Julián despertó a Lucía al entrar en la estación de autobuses. Un par de kilómetros antes, el conductor le había hecho una señal por el espejo retrovisor indicándole que se acercaba su parada. Sólo dos señoras se bajaron con ellos en aquella villa. El resto de viajeros reanudaron su trayecto hacia la costa unos minutos después.
Lucía y Julián recogieron sus maletas y se adentraron en el centro del pueblo. Empezaba a hacerse de noche y las calles los recibieron en silencio, casi con recelo, observándolos desde el otro lado de alguna contraventana entrometida. Mientras cenaban algo en la cafetería de la pensión, Julián opinó sobre el particular carácter de los viajes en autobús:
—Permaneces encerrado durante varias horas en un habitáculo pequeño con un montón de gente. En cualquier otra situación, si las circunstancias fuesen similares a esas, si tuvieses que compartir con esas personas un espacio igual de reducido durante tanto tiempo, hablarías con ellas, mantendrías una conversación más o menos educada, intentarías no parecer muy distante. Es lo que uno hace, por ejemplo, en un ascensor. Y ello a pesar de que su trayecto dura apenas unos segundos. Su recorrido es tan breve que hasta resulta comprensible que nadie inicie un diálogo. Y sin embargo lo haces. Conversas. Comentas cualquier asunto por una sencilla cuestión de cortesía. Podría decirse que, de forma temporal, ya se trate de un ascensor, un coche o un autobús, a los compañeros de viaje los une una íntima relación de convivencia. Pero en el caso de un autobús esta es fría, lejana, casi grosera. Uno no siente la necesidad de ser amable. A nadie le importa generar un clima agradable ni hacer sentir cómoda a la persona que viaja a su lado. Creo que, en el fondo, no hay mucha diferencia entre el vínculo que une a unos desconocidos en un autobús y el que une a veces a los matrimonios rotos.
Lucía comentó superficialmente la reflexión de Julián, que consideró pertinente pero inexacta, y divagó un buen rato sobre las contradicciones del comportamiento humano. Julián la escuchaba con atención mientras mordisqueaba el borde de un bizcocho revenido. Parecía una noche cualquiera, como tantas otras, pensó. Durante un momento lo invadió una dolorosa sensación de normalidad.
Se despertaron alrededor de las doce de la mañana, bebieron un café en la pensión y caminaron hasta el mercado de abastos. Lucía recordaba que allí cerca, en una de las calles adyacentes, había un mesón en el que finalizaba su ruta un coche de línea que ella y su madre habían cogido tres o cuatro veces aquel verano, cuando había sido necesario bajar a la villa para comprar aceite, sal, azúcar y otros productos que solían escasear en la aldea. Después de dos o tres vueltas por la zona, justo cuando Julián comenzaba a desesperarse, Lucía reconoció su viejo letrero en la esquina de una pequeña plaza contigua al mercado: «Casa Castro».
Apenas había cambiado en dos décadas. Conservaba su mismo aspecto destartalado y el ambiente bullicioso de los lugares de paso. Al fondo de la barra resistían un par de ventanillas desde las que se vendían los billetes para el coche de línea. Ya sólo una permanecía en funcionamiento. En las sillas se sentaba gente recién llegada, gente que esperaba a quienes estaban a punto de llegar y gente que mataba el tiempo antes de partir. De la cocina provenía un inconfundible olor a frituras recalentadas y pescado rancio. Tal vez aquel aroma llevase allí encerrado más de veinte años. Los hombres fumaban y bebían vino en taza; algunas mujeres, manzanilla. Desde la puerta, Julián encontró el lugar un tanto anacrónico pero al mismo tiempo cautivador. Se unió a Lucía en la barra y pidieron un par de refrescos.
—Se llama San Martín de algo o San Andrés de algo o San Pedro de algo —le explicó a voces Lucía al camarero, intentando hacerse escuchar en medio del alboroto del mesón—, no lo recuerdo bien.
—Ni bien ni mal, me parece —se burló.
—El pueblo lleva el nombre de un santo.
—¿Ahora estamos jugando a las adivinanzas?
—Oiga, ¿no hay ninguna aldea cercana que se pueda llamar así?
—¿Con el nombre de un santo? ¡Hay docenas, miña nena!
—Vamos a ver, era un pueblecito muy pequeño, de unas veinte o treinta casas, en la ladera de una montaña. Estaba en la ruta que hacía entonces el coche de línea.
—¿El nuestro? ¿El de la empresa Castro?
—El que salía de esta taberna, sí.
—Pues lleva realizando el mismo trayecto desde hace más de treinta años, así que, si la aldea estaba en la ruta cuando tú dices, todavía lo está.
Lucía abrió los ojos con sorpresa y echó un vistazo al reloj que había en la pared.
—¿A qué hora sale el próximo autocar?
—En una hora, alrededor de las tres.
—¿Quedan billetes?
—Creo que sí, pregunta en la ventanilla.
—¡Muchas gracias!
Algo más de una hora después, Lucía y Julián se desplazaban en autocar por una estrecha carretera secundaria cubierta de árboles que ascendía por la falda de una montaña. El vehículo ocupaba casi toda la anchura de la calzada. Era incómodo y ruinoso y de una cachaza insoportable. Cada tres o cuatro minutos se detenía en una marquesina, despedía a un par de pasajeros y retomaba su ritmo flojo y accidentado.
El camino se apretaba contra una rampa casi vertical y pletórica de vegetación. Por las ventanillas de la derecha se veían regueros de agua que resbalaban por la pared y desembocaban en un gran río que se divisaba por las ventanillas opuestas en lo más profundo del valle. Desde que abandonaron la villa y comenzaron a subir, la pendiente no había concedido ni una sola tregua.
No tardaron en llegar a una zona más abierta que permitía a la carretera alejarse un poco del desnivel para continuar ascendiendo a través de algunos prados y bancales. Se distinguían los primeros viñedos y maizales. El valle, antes errático, ensortijado y salvaje, parecía ahora asequible e inmenso. Por primera vez, Lucía reconoció algunos grupos de casitas desperdigados a lo largo de la cordillera, en la parte alta de la ladera, cerca de las cimas. Ya había visto esa imagen con anterioridad. Comprendió que se estaban acercando.
El autocar se detuvo en la enésima marquesina unos kilómetros más adelante. La carretera continuaba entre los árboles, pero de ella salía una pista de tierra que rodeaba un pequeño campo de cultivo y conducía a una vieja iglesia. Frente a la marquesina, otra calzada perpendicular subía hacia lo alto de una colina y se perdía en un tupido bosque de castaños. El autocar reemprendió la marcha y Lucía se quedó observando aquel cruce de caminos desde su ventanilla con mirada pensativa, un poco nerviosa, dudando de si era aquel el lugar que estaba buscando o sólo estaba viendo lo que quería ver.
Al doblar la primera curva, bordeando el final de la vereda que provenía directamente desde la iglesia, el autocar pasó al lado de una chabola abandonada de cuya puerta colgaba una lámina de metal. Tenía encima varios años de óxido, de lluvia y de frío, pero todavía se podía adivinar una leyenda en ella: «Bar Avelino». Lucía se levantó de repente de su asiento y, como si se tratase de una epifanía, exclamó: «¡Es aquí!».
El conductor detuvo el autocar un poco más adelante, exhortado por Julián. Lucía recogió las dos mochilas del portaequipajes y bajó en primer lugar sin pronunciar una sola palabra ni esperar a nadie. Julián, mientras tanto, quizá para recalcar la trascendencia del momento, se disculpó desde la puerta con el resto de pasajeros por haber interrumpido de un modo tan inapropiado el recorrido del coche de línea. La marquesina estaba unos cuatrocientos metros más atrás y Lucía caminaba con decisión hacia ella. Al llegar a su altura, Julián quiso asegurarse de que se habían apeado en el lugar correcto.
—Creo que sí —contestó Lucía con cierta sequedad, señalando la chabola medio derruida que se hallaba junto a la carretera.
—¿Crees que sí? ¿Cómo que crees que sí? ¿Lo crees en el sentido de que estás convencida de ello o es que has tenido un pálpito? Ahora mismo no tenemos forma de volver a la villa, Lucía.
—Recuerdo esa choza de madera y su cartel. Era una cantina en la que también se vendían algunos alimentos. Si no me equivoco, conservas y salazones, sobre todo. Entré alguna vez con mi abuela. Siempre estaba llena de gente de otras aldeas que venía hasta aquí a comprar o a beber.
—¿Y dónde está el pueblo?
—Desde aquí no lo vemos. Debería estar detrás de los castaños, sobre esa colina.
—¿Debería estar? ¿Y si no lo está?
—Cómo ha cambiado esto... —murmuró Lucía con cierto asombro e ignorando deliberadamente a Julián—. Hace veinte años, la calzada que ves ahí delante no era más que un camino de tierra como aquel de allí, el que conduce a la iglesia. Por eso me ha costado estar segura. Por todos estos pequeños cambios. Por esa marquesina, por las líneas de la carretera... Entonces esto no estaba asfaltado. Donde está esa pradera llena de maleza, en aquella época había una cabaña que usaban los pastores y los leñadores. No había una señal de tráfico en esa curva. Ni había cunetas. Es imposible no dudar.
Subieron por la carretera que había frente a la marquesina, cruzaron la arboleda y, unos minutos más tarde, llegaron a la aldea. Lucía distinguió enseguida una de las casas al final de un herbazal. Todo estaba igual, pero distinto. La calle principal que cruzaba el pueblo era ligeramente más ancha. Donde antes había tierra, ahora había pavimento. Se habían construido algunas aceras e instalado farolas. La fuente había sido empedrada y alrededor del caño de latón se habían colocado azulejos decorativos que formaban un rudimentario mosaico. Por primera vez desde hacía bastante tiempo, Lucía fue consciente de que tanto allí como en su propia vida habían transcurrido veinte años.