CUATRO

 

Ambos tenían catorce años cuando Julián vio a Lucía por primera vez. Aquella mañana se había despertado nervioso y preocupado. Llevaba algún tiempo temiendo la llegada de ese día. Comenzaba su tercer año de bachillerato en un nuevo instituto y, como le solía ocurrir, se sentía amenazado por los cambios. Durante las semanas anteriores había escuchado que se trataba de un centro mucho más frío, más automatizado, más insensible con las circunstancias individuales de cada alumno. No estaba seguro de si se integraría. De si sabría adaptarse. Finalmente, ninguno de sus temores resultó ser cierto y el curso se desarrolló con normalidad, pero Julián necesitaba creer en la probabilidad de lo fatídico. En la consistencia y verosimilitud de sus prejuicios. Le proporcionaban algo a lo que agarrarse cuando su pequeño y delicado mundo tropezaba y estaba a punto de perder el equilibrio. Como si haber previsto la adversidad la hiciese menos desafortunada. Hallaba cierto alivio en aquella actitud agorera y fatalista. Las caídas dolían menos cuando ya habías asumido que te caerías.

Se levantó de la cama apresurado, queriendo vislumbrar cierta ventaja en la velocidad, en la ganancia estéril de algunos minutos más. Se aseó, se acicaló, se vistió, repasó su aspecto ante el espejo de la entrada de casa, cogió en la habitación su cartera, preparada con minuciosidad la noche anterior, repasó de nuevo su aspecto ante el espejo de la entrada de casa, acudió al cuarto de baño para retocarse la raya del cabello y volvió otra vez a la entrada, donde se sentó en una de las sillas, esperando a que llegase el momento de partir hacia el instituto. Faltaba aproximadamente una hora y media. Su hermano, tres años mayor que él y con quien a partir de ese día y durante el resto del curso compartiría trayecto todas las mañanas, se despertó un cuarto de hora después. De camino a la cocina lo vio allí sentado, con la cartera sobre las piernas, repiqueteando intranquilo con los dedos en la hebilla, y no pudo evitar sonreírse. «El instituto no se va a mover de donde está», comentó divertido. Julián despreció con un gesto la observación de su hermano y siguió esperando.

Cuando por fin salieron a la calle, los dos muchachos se unieron a varias pandillas de estudiantes que remontaban la cuesta que conducía al instituto desde la plaza. Una vez alcanzado el final de la pendiente, los adolescentes se dividían en dos grupos. Los chicos continuaban su camino por una travesía peatonal que cruzaba unos jardines a modo de alameda y las chicas se alejaban por una ronda que conducía al instituto femenino. Julián, olvidado ya por su hermano, se detuvo en el paso de cebra anterior al desvío y permaneció unos minutos observando con asombro aquel engranaje humano meticulosamente sincronizado. Era como contemplar un banco de peces. Tal vez el primero fuese prestando atención a la ruta, pero todos los demás individuos se limitaban a seguir al que tuviesen delante de un modo ciego y automático.

Todos salvo Lucía. Ella y un par de amigas habían avanzado por error durante unos metros por la travesía de los chicos y ahora deshacían el camino deteniéndose en el paso de cebra frente a Julián. Y allí estaba. Por fin. Como si tuviese que suceder. Como si no pudiese ser de otra manera. Preciosa. Deslumbrante. Perfecta. Sonriendo dulcemente mientras sus dos compañeras comentaban entre risas la equivocación. Llevaba una diadema en el pelo, un vestido amarillo y unos zapatos negros. O tal vez no. Eso era lo de menos. Julián tuvo la sensación de que era lo más bonito que había visto en toda su vida.

Su reacción no fue inesperada. Se quedó paralizado y la vio marchar. E hizo lo mismo todas las semanas durante los tres meses siguientes. Hacía por coincidir con ella cada mañana. A veces incluso se atrevía a caminar a su lado durante unos segundos, muerto de nervios y de miedo y de vergüenza. Por las noches elucubraba acerca de la posibilidad de que ella también se hubiese fijado en él. De que tampoco ella se atreviese a hablarle. Creía ver detalles que lo confirmaban. Le parecía que los dos forzaban sus encuentros fortuitos en la calle, de camino a clase. Incluso algunos días se ocultaba entre los demás estudiantes para comprobar si ella, sutilmente, lo buscaba. Que todos los días llegase a la plaza por el mismo sitio y a la misma hora con sus dos amigas no podía ser una coincidencia. Él tenía que ser el motivo. Sin embargo, lo disimulaba tan bien, había tanta distancia entre sus vidas, que tal vez todo fuese un espejismo. A decir verdad, ni siquiera habían cruzado nunca sus miradas. Aunque eso podría formar parte de su estrategia para fingir que no le importaba. Julián se preguntaba qué sucedería si él no apareciese una mañana. Si ella acudiría al día siguiente para preguntarle cómo estaba. Si al menos la notaría un poco más inquieta. En más de una ocasión se vio tentado a quedarse en casa agazapado en un rincón, fuera del alcance del destino, obligando al azar a echarse a un lado. Creía que podría despistar a su propia indecisión. Que sería capaz de manipular su suerte. Durante tres meses mantuvo toda una batalla psicológica contra la fortuna y el porvenir.

 

Lucía no se fijaría por primera vez en Julián hasta enero, poco después de Navidad. Él había dedicado las vacaciones a reunir todo el valor posible para dirigirse a ella, para detenerla en el paso de cebra y decirle que era suficiente, que entendía lo que estaba pasando, que no tenía que fingir más, pero cuando llegó el primer día de instituto salió de casa, llegó a la plaza y todo aquel valor que había logrado amontonar se desparramó incontenible por el suelo en cuanto la vio aparecer al fondo de la calle, charlando con sus dos amigas. Ni siquiera tuvo la valentía suficiente como para acercarse a ella. Simplemente se quedó observándola a lo lejos. Bloqueado. Enmudecido. Como la primera vez que la vio.

—¿Qué miras, atontado?

Uno de los alumnos de bachillerato superior interpeló a Julián y lo empujó desde atrás.

—Llevas una hora pasmado junto al semáforo. ¿Qué estás mirando?

Julián agachó la cabeza y comenzó a caminar hacia la salida de la plaza, en dirección al instituto.

—Estoy hablando contigo, bobo.

En una situación así, donde uno es la presa y otro pretende ser el cazador, las opciones nunca son demasiadas, pero de entre todas ellas, girarse y responder es quizá la peor. Julián sujetó su cartera con los dos brazos y aceleró el paso. Una estrategia, la de la huida, que tampoco le sirvió de mucho.

A los pocos segundos estaba envuelto en una pelea absurda y rodeado por un corro de estudiantes que contemplaban indiferentes cómo aquel matón de pacotilla le hacía morder el polvo en plena calle. De no haber sido por su hermano Santiago, que surgió de la nada para plantar cara a quien resultó ser un compañero suyo, habría terminado con el torso magullado y un ojo morado. Por desgracia, aquella clase de humillaciones públicas no le resultaban ajenas. Siempre había sido el chico raro y débil con el que todo el mundo se metía.

—Tu cartera, Julián.

Era la voz de Lucía. Había recogido su cartera, pisoteada y chafada por la multitud durante la refriega, y se la estaba entregando para que no la perdiera. Se estaba preocupando por él. Le estaba hablando. Estaba siendo amable. Y sabía cómo se llamaba. Varias horas más tarde, echado sobre su cama, Julián se preguntaría por qué no reaccionó. Si no habría sido más inteligente haber hecho frente a aquel fanfarrón en cuanto lo llamó «atontado» y haber evitado que lo patease y lo avergonzase delante de los demás estudiantes. Pero al mismo tiempo comprendería que, de haber sido así, no habría conocido a Lucía aquel día.

—Es tu cartera, ¿no?

—Sí, perdona, es mi cartera. Todavía estoy un poco aturdido.

—Tranquilo, es normal.

—Y un poco abochornado.

—Lo entiendo.

—Imagino que el otro ha salido huyendo.

Lucía se rio.

—Ha escapado por los pelos, sí. Pero creo que no se vengará.

—Menos mal. Entonces me he librado.

—Me llamo Lucía. Conozco a tu hermano. Te he visto alguna vez con él por las mañanas.

—Sí, lo acompaño al instituto a diario para que no le suceda nada.

Lucía volvió a reír, esta vez con sinceridad.

—Bueno, me tengo que ir a clase. Ya nos vemos por ahí.

—Seguro que coincidimos. Muchas gracias por la cartera, Lucía.

—Hasta la próxima, Julián.

Ocho meses después, Lucía y Julián estaban juntos. O, por lo menos, todo lo juntos que se puede estar a los quince años, cuando la vida es ingrávida y accidental y ser pareja apenas tiene algo que ver con ser dos.

Sin embargo, poco a poco fueron creciendo, se fueron haciendo adultos, y ambos tomaron conciencia de sí mismos como dos mitades de un mismo conjunto. Y soñaron que cada uno formaba parte del otro. Y sospecharon que aquello que tenían, aquella fuerza magnética que los unía irremediablemente como si el universo entero dependiese de ello, era de verdad. Y llegó el momento en el que tanto el uno como el otro presintieron que duraría para siempre.

Estuvieron juntos durante los tres años restantes de instituto y estuvieron juntos durante la universidad. Estuvieron juntos durante los diferentes traslados de Julián a otras ciudades por motivos de trabajo y estuvieron juntos cuando, a pesar de la distancia, mantuvieron intacta la ilusión y la pasión y sus planes de futuro. Estuvieron juntos cuando falleció Rosario, la madre de Lucía, poco después de que ella cumpliese los veintiséis años. Y juntos seguían cuando, dos años más tarde, se mudaron a un piso y decidieron aprovechar los últimos minutos de la mañana de su primer domingo para ir a comprar unos geranios blancos y anaranjados para su balcón. Exactamente cuatro años después, una mañana de jueves, Julián recibiría la llamada con la noticia de que Lucía había sido trasladada al hospital después de ser arrollada por una furgoneta frente a su casa.