VEINTIOCHO

 

Julián abrió la puerta, encendió la luz y dejó las llaves sobre la mesita de la entrada. Barajó la correspondencia allí mismo, de pie, sin urgencia, y tiró algunos de los sobres en un viejo paragüero que había en un rincón. Cerró la puerta, guardó el abrigo en el armario y recorrió el pasillo hasta el salón.

Algunas de las cartas todavía hablaban de Lucía. Sus remitentes eran parientes lejanos de Julián que enviaban frases postizas de consuelo. O conocidos que acostumbraban a disfrazar preguntas entre las condolencias. En ocasiones se trataba de la confidencia de algún amigo que, en cierta forma, sentía que aún podía dirigirse a ella. Esas, con diferencia, eran las peores. Las que lastimaban a pesar de su cariño o sus buenas intenciones. Julián había acumulado un montón a medio leer junto al televisor.

Revisó varios recibos del banco, leyó con cara de extrañeza una carta un tanto enrevesada de su compañía de seguros y dejó el resto encima de la solitaria mesa del comedor. Acercó un cenicero, se sentó en una de las sillas, extrajo una cajetilla de tabaco del bolsillo de su camisa y fumó un par de cigarrillos mientras su mirada se posaba en algún lugar al otro lado de la pared, probablemente muy lejos de allí.

A veces se olvidaba. Se descubría a sí mismo pensando en ir al cine a ver una determinada película con Lucía o buscando en el supermercado las galletas que le gustaban. Algunos días se levantaba por la mañana y calentaba leche para dos. Después se daba cuenta y se sentaba en un taburete de la cocina observando el cazo durante varios minutos sin hacer nada. Todavía tenía la impresión de escucharla enredar de vez en cuando en el cuarto de baño o de sentirla detrás de él en alguna habitación. Esa sensación repentina e ingobernable —la de sus llaves girando en la cerradura de la puerta, la de su silueta bajo el edredón al entrar en el dormitorio por las noches— de alguna manera confusa le hacía daño, al mismo tiempo que le proporcionaba un consuelo distante y fugaz. Le provocaba sufrimiento, le arrojaba encima todo el peso de su memoria, pero también lo acercaba de improviso una vez más, aunque de un modo desgarrador, a su vida con ella. No pasaba un solo día sin que procurase evitar el recuerdo de su sonrisa o de su mirada. Sin que sintiese un dolor inmenso, casi ensordecedor, al acordarse de su voz.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Era Fernando. Quería saber si podía pasarse aquella tarde por su piso para verlo y llevarle de paso un par de cosas que Lucía le había prestado antes del viaje, tal y como le había comentado tres o cuatro días atrás. «Después, a última hora —añadió—, si te apetece podemos salir a dar un paseo».

Julián agradecía que fuese Fernando quien se acercase hasta su casa y no al revés, ya que él sentía que tardaría en volver a reunir las fuerzas necesarias para regresar al barrio y recorrer las calles y los lugares a los que solía acudir con Lucía. Sin embargo pensó que no tenía muchas ganas de salir de casa aquella tarde. Que no tenía muchas ganas de hacer absolutamente nada aquella tarde. Ni la tarde siguiente. Ni el resto de las tardes que le quedaban. Artificialmente, casi de manera forzada, le contestó a Fernando que estaría encantado de salir a tomar algo con él. Lo consideró un acto de generosidad.

 

Fernando llegó al piso de Julián alrededor de las seis. Llevaba consigo una bolsa con dos novelas y un recetario que le entregó a Julián en cuanto abrió la puerta, justo después de saludarse con un abrazo mudo pero sincero. «Son de Lucía», comentó Fernando mostrando el interior de la bolsa. Julián se dio cuenta de que había usado el tiempo presente en lugar del pretérito, pero no dijo nada. Hizo una señal con la mano invitándolo a pasar, cerró la puerta y caminó delante de él hasta el salón.

Fernando se sentó en una butaca y echó un vistazo a la estancia mientras Julián guardaba los libros en un armario sin sacarlos de la bolsa. Sus ojos recorrieron las paredes vacías, las estanterías desiertas, el polvo de varias semanas acumulado sobre los muebles. Se alzaron hasta la bombilla desnuda que pendía sobre su cabeza, cruzaron el techo y se detuvieron un instante en las cortinas descoloridas del fondo para regresar otra vez a Julián, que se había sentado en una de las sillas de la mesa del comedor y se había encendido otro cigarro. De repente, al mirarlo de nuevo, Fernando sintió por él una clase distinta de lástima. Una amargura desagradable, próxima al disgusto. Más propia de un padre abatido que de un amigo.

Se habían visto por última vez el día que Fernando había ido a recoger a Julián al aeropuerto, hacía ya más de un mes. Aquella mañana, mientras regresaban a la ciudad en coche, Julián había expresado su deseo de estar solo. Con cierto nerviosismo había insistido en que necesitaba descansar. Que quería pasar algún tiempo sin ver a nadie. Sin hablar con nadie. Sin recibir llamadas ni visitas de nadie. Lo único que quería, decía una y otra vez, era estar solo y descansar.

Durante aquellas semanas, Fernando había estado acercándose al portal de Julián cada tres o cuatro días para dejar en su buzón el correo que todavía recibía en su antiguo domicilio. No hubo ni una sola vez que no dirigiese su mirada hacia el hueco de la escalera y sintiese la obligación de subir. De entrar en su casa para ver cómo estaba y preguntarle si necesitaba algo. De asegurarse, en definitiva, de que se encontraba bien. Incluso llegó a entrar en el ascensor en un par de ocasiones con la determinación de presentarse frente a la puerta de su piso, pero en ambos casos, a pesar de permanecer dentro durante algo más de un minuto, fue incapaz de pulsar el botón.

Tampoco se había atrevido a llamarlo por teléfono hasta hacía apenas unos días, con el pretexto de querer devolverle algunas cosas de Lucía. Había dado por hecho que si se ponía en contacto con él lo molestaría. Que todavía le haría falta algo más de tiempo para reflexionar y poner su mente en orden. Aquella tarde, viéndolo allí sentado, mucho más delgado y con aspecto cansado, habitando un apartamento que en realidad estaba deshabitado, tuvo el presentimiento de que Julián, en el fondo, nunca había querido estar solo del todo.

—Me gustaría preguntarte cómo estás, pero no sé muy bien cómo hacerlo —dijo Fernando en voz baja desde la butaca, sin mirar directamente a Julián—. Estas cosas nunca se me han dado bien.

—Creo que sé a qué te refieres.

—Siempre me ha parecido una pregunta un poco brusca. Demasiado repentina. Como si no fuese del todo apropiado abordar el tema de golpe y requiriese de algún tipo de rodeo previo.

Julián recogió el cigarrillo del cenicero, caminó despacio hasta la puerta y se apoyó contra el marco. Estaba convencido de que sobre ciertas cosas era mejor hablar de pie.

—No lo sé —dijo después de algunos segundos con la vista fija en el suelo—, supongo que estoy mejor.

—Cuánto me alegro de escuchar eso, Julián.

—Pero no está siendo fácil, Fer... Nada fácil.

—Claro que no, es normal.

—A veces me gustaría encontrarme más animado, comenzar a superarlo de una vez. —Julián pronunciaba despacio, como si precisase rebuscar entre sus propios pensamientos para encontrar las palabras adecuadas—. Pero otras veces creo que me sentiría fatal si eso sucediese. Como si se tratase de una traición. Como si, de algún modo, no fuese lo correcto.

—No le estarías fallando a nadie, si es eso a lo que te refieres.

—Quizá no, pero tampoco puedo evitar entenderlo de esa forma. Qué clase de persona se rehace alguna vez de algo así…

Fernando volvió a tener la misma sensación de amargura y suspiró con preocupación. Sin dejar de prestar atención a Julián, se inclinó ligeramente hacia atrás en la butaca.

—Resulta extraño… —Julián repasaba una y otra vez con el pulgar las líneas de la palma de su mano—. Algunos días me parece reconocerla al fondo de la calle. Creo ver su peinado o distinguir alguna de sus blusas o su forma de andar. La veo y pienso que es ella.

Fernando comprendió que el hecho de que Julián estuviese mejor no significaba que estuviese bien.

—De pronto tengo la sensación de que todo esto ha sido un mal sueño. De que no ha sido real y que todavía puedo llamarla a lo lejos, acercarme a ella y darle un beso.

—Entiendo...

—Pero entonces se gira para cruzar la calle o para hablar con alguien que camina a su lado y de repente ya no es ella. Es otra mujer que ya ni siquiera se le parece. Y yo me quedo allí quieto, sin hacer nada. En ese doloroso rincón de mis circunstancias. Acorralado por un mundo al que le da igual lo que acaba de suceder.

—No deberías atormentarte con esa clase de cosas, Julián. —El tono de Fernando se volvió serio—. Es algo que dejará de ocurrir antes o después. Tienes que entender que no existen formas perfectas e imperfectas de gestionar el duelo. Es un proceso que sólo existe para poder ser superado. Sea cuando sea. No tiene otra finalidad. Y cada uno lo supera a su manera. Cuando menos te lo esperes, habrás empezado a sobreponerte. Tú mismo irás desatándote poco a poco las alas y lo asumirás como algo natural. No como esa traición que mencionabas antes.

—Puede ser. Pero no consigo hacerme a la idea.

Fernando se incorporó en la butaca.

—Creo que te convendría salir más a menudo de este piso, Julián, y pensar en otras cosas. Ir a tomar algo por ahí. Acompañarme a dar un paseo. Regresar alguna tarde al barrio. Me gustaría que vinieses a cenar a mi casa una de estas noches. Podríamos hablar con calma, despejarnos un poco, intentar enfocar todo esto de otra manera.

—Todavía no. Quizá más adelante.

—Pero piénsatelo al menos. No es bueno que pases tanto tiempo aquí tú solo. Y a los dos nos vendría bien tener a alguien con quien hablar de vez en cuando.

Julián regresó a la silla y apagó su cigarrillo contra el cenicero. Fernando opinó que deberían salir un rato del piso, respirar un poco de aire fresco, tomar una cerveza en el bar de abajo. Julián se disculpó y contestó que prefería quedarse en casa y preparar él mismo un par de tazas de café para los dos. Aunque oponiéndose al principio, Fernando aceptó y lo acompañó hasta una diminuta cocina situada al fondo del pasillo, donde ambos permanecieron un rato en silencio mientras Julián calentaba el café. De regreso al salón, los dos se sentaron con sus tazas en la mesa de comedor.

—Tampoco has querido saber nada de la gente de la aldea, ¿no?

—Procuro no pensar demasiado en las cosas que me traen recuerdos dolorosos de Lucía. ¿Por qué?

—Porque lo suponía. Hace un par de semanas se comunicaron conmigo al ver que no eran capaces de ponerse en contacto contigo. Imaginaba que no les habrías facilitado demasiado las cosas.

—¿Y qué querían?

—Me enviaron un libro. Los años falsos, de Josefina Vicens. Alguien se lo encontró en el cajón de una mesilla de noche algún tiempo después de… —Fernando vaciló unos instantes tratando de elegir la forma menos incómoda de expresarse—. De que regresaras. Es de Lucía. Tiene su nombre escrito en la segunda página.

Julián compuso un leve gesto de rechazo, como asaltado por una incomodidad repentina. Consideró la posibilidad de que Lucía se lo hubiese dejado olvidado allí la noche que no pudo dormir, el día antes de ir al río, pero tampoco era algo en lo que quisiese centrar sus pensamientos en ese momento.

—¿Y dónde está?

—Te lo he traído en la bolsa que te di al llegar, junto con otra novela y un recetario que ella me había prestado. Mi idea era contártelo cuando la abrieses y le echases un vistazo, pero la guardaste directamente en ese armario sin mirar dentro.

—Entiende que no me resulte sencillo ver y tocar sus cosas así, sin más.

—Por supuesto que lo entiendo. Ya te he dicho antes que cada uno sobrelleva estas cosas como puede. Es natural.

Julián se levantó de la silla, se llevó las tazas medio vacías de café a la cocina y tardó algunos minutos extrañamente largos en regresar. Fernando sospechó que tal vez la visita estaba comenzando a torcerse y lo lamentó. Su intención había sido en todo momento confortar a Julián, interesarse por él, hacerle más llevadero el desconsuelo, y sin embargo tenía la impresión de no hallarse lejos de conseguir lo contrario. Y aunque ignoraba si sus sospechas eran acertadas o no, ante la posibilidad de que Julián se estuviese sintiendo juzgado, decidió que había llegado el momento de irse a casa.

Para cuando Julián volvió al salón poco después, Fernando ya lo esperaba de pie en mitad del pasillo.

—¿Ya te vas? —A Julián le apenó que Fernando se marchase tan pronto, pero al mismo tiempo también se sintió aliviado—. Apenas llevas aquí un rato.

—Me encuentro un poco cansado y creo que ya te he dado bastante la lata por hoy —comentó Fernando exagerando un ademán de fatiga—. Si no te parece mal, voy a ir a casa a echarme un poco.

—Claro que no me parece mal, Fer. Y te agradezco mucho que hayas venido. Nos veremos pronto.

—Eso es. Pero la próxima vez, en mi piso.

Los dos amigos intercambiaron una sonrisa compasiva y se dieron un abrazo. Justo en el momento de cruzar la puerta, Fernando sintió la necesidad de añadir algo más:

—Hace unas semanas subí otra vez a vuestra casa para regar los geranios, por cierto —dijo accediendo al rellano mientras terminaba de abotonarse la chaqueta—. No había subido desde hacía algún tiempo y decidí bajarlos a mi casa. Dicen que es recomendable regarlos una vez a la semana.

Julián concedió con la cabeza.

—Creo que te gustaría ver lo bonitos que han quedado en mi ventana. No hace mucho que se les ha caído la flor, pero siguen estando preciosos. Cada vez que paso por delante tengo la impresión de que Lucía se pondría muy contenta al ver lo alegres que están sus geranios en mi salón.

Julián sonrió, fingió que aquel comentario no le afectaba y se despidió levantando una mano. Fernando le devolvió el gesto de despedida y se metió en el ascensor. Julián esperó a que este bajase, tragó saliva de forma instintiva y, después de varios segundos mirando a la nada, cerró la puerta.