Al cabo de un rato, después de recorrer buena parte de la aldea, comenzó a ser evidente que varias casas habían sido reformadas. La mayoría se conservaban intactas, pero algunas habían sufrido modificaciones o habían sido ampliadas.
Para asombro de Lucía, en el lugar en el que se hallaba la de su abuela se levantaba ahora un enorme chalé rodeado por una considerable extensión de terreno cerrado que invadía la zona del monte colindante con el pueblo. Bajo sus grandes setos y jardines, enterrado en alguna parte de la memoria, se encontraba también el sendero del bosque.
La decepción de Lucía era máxima. Ella jamás había considerado siquiera la posibilidad de que la casa de su abuela ya no existiese. De que aquel lugar que la unía a su pasado, a su propia historia, hubiese sido reducido a polvo. De repente la embargó la sensación de haber llegado al final de una correa que no le permitía avanzar ni un solo centímetro más. La angustiosa sensación de tener algunas respuestas delante de ella, de rozarlas con la yema de los dedos, pero de no ser capaz de agarrarlas. Hundida, con la vista puesta en esa edificación salida de la nada, Lucía olvidó por un momento que el único camino que no estaba preparada para emprender era el del regreso.
—No sabía que mi madre la había vendido.
—Supongo que llega un momento en el que uno necesita soltar lastre —improvisó Julián tras dudar durante unos segundos—, seguir adelante, dejar parte de su historia atrás.
—Pero podía habérmelo dicho.
—Ella ni siquiera quería que hablaseis de este lugar, Lucía.
—Tenía que habérmelo dicho.
—¿Habrías vuelto?
—Al pueblo sí, pero tal vez no habría vuelto aquí. Siento que he estado persiguiendo a un fantasma, el eco de un lugar que ya no existe, que ya no es mío —lamentó Lucía mientras se sentaba en el suelo, frente al portón de la finca.
—Bueno. —Julián se sentó a su lado—. Al menos hemos encontrado la aldea y estamos aquí, en el lugar al que querías regresar. La importancia de este sitio no ha cambiado.
—Pero necesitaba tanto volver a ver aquella casa, Julián... —Lucía hablaba despacio, absorta en sus recuerdos, como si tuviese ante sus ojos las esquinas de un lugar que ya no estaba—. Necesitaba volver a tocar sus paredes de piedra. A sentir aquel tacto frío y antiguo de sus paredes de piedra. Necesitaba volver a sentarme en el patio de atrás, como cuando era niña. Y volver a recorrer el sendero que cruzaba el bosque y que ahora ha desaparecido —gimió.
Disimulando su propia tristeza, Julián le levantó la barbilla con un dedo y le sonrió. Lucía le acarició la mano, se puso en pie y se acercó hasta el borde del camino para contemplar desde allí el valle y las laderas de las montañas de enfrente.
Ella sabía que el significado de la casa era solamente el que ella misma le quisiese dar. Que en el fondo no era más que un símbolo. Que lo que había ido a buscar en aquel pueblo era mucho más. Llevaba varios años sintiendo —y al mismo tiempo, temiendo— la necesidad de regresar a aquel lugar. Pero no solamente por aquella casa, ni por sus paredes de piedra, ni por sus jardines, ni por su patio de atrás. Ni siquiera por los recuerdos que habían quedado enterrados para siempre con ella. Con lo que realmente necesitaba reencontrarse Lucía era con aquel verano que había pasado allí cuando tenía doce años. Con aquellas semanas en las que una vez sintió que cabía toda una vida. Aquellos días en los que no existía el tiempo, en los que había sido plenamente feliz.
Y aunque la casa y el camino sólo fuesen ahora una ilusión, un pequeño resto de todo aquello, por lo menos eran algo a lo que todavía se podía agarrar. A lo que todavía se podía sujetar con firmeza mientras el suelo temblaba. En aquella aldea de calles asfaltadas, aceras y farolas, de casas reformadas y ampliadas, no quedaba casi nada de ese verano que había ido a buscar. Tan solo algunos reflejos efímeros. Algunas voces repetidas una y otra vez en el tiempo. Y mientras contemplaba el otro lado del valle desde el borde del camino, pensó que tal vez aquello, únicamente aquello, era ahora todo cuanto le quedaba.
Unos cuantos recuerdos imprecisos. Las inmensas laderas de las montañas.
Y el río.
—Al menos todavía podemos buscar el río —suspiró Lucía girándose hacia Julián.
—¿El que estaba al final del camino? ¿En el que se bañaban los niños del pueblo?
—El río donde estaba la poza, claro.
Lucía volvió a sentarse al lado de Julián.
—Pero acabas de decir que ya no hay sendero, Lucía. Que esta casa y su finca lo han sepultado.
—Sí, ya lo sé. Pero el río no puede haber desaparecido. Exista o no un camino, tiene que estar en el mismo sitio.
—No estoy seguro de que sea buena idea. Es demasiado arriesgado...
Un poco inquieto, Julián se encendió un cigarro.
—¿Alguna vez has recorrido los caminos de un bosque? —prosiguió Julián—. Cada uno de ellos se pierde en otros y estos a su vez en otros tantos. Sería imposible ubicarse bien entrando por una zona distinta. Una vez en su interior, todo parece igual. Es como intentar encontrar un pendiente perdido en una playa. Ese río podría estar en cualquier parte.
—Pues tendremos que encontrar la forma de llegar.
—¿Y qué hacemos si nos perdemos? ¿Sabe alguien que estamos aquí? ¿Quién acudiría en nuestra ayuda?
Aquel exceso de cautela comenzó a decepcionar a Lucía.
—A lo mejor crees que esto no es más que un capricho, Julián, pero no lo es. He pensado muchas veces en ese río. Especialmente en los últimos días. Todo lo que me une a él forma parte de lo que he venido a buscar.
—Yo pensaba que habías venido a buscar esta aldea, sin más.
—He venido a buscar algo que encontré aquí hace mucho tiempo. Algo que tenía que ver con esa casa y con esa aldea que ahora ya no existen... Pero también con ese río.
—Eso no convierte en más sensata la idea de ir a buscarlo.
Lucía se puso en pie de nuevo, cada vez un poco más agitada.
—Necesito encontrar ese río, Julián.
—¿No podemos sentarnos y discutirlo con calma?
—No. Se hace tarde y necesito encontrarlo. O por lo menos saber que está ahí, que puedo llegar a él... Y después ya veremos. ¿Cuál es la otra opción? ¿Quedarnos aquí parados, delante de este portón?
—Al menos esa opción sí es sensata.
Lucía se alejó unos metros y resopló con impaciencia.
—Esto es importante para mí, Julián. Es lo único que puedo hacer aquí ya. No vengas conmigo, no importa. Pero yo necesito encontrar ese río.
—Ir tú sola es una idea todavía peor.
—Yo necesito encontrarlo, Julián...
—No pienso dejar que entres en el bosque tú sola.
—¡Pero yo necesito encontrarlo!
El tono de Lucía era nervioso y apremiante. Lo era desde que habían llegado a Galicia, como si aquella búsqueda hubiese dado rienda suelta a una obsesión. La forma en que comenzaba a comportarse, tanto en el mesón como en el autocar, pero sobre todo en aquel instante, preocupaba cada vez más a Julián.
—Necesito volver a ese río por última vez.
El ruido de un coche interrumpió en ese momento la conversación. Un viejo R8 de color azul cielo apareció a lo lejos, en la calzada que unía la carretera principal con la aldea. Era imposible no escuchar el sonido roto y herrumbroso de su motor. Un hombre de mediana edad se quedó observándolos desde el asiento del conductor al pasar a su lado. Detuvo el coche unos metros más adelante y se bajó.
No parecía apresurado. Antes de decir nada, se ajustó la cintura del pantalón junto a su coche, dirigió una mirada a las montañas del otro lado del valle y carraspeó con intensidad. A Julián le pareció una tos sucia. Como llena de hollín. Pensó que no había mucha diferencia entre los bronquios de aquel hombre y el motor de su vehículo.
—Buenas tardes. ¿Se han perdido?
—En realidad, no. —Julián se levantó y se acercó a estrechar la mano del hombre que parecía interesarse por ellos—. Aunque tampoco estamos en el lugar adecuado.
—Buscábamos una casa que había aquí hace veinte años —resumió Lucía.
—Pues me temo que llegan un poco tarde. Compraron los terrenos a varios vecinos hará unos quince años y construyeron esta casa de campo.
—¿Y sabe cómo podría ponerme en contacto con los dueños?
—No, lo siento. Tampoco es que vengan mucho por aquí, honestamente. Esto está casi abandonado.
Lucía se pasó las manos por el cabello formando en él varios surcos y exhaló un suspiro de abatimiento que llamó la atención de Julián.
—En realidad, además de la casa estábamos buscando un sendero que conducía hasta un río en el medio del bosque —comentó Julián—, pero parece que ha quedado soterrado bajo la nueva propiedad.
—Ah, lo conozco. Conozco ese río.
—¿Lo conoce? —Lucía se estremeció.
—Claro que sí. Ahora no es tan sencillo acceder a él como lo era antes, pero todavía es posible llegar si sabe uno orientarse ahí dentro y conoce bien el camino —contestó señalando hacia los árboles.
—¿Y podría usted guiarnos hasta allí?
Al hombre le hizo gracia la pregunta.
—No, lo lamento mucho. Yo desconozco la ruta, hace demasiado tiempo que no voy por allí. Y francamente, a mi edad ya no estoy para esa clase de aventuras —rio.
—¿Sabe de alguien que pudiese explicarnos cómo llegar?
—Imagino que mi yerno podría indicarles el camino, si es que todavía se acuerda. —Dudó unos instantes—. No lo sé, si quieren pueden acompañarme hasta mi casa y hablar con él. Vivimos aquí al lado, en la parte de allá del pueblo. Debe de estar a punto de llegar de trabajar.
—Pues se lo agradeceríamos mucho, la verdad —contestó Lucía, todavía nerviosa.
—No se preocupe, mujer, yo estoy encantado de echarles una mano. Ojalá pudiese servirles de más ayuda. Mi nombre es Alfonso, por cierto —dijo mientras se dirigía de nuevo hacia su vehículo.
—Yo me llamo Lucía y él es Julián.
—Es un placer. Suban.
Lucía y Julián cogieron sus mochilas y montaron en el asiento de atrás del coche. Durante el breve trayecto hasta la casa, a pesar de no pronunciar ni una sola palabra, ninguno de los dos volvió a fijarse en el ruido que hacía el motor.