Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Sus caricias la despertaron de un sueño profundo.

–Será mejor que te despiertes, cariño.

Tenía los ojos cerrados y estaba demasiado cómoda como para moverse. Suspiró y se movió, y la risa que Adams vertió sobre ella fue tan cautivadora como sus caricias.

–Ronroneas como un gatito –murmuró con voz ronca, mientras el recuerdo de sus gemidos mientras le hacía el amor se le quedaba grabado en el corazón y en la memoria.

La miró, allí cubierta con la toalla que había sacado del balandro, y le costó Dios y ayuda no volver a tomarla entre sus brazos. A pesar de que todo el sentido común que siempre había creído tener le decía que no debía volver a hacer el amor con ella, la deseaba tanto que apenas si podía refrenarse.

Adams supo entonces que, contra todo razonamiento, la habría amado de nuevo de no haber sido porque se estaba haciendo tarde, y el ángulo del sol había invadido el pequeño círculo de sombra que le proporcionaba la sombrilla que había colocado allí para ella.

Mientras la observaba dormir, observó que aparte de las finas líneas blancas que le había dejado la prenda, tan reducida como un tanga, en su cuerpo no había otras marcas. Eden tenía la piel dorada, perfecta. Se veía que solía tomar el sol desnuda o semi desnuda en la playa. Adams se la imaginó jugueteando en alguna playa de arena blanca, sin otra cubierta que el sol, el viento y aquellas finas tiras de tela, y de nuevo estuvo a punto de perder la razón.

¿Qué solitaria costa habría agraciado con su espléndida desnudez? ¿Y habría sido de verdad un lugar solitario?

La rabia se apoderó de él. Rabia de que otro la hubiera visto como lo había hecho él, la hubiera acariciado como él. La hubiera amado como él.

¿Tendría un amante? ¿Se despertaría así con él, lánguida y satisfecha?

Adams apretó los puños. No tenía derecho a enfadarse, ni tampoco a preguntar. ¿Qué sabía de Eden? ¿Quién habría sido? ¿Quién era en el presente? Quién más que Eden Claibourne, viuda, dueña de una hostería, y una vieja amiga.

Tenía que saberlo. Aunque no tuviera ningún derecho, necesitaba saberlo.

–Eden –le dijo suavemente–. Es hora de levantarse. Si no te quitas del sol te vas a carbonizar.

–No… –como un minino, ronroneó y se estiró de nuevo.

Aleteó las pestañas, revelando una mirada adormilada. La toalla se le resbaló y dejó al descubierto sus pechos, pero a Eden no le importó. Ese día había tirado el decoro por la borda. No deseaba ser tímida; era demasiado sincera como para fingir.

–Pero me estoy muriendo de hambre.

–Tienes hambre –Adams también, pero no de comida.

–Un hambre de lobo.

–He traído el cesto del balandro. Podríamos comer en el cenador a la sombra.

–Podríamos entrar en la casa –le respondió Eden–. Tengo una llave. Cuando Kate y Devlin están fuera, me encargo de echarle un vistazo a la casa.

–¿Lo hacen a menudo?

–No. Antes Devlin O’Hara era un trotamundos, pero el amor por Kate y Tessa le ha hecho sentirse a gusto sin tener que ir de un lado a otro. Ahora tanto él como Kate están estudiando en la universidad. Y ambos realizan trabajos voluntarios con niños que tienen problemas de audición.

–¿Por su hija, Tessa?

–Sí –Eden se puso de pie y se envolvió en la toalla–. ¿El cenador o la casa?

–El cenador –dijo Adams tras vacilar un momento.

Y vaciló no por que no estuviera seguro, sino porque seguía pensando en Eden y en playas desiertas. ¿En qué playa? ¿Dónde? ¿Con quién?

De tanto pensar, se estaba obsesionando.

–¿Lo detestas, verdad? –le preguntó Eden en tono bajo.

Adams aspiró entrecortadamente, creyendo que Eden le había leído el pensamiento.

–Necesitas estar al aire libre porque detestas estar encerrado –sugirió Eden antes de que pudiera responder–. Por eso estabas tan inquieto esta mañana, ¿verdad?

–En parte sí.

En parte era verdad. Odiaba estar encerrado. Después de pasar años en prisión Adams había llegado a aceptar que siempre sería así.

Satisfecha con su superficial comentario, Eden se dispuso a levantar el cesto. Cuando su mano chocó con la de Adams, se miraron. Eden interpretó equivocadamente la turbación de su mirada, y le acarició la mejilla diciéndole:

–Entiendo lo que significa sentirse encerrado, Adams. Sé que incluso las paredes de una casa pueden hacerle sentir a uno que está recluido. Después de morir mi esposo y volver yo a Belle Terre, pasó mucho tiempo hasta que me vi libre de esa sensación de encierro.

–No estabas en prisión –afirmó.

–No en el sentido que dices tú. No había ni barrotes ni guardias. En realidad, era más bien lo opuesto. Pero eso ya es agua pasada; una historia que estoy segura no te interesará. De momento debemos pensar solo en el presente. Y eso es en Adams Cade, en Eden Claibourne, en Isla Verano y en la cesta de Cullen –se echó a reír con una risa sensual–. El cenador nos espera, y me muero de hambre.

 

 

–Como supervisor jefe, Cullen es el mejor –Adams terminó su última fresa y seguidamente dio un trago de champán–. ¿Dónde lo encontraste?

–Podríamos decir que lo heredé –le explicó Eden–. La familia de Cullen ha estado con la familia de mi marido durante más de cien años. Nicholas y él eran los últimos de sus respectivos linajes. Cuando Nicholas murió, Cullen sintió que pasaba a ser de mi propiedad.

–El honor de las tradiciones de familia, sostenidas por el cariño –Adams había conocido a hombres como Cullen–. Sin nadie a quien cuidar, Cullen se moriría.

Eden puso cara de tristeza.

–Tras la muerte de Nicholas, no podía quedarme en Fatu Hiva. Me pareció una obscenidad quedarme en su paradisíaca isla del Pacífico. Pero la isla era el hogar de Cullen. Pensé que sería más feliz allí, pero él se empeñó en que no. Finalmente me di cuenta que Cullen tampoco podría quedarse allí si no estaba Nicholas.

–¿Se ha acostumbrado a las diferencias culturales?

–Perfectamente. Pero en realidad tampoco fue un cambio tan fuerte. Cullen siempre había viajado con Nicholas. Y aunque aquí los vinos han pasado a ser su pasión y su especialidad, hace de todo. Incluso supervisa el trabajo en los jardines –Eden sonrió–. Aunque se queja de que no halla orquídeas.

–Nicholas Claibourne de Fatu Hiva –Adams dijo en voz alta–. El archipiélago de Las Marquesas y el Océano Pacífico están muy lejos del Atlántico y de Belle Terre.

–Te estás preguntando cómo nos conocimos Nicholas y yo.

–Un hombre que llevaba una vida tan exótica… ¿No es natural que me lo pregunte?

–No fue tan emocionante como crees tú. Éramos compañeros de clase en la universidad. Nicholas vino a estudiar arte y diseño con un catedrático invitado. Yo estaba en su misma clase. Él era mayor, y la enfermedad había retrasado su formación. Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Pero cuando terminaron las clases, Nicholas volvió a Fatu Hiva.

–Pero después volvió a por ti –Adams la observó en las sombras del cenador, imaginándose a la mujer joven y radiante que habría sido. ¿Acaso era de extrañar que un hombre con el alma de un artista la hubiera deseado?

–No lo vi ni supe nada de él durante un año. En ese año mi abuela y mi abuelo murieron con tan solo unos meses de diferencia. Cuando me gradué, pensé que a nadie le importaba. Entonces alcé la vista y Nicholas estaba allí.

–Había venido por ti.

A Adams le pesó no haber podido estar allí con ella cuando perdió a sus abuelos, la única familia que había tenido; o cuando se había graduado con matrícula de honor. Había deseado odiar al acaudalado hombre de mundo que había sido Nicholas Claibourne. Pero en ese momento agradeció la bondad de aquel hombre al que jamás había conocido.

–Me pidió que me casara con él, que me fuera con él a Fatu Hiva. Yo ya no tenía nada que me atara aquí, así que acepté.

Adams había escuchado cada palabra, cada tono. Había afecto en su voz cuando hablaba de su marido y de su exótica isla. Pero Adams percibió otra emoción bajo la superficie.

Eden hablaba como si hubiera sido feliz junto a Nicholas Claibourne, feliz en su isla. Pero no lo suficiente para quedarse. Cuando él murió, ella quiso volver a Belle Terre. Adams se preguntaba por qué.

–¿Lo amabas, Eden? –le preguntó con delicadeza.

Eden habló con tristeza.

–Tanto como él me dejaba.

Antes de que poder cuestionar el enigmático comentario, Eden estaba ya recogiendo los restos de la comida y guardándolo todo en la cesta.

–Si estás listo para dar un paseo, hay alguien a quien me gustaría ver –Eden había empezado la excursión pensando que Adams necesitaba tranquilidad; pero el hombre de quien hablaba no era un extraño–. No está demasiado lejos, y él nunca te juzgaría. Seguramente se sentirá muy solo, con Tessa, Kate y Devlin fuera.

Las viviendas de Isla Verano constituían comunidad privada. Un guarda vigilaba las seis viviendas que se extendían a lo largo de cinco kilómetros de costa. No era un trabajo demasiado cansado, pero sí muy solitario. Casi siempre que iba a la isla, Eden se detenía en la casa del guarda para hacerle una visita.

–¿Vas a decirme quién es esta maravillosa persona? –le preguntó Adams con sospecha.

–No –sacudió la cabeza y sus cabellos cayeron como una cascada sobre sus hombros desnudos.

–¿Vas a ir vestida solo con esa toalla enrollada? –el interés de Adams iba en aumento.

–Él me ha visto con menos aún.

–Sí, ¿verdad?

Lo primero que pensó que aquel era el amante con quien tomaba el sol y jugaba en la arena medio desnuda. Pero después se dijo que eso no podía ser.

Eden no tenía otro amante. Era demasiado honesta, demasiado inocente, para tener más de un amante. Estaba seguro de ello. Sin darse cuenta de cuándo ni cómo, Adams había llegado a confiar en Eden, la mujer, igual que lo había hecho en Robbie, la niña solitaria.

De haber habido otro hombre en su vida, jamás habría hecho el amor con él.

–Desde luego que sí. Y me alegro que fuera él –la tristeza de Eden se había disipado y de nuevo sonreía con naturalidad.

–Uno se pregunta por qué –dijo Adams pensativo.

–Cuando lo veas, lo sabrás.

 

 

Según los cálculos de Adams, el paseo hasta la casa del guarda era de unos tres kilómetros. El trayecto estuvo lleno de interrupciones, mientras Adams se entretenía aquí y allá y se maravillaba de los cambios operados en la isla.

–Cuando veníamos aquí de niños, solo había dos casas, y ahora hay seis. Pero dada la tendencia en comprar y vender propiedades en la cosa, supongo que es una suerte que solo haya seis.

–McGregor es el responsable de conservar la isla tal y como está –dijo Eden mientras arrastraba los pies por la arena caliente, disfrutando de la sensación de caminar descalza de nuevo sobre la arena.

–¿MacGregor, el rey del asfalto de las tierras bajas? –Adams la miró mientras paseaban.

Eden se había puesto el vestido de felpa que Adams había rescatado de las olas.

–Quizá sea el rey del asfalto, pero luchó con uñas y dientes para prohibirlo en Isla Verano. En realidad, supervisa el mantenimiento del viejo camino de nácar que serpentea entre las dunas y paralelo a la costa.

–¿Atraviesa el largo de la isla como antes?

El camino de nácar era una de las cosas que habían atraído a Adams y sus hermanos a la isla durante los pocos días ociosos de verano que Gus les dejaba. Aunque la mayoría de las casas eran bastante nuevas, el camino había cruzado las dunas desde tiempos inmemorables.

Los estudiosos lo atribuían a los antiguos nativos de la isla, los Chicora, que solían congregarse en las playas ya desde el siglo XVI, para cazar, y pescar de la abundancia de ostras, almejas y mejillones.

–Es el único camino que atraviesa la isla de punta a punta –le explicó Eden–. MacGregor rechazó un plan que hubo para construir una carretera, y cuida del camino con gran esmero. Cuando raramente sube mucho la marea o hay una tormenta muy fuerte, allí está él con sus ayudantes para reparar los daños que haya sufrido el camino.

–¿Quién decidió que habría solo seis casas? –le preguntó Adams mientras le tomaba de la mano–. ¿Podría decir que MacGregor?

Eden se quedó ensimismada mientras se deleitaba con la firme suavidad de su mano. La misma fuerza que la había levantado en brazos en el muelle de Vigía; la misma suavidad que había dominado mientras le hacía el amor.

Cuando Adams le apretó la mano, Eden recordó la pregunta que le había hecho él.

–Cuando un inversor conocido por su proyecto de explotación urbanística empezó a aparecer por la isla, MacGregor intervino y compró todos los terrenos disponibles a ambos lados del río. Entonces, con un plan de conservación para la isla, comenzó a hacer un desarrollo limitado.

–Un desarrollo para la conservación muy bien llevado a cabo –observó Adams–. Tan solo seis casas desperdigadas por poco más de cinco kilómetros de playa, con un guarda misterioso y feroz a la entrada.

Eden se soltó de Adams y fue corriendo hacia la orilla; se agachó y agarró una caracola que rodaba en el oleaje. Después de examinarla con cuidado, se la enseñó a Adams.

–Perfecta.

El hallazgo era una especie difícil de encontrar.

–Una belleza –murmuró Adams, sin apenas mirar la caracola.

Era a Eden a la que se refería. Tenía en el rostro una sonrisa radiante, iluminado por el placer que le proporcionaba su descubrimiento. La brisa le ceñía al cuerpo el vestido de felpa y a Adams le pareció tan provocativo como el raso o la seda. A Adams no le ayudó en absoluto recordar que bajo la prenda que se ajustaba a sus turgentes pechos y a sus muslos y caderas, Eden estaba tan desnuda como la imagen que él tenía de ella.

En Adams habitaban dos hombres en lo referente a Eden. Uno de ellos era el irracional, que solo pensaba en sus propias necesidades; que deseaba arrancarle el vestido para ver cada centímetro de su espléndido cuerpo. El loco que deseaba acariciarla y tumbarla a la orilla del mar, sobre la arena, como si fuera la primera vez.

Y luego estaba el hombre razonable, que luchaba contra el deseo que ardía en su interior como una antorcha. Un hombre que sabía que Eden no tenía futuro con él. Ella era demasiado civilizada para un ex presidiario, para un hombre duro como él; demasiado frágil para mantener un romance con un hombre sin hogar. Un hombre exiliado de todo lo que amaba.

Sin embargo y a pesar de todo, ello no le había impedido hacer el amor con ella; ni tampoco frenaba su deseo por ella en ese momento.

–Maldita sea, Cade, hiciste una vez el amor con ella y la abandonaste. Esta vez no será distinto –las palabras entre dientes fueron ahogadas por el rumor del oleaje–. Piensa en lo que es mejor para ella. Dos veces ya han sido suficientes; no debo dejar que ocurra una tercera vez.

–La dejaré aquí mientras hacemos la visita, y cuando volvamos al balandro la recogeré –Eden dejó la caracola cuidadosamente junto al tronco de una pequeña palmera–. Esta será la mejor de mi colección. Me das suerte, Adams; la he encontrado gracias a ti.

–Yo no le doy buena suerte a nadie –negó Adams–. Especialmente a ti.

–Estás enfadado –la luz que iluminaba la mirada de Eden desapareció.

Él la tomó de nuevo de la mano, deseando poder enmendar tantas cosas; deseando poder ser un hombre distinto, mejor persona. El hombre que Eden creía que era.

–No estoy enfadado. Al menos, no contigo.

–¿Entonces qué ocurre?

¿Se habría acordado que, momentos antes de hacer el amor, cuando él le había preguntado si estaba protegida a ella se le había trabado la lengua? Quería explicarle lo de Nicholas. Necesitaba hablarle de su extraño y trágico matrimonio; y del riesgo sin sentido que ese día había tomado una mujer que quizá fuera estéril, en un momento de éxtasis.

Pero no quería contarle nada en un día en el que todo lo que ella había soñado se había convertido en realidad. La verdad podía esperar.

–No ocurre nada –dijo y se esforzó en sonreír–. De vez en cuando me pongo de un humor extraño. Acuérdate de cómo me puse esta mañana.

–¿Entonces no estás enfadado?

–Contigo, nunca –le echó un brazo por los hombros y se arrimó a ella; entonces le besó los cabellos–. Olvidemos esto, vayamos a visitar a tu amigo y volvamos a casa.

A casa.

Eden pensó que quizá lo hubiera dicho porque se sintiera a gusto con ella en River Walk, y le echó el brazo a la cintura. Así, caminaron hasta el puente.

–La casita del guarda es pequeña, pero bien construida.

–¿Así que el hombre misterioso vive con comodidad?

–Tanto como puede –dejó que Adams interpretara el comentario a su gusto y lo condujo hasta el puente.

En la parte más alta del arco Adams la detuvo. Miró hacia la rápida corriente del río y le preguntó:

–¿Recuerdas cuando nos tirábamos desde el viejo puente de madera que había antes aquí?

–¿Y acabábamos hundidos en el cieno hasta las rodillas? –Eden se apoyó sobre una figura de piedra y miró hacia la isla–. Esa fue la primera vez que me dejaste venir contigo. Saltar desde el puente fue una prueba, para asustarme.

–Nada asustaba a Robbie, ¿verdad?

–Estaba asustada, solo que no te lo demostraba.

–¿Y ahora, Eden?

–Hola –una voz suave pero con un trasfondo de autoridad los interrumpió.

Un hombre mayor se acercó a ellos.

–¿Eden, eres tú?

–Sí, Hobie –se volvió hacia el guarda–. Le he traído una visita.

El hombre dio otro paso y entrecerró los ojos. En ese momento Adams le dijo con cariño:

–Hola, señor Verey.

–¿Adams? –Hobie dio otro paso–. ¿Adams Cade?

–Sí, señor. El mismo.

–Vaya, maldita sea, chico –Hobie le estrechó la mano que Adams le tendía con vigor–. Ya era hora de que volvieras a casa.

–Este ya no es mi hogar, señor Verey. Ya no –dijo Adams mientras Hobie retrocedía un poco–. Solo he venido a hacer una visita.

–Sea lo que sea, este viejo se alegra mucho de verte –dijo Hobie, ignorando la explicación de Adams–. Ven a la casa y será una visita en toda regla. Acabo de preparar una jarra de limonada. Estoy demasiado solo desde que Tessa no está

El viejo no esperó a que aceptaran. Simplemente echó a andar, como si no dudara de que Eden y Adams lo seguirían.

 

 

–Nada más hablar, supe que eras tú; lo habría adivinado hasta con los ojos cerrados. Ninguno de los chicos aparte de los Cade me llamaban señor. Todo el mundo sabe que nadie podría confundir a ninguno de los Cade con sus hermanos –Hobie suspiró y apoyó su dolorida espalda sobre el respaldo de tapicería desvaída; respiró hondo y continuó hablando con vigor renovado–. No señor, no creo haber visto jamás cuatro hermanos tan diferentes ni tan parecidos al mismo tiempo. En algunas cosas Gus hizo bien con vosotros; pero en la mayoría de ellas fue un maldito idiota.

Adams y Eden lo escuchaban mientras bebían zumo de limón y comían unas galletas de chocolate que había preparado Kate O’Hara. Apenas abrieron la boca mientras Hobie Verey divagaba y recordaba.

El viejo se sentía solo y le tenía mucho cariño a Adams.

–Siempre supe que había algo sospechoso acerca de la noche en la que a Junior Rabb le partieron la cabeza. No es tu estilo, Adams. En todos tus días de parranda, jamás golpeaste a un hombre por la espalda. Una docena de testigos lo afirmarían. Pero nunca soltaste ni una palabra, ¿verdad? Ni una sola palabra en tu defensa durante el proceso –Hobie hizo una pausa para dar un trago de limonada y después le dio una palmada a Adams en la rodilla–. Acaso, ahora que estás en casa, podrías aprovechar para poner las cosas en su lugar.

–No hay nada que aclarar, señor Verey –dijo Adams–. Ya quedó claro todo lo que había que aclarar hace trece años.

Hobie Verey le echó de pronto una mirada penetrante.

–Querrás decir, tan claro como tú quisiste, ¿verdad?

–No, señor –Adams dejó su vaso sobre una mesa–. Quiere decir exactamente lo que he dicho. Todo lo que pasó esa noche está tan claro como debe estar –su voz se suavizó–. Pero le doy las gracias por su confianza, aunque esté equivocado.

–No se trata de estar equivocado –dijo Hobie con toda la delicadeza posible–. Sino de que eres otro Cade más cabezota de lo que te conviene. Necesitas quedarte, hacer lo que debes para mejorar tu situación y la de esta muchacha.

Por encima de las gafas que se había puesto al entrar en la casita, le echó a Eden una mirada severa.

–Ahora que eres mayor, y supongo que más madura, supongo que elegirás lugares más adecuados que el sitio donde yo pesco para bañarte en cueros.

Eden se echó a reír aunque también se ruborizó.

–Ahora que sé cuál es tu sitio favorito, lo hago.

Hobie arqueó las cejas y las gafas se le resbalaron un poco más.

–Mocosa imprudente. Supongo que eso significa que sigues bañándote en cueros.

–Cada vez que puedo –Eden se había levantado y se inclinó sobre Hobie para darle un beso en la calva–. Cada vez que puedo.

–Entonces te sugiero que tengas cuidado con este pillo.

–Oh, lo haré, Hobie, lo haré –Eden volvió a besarlo–. Aunque no demasiado.

–Eso está bien.

Hobie no intentó levantarse. Tampoco se excusó con Eden por no mostrar la cortesía que tan propia era de él. Ella, mejor que la mayoría, sabía de la artritis de caballo que sufría.

–Solo recuerda que es un buen muchacho. Por mucho que digan los demás que haya hecho, es un buen muchacho –Hobie hizo una mueca de dolor–. Sobre todo por lo que dice haber hecho.

Adams no dijo nada de momento mientras se acercaba y le ponía al viejo la mano en el hombro, tan frágil bajo el inmaculado uniforme.

–Gracias, Hobie. Jamás olvidaré que tú creíste en mí.

–No me des las gracias por la verdad. Vuelve otra vez, Adams, antes de irte. Si es que te vas.

 

 

Hicieron en camino de vuelta a la playa en silencio, cada uno ensimismado, pensando en los comentarios de Hobie. Como se estaba haciendo tarde, al llegar ambos recogieron sus cosas, y mientras Eden entraba en la casa a ver si estaba en orden, Adams lo colocó todo a bordo del balandro.

Estaba sentado al timón, cuando Eden llegó corriendo.

–Siempre fuiste su favorito.

–¿De Hobie? –Adams no apartó la vista del canal mientras viraba a la derecha–. Lo sé.

–Jamás te creyó capaz de hacerle daño a Junior Rabb, bien con provocación o sin ella. Y nada le ha hecho cambiar de opinión.

–Cuando un caballero como Hobie tiene debilidad por alguien, nunca se da por vencido.

–Yo tampoco me doy por vencida, Adams –dijo y Adams percibió preguntas sin respuesta en su tono de voz y en su mirada.

Preguntas que Adams sabía que ella no haría.

–Lo sé –murmuró mientras le tendía la mano.

Cuando ella se la tomó, él la acercó de un tirón. Eden olía a mar, a bruma y a sol. Y bajo esos aromas, había algo exquisitamente exótico, algo que no podía definir pero que había llegado a aceptar como otro de sus encantos.

Mientras la abrazaba y aspiraba el misterioso perfume de su cuerpo, el vestido de felpa no era una barrera bajo las caricias de sus manos. El hecho de que se hubiera abrazado a él con tanta naturalidad le hizo rabiar de deseo; le hizo desear el poder encontrar una caleta desierta, anclar el balandro y pasar la noche haciéndole el amor.

Sí, ya le había hecho el amor. Pero esperaba que si se abstenía de hacérselo otra vez, como le dictaba su sentido común, la despedida sería más fácil. Al menos para Eden.

Por favor, rezaba Adams, al menos para Eden.

El resto del viaje lo hicieron así, abrazados y en silencio. El balandro estaba dando el último viraje después del cual podrían ver la hostería, cuando Adams se inclinó hacia Eden.

–Me ocurra lo que me ocurra, vaya donde vaya, jamás te olvidaré, o este día.

Eden supo entonces que no haría lo que Hobie le había pedido. En cuanto el problema con la salud de Gus Cade se solucionara, fuera cual fuera el desenlace, Adams se marcharía de Belle Terre.

A Eden se le antojó de pronto que el ambiente era húmedo y asfixiante. La amenaza de tormenta estaba de repente en el aire, y todo había cambiado.

Adams había sido un amante cariñoso y considerado, pero consumado. Le dolía todo el cuerpo; pero era un dolor dulce. Un dolor lleno de culpabilidad. Eden no podía creer lo que había hecho, que hubiera sido tan libertina. Lo había provocado y seducido con la atrayente tranquilidad de Isla Verano.

¿Había planeado ella ese día? ¿Habría anhelado en secreto hacerse con otro precioso recuerdo para guardarlo en el corazón? Eden no lo sabía. No podía pensar. La duda le hacía temer la verdad y sentirse culpable por la complicación que podría añadirle a la vida de Adams. Sin embargo a la culpabilidad subyacía la agridulce verdad de que, al menos durante un rato, Adams la había amado.

Nada podría arrebatarle eso. Ni la duda, ni la culpabilidad. Adams le plantaría cara a lo que fuera, como fuera, con la extraordinaria fuerza de un hombre que había pasado una prueba de fuego. Entonces se marcharía, y estaría por fin a salvo. Sería libre.

Pero mientras la Dama del Río avanzaba por el último tramo del canal y Adams la guiaba con pericia hacia el muelle de la hostería, un triste comité de bienvenida los aguardaba.

Estudió los rostros pétreos de Jefferson, Jackson y Lincoln antes de volverse a mirar a Adams, y de pronto tuvo una corazonada.

–Es grave –oyó que decía Jefferson en tono bajo y apremiante mientras se acercaba al borde del muelle a tirar de Adams–. Está preguntando por ti.