. Por momentos, tenía la sensación de estar perdiendo el juicio.