Prólogo

 

 

 

 

 

–Sí señor, yo soy el mayor accionista de la empresa. No, señor, no está en venta.

La primera parte fue dicha con suavidad; la negación con cortesía y respeto.

Pero ni uno solo de los poderosos veteranos de la empresa interpretó equivocadamente el trato respetuoso, la suavidad o la cortesía. Hombres como los que estaban sentados en el discreto pero impecablemente decorado despacho solían ir siempre preparados. Cada ejecutivo que tenía delante sabía que aquel hombre, mucho más joven, era un sureño de buena familia, nacido y criado en una histórica plantación en la costa de Carolina del Sur. Cada uno de ellos sabía que era un excelente analista e ingeniero de plataformas petrolíferas; un innovador, un intuitivo inventor, un astuto inversor, un cuidadoso hombre de negocios.

Era Adams Cade. A sus treinta y siete años era el intelecto joven más prometedor del mundo de los negocios. Un exiliado de su tierra y su familia. Un ex presidiario.

Lo primero era el motivo por el cual ese consejo de empresa se había presentado allí. Lo segundo la razón por la que nadie confundía su cortesía con debilidad.

–Adams… ¿Puedo llamarte Adams? –Jacob Helms se levantó confiadamente de su silla; era un hombre alto y delgado, vestido impecablemente, de ademanes señoriales y palabra concisa–. Me doy cuenta que las Empresas Cade no están ni estarán nunca en venta.

Hizo una pausa y su mirada se topó con otra mirada llena de determinación. Al recordar a un osado joven desafiando a la vieja guardia muchos años atrás, Helms sonrió para sus adentros.

–Por esa razón hemos venido a ofrecerte una oportunidad distinta –Jacob Helms miró un momento a su alrededor–. Te proponemos un consenso, una alianza, por decirlo de otro modo –Helms arqueó una ceja y miró a Cade significativamente–. ¡A que es la primera vez que oyes algo así!

La expresión de Adams no delató sus pensamientos.

–¿Por qué?

La pregunta dejó helado a Jacob Helms.

–¿Que por qué no has oído esta proposición antes?

–No, señor. Quiero decir que por qué la estoy oyendo ahora –le echó una mirada a los demás hombres que esperaban, atentos a la destreza de su jefe–. ¿Por qué con el consejo de Helms, Helms y Helms a la zaga?

Helms avanzó unos pasos y se volvió con la gracia de un maestro de ballet dando una lección magistral.

–Cierto.

Adams se recostó en el asiento y esperó a que se levantara el telón y empezara el espectáculo.

–La respuesta es sencilla. Porque podemos ofrecerte el pacto perfecto. Una alianza con una empresa que ofrece unos servicios que concuerdan con los tuyos –vaciló–. Y porque hemos venido a ofrecerte millones. Cientos de millones.

–¿Por qué? –la expresión de Adams no cambió–. ¿Para qué?

–Para quién –Helms le corrigió en tono teatral mientras se acercaba al momento cumbre–. Para John Quincy Adams Cade, hijo mayor de César Augusto Cade. Descendiente de una selecta familia procedente de las tierras bajas de Carolina del Sur. Para ti, Adams Cade, y para tu talento.

–Hasta que me chupe la sangre para después olvidarse de la superioridad de Adams Cade.

El maestro de inventores, el caballero sureño, el exiliado de su hogar y ex presidiario también estuvo a punto de sonreír.

Entre el murmullo horrorizado de los miembros del consejo se levantó la voz estentórea de Jacob Helms.

–Jamás. Ahí reside la belleza de la alianza. En la seguridad.

–Entonces… –Adams cruzó las manos sobre el estómago– …¿Qué saco yo de ello aparte del dinero?

–¿Qué más podrías querer? –Jacob Helms y su grupo de adeptos se sintieron frustrados–. No lo entiendo.

–No –dijo Adams en tono suave–. Ya veo que no.

–¿Pero considerarías nuestra oferta?

Adams tardó en responder, mientras pasaba por la criba toda la información acerca de Helms, Helms y Helms que había recabado a lo largo de los años. La cual comprendía un consorcio de confianza, que ensalzaba los valores; una empresa honorable, dirigida por hombres de honor.

–Sí.

La respuesta apenas fue un suspiro. Del susto, a Jacob Helms estuvieron a punto de caérsele al suelo las gafas de montura de oro.

–¿Has dicho que sí?

Adams asintió.

–Sí, señor, consideraré su oferta.

Jacob Helms estaba acostumbrado a jugar en su propio territorio. En aquella, una batalla que no estaba seguro de poder ganar, se había llevado a su distinguida junta directiva como una demostración de fuerza. Y de pronto parecía haber ganado la contienda a la primera escaramuza. Se reprendió a sí mismo para sus adentros por haber aumentado los millones a cientos de millones, y seguidamente se dispuso a cerrar el trato.

–¿Quieres que cerremos el trato con un apretón de manos?

–¿Aceptaría la palabra de un ex presidiario? –le respondió Adams.

–Aceptaría la palabra de Adams Cade sin importarme que haya estado en prisión –el hombre hizo una pausa–. No. Aceptaría la palabra de Adams Cade porque ha sobrevivido a cinco años en prisión y la experiencia le ha hecho mejorar.

–En ese caso, dependiendo del acuerdo sobre mi personal y otros…

El teléfono que había junto a Adams empezó a sonar, y finalmente lo descolgó.

–¿Sí, Janet? –arrugó el entrecejo–. ¡Jefferson! –exclamó–. ¡Pásamelo!

Todos se quedaron en silencio, con los ojos fijos en Adams Cade.

–¿Jefferson? –Adams no se movió ni respiró durante unos segundos–. ¿Jeffi? –murmuró entonces suavemente.

El nombre de la infancia escapó de los labios de un hombre que llevaba en su corazón el dolor de muchos años.

–¿Cómo estás? ¿Lincoln? ¿Jackson? –tartamudeó y bajó la voz–. ¿Cómo está él? ¿Cómo está Gus?

La expresión agradable de minutos atrás se había convertido en una mueca de dolor. El apuesto rostro había palidecido. Adams escuchaba totalmente inmóvil. Entonces, su cuerpo se estremeció al escuchar la noticia, e instintivamente se puso derecho.

–Voy para allá –dicho esto se dispuso a colgar, pero a mitad de camino cambió de parecer–. ¿Jeffi? –Adams vaciló mientras temía la respuesta a la pregunta que debía formular–. ¿Ha preguntado por mí?

El silencio reinaba en la habitación. Nadie se movió. Entonces Adams suspiró y se estremeció de nuevo.

–No pasa nada –susurró–. No esperaba que lo hiciera. No, no lo sientas –se apresuró a añadir–. Nada de esto es culpa tuya –suspiró de nuevo con voz ronca–. De todos modos iré, en cuanto el avión esté listo –Adams escuchó de nuevo, ajeno a su público–. Allí no –dijo en tono irrevocable–. Iré a Belle Terre. No… No a la plantación… A Belle Reve no.

Los hombres de Helms escuchaban con atención, pero a Adams no le importó.

–Desde las afueras de Belle Terre a Belle Reve hay menos de ocho kilómetros. Apenas suficiente para tomar un taxi… ¿Dónde me voy a hospedar? –Adams sacudió la cabeza muy pensativo–. Llevo tanto tiempo fuera que no conozco ningún sitio ya. Sugiéreme algo… Le diré a Janet que se ocupe del resto –tomó un rotulador y en un cuaderno que tenía delante garabateó los nombres de algunos sitios donde poder hospedarse en la pintoresca ciudad–. Con estos me valen. Janet elegirá por mí.

Dejó el rotulador a un lado y se retiró el puño de la camisa para ver la hora que era. Adams colgó el teléfono y se puso de pie. Solo entonces recordó que tenía visita.

–Caballeros, me temo que tendremos que continuar esta reunión en otro momento. Mi padre está enfermo. Voy a abandonar Atlanta de inmediato.

–No puedes irte –le soltó Jacob Helms con dureza.

Esa era la voz de mando, la que sus subalternos obedecían instantáneamente.

Pero Adams Cade jamás había sido un subalterno.

–Se equivoca, señor. Me puedo marchar. Y voy a hacerlo.

–Teníamos un trato.

–No, señor –Adams le corrigió–. Estábamos a punto de hacer un trato.

Helms se puso rojo de rabia. Miró a los miembros de su junta directiva y de nuevo a Adams, que lo había desafiado tan elegantemente.

–Habíamos hecho un trato.

–Habíamos accedido a hacer un trato, si todas las piezas encajaban en su sitio. De momento, no puede ser –Adams apoyó las manos en la brillante y diáfana superficie de madera de su mesa de despacho–. Esta reunión fue idea suya, las condiciones las de su elección. Escuchar y aceptar o no aceptar su proposición era cosa mía.

–¿Era? –Jacob Helms, a pesar de su arrogancia, no había construido su imperio siendo torpe.

–Sí, señor –Adams se puso derecho–. «Era» es la palabra clave. Ahora no tengo la posibilidad de elegir.

Jacob Helms se apoyó sobre la mesa y se inclinó hacia Adams.

–¿Tu hermano te llama para decirte que tu padre está enfermo y tú retrasas un trato multimillonario?

Adams se limitó a asentir, sin mostrarse sorprendido de que Helms supiera que había estado hablando de su padre y de la salud de este con su hermano Jefferson.

–¿Por un hombre que te desheredó, un hombre que ni siquiera desea mirarte a la cara, vas a arriesgarte a perder nuestra oferta?

–Por mi padre arriesgaría cualquier cosa. Y por él debo marcharme –se volvió hacia los directivos y les habló con amabilidad–. Caballeros, deben disculparme. Debo tomar un avión –dicho eso y sin preocuparse más de Helms o de su trato multimillonario, Adams abandonó el despacho.

Después de una larga ausencia, Adams Cade iba a volver a las tierras bajas de Carolina del Sur, la tierra y las islas de su juventud.

A la tierra, las islas y al padre que amaba.