Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Esta aquí, señora Claibourne. ¡Y es peligroso!

Eden Claibourne, dueña de La Hostería de River Walk, colocó la última de las flores en el enorme centro que pronto adornaría el porche de la casita del río, y retrocedió. Inspeccionó su obra cuidadosamente, asintió con gesto de aprobación y se volvió hacia la joven que estaba allí, con la lengua fuera.

–¿Dónde está, Merrie? –tenía la voz suave y musical, con tan solo un ligero acento de las tierras bajas de Carolina del Sur.

Merrie, la más joven, más bonita y más impresionable de todo el personal, se agarró las manos para tranquilizarse.

–Lo llevé a la biblioteca y Cullen le aseguró que estaría allí enseguida.

–Gracias.

Eden Claibourne estudió el rostro de la joven, cuya mirada de ojos oscuros embellecía. Merrie era la hija de una amiga de una amiga, una estudiante en la facultad local y una nueva vecina de Belle Terre. Sin embargo, la reputación del nuevo huésped lo había precedido incluso hasta la tranquila posada.

–Te das cuenta que no es peligroso, ¿verdad, Merrie?

–No quiero decir peligroso, señora Claibourne. ¡Peligroso con mayúscula, por lo guapo que es! –Merrie se echó a reír–. Así es cómo lo describirían mis compañeras de clase.

–¿Ah, entonces ahora estáis estudiando lenguaje coloquial? –Eden se echó a reír, puesto que normalmente Merrie no se fijaba en los miembros del sexo opuesto, fueran o no guapos; la chica estaba enamorada de los caballos, y punto–. ¿A todo esto, le has ofrecido a nuestro huésped algo de beber? ¿O tal vez una copa de vino bien fresco?

Merrie asintió con la cabeza y al hacerlo su larga melena rizada y negra se bamboleó suavemente.

–El señor Cade prefiere tomar vino más tarde, en su habitación.

–Excelente.

Eden le puso la mano suavemente en el hombro mientras pensaba en la época en la que Adams Cade ejercía sobre ella el mismo efecto. La manera de expresarse había sido distinta años atrás, pero el efecto era el mismo.

Dejando a un lado recuerdos que era mejor no menear, Eden se dirigió a Merrie en su tono razonable de siempre.

–Haz el favor de decirle a Cullen que le pida al sumiller que escoja varias botellas de vino de la bodega, y luego que Cullen lleve estas flores junto con el vino a la casita del río. Yo mientras iré a recibir a nuestro nuevo huésped.

Segura de que sus instrucciones serían cumplidas al pie de la letra bajo el ojo crítico de su administrador Cullen Pavaouau, Eden Roberts Claibourne corrió a la biblioteca.

A través de los años, muchos huéspedes de influencia y muchas celebridades habían escogido hospedarse en la elegante casa construida antes de la Guerra Civil Americana que Eden había trasformado en hotel. Pero incluso antes de volver a Belle Terre para reclamar y rescatar la bella e histórica mansión de las ruinas, en calidad de esposa de Nicholas Claibourne, había experimentado lo que era vivir y relacionarse con los ricos, con los famosos y con los aspirantes a ambas cosas. Sin embargo, durante todas esas ocasiones, a todos los sitios donde los viajes de los Claibourne la habían llevado, en todos los círculos profesionales y sociales donde habían sido bien recibidos, nada ni nadie había provocado la emoción en el corazón de la señora de River Walk que Adams Cade.

–¡Santo cielo! ¡Soy peor que Merrie!

Apoyó la mano sobre la puerta de madera tallada y respiró hondo para tranquilizarse. Se retiró el cabello castaño claro de la frente y se estiró la blusa.

–¡Peligroso con mayúscula! –murmuró entre dientes.

Eden se puso derecha y entró en la habitación.

Allí estaba él, de espaldas a la puerta, mirando hacia las praderas y el ancho río. De tan ensimismado que estaba, Adams no la oyó acercarse, regalándole así unos valiosos instantes en los que aprovechó para mirarlo, para buscar los cambios que los años, la vida y la cárcel le habían causado.

Parecía más corpulento. No más alto, sino más voluminoso. Pero ese aumento estaba más en consonancia con la anchura de sus hombros que la delgadez de su juventud. Era el resultado del tiempo y la madurez. Tal y como lo eran las hebras plateadas que se entrelazaban entre sus cabellos.

Eden no sabría decir qué le distrajo de sus pensamientos. ¿Sería el alocado revoloteo de su corazón?

Como si no hubieran trascurrido trece años desde que se habían visto, Adams Cade se volvió y la miró con solemnidad.

Bajo el aire de sofisticación que presentaba Eden Claibourne, los recuerdos de una joven se sucedieron temblorosos. Imágenes del joven y apuesto hombre que había conocido bailaron en su pensamiento y en su corazón. Pero cuando su mirada brillante se cruzó con la de él, buscó en el sombrío y apuesto rostro algún indicio del pícaro y risueño joven.

El pilluelo al que ella había amado en su juventud. En la época en la que todos los que la conocían la llamaban Robbie y en la que había sido como una sombra de Adams y sus hermanos, arriesgándose cada vez que lo hacía él, siguiendo sus pasos. Todo por una sonrisa y para que le acariciara los rebeldes cabellos rizados que su abuela solía cortarle.

En ese momento, en la penumbra de la biblioteca, buscó a Adams, el amigo que había creído perder para siempre por culpa de la tragedia que lo había enviado a prisión. Adams, su primer y tierno amor.

Pero en su mirada profunda de ojos marrones no vio ningún pilluelo, no vio risas, ni recuerdos. Solamente un riguroso y sereno control.

Vestido con aquel traje inmaculado, Adams era el esplendor personificado. La camisa apropiada, la corbata apropiada, los impecables zapatos, le recordaron a otra noche en la que había estado espléndido, si bien no demasiado apropiado. Una noche absolutamente maravillosa.

Trece años habían trascurrido desde la noche de la presentación de Eden en sociedad. Ella tenía entonces diecinueve y estaba en su primer año de facultad. Él tenía veinticuatro y, a sus ojos era un hombre de mundo. Pero a pesar de esa sofisticación, Adams había accedido a ser su acompañante durante la temporada. Había tolerado, por la pesada de Robbie Roberts, las formalidades y las interminables galas que tan aburridas y molestas le resultaban. La noche del baile fue tan galante y estaba tan guapo que Eden sintió tanto amor por él que le dolía el corazón.

Después de la presentación y de la fiesta, caminaron por la playa con los pies descalzos y agarrados de la mano, y Eden deseó que aquella noche no terminara jamás. Cuando Adams la besó a la luz de la luna y la tumbó en la arena, ella se echó a sus brazos con avidez.

Cuando perdieron la cabeza, los metros y metros de raso blanco de su traje largo fueron su refugio de enamorados. Y en ese momento de arrebato, cuando Adams pronunció el nombre de Eden una y otra vez, ella descubrió que el dolor del amor podía ser también su gran dicha.

Fue una noche mágica; Adams fue mágico. Y cuando la despidió con un beso a la puerta de su casa, jamás pensó que pasarían trece años antes de volverlo a ver.

Trece años y toda una vida recordando.

En un silencio que tan solo duró unos segundos pero que a ella se le hizo eterno, Eden lo miró a los ojos y se dio cuenta que él no había olvidado. Pero también se preguntó si alguna vez recordaba.

Adams dio un paso adelante y extendió el brazo con la palma de la mano hacia arriba. Entonces esperó con la paciencia aprendida a base de pasar tiempo en la cárcel.

No habría rechazado a aquel hombre cauto y silencioso aunque hubiera sido esa su intención. No hubiera podido de haberlo intentado. En silencio, como él, le colocó la mano sobre la suya y sintió el calor y la firmeza de sus dedos.

–Eden.

El nombre que se escapó de sus labios fue un leve susurro. No la llamó Robbie, sino Eden. El mismo nombre que había dicho una vez anteriormente en una playa bañada por la luz de la luna. Entonces se dio cuenta de su error y comprendió que por muchas cosas horribles que le hubieran pasado, Adams Cade jamás había olvidado, y jamás había dejado de recordar.

–Tienes el pelo más oscuro –tenía la voz grave y vibrante, madurada por los años–. Recuerdo tus rizos rubios.

Eden asintió y él la miró de arriba abajo, despacio.

–Eres más alta, y más esbelta –murmuró mientras su oscura mirada retrocedía por la misma ruta hasta toparse con la mirada de ella.

–Solo un poco –le aseguró Eden.

Aunque aún no había cumplido los treinta y dos, sabía que las suaves curvas de su juventud se habían estilizado.

–Jamás pensé que volvería a Belle Terre. Ni que me encontraría a Robbie Roberts convertida en la bella y elegante Eden Claibourne, dueña de esta extraordinaria hostería.

–Yo tampoco –admitió Eden, recuperando un poco la compostura–. Pero estás aquí, y yo soy quién soy y lo que soy. Así que, bienvenido a River Walk y a mi casa en Belle Terre –Eden, que seguía agarrada a él, le sonrió–. Como pensé que vendrías cansado del viaje, te he preparado la casita del río.

–¿Casita? –la miró con menos cautela, aunque aún con alguna reserva–. ¿No me voy a quedar en la posada?

–Por supuesto que puedes quedarte aquí si quieres. Pero primero, échale un vistazo.

Lo condujo hasta la ventana desde donde se veían la finca y el río, y señaló un edificio. Situada al borde del río, el edificio de un solo piso estaba casi oculto tras los árboles y la vegetación.

La casita, pequeña en comparación con el edificio principal y muy pintoresca, aparecía moteada por las sombras del atardecer mientras los rayos del sol que se ocultaba se filtraban a través de los robles cubiertos de musgo. Dentro de esa sombra, enormes arbustos de azaleas, camelias y adelfas se entremezclaban con altas palmeras. Como se agrupaban tan densamente alrededor del patio de la casa, las cuidadas plantas ofrecían más intimidad.

–Hay porches a ambos lados, con un camino privado en la ribera –le explicó Eden mientras él estudiaba la casita con mirada de aprobación–. Pensé que preferirías la intimidad, al menos al principio.

Adams asintió, agradeciendo su consideración. Volver a las tierras bajas y a los recuerdos de aquellos días dolorosos ya era en sí bastante difícil, sin tener que añadirle las miradas de los curiosos. Un día o dos de tranquilidad para aclimatarse y habituarse al pulso de la ciudad le allanarían un poco el camino.

–Gracias, Eden, por tu amabilidad.

–Ha sido más consideración que amabilidad, Adams.

Se encogió de hombros y con ese gesto Eden le quitó importancia al apresurado pero preciso cuidado que habían puesto en cada detallada preparación de la estancia de Adams en la hostería. Esperaba que jamás conociera el furor que el conocimiento de su inesperada llegada había inspirado.

–Parte del encanto de la hostería reside en que equiparamos nuestro servicio a las necesidades especiales de nuestros huéspedes –añadió.

–Entonces os doy las gracias a ti y a tus empleados.

Percibió algo en el tono de voz de Adams que le hizo arrepentirse de haber rechazado, aunque cortésmente, su gratitud, y también de haberse dirigido a él como si fuera cualquier otro huésped. Adams se había convertido en un hombre notable, en una celebridad del mundo de los negocios. Estaba segura de que por esa misma razón se había convertido en objeto de consideración y deseo, y por ello de que no sería ajeno a una atención especial. ¿Pero con qué frecuencia por una causa noble? ¿O porque alguien se preocupara de Adams de verdad, no para obtener de él algún favor?

–Adams –empezó a decir y como no sabía cómo explicarse, decidió hablarle con el corazón en la mano; le rozó la mejilla, como queriendo borrar los años de dolor–. Me alegro de que hayas venido, y quiero que te sientas bien y cómodo en mi casa –Eden sintió que se estaba comportando con presunción y le retiró la mano de la mejilla–. Bueno pero, dejemos esto –dobló los dedos que seguían sobre la palma de su mano y sonrió–. Debes de estar cansado y hambriento después del vuelo.

–Ha sido un día muy largo –Adams reconoció mientras se esforzaba en recordar el tiempo que hacía desde que una preciosa mujer lo acariciaba con tanta delicadeza y sonreía solo para él.

–Entonces, como desee, señor… –Eden inclinó la cabeza– esta noche, y en cualquier momento –añadió, con la consideración y el respeto que merecía un viejo amigo–. Puedes tener lo que desees durante tu estancia aquí. Cualquier cosa que se ajuste a tus necesidades: intimidad, retiro, compañía, enredos; las comidas en el comedor de la hostería o en la casita. Lo que más se ajuste a tus planes o a estado de ánimo se llevará a cabo con la mayor habilidad de la que es capaz el servicio. Lo único que tienes que hacer es pedir, Adams.

En ese momento una cena tranquila, alejada de las miradas de curiosos, y en compañía de alguien que no quisiera hablar de negocios era lo que más apetecía a Adams.

–Me encantaría cenar en la casita, pero no quiero molestar a tus empleados.

Eden se echó a reír, recordando las amigables disputas entre sus empleados para ver quién podía escaparse un momento del atestado comedor de la hostería. A veces eso significaba poder echarse un cigarrillo; otras, tomar un poco el aire.

–Jamás lo considerarían una inconveniencia. En realidad, hay más de un voluntario dispuesto a servirte esta noche.

–Entonces, me gustaría cenar allí, Eden; como sospecho que ya habrías adivinado y planeado –se volvió y le acarició la cara y los cabellos con la mirada–. Me gustaría todavía más si quisieras acompañarme.

Adams tenía una voz profunda y vibrante, tierna como una caricia. Cada delicada tonalidad despertaba en ella un recuerdo que mejor sería dejar dormido.

–Normalmente estoy todas las noches en el comedor –objetó–. Saludando a los huéspedes, por si hay algo fuera de sitio.

–Lo cual ocurre…

La mirada confiada que Adams le dedicó le hizo sonreír.

–Lo cual, sinceramente, ocurre muy raramente, dado que tengo un eficiente mayordomo y un personal muy leal.

–Ah, justo lo que pensé cuando llegué. Una operación comercial bien pensada y dirigida –le tomó de la mano y se la colocó sobre el brazo–. Así que –dijo en tono persuasivo mientras con el pulgar le acariciaba los dedos–, aunque te van a echar en falta, ningún huésped se echará a llorar sobre su crema de puerros o sus melocotones al Grand Marnier, si tienen que soportar una noche sin ver tu encantadora sonrisa, ¿verdad?

Al ver la sorpresa en su rostro, Adams se echó a reír. Su risa pícara despertó en Eden otra tanda de recuerdos que le aceleraron en pulso.

–Pareces saber muchas cosas sobre la hostería. Incluso nuestras especialidades favoritas de primavera.

–Gracias a Janet, no a mí.

–¿Janet? –Eden no consiguió ocultar la curiosidad; le sorprendió que mencionara el nombre de una mujer porque, aunque no podía explicar su certeza, Adams Cade parecía un hombre sin ataduras.

–Mi secretaria –Adams dejó de acariciarle la mano que descansaba sobre su brazo, pero no la soltó–. Mi muy eficiente secretaria que leyó muchas cosas sobre La Hostería de River Walk, pero nada sobre el lujo y la intimidad de la casita del río.

–La casita no está anunciada. La alquilamos muy de vez en cuando, a huéspedes con necesidades especiales.

–¿Como Adams Cade, la oveja negra que ha vuelto al hogar? –Adams hizo una mueca, y la picardía no impregnó sus palabras esa vez–. Adams Cade, cuya reputación estoy seguro de que lo precede. Al menos si los rumores circulan tal y como yo recuerdo.

De nuevo estaba allí el dolor. Un dolor que luchaba por ocultar tras bruscas deducciones. Pero ni el tiempo ni la tragedia habían conseguido cambiar el timbre de los tonos que Eden había aprendido a entreoír, y a amar más que nada en el mundo, durante días, meses y años.

Eden lo miró a los ojos con solemnidad.

–Sí –dijo–. Para huéspedes como Adams Cade, porque Adams Cade, «es» una persona muy especial.

–Un criminal condenado, un ex presidiario, un camorrista, la oveja negra de la familia, el desheredado –dijo, mencionando tan solo unos cuantos de sus pecados–. ¿Cómo puedo ser especial?

–Para mí no eres ninguna de esas cosas –protestó Eden–. Ninguna. Y malditas sean las personas de miras estrechas, con sus feos rumores hacia los demás.

Se volvió hacia ella, la agarró ambas manos y la miró a la cara con expresión interrogante; buscó en su rostro la bravuconada, una mentira consoladora. Pero tan solo vio una franqueza serena e inquebrantable.

–¿Qué fui yo para ti? ¿Qué soy ahora, mi bella Eden?

Eden. El nombre de una mujer, no el de una niña de cabellos cortos y poco femenina. Un nombre que hacía que su corazón rebosara de gozo.

–¿Qué eres tú? –Eden lo miró pensativa y sonrió–. Tantas cosas…

–¿Tales como?

–Cuando era tímida y reservada, y no tenía ni idea de cómo formar parte del grupo, tú fuiste mi mentor, mi héroe. Me hiciste sentir como una princesa, aunque era una niña flacucha y desgarbada.

Cuando ella vaciló un instante, Adams aprovechó para hablar.

–Eras demasiado bonita y demasiado lista para el resto de nosotros. Jamás flacucha o desgarbada, excepto en tu imaginación.

Cuando estaba con él, era eso lo que él le había hecho experimentar. Con Adams siempre se sentía más importante, mejor; siempre más feliz.

–Cuando mi abuelo me trajo con él a Belle Reve…

–Sigue –la animó Adams–. El nombre no me molesta. Lo que ocurrió esa última noche quizá me hizo perder a mi familia y mi hogar, pero no me arrebató los buenos recuerdos ni los buenos ratos. Soy capaz de oír el nombre y pensar en Belle Reve y en todo lo que representaba sin sentir amargura. Así que, cuéntame Eden.

Sin embargo, a Eden le costaba continuar. Por mucho que él la animara, sabía que hablar de la familia y del hogar que le había sido negado solo conseguiría abrir viejas heridas.

–Cuando mi abuelo me llevó a Belle Reve a darle un paseo a los caballos, me sentí cautivada al ver la casa, las tierras y las manadas. Pero, sobre todo, me quedé cautivada contigo. Aunque digas que no, Adams, era una niña desgarbada y larguirucha, y me pegué a ti como una lapa. Sin embargo tú siempre fuiste increíblemente paciente y bueno comigo. Eras mayor que yo, pero nunca me trataste como si fuera un estorbo –Eden sonrió sin dejar de mirarlo–. Cuando vuelvo la vista atrás, te considero mi primer y mejor amigo.

–¿Y ahora, Eden? –le dijo.

En su mirada había una necesidad primitiva; una necesidad de amistad.

Eden quería borrar el dolor, silenciar el rechazo. Y como se preocupaba por él, deseó poder liberarlo del rigor que dominaba su vida. Deseó reemplazar a aquel cauto y solemne extraño por el pícaro de antaño. Quería consolarlo, abrazarlo. Y si él la amara…

–Solías ser mi amigo, espero que vuelvas a serlo.

Tal vez si quisiera serlo, esa vez podría devolverle el trato bondadoso que tanto la había ayudado a convertirse en la mujer confiada que era en el presente.

Todo el mundo en Belle Terre sabía que el irascible de Gus Cade había caído enfermo. Todos conocían las desavenencias de la familia Cade. En los años desde que Adams había sido condenado por agresión con agravantes, Gus no había mantenido en secreto su amargo resentimiento por la desgracia que su hijo mayor había llevado a su apellido. Una opinión que algunos de los habitantes de Belle Terre compartirían; pero que otros, la mayoría, no. Mientras Adams estuviera hospedado en River Walk, ella sería su heroína tal y como él lo había sido para ella. Y qué Dios se apiadara del que hablara mal de Adams Cade delante de ella.

–Seremos amigos ¿vale?

Adams la miró y la tensión pareció ceder. Con los pulgares seguía acariciándole los nudillos con suavidad.

–Entonces puedes empezar cenando conmigo en la casita.

–Has dicho que estabas cansado –protestó Eden–. Y supongo que querrás hablar con tus hermanos.

–Si estoy cansado, tu compañía es el mayor consuelo que he tenido en mucho tiempo. Hablé con mis hermanos desde el aeropuerto, poco después de aterrizar. Si Gus empeora, Lincoln, Jefferson y Jackson saben que estoy aquí. Ninguno de ellos dudaría en llamar. Y estoy seguro de que tu eficiente personal se encargará de pasarme la llamada. Así que, de momento, está todo controlado. Mientras tanto, mi dulce Eden, me agarro a tu promesa.

–¿Mi promesa? –Eden no recordaba haber prometido nada.

–Puedes tener lo que desees, esta noche y en cualquier momento, durante tu estancia aquí –repitió lo que Eden le había dicho, palabra por palabra.

–Oh –Eden enrojeció por la implicación de las palabras.

–Sí. Y mi placer esta noche sería cenar tranquilamente en la casita, en compañía tuya –su risa la provocó, casi tanto como en el pasado–. Ríndete, cariño. Te tengo acorralada. Has caído en tu propia trampa. Me lo dijiste, y algo me dice que eres una mujer de palabra.

–Esto es un chantaje –lo acusó Eden.

Protestó, aunque sabía que cuando hablaba así, igual que el joven que había conocido y amado, no podía negarle nada.

–Quizá lo sea, pero no te negarás.

Eden vio que la vieja confianza volvía a él. La misma confianza que lo había encumbrado a las más altas cimas del mundo de los negocios. El coraje que tan solo había flaqueado en la tierra de Belle Terre y en Belle Reve, donde su padre estaba enfermo de gravedad.

La confianza que habitaba y continuaría habitando entre las paredes y tierras de River Walk. Eden estaba empeñada en que así fuera.

–No –reconoció tras una pausa–. No me negaré. Cenaré contigo en la casita.

Pero no así. No acudiría junto al hombre al que había amado sudorosa y cansada tras un día de trabajo.

–¿Por qué no nos refrescamos un poco los dos? Merrie, la joven que viste antes, te acompañará a la casita y tomará nota de lo que quieras cenar.

–Preferiría que escogieras tú. Mis gustos no han cambiado tanto.

–De acuerdo, me ocuparé primero de eso, y dentro de unos cuarenta y cinco minutos más o menos estaré en la casita.

–¿Irás a la casita? –le preguntó–. ¿Me das tu palabra, Eden?

–Palabra de honor, Adams.

–Entonces esperaré a Merrie aquí.

Satisfecho, se apartó de ella y, con una galante inclinación, se sentó en una butaca junto a la ventana.

Seguía allí sentado, ensimismado, cuando Eden pasó de vuelta de la cocina. Al pie de la escalera, se detuvo, miró hacia la puerta entreabierta de la biblioteca y recordó.

–Adams en mi casa –murmuró y entonces sonrió mientras subía las escaleras hasta sus habitaciones en el tercer piso.

 

 

–¿Te has preguntado qué mente simple pudo darle a un río tan bello el nombre tan poco imaginativo de Río Ancho? –Eden se apoyó sobre una columna mientras el día desaparecía del cielo y del río. La cena que había compartido con Adams hacía tiempo que había acabado, al igual que la cuidadosa selección de vinos de Cullen.

–Es maravilloso –concedió Adams–. Atardeceres como estos son algunas de las cosas que más echo de menos.

–La tranquilidad. El ver las distintas tonalidades reflejadas en el agua –Eden hablaba en susurros, como si temiera romper el sereno encantamiento que había caído sobre la noche–. Y por último el negro.

–Mejor aún para poder ver el plateado trazado de la luna sobre las aguas –la voz masculina, igualmente tenue, salió de la oscuridad.

Adams estaba escondido en la oscuridad. Pero al oír el ruido del columpio y los pasos de Adams, Eden adivinó que iba hacia ella, que estaba apoyada sobre la barandilla. Antes, Adams solía oler a sol, a mar y a jabón. En ese momento, cuando se acercó, Eden pensó en despachos, papeles y perfume caro. Pero todo eso podría cambiar.

–Podrías volver, Adams –estaba cerca, tan cerca, que podría tocarlo si se atreviera–. Podrías volver a casa. Si no a la plantación, a Belle Terre.

Adams sacudió la cabeza. No quería hablar del pasado ni tampoco del futuro; no quería pensar en nada que no fuera Eden. Le acarició el brazo con la punta de los dedos a través del fino tejido de su vestido, y se acercó un poco más a ella.

–Gracias por esta bienvenida, por la casita, por la cena y el vino. Y sobre todo por tu compañía –Adams se echó a reír–. Incluso por el espectáculo.

–Nuestro objetivo es complacer al huésped –Eden sonrió–. El espectáculo es obra de la Madre Naturaleza.

–Es una dama muy bella. Igual que tú.

Eden volvió la cabeza y vio una figura alta y oscura irguiéndose a su lado, con voz de terciopelo y caricias suaves y candentes.

–En realidad no soy bella, Adams. Quizá la luz o el reflejo rosado del cielo esté engañando. O tal vez sea el vino. Tan solo soy Eden, antes Robbie, uno de los muchachos.

–Eres muy bella. No es mi imaginación, ni el brillo de la luna, ni el vino. Y, cariño, hace tiempo que dejaste de ser uno de los muchachos –le dijo con voz seductora.

Al ver la sorpresa de Eden, lo primero que se le ocurrió a Adams fue estrecharla entre sus brazos, demostrarle de un modo en que las palabras no podían que era muy bella. Tan bella que su recuerdo lo había ayudado a soportar la soledad durante los días más negros en prisión.

Entonces había soñado con acariciarla. Y en ese momento deseaba tocarla como un amante, tal y como lo había hecho una sola vez en el pasado. Demasiadas cosas habían ocurrido desde entonces. El Adams Cade con quien había hecho el amor en la playa no era el hombre que estaba a su lado en esos momentos.

Había conocido a mujeres bellas, pero jamás se había enamorado; jamás había sido tierno. Y por mucho que buscara, no encontraría a ninguna como Eden.

En ese momento la tenía entre sus brazos, a pocos centímetros de él. La misma dulce Eden, inmaculada bajo la sofisticada elegancia. Pero con el rigor que dominaba su vida, él no era la persona adecuada para ella.

Quizá podrían ser amigos, como ella le había pedido; pero jamás amantes, como deseaba él.

–Es tarde –declaró Adams con firmeza–. Ha sido un día muy largo para los dos.

Adams agarró el chal que le cubría los hombros y la abrazó. Le posó los labios en la frente y saboreó la fragancia de Eden. Pero sabiendo que eso era todo lo que podría disfrutar de ella, todo a lo que se atrevía a disfrutar, la soltó.

Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y le susurró:

–Estás cansada. Hoy te he exigido demasiado.

–No…

–Venga –insistió, tomándole de la mano–. Te acompañaré a casa.

Ella no volvió a protestar. Ni siquiera cuando él le besó en la muñeca mientras le daba las gracias con suma galantería por la estupenda velada y por la compañía. Tampoco le dijo nada cuando la dejó en el porche trasero de River Walk.

Eden lo observó hasta que fue engullido por la oscuridad. Se quedó allí mirando y esperó, pero él no se dio la vuelta, no volvió la cabeza.

Entonces, con voz entrecortada por la emoción, momentos antes de que Cullen saliera de entre las sombras, Eden susurró:

–Buenas noches, Adams, mi amor.