Lucía tenía trece años cuando falleció su abuela. A veces quería acordarse de ella, pero al cerrar los ojos su cara se desintegraba como un reflejo en un estanque agitado, y se convertía de repente en otra cara distinta y esta a su vez en otra, todas ellas parecidas entre sí pero nunca exactamente la misma. Otras veces era capaz de recordar sus ojos, que eran al mismo tiempo tristes y felices, pero aparecían en un rostro vacío, raso, carente de nariz, pómulos o labios. Si se concentraba en sus manos, su voz se desvanecía. Si se concentraba en su voz, todo lo demás se desvanecía. Era como si no pudiese verla, sólo intuirla. Como si bastase con mirarla para que se deshiciese. A menudo Lucía tenía la impresión de ser una intrusa en un sueño convulso y febril. Había en ello algo insoportable.
Puede que el recuerdo más vivo que tuviese de su abuela fuese el de no haber asistido a su entierro. Una mañana de sábado, poco antes de levantarse de la cama, su madre entró en la habitación y, sin encender la luz, procurando no hacer ningún ruido, casi como si desease que Lucía no se despertase del todo, se colocó en cuclillas a su lado y, entre susurros, le preguntó si quería acompañarla.
—Ha muerto la abuela Carmen, Lucía. Cogeré un tren dentro de un par de horas. ¿Quieres venir conmigo al funeral?
—No.
Años más tarde, Lucía se preguntaría por qué nunca llegó a lamentar la muerte de su abuela. Por qué nunca llegó a sentir dolor o tristeza. Le daba miedo que hubiese algo extraño en su reacción. Algo poco humano. Incluso sombrío. Pero lo único que había era distancia. Para aquella niña, su abuela apenas había existido cuatro o cinco semanas durante el verano anterior. En su casa tan sólo se escuchaba su nombre de vez en cuando, murmurado entre reproches al otro lado de alguna puerta cerrada. Jamás había estado de visita. Ellos tampoco habían ido nunca a verla, salvo el verano que Lucía y su madre pasaron con ella en la aldea. Cuando falleció, al principio de la primavera siguiente, todo lo que tenía que ver con ella, su nombre, el pueblo, incluso aquel verano en familia, volvió a encerrarse bajo llave junto a otros muchos trastos viejos y recuerdos olvidados.
La de Carmen y su hija Rosario siempre había sido una relación deteriorada. Hay un límite difuso a partir del cual el cariño entre una madre y un hijo adopta a veces la forma del desprecio. Es una manera torcida y enferma de quererse. La de quienes están unidos únicamente por el más íntimo resentimiento. Hasta que un día cualquiera, cuando menos te lo esperas, este se acaba y en su lugar no queda nada. Y el lazo se rompe para siempre.
Carmen no fue capaz de perdonar a su hija que dejase de odiarla y se marchase de casa a los diecinueve años. Guardarse rencor es una de esas cosas que debe hacerse en persona. Todos los días. A cientos de kilómetros es imposible reprocharse nada a la cara. Una tarde, Rosario recibió una carta en la que su madre le decía que no quería volver a saber nada de ella. No comprendía —no quería comprender— por qué la había dejado sola. Rosario, por el contrario, pensó que la lejanía era lo único que había logrado no apartarla del todo de su madre. De haberse quedado a su lado ya no sentiría por ella nada más que indiferencia. Sin embargo, obedeció y, durante muchos años, Carmen apenas fue una dolorosa imagen del pasado. Hasta que ambas, madre e hija, entendieron que Lucía no tenía por qué cargar con las consecuencias de decisiones que no había tomado.
Aquel año Lucía y su madre pasaron el verano en la aldea con Carmen. Desde mediados de julio hasta mediados de agosto. En la memoria de Lucía se registraron las noches frescas, las risas con Antón, la presencia imponente de las montañas, a las que siempre imaginaba recostadas sobre los valles como perezosos gigantes de roca y de tierra. Pero también las discusiones entre su madre y su abuela, la rabia injusta contenida en sus palabras desde hacía décadas, la desproporción de sus acusaciones y la ausencia de remordimiento. Cuando regresaron a casa un mes más tarde, Rosario sintió que nunca había estado tan lejos de aquella mujer que en otro tiempo había sido su madre.
Carmen enfermó medio año después y falleció a principios de abril. Quizá por obstinación, quizá por arrepentimiento y desconsuelo, Rosario exigió que no se volviese a hablar de ella. Ni del pasado. Ni siquiera de aquel verano. Lucía aparcó sus recuerdos casi sin querer, presa de una inercia dispuesta por su madre, y poco a poco sus vivencias, su relación con su abuela, aquellos días felices en el pueblo fueron cubriéndose de polvo y de arena y de tiempo, como cadáveres abandonados en medio del desierto.
Jamás había sentido la necesidad de regresar. Ni siquiera de mirar atrás. El único recuerdo que la había perseguido durante aquellos años era el entierro de su abuela. Pero cuando su madre murió, algo incontrolable se revolvió en lo más hondo de su conciencia. Y comenzó a darle vueltas al concepto de identidad. Y a pensar en cuánto sabía en realidad de sí misma. La sola idea de sentirse tan despegada de su historia la atormentaba algunas noches de insomnio. Sin darse cuenta empezó a buscar la respuesta a preguntas que jamás se había hecho. Un proceso injusto que la condujo durante un tiempo por caminos cada vez más ciegos y más sordos, hasta que un día, poco antes de mudarse al apartamento con Julián, decidió que su alivio pasaba por regresar alguna vez a aquella aldea y hallar un principio, una causa, una raíz a partir de la cual comenzar a averiguar quién era ella.
Tal vez el verano siguiente, se dijo la primera vez que se detuvo a observar las estelas de los aviones desde su balcón. Tenía —o eso creía— todo el tiempo del mundo.