CINCO

 

El lunes amaneció con oscuridad. Era una de esas mañanas nubosas de verano, de ambiente húmedo, aire caliente y olor a tormenta.

—Al final va a llover.

A Julián le deprimía que el clima se torciese en los días felices. Lo interpretaba como una especie de traición.

—Julián, por favor, no empieces —le reprochó Lucía—. Ayúdame a guardar todo en la bolsa por si acaso.

Ese «por si acaso» molestó a Julián, aunque no dijo nada. «Por si acaso qué», se escuchó murmurar a sí mismo mientras introducía el cepillo y la pasta de dientes en el neceser. Guardar las cosas «por si acaso» se marchaban a casa dejaba un margen demasiado grande para la posibilidad contraria. Debería ser al revés. Deberían guardarlo todo precisamente porque se iban, no «por si acaso» lo hacían. Como mucho, pensó Julián, podrían dejar para el último momento las zapatillas o el camisón «por si acaso» había alguna posibilidad de que al final no se marchasen. «Por si acaso», contra todo pronóstico, Lucía se quedaba ingresada. Pero nunca al revés.

Un miembro del personal de cocina entró en ese instante en la habitación, como cada mañana, para comunicarle a Lucía en qué consistía el menú de mediodía y anotar si existía algún problema con alguno de los alimentos mencionados. Julián apenas le permitió comenzar.

—No es necesario, gracias —le interrumpió invitándole a salir de la habitación—. Nos dan hoy el alta.

A Lucía le desagradaban aquella clase de comportamientos. Le preocupaba que Julián ni siquiera contemplase otra alternativa. Que creyese que, a fuerza de repetirse que se marcharían a casa esa misma mañana, terminaría sucediendo. Como si, de alguna manera, de acuerdo con alguna suerte de lógica infantil, pudiese poner al destino de su parte y su insistencia lo legitimase para sentirse engañado en caso de no cumplirse su deseo. En cuanto volvieron a estar solos, Lucía le afeó seriamente el gesto.

Las siguientes dos horas transcurrieron especialmente despacio para Julián. Lucía estaba acostada sobre la cama con los ojos cerrados, dándole vueltas al momento del accidente. Ella siempre había sido una mujer optimista. Toda su vida había elegido no sentirse abatida ante la adversidad ni otorgarle demasiada importancia a acontecimientos fortuitos. Desde hacía seis años, sin embargo, coincidiendo con la muerte de su madre, había comenzado a ver en esta clase de cosas una especie de indicio. Lo último que recordaba del jueves por la mañana era el desayuno con Julián. De su memoria habían desaparecido la moto, Fernando, la furgoneta, la ambulancia y las primeras horas en urgencias. Notaba cómo un vacío sordo y nervioso ocupaba a la fuerza su lugar, resistiéndose a ceder espacio a la realidad. Inmediatamente después todo eran médicos y máquinas y ruido. Recordaba estar rodeada de un intensísimo ruido.

Mientras tanto, Julián volvía una y otra vez sobre los cuatro pasos que había entre la butaca y la ventana. Sentía cómo los minutos se le atravesaban en la garganta cada vez que tragaba y le devolvían un sabor metálico, similar al de los malos augurios. El médico llamó a la puerta cuando faltaban unos minutos para las doce.

—Buenos días, Lucía.

Los dos, paciente y acompañante, le devolvieron a un tiempo el saludo.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Estoy bastante mejor, doctor, gracias —respondió Lucía un tanto nerviosa—. Casi no he sentido dolor durante el fin de semana y además me han ido retirando poco a poco los calmantes.

—Sí, ya lo he visto. Es lo que estaba pautado. Todavía tienes algunas magulladuras en un costado, en los brazos y en una pierna. Eso es normal, pero parece que ha desaparecido el mareo propio de la conmoción y que ya no tienes molestias cervicales, lo que es buena señal.

Mientras hablaba, el médico pasaba frente a los ojos de Lucía una pequeña linterna encendida.

—¿Has sentido náuseas, algún zumbido, pérdida de equilibrio?

—No, desde el jueves, no.

—Las pruebas no reflejan daños estructurales y no parece que haya lesión alguna. De todas formas, Lucía, en los resultados que hemos recibido esta mañana hay algo que me ha llamado un poco la atención.

El médico se retiró unos pasos hacia atrás y guardó la linterna en el bolsillo de la bata. Lucía permanecía en silencio.

—Seguramente no es nada —continuó—, pero prefiero que te quedes ingresada unos días más para hacerte otras pruebas y determinar con precisión de qué se trata. ¿Comprendes lo que digo?

—Lo comprendo, doctor.

Levemente alterado, Julián se aproximó al médico e interrumpió en ese instante la conversación.

—Pero ¿qué es lo que les ha llamado la atención exactamente? ¿Qué clase de sospechas tienen?

—No creo que este sea el momento de realizar conjeturas —respondió el médico dirigiéndole una mirada de desaprobación—. Por lo pronto no hay motivos para preocuparse y eso es lo verdaderamente importante, pero si tiene usted alguna duda, estaré en mi despacho.

Julián retrocedió dos o tres pasos. Internamente, consideró aquella respuesta una contradicción.

—Hasta mañana, Lucía. —El médico le sujetó la mano, apretó los labios y asintió.

—Hasta mañana.

En voz muy baja, Julián también se despidió.