Recostada sobre la cama, Lucía observaba las estelas de los aviones a través del cristal. Una ligerísima cortina blanca flotaba suavemente junto a ella, llena de un viento mudo e inquieto que se filtraba por el resquicio de la ventana. Pensó que tal vez fuese miércoles. Era la hora de la siesta y la séptima planta descansaba a media luz. Por primera vez, nadie había ido a visitarla en todo el día y Julián llevaba desde primera hora de la mañana en la oficina. La cama de al lado continuaba desocupada. Lucía quiso ignorar la sensación de que en ese instante —y sólo en ese preciso instante— no se estaba tan mal en el hospital. No fue capaz. Tampoco logró sentirse culpable.
Los aviones rasgaban el azul del cielo una y otra vez dejando a su paso densas cicatrices de humo blanco. Apenas un par de nubes inquietaban la armonía casual de sus líneas. La sombra de los edificios crecía sobre la llanura que se extendía más allá del hospital, último refugio de algunas miradas que se precipitaban aburridas desde las ventanas. Allí acostada, acaso divisando el infinito, Lucía recordó el cielo de su infancia y sintió una extraña nostalgia.
Recordó el cielo de Madrid en agosto y decidió que ya no era el mismo. Recordó los atardeceres violetas desde aquel desván, hace ya tantos años. Recordó las excursiones a la sierra y el sol frío de media mañana. Recordó el horizonte sobre la playa de Son Bou alejándose en el fondo del espejo retrovisor del coche de su padre. Y recordó el vacío inmenso de la noche, aquella noche abombada y hecha de secretos que gobernaban su imaginación mientras ella fantaseaba en el jardín de la casa de su abuela en alguna aldea recóndita de Galicia.
Lucía siguió con los ojos la trayectoria de uno de los aviones y, desde algún lugar lejano, a varios cientos de kilómetros de aquella habitación, se acordó de Galicia.
Allí había nacido su madre y allí habían pasado un verano cuando ella era niña y la abuela Carmen todavía vivía. La casa familiar se encontraba en uno de los muchos pueblecitos que parecían brotar al azar en las laderas de una larga hilera de montañas. Se trataba de una casa grande construida en piedra por el bisabuelo de Lucía a principios de siglo. En uno de sus laterales, colindando con el bosque, se extendía un pequeño huerto. En el otro asomaba un jardín dividido por un sendero que desembocaba en un viñedo. Toda la parte de atrás comprendía un coqueto patio cubierto. Lucía, que por aquel entonces tenía doce años, todavía podía visualizar cada rincón, cada escondrijo de la casa. Hacía mucho tiempo, sin embargo, que su memoria se había acostumbrado a ocultarle el nombre de aquella diminuta aldea y dónde se hallaba.
Rosario, su madre, se había mudado a Madrid muy joven, apenas recién alcanzada la mayoría de edad, y tan sólo volvieron de visita en aquella ocasión. La abuela Carmen falleció al año siguiente y nunca más se volvió a hablar de ella ni del pueblo. Lucía vigilaba el cielo desde la ventana de su habitación y lamentaba no haber pasado más veranos allí siendo niña, no haber insistido nunca en volver, no haber sentido la obligación de visitar aquel lugar por su cuenta desde que cumplió la mayoría de edad, pero, sobre todo, lamentaba no haberse permitido a sí misma regresar allí cuando, apenas unos meses después de fallecer Rosario, comprendió que emprender ese viaje se había convertido en algo más que una necesidad.
No era la primera vez que Lucía se acordaba inconscientemente del pueblo. De aquel verano intacto, atrapado para siempre en algún ángulo muerto de su infancia. Era un pensamiento que nunca se alejaba demasiado. De forma más o menos presente, la acompañaba en todo momento. Igual que una piedrecita en el fondo del zapato.
Otras veces, sin embargo, era ella quien acudía intencionadamente a ese recuerdo. Lo buscaba. De un modo elemental e instintivo, le proporcionaba cierta clase de paz. Como un pequeño retiro invisible en el que aislarse cuando el pesimismo arreciaba. Solía acordarse de aquellas mañanas transparentes y tranquilas. De las primeras líneas de luz que enhebraban las rendijas de las contraventanas de su habitación, agujereando la oscuridad. Del rumor de los riachuelos al otro lado del prado. De la narcótica quietud del pueblo en los días de niebla. Se acordaba mucho de aquella niebla espesa y triste que cubría el valle y se mezclaba en el aire con el eco de los cencerros y los balidos de los corderos.
Había algo irreal y antiguo en aquella niebla.
Se acordaba de los niños del pueblo. Se acordaba de Marina, del pequeño Josito, de las hermanas Raquel y Lourdes, de Gonzalo y de Antón. Se acordaba, sobre todo, de Antón. De su odiosa tozudez, su rudeza y sus aires de superioridad, pero también de su audacia, su ingenio y su descaro, que se volvía todavía más fascinante al sumarse a su carácter un marcado acento que, por algún motivo, lo hacía inesperadamente interesante. La pequeña Lucía no quería encapricharse de él, pero ya era inevitable.