Se me ha mojado el tabaco! —rio Julián después de vaciar su mochila al lado de la roca grande y lisa en la que Lucía y él estaban tumbados tomando el sol—. ¡Todo lo que traíamos está empapado!
—En un par de horas estará casi todo seco, ya lo verás.
—A la vuelta tenemos que acordarnos de llevar las mochilas en alto si queremos ponernos algo de ropa seca antes de coger el autobús.
Estaba resultando una tarde magnífica. Julián se había zambullido varias veces en la poza saltando desde lo alto de la cascada, había estado nadando un rato en la pequeña laguna y se había atrevido a explorar los alrededores más inmediatos, aunque sin alejarse demasiado. De vez en cuando se le escuchaba describir torpemente algún elemento del paisaje o manifestar alguna idea evidente sobre el entorno. Como si necesitase verbalizar algunos de sus pensamientos para dotar a aquel lugar de una mayor sustantividad o registrarlo mejor en su memoria. «Es un árbol muy grande y muy frondoso», pronunciaba solemnemente y con lentitud, en voz alta pero para sí mismo, sin dirigirse a nadie. «Debe de llevar muchas décadas aquí», añadía a continuación. Lucía sonreía al escucharlo hablar a lo lejos mientras continuaba descansando. Aquellas excentricidades de Julián, que a veces requerían de cierta paciencia, en el fondo siempre le habían parecido enternecedoras.
De vez en cuando, a medida que la tarde iba pasando, Lucía abría los ojos y se detenía a contemplar la estela de algún avión difuminándose poco a poco en el aire. A menudo su mente se centraba en escuchar su propia respiración y el sonido de la corriente arrojándose al vacío. Observando el cielo, veía las copas de algunos árboles balanceándose con suavidad sobre su cabeza. Sólo existían el ruido del agua, los árboles y aquel cielo. Ni siquiera ella misma, que en esos instantes ya no era ella, sino la niña que una vez había contemplado el mismo paisaje desde el mismo lugar.
Parecía como si el tiempo se hubiese detenido veinte años antes en aquella parte del río. Como si de pronto Lucía hubiese vuelto a una época en la que todo era posible y emocionante y no existía el miedo, ni el dolor ni la tristeza. Una época en la que el día de mañana, la próxima semana o el mes siguiente no significaban nada. El mundo, el presente, la vida entera sucedía en cada instante. Sólo ese preciso momento tenía importancia. Y allí, veinte años atrás, era donde Lucía quería estar. Y allí era donde estaba. Allí mismo y en ninguna otra parte.
Julián regresó a la roca donde Lucía reposaba, le dio un beso y se tumbó a su lado. Los dos se quedaron en silencio boca arriba, con los ojos cerrados, acariciándose instintivamente el uno al otro con los dedos de la mano. El agua continuaba cayendo incesante, perdiéndose entre la espesura de aquella vega escondida en el medio del bosque. Julián repasó mentalmente las últimas horas, los últimos días, y reflexionó sobre lo acertado que había sido regresar con Lucía a aquel río. Ella, sin embargo, ya no le concedía valor alguno al pasado. Allí acostada, bajo el cielo de su infancia, pensó sencillamente que aquel era el día más feliz de toda su vida.
—Tengo ganas de hablar con mi hermano —comentó Julián—. Tengo ganas de llamarlo y contarle todo lo que ha pasado en este viaje. Me apetece mucho verlo. Charlar con él. Tal vez podríamos decirle que se viniese a cenar a casa una noche cuando volvamos.
Lucía se incorporó, se sentó en la roca y miró a Julián durante unos segundos sin dejar de sonreír. Lo miró profundamente, acaso todo lo profundamente que se puede mirar a alguien, mientras una lágrima comenzaba a asomar a sus ojos. Era la mirada más tierna, sincera y triste que Julián había visto nunca. Una mirada de amor y de agradecimiento, pero también de dolor y de despedida.
Y fue sobre aquella roca, al lado del río, poco antes del atardecer, cuando Julián comprendió que Lucía no iba a regresar jamás.