Capítulo Seis

 

 

 

 

 

–¿Adams?

–Eh, amigo –Jackson se unió a Lincoln y agitó la mano delante de Adams, que estaba allí con la mirada perdida–. ¿Dónde estabas?

Adams levantó la cabeza de un montón de papeles y se encontró a sus tres hermanos mirándolo con curiosidad.

–De repente te has transportado a cientos de kilómetros –le explicó Jefferson.

–Lo siento.

Se revolvió en la silla, saliendo de la ensoñación que ahora a cada rato le tendía una emboscada. Sin embargo, y mientras intentaba centrar su atención en la reunión familiar, supo que la imagen de Eden cubierta solo por la luz de las velas y por la cautivadora fragancia de seducción no estaría nunca muy lejos de sus pensamientos. Mientras viviera.

–Lo siento, estaba distraído –dijo, sintiéndose algo inquieto–. ¿Qué me decías, Lincoln?

–Lo que estaba diciendo antes de que volvieras del limbo era que cuesta entender cómo Gus perdió tanto en tan poco tiempo –Lincoln, el callado, práctico y más razonable de los Cade, hizo una mueca de preocupación–. Sobre todo en tan poco tiempo.

–Maldita sea, Linc –le contestó Jackson–. ¿Qué ha tenido de rápido? Belle Reve apenas ha sido solvente desde la guerra. ¿Entonces cuánto podría haber para poder perderse?

Con un temperamento tan intenso como el rojo de sus cabellos, Jackson siempre decía lo que tuviera que decir con brusquedad. Y, Adams sabía que la guerra de la que hablaba era la Guerra Civil Americana.

–Dadas las posibilidades de las tierras de la plantación y el dinero necesario para mantenerlas, lo que perdió normalmente no sería tanto. Y como fue astuto, no ocurrió en tan poco tiempo como parece.

–¿Qué quiere decir eso exactamente, Adams? –le preguntó Jefferson–. ¿Explícanoslo?

Dirigiéndose a Jefferson, Adams le resumió lo que había descubierto al ver las cuentas de la plantación.

–Gus ha estado operando en Belle Reve con lo que sería poquísimo dinero durante más años de los que yo esperaba. Se podría decir que fue desde que nosotros salimos de casa para labrarnos un porvenir.

–Quieres decir desde que el último de los esclavos abrazó la emancipación, ¿no? –dijo Jackson con una sonrisa de pesar.

Adams se quedó pensativo mientras recordaba las circunstancias de su partida. Circunstancias opuestas a la emancipación. Luego, negándose a pensar demasiado en lo que ya no podía cambiar, dijo:

–Sí. Los problemas comenzaron por esa época. Pero las condiciones fueron empeorando gradualmente. Tan gradualmente que alguien tan astuto como Gus fue capaz de ocultarlo. Entonces, cuando Belle Reve dejó de ser auto suficiente, Gus fue a buscar dinero a otra parte.

–En el mercado de valores –añadió Jefferson.

Se pasó la mano por los cabellos rubios y volvió la mirada de ojos azules hacia la ventana, desde donde se divisaban las tierras que se extendían hasta el horizonte. La tierra de los Cade, hasta donde llegaba la vista; una tierra valiosa que podría ser vendida por una fortuna. Pero eso no sería posible hasta que el patriarca, Caesar Augustus Cade, muriera.

Con pesar, Jefferson miró a sus hermanos.

–Debería haberlo sabido. Yo estaba aquí. Aunque no viviera, venía a diario. Debería haberlo visto venir; debería haberlo detenido.

–¿Cómo? –Jackson soltó una risotada burlona–. ¿Desde cuándo ha podido alguien detener a Gus Cade cuando él se ha propuesto hacer algo? ¿Cómo podría nada de esto ser culpa tuya, Jeffi?

–Estoy de acuerdo –Lincoln dijo desde su lugar en la mesa, frente a Adams–. ¿Cómo puedes pensar que esto sea culpa tuya?

–Yo le recogía el correo a Gus. Debería haberlo sospechado.

–¿Le leías el correo, Jeffi? –le dijo Adams con ironía, pues sabía la respuesta.

–Santo Dios, en absoluto –Jefferson consiguió sonreír–. Pero debería haber sospechado de todo el correo que venía de compañías de inversiones y de abogados.

–No hay nada que ni tú ni los demás pudiéramos haber hecho. Gus está muy bien de la cabeza. Belle Reve es suyo. Al igual que los fondos que hubiera invertidos aquí.

–Este lugar ha sido una carga para nosotros desde niños –dijo Jackson–. Quizá perderlo no fuera algo tan malo.

–¿Entonces si votáramos para salvar a Belle Reve, tú votarías que no, Jackson? –Adams observó a su apasionado hermano que, a pesar de su carácter, tenía el corazón más generoso de todos–. ¿Es eso lo que nos estás proponiendo?

–No sé lo que estoy proponiendo, si es que estoy proponiendo algo, Adams.

Era muy raro ver al decidido de Jackson vacilar, pero Adams sabía que aquella no era una decisión fácil para nadie. Ni siquiera para Jackson, a quien todo le parecía o blanco o negro.

Adams ya había tomado una decisión, pero no quería imponérsela a los demás. Salvar Belle Reve requeriría sacrificar tiempo y dinero. Si sus hermanos estaban de acuerdo con la proposición que pensaba hacerles, el dinero no sería un problema. El tiempo sería un asunto bien distinto, y desde luego crucial.

–Nuestro dilema, a mi parecer, tiene dos aspectos –observó Lincoln, como si estuviera en sintonía con los pensamientos de Adams–. El dinero y el tiempo.

–¿Quién tiene suficiente de ambos? –gruñó Jackson.

–Nosotros –dijo Adams en tono bajo–. El dinero no será un problema, si lo mantenemos fuera del alcance de Gus.

–Habla por ti mismo, Adams –Jackson volvió de la ventana y tomó asiento de nuevo–. El viaje a Irlanda y los caballos que me traje, añadido al pura sangre árabe, me dejó sin blanca. Para poder poner algo, tendría que vender River Trace o algunos caballos.

–Los veterinarios no nos morimos de hambre, Adams. Pero no nos hacemos lo suficientemente ricos como para sacar de apuros a una plantación tan extensa –dijo Lincoln.

La sonrisa de Jefferson no alcanzó su mirada.

–Los guías rurales tampoco sacan demasiado –se encogió de hombros–. Mi último cuadro lo vendí a una galería de arte por dos mil dólares. Eres tú el que debe decidir, Adams.

–Gracias, Jeffi, pero antes de que sigamos adelante con esta discusión, creo que será mejor que os explique algo –de nuevo Adams miró a cada uno de sus hermanos, admiró sus distintas virtudes, su talento–. Tenemos las Empresas Cade.

–Quieres decir que «tú» tienes las Empresas Cade –dijo Jackson sin dudarlo ni un momento–. Y espero que no estés sugiriendo sacrificarlas por el bien de Belle Reve.

–Quiero decir «nosotros», Jackson –Adams se puso de pie y apoyó las manos en la mesa–. Cada uno de vosotros sois socios en el negocio. Cada uno tenéis un veinticuatro por ciento. Yo tengo un veintiocho –ignorando su perplejidad, Adams continuó–. No habéis recibido ninguna retribución porque todo tuvo que volver a invertirse en la empresa.

–¿A qué diablos te refieres con eso de la sociedad, Adams? Empresas Cade son tuyas. Nosotros no merecemos ninguna parte –por una vez, Lincoln perdió los estribos.

–Y desde luego no podemos dejar que sacrifiques todo lo que te has ganado con el sudor de tu frente por Belle Reve –Jefferson añadió–. Siempre has hecho más de lo que te correspondía, y no podemos permitirte que hagas esto. Sobre todo después de cómo te trató Gus.

–Amén –Jackson añadió concisamente.

–Cada uno de vosotros tiene su parte de las Empresas Cade porque se lo merece. La teoría tras la parte mecánica que fue el inicio del negocio salió de todos nosotros, aquí en Belle Reve. Yo me limité a refinarla y a aplicarla a un problema de los pozos de petróleo.

–¡Maldita sea, Adams! ¿Nos estás pidiendo que creamos que sacaste la idea para crear una empresa multimillonaria capaz de trabajar con nosotros en las máquinas de la granja?

Ese fue Jackson, por supuesto. A pesar de la naturaleza seria de aquel enfrentamiento, Adams sonrió.

–No te estoy pidiendo que creas nada, Jackson. Te lo estoy contando. La empresa aún no vale millones. Por sí sola, quizá le costara unos años conseguirlo. Pero podemos lograrlo ahora si vosotros, como accionistas, votáis para aceptar una oferta que ha hecho Jacob Helms. Pero decidáis lo que decidáis, las acciones son vuestras mientras existan las Empresas Cade –Adams miraba a sus hermanos con solemnidad–. Si me escucháis, os expondré vuestras opciones. Si seguís insistiendo, podemos discutirlo más tarde.

 

 

–Dime otra vez por qué estamos haciendo esto –vestido solo con tejanos, botas, guantes y un sombrero, Lincoln se limpió el sudor de la frente con el brazo.

–¿Para salvar el orgullo de nuestro padre? –gruñó Jefferson mientras colocaba con esfuerzo otro poste de la valla y pisoteaba la tierra alrededor de la base.

–Lo que estamos haciendo –dijo Jackson, que estaba sentado en el tractor–, es evitar que el mundo en general, y en especial los habitantes de las tierras bajas, se enteren de que Gus ha sido un cretino orgulloso. Con los fondos de la fusión de «nuestra» empresa, podríamos contratar a otros para hacer este trabajo.

Lo último lo había dicho mientras miraba a Adams de reojo. Adams les había hablado largamente y con elocuencia. Como no había otra solución, y como amaban a aquel hombre con tan malas pulgas, Adams había ganado.

Adams levantó otro poste.

–Vamos a terminar esta parte y lo dejamos por hoy.

–Estoy de acuerdo con eso –Jackson añadió–. Mis caballos van a pensar que no quiero alimentarlos ya.

–Puedo ir a echarte una mano. No tengo nada urgente que hacer en la cabaña –se ofreció Jefferson.

–Gus dijo que habías arreglado la vieja cabaña de pesca del pantano –Adams metió el poste en el agujero que Jackson había hecho con el tractor; mientras apisonaba la tierra, levantó la vista y miró a Jefferson–. Me gustaría ver lo que has hecho allí algún día.

–¡Santo cielo! –interrumpió Jackson–. ¿De dónde diablos ha salido? ¿Y qué diantres está haciendo?

–¿Quién? ¿Dónde? ¿El qué? –Lincoln preguntó sin levantar la vista de los postes que estaba seleccionando de un montón.

–El hombre de Eden –dijo Jackson sin aliento–. Está en el porche. No –se enmendó–. Ahora en el patio. Veo una fogata.

Adams se volvió y vio a Cullen. El hombre nunca se alejaba demasiado de Eden. Si él había ido a Belle Reve, ella también.

¿Pero dónde estaba Eden?

Adams miró hacia el porche y las explanadas, pero no la vio. No supo lo que pasaba hasta que se abrió la puerta trasera y apareció Gus en su silla de ruedas y Eden empujándolo. Entonces la oyó reír, y en ese instante olvidó todas las tensiones y el cansancio del día.

–Eden –dijo suavemente, y no se dio cuenta de que, uno por uno, sus hermanos se volvieron a mirarlo. No vio en sus rostros la sorpresa, que dio paso a sonrisas de alegría y complicidad.

Adams pensó que iría hacia él. Esperó que fuera hacia él. Pero ella lo saludó con la mano y sonrió mientras se volvía hacia Gus.

–¡Qué diablos! –murmuró entre dientes.

¿Habría ido a ver a Gus? ¿Y por qué iba a hacerlo?, se preguntaba Adams.

–¡Santo cielo! –exclamó Jackson–. Me huele a carbón. El jefe nos está haciendo la cena a los magnates.

–Ni lo sueñes –dijo Jefferson; pero la sonrisa en sus labios decía que él también lo soñaba.

–No existe otra explicación para que el mayordomo de Eden entre en nuestro patio trasero y encienda una fogata –Lincoln miró a sus tres hermanos–. ¿No os parece?

Todos se echaron a reír. Guardaron las herramientas y los cuatro se montaron en el tractor que conducía Jackson, de camino a los establos. Cuando terminaron con los pura sangres y se lavaron, sonó la campana que solía utilizarse para llamar a los peones que trabajaban en los campos, mientras en el aire flotaba el olor a carne a la parrilla.

 

 

–Gracias.

–¿Por la cena?

–Entre otras cosas –Adams llevaba a Eden de la mano mientras caminaban por el prado que sería otra vez pasto cuando terminaran de colocar la valla–. Gus se ha reído esta noche; de mala gana, pero se ha reído. Y ha comido con ganas. Sus enfermeras, cuando logramos encontrarlas, dicen que come muy poco.

–Eso ha sido gracias a Cullen –Eden le soltó la mano y le echó el brazo a la cintura–. Es un mago con la comida.

–Ahí te doy la razón. Pero tú fuiste la que hiciste reír a Gus. Sospecho que eso lo benefició mucho más que la comida.

Adams caminó en silencio durante un rato. Los cabellos de Eden le acariciaban el brazo desnudo; su aroma lo envolvía.

Se detuvo en lo alto de un suave montículo y le rodeó la cintura, y Eden se apoyó sobre él. El sol ya se había ocultado y solo permanecía un resplandor rojizo sobre las copas de los árboles que rodeaban la casa solariega. El edificio, que había visto nacer a más Cades de los que Adams recordaba, era una enorme silueta negruzca que se dibujaba en la noche grisácea.

–Jamás pensé que volvería a estar aquí –murmuró con los labios sobre sus cabellos–. Nunca creí que volvería a ver este lugar.

–Lo sé –Eden se volvió para estar de cara a él.

En la oscuridad, solo veía la bella silueta de su cabeza y sus hombros. Pero sabía que si hubiera más luz, vería aquella sombra de tristeza empañándole la mirada.

Gus Cade le había pedido ayuda a su hijo mayor. Sin dudarlo y sin buscar ningún beneficio para sí, Adams había vuelto al lugar que ya nunca podría llamar su hogar. Y, sin esperar nada, estaba dispuesto a ofrecer a su padre solo lo mejor. Eden esperaba fervientemente que un día Gus viera la verdad y le concediera el perdón con la misma generosidad que Adams le había ofrecido su ayuda.

Pero Eden sabía que Gus tardaría mucho en perdonar a Adams. Mientras tanto Adams tendría que recorrer un duro camino. Aquel había sido tan solo el segundo día de aquel largo y agridulce recorrido. Un trayecto destinado a ser cada vez más difícil.

–Estás exhausto –le acarició la cara, trazando el contorno de sus labios con la punta de un dedo.

Adams le agarró la mano y le besó la palma, colocándosela seguidamente sobre su mejilla.

–Algo común durante un tiempo, me temo.

–Hay tanto que hacer aquí –al decirlo Adams percibió el asombro de Eden por todo lo que había visto.

–Ninguno de nosotros se había dado cuenta, excepto Jeffi. Al menos hasta el año pasado, cuando Jackson volvió de Irlanda y Lincoln de California. Entonces, igual que Jeffi no quería decírnoslo, luego los otros tres no quisieron decírmelo a mí. Si Gus no hubiera dicho que quería verme y Jefferson no me hubiera llamado…

Eden lo interrumpió.

–Si Gus no hubiera dicho nada y Jefferson no te hubiera llamado, tú no habrías vuelto. Y yo no estaría aquí delante de ti, esperando que me besaras.

–Estoy sucio, cariño, y huelo a caballos, pero si te beso –la avisó Adams–, quizá no pueda detenerme ahí.

Estaba quieto delante de ella, pero el deseo que lo invadió fue inequívoco.

La besó con delicadeza, pero al momento gimió y la abrazó con fuerza. Hundió la cara entre sus cabellos y la estrechó contra su cuerpo, como si no pudiera acercarse lo suficiente.

–¿Adams?

Cuando quiso apartarse para mirarlo, él le dijo:

–No hables. No me preguntes. No te preocupes por Gus o por mí. Solo deja que te abrace un momento. Déjame abrazarte, Eden.

En la oscuridad un gesto de preocupación asomó a su rostro. Pero ni la preocupación ni cualquier otra cosa le habría impedido darle a Adams lo que quisiera o necesitara.

Con la mejilla apoyada sobre su pecho oyó los fuertes latidos de su corazón, el ritmo frenético de la pasión. Sintió la tensión creciente en el cuerpo de Adams, y supo del deseo que con tanto coraje luchaba por controlar.

Así que lo abrazó, ignorando la fuerza de su desesperado abrazo, deseando poder aliviarlo de la carga que lo incomodaba. Y esperó.

El tiempo dejó de existir. Lincoln, Jefferson y Jackson charlaban y se gastaban bromas. Pero Adams no las escuchó.

Solo era consciente de la mujer que tenía entre sus brazos. Solo de Eden, cuyos labios, brazos y cuerpo le ofrecían un consuelo para su dolor.

Le agarró la cara entre las manos y al ir a besarla encontró que sus labios lo esperaban. Eden le había dejado entrar de nuevo en su vida con suavidad. Le había ofrecido un amor y una sinceridad tales como no había conocido jamás. Algo que guardaría para sí y que devolvería multiplicado por diez si le fuera posible. Pero sabía que no podía.

Eden debía saberlo y entenderlo.

–Eden –le dijo, acariciándole los labios con las puntas de los dedos mientras luchaba por decirle lo que debía–. No me puedo quedar.

–Lo sé –le susurró con resignación.

–Cuando termine lo que tenga que hacer aquí, debo marcharme.

–Sí.

En la oscuridad de la noche, Eden esperó que pudiera percibir en su voz que jamás intentaría retenerlo.

–No puedo pedirte que vengas conmigo.

Adams no quería explicarle que su mundo era demasiado brutal, demasiado frío. No le diría que el hombre duro que había logrado sobrevivir en ese mundo no la merecía.

–Lo sé –volvió a decir con la misma dulzura que antes.

–¿Me aceptas? –le acarició los cabellos–. ¿Sabiendo que llegará un día en el que partiré sin mirar atrás?

–Te acepto, Adams, bajo cualquier circunstancia. Durante todo el tiempo que pueda.

–Maldita sea, Eden, no me lo estás poniendo nada fácil –le dio la espalda–. ¿No te has dado cuenta de que estoy intentando apartarte de mí?

–¿Solo porque no puedes decirme que me marche? –le contestó Eden.

–Que Dios se apiade de mí, sabes de más que no puedo. Pero debería. Si fuera mejor persona, lo haría.

–Pero no porque no me desees, Adams Cade.

–Nunca porque no te desee –dijo Adams con firmeza y ternura al mismo tiempo.

Eden se puso derecha, una vez que sabía el rumbo que tomarían sus vidas. Podría soportar sus condiciones. En aquellos maravillosos momentos podría soportar casi cualquier cosa, incluso sus propios defectos de mujer, mientras él la deseara. Mientras él estuviera allí, lo amaría en cuerpo y alma. Cuando se marchara, lo amaría como siempre lo había amado, con todas sus fuerzas.

Siempre lo había querido. Lo amaría para siempre. Todos menos Adams parecían saberlo. Incluso Nicholas Claibourne se había enterado de que amaba a otro hombre, cuando le había pedido que se casara con él y fuera a Las Marquesas. Que amara con tanta intensidad fue una de las cosas que a Nicholas le pareció más atractiva en su joven, fiel y compasiva esposa americana.

Pero Eden no podía pensar en Nicholas en ese momento. Su pensamiento lo ocupaba Adams. Se acercó a él y le puso una mano en el hombro. Él se puso tenso, pero no se volvió.

–Estoy aquí, Adams, hasta que tú me digas que no me deseas.

Maldijo entre dientes y se dio la vuelta. Entonces la abrazó con fiereza.

–He renegado de mí mismo una y otra vez por no ser lo suficientemente honorable como para pedirte que te marcharas. Lo he intentado, Eden. Pero, maldito sea mi egoísmo, no he podido.

–Lo sé, Adams. Lo sé, y no me voy a marchar. Al menos mientras me desees y me necesites.

–¿Cómo puedo merecerte?

–No es una cuestión de merecer –Eden le tomó la mano y se apartó de él–. Esto, tú y yo, o como quieras llamarlo, no tiene nada que ver en absoluto con merecer o no merecer.

Adams se echó a reír con brusquedad, y en su risa notó un trasfondo de cansancio.

–Se me había olvidado que eras moderadora en el círculo de debate del instituto.

–¡Ja! Tú no estabas ya en el instituto cuando yo iba. ¿Así que cómo ibas a saberlo?

–Sé muchas cosas de ti. Muchas que nadie sospechaba que sabía.

Tenía la voz ronca. La deshidratación, el par de cervezas que se había tomado con la cena y el cansancio finalmente se estaban haciendo sentir.

–A mí me parece amor –Eden lo provocó mientras le echaba el brazo por la cintura y lo conducía de vuelta a la casa.

Los otros tres hermanos ya se habían marchado. Probablemente tan cansados como Adams. Con su habitual previsión, Eden le había pedido a Cullen que se ocupara de Gus antes de marcharse, por si acaso las temblorosas enfermeras decidían seguir escondidas. Qué cobardes, pensaba Eden asqueada. Después de pasar tan solo cinco minutos con Gus, Eden había descubierto que con una mujer bonita, sus malas pulgas no eran más que una fachada.

En realidad, el tozudo y viejo camorrista podía ser un hombre encantador cuando quería. A veces, incluso cuando no se lo proponía. Ambos descubrimientos explicaban que hubiera tenido cuatro esposas y un hijo con cada una.

–¿Qué has dicho? –Adams se detuvo en mitad del prado.

–He dicho que no estabas en el instituto conmigo.

–Después de eso.

–He dicho que eso me parecía amor.

–Sí, eso –le apoyó los brazos sobre los hombros–. ¿Adónde íbamos? ¿Dónde se han ido todos?

–Vamos a la hostería –Eden echó a andar junto a él–. Y creo que los demás se han ido a dormir. Incluido Cullen. Solo quedamos nosotros de la fiesta.

–Ha sido como una fiesta, ¿verdad? –Adams miró la mole negra que era la casa–. Casi como en los viejos tiempos –dijo, con aquel deje de tristeza que parecía no abandonarlo nunca.

–Eso será lo que tú piensas, Cade –le dijo Eden, que prefirió provocarlo a compadecerse de él–. A mí me ha parecido mucho mejor que en los viejos tiempos. No había niños con acné y las manos largas.

Adams se echó a reír en voz alta, de pronto más animado.

–No estés tan segura de que has salido ilesa. En realidad, me preguntaba qué posibilidades tendría de llevarte al granero –la sonrisa que esbozó fue endiabladamente pícara, totalmente encantadora–. ¿Has hecho el amor alguna vez sobre un montón de heno fresco y fragante, querida Eden?

–La verdad es que no.

Al llegar al camino, Eden vio con alivio que Cullen se había llevado el coche de alquiler de Adams y había dejado el sedán. Así le resultaría mucho más fácil convencer a Adams, el eterno caballero, de que le dejara llevarlo hasta la hostería.

–¿Quieres probarlo? –Adams había pasado de la desesperación a la euforia.

–Es una invitación tentadora, pero no querrás que asustemos a las enfermeras, ¿verdad?

–¿Entonces queda pendiente para otra ocasión?

Bajo el tenue resplandor de las lámparas de gas que iluminaban el camino, Eden vislumbró un destello en sus ojos. Estaba incitándola, pero ella también podía jugar.

–Claro. Queda pendiente. Hacer el amor en un ático sobre un gran montón de heno es el sueño de toda muchacha.

–Desde luego que sí –sin más discusión, Adams abrió la puerta del conductor para que Eden entrara y después se acomodó en el asiento de al lado–. ¿Me perdonarás si no aguanto la respiración?

Eden iba riéndose mientras avanzaba a través del túnel de ramas formado por los robles gigantes. Se preguntó cuánto tiempo le duraría el buen humor y condujo en silencio mientras Adams se quedaba dormido.

 

 

–Oh, no –Eden susurró mientras giraba por Fancy Drive.

A parte de las farolas, la tranquila calle habría aparecido normalmente desierta, excepto por el barullo que en ese momento había delante de la hostería.

Varias luces amarillas giratorias iluminaban los rostros de un pequeño grupo que había salido a la acera.

Al oírla Adams se despertó y enseguida se puso alerta. Cuando Eden detuvo el sedán en medio de la calle, Adams salió del vehículo inmediatamente y fue a abrirle la puerta a ella.

Le tomó de la mano, cruzó y se abrió camino entre el grupo de personas. No prestó atención a los susurros de los curiosos; su atención se centraba únicamente en Jericho Rivers. Con el mismo aspecto agotado que había tenido Adams un rato antes, Jericho estaba en medio de un grupo de policías, rodeados de cuatro coches patrulla.

Antes de que Adams o Eden pudieran abrir la boca, Jericho se dirigió a ellos.

–Tranquila, Eden –le dijo con su voz profunda–. Solo han forzado la puerta. No ha habido heridos.

–¿Un robo?

Eden no podía ni imaginárselo. Cualquier ladrón se arriesgaría a que lo descubrieran instantáneamente, con Cullen y los huéspedes yendo de un lado a otro del hotel todo el tiempo.

–Han forzado la puerta y han entrado, pero no estamos seguros todavía de que hayan robado algo –le explicó Jericho–. Cullen dice que no falta nada en el edificio principal, pero necesitamos que Adams vaya a comprobar sus pertenencias. Dudo que le falte algo, de todos modos.

–¿A la casita del río? ¿Cómo? ¿Y por qué? –Eden miró de Jericho a Adams y vio que se miraban significativamente.

–Ha venido por el río –más que preguntar, Adams lo afirmó.

–Estamos bastante seguros de que ha sido así –Jericho miró a las personas que había alrededor–. No se me ocurre que pudiera haber pasado desapercibido de otro modo.

–Aunque se hubiera llevado algo, no pensarás que el robo fue el móvil, ¿no, Jericho?

–Ni tú tampoco, cuando lo veas –lo avisó el sheriff.

Adams se volvió hacia Eden y le rozó la mejilla.

–¿Por qué no esperas aquí, cariño? Jericho y yo nos ocuparemos de esto.

–No –protestó Eden–. Si ha habido una intrusión, creo que debo estar ahí.

Adams no intentó disuadirla. No le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que Eden sabía arreglárselas sola.

–Entonces iremos juntos.

Junto a Adams y Jericho, mientras Eden caminaba hacia la casita del río, recordó que se había preguntado en el coche cuánto le duraría el buen humor a Adams. Eden temió que aquella fuera la respuesta.