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ACTUS PRIMUS
Era una noche dantesca como ninguna otra acaecida sobre el mundo conocido. La imperial Roma sucumbía a enormes terrores, los suelos quebradizos de la desdicha se abrían cual pozos del infortunio, las tierras se resquebrajaban y sus cimientos despertaban el temor en sus gentes. El emperador Teodosio se aferraba a su trono tembloroso y con la mirada extraviada, toda la Corte recibía las sacudidas de un cataclismo, un seísmo que moviera el eje del mundo y los hiciera oscilar en la balanza de la incierta e inquietante fortuna.
—¡Mal presagio! ¿Qué ocurre que la noche se ha hecho dueña y señora del mundo, y mis imperiales dominios? La Tierra se abre en sacrificio, resquebrajándose a nuestros pies, moviendo con insolencia y procacidad los cimientos de mis posesiones en todas sus formas y porqués. La humanidad y los sueños del hombre parecen haber sido succionados por el influjo de una mancia maldita. Decidme, decidme, ¡oh, consejeros Symmaco y Libanio!, ¿qué representan estos espíritus de la oscuridad, que en sus chifladas travesuras han hecho del día su noche acogiéndose a la enemistad con nos, portando su deslealtad y confabulándose con los dioses en su gloriosa malignidad?—preguntó a sus allegados desde su trono Teodosio.
Era un hombre envuelto en toga, de pelo canoso, envejecido y jorobado, que se arredraba en su trono.
—Una sombra ha caído, mi señor, de Constantinopla a Roma se ha echado un telón tan oscuro como la pez, anegando los frutos de la dicha y la graciosa Roma, y que permanece fría y helada como la misma cicuta, pues con diversa gama y tonalidad de grises y brunos se ha petrificado como un carámbano, cual siempre inmota es una noche que no se mueve, la luna cuelga fría y extraña, y Marte resplandece pórfido y flameante en su consumido ardor. Estas ejecuciones capitales no están libres de equívocos, cual presagios que se propagan tan unívocos en su hedionda sanguaza —respondió el senador Symmaco, conmovido ante las sacudidas que hacían mover todo el palacio.
Libanio y Symmaco llevaban túnica, toga y perones; eran de edad avanzada, altos y delgados, de mirada despierta, y muy centrados en los asuntos del Gobierno, así como a la hora de ejercer y pronunciarse en su sapiencia en los momentos más delicados.
—¿Y vos, Libanio, qué tenéis que decir ante esta desgracia y maleficio?, contestadme con cautela, pero con el ojo avizor de un centinela. Decidme, decidme —interrogó el emperador al retórico Libanio allí reunido.
—Es extraño, Marte el dios de la guerra nos hace señas desde el oscuro seno de su panteón, el Pegaso, el caduceo y las aladas sandalias de Mercurio hace tiempo que nos dejaron, abandonándonos a nuestra propia suerte a manos de los míseros bárbaros, y Plutón dios del Inframundo, ha sido visto últimamente portando su corona de ébano, y tirado de su carro por cuatro caballos negros. Todo esto hace presagiar, que los dioses nos acusan de soberbia y ceguedad, y con premura os hago constar mi verdad, son los vientos contrarios que embravecen la mar en tempestad, cuando todo es turbio y engrandece la vanidad. Hemos pecado, gran César, los dioses nos atizan con su furia y Marte se alza con el plomizo brío de su espada. Roma languidece y con infausto impulso y en pos de su bonanza, flaquea a las sombras y doblega su cerviz, cual moribundo que palpita balbuciendo aún con su voz consumada, bajo el estruendo de la batalla, y, en la fatiga anhelosa de su impedimento, adquiere la figura de un león hambriento, que en su avidez y afán torcido, ruge en la honda noche, pues el impío reino se ha contraído —le puso al corriente el retórico Libanio.
—Bien declamado, Libanio, pero si es cosa de dioses, ¿qué creéis vos, Symmaco?, ¿a qué se debe este prolegómeno de desgracias y suplicios capitales que, envueltos en ritos y en noche, hunden con abigarrada sonoridad, haciendo estruendosa su condición desde los senos y panteones del Olimpo?, ¿a qué esta prisa angustiosa que repleta de irrefrenable espanto se abre camino, con tan infame cometido?, pues si la noche ha de ser negra, ojerosa o barbinegra, ¿por qué hiende su aguijón en contra de mi reino en su ambición?, no obra con espontaneidad, sino como el que ha fraguado nuestra ruina de verdad. Decidme, decidme, buen Symmaco.
—Viviendo ya Graciano se ordenó retirar del Senado la estatua de la Victoria, la que ya se adoraba desde tiempos de Augusto. Yo, el senador Symmaco, prestigiosa figura de las letras latinas protesté en su día, pero el altar de la Victoria sigue sin estar presente. Ya convertidos al Cristianismo, y ante la persecución del arrianismo, así como del mismo paganismo, no es de extrañar que a los dioses hayáis engrandecido en optimismo, con semejante salvajismo.
A Ambrosio, el barbudo arzobispo de Milán, allí presente, no le hizo demasiada gracia aquella respuesta de Symmaco; iba provisto de alba, cíngulo y casulla, poseía pliegues bastante visibles en la comisura de sus labios, de ruda expresión y dolicocéfalo, aunque algo más joven.
—¿Salvajismo?, ¡el de los vuestros, senador!, que en la real gracia del emperador aquí presente, y orgulloso de su lealtad y de no haber puesto impedimentos canónicos para mi consagración episcopal, ha perseguido a los arrianos y se ha empecinado en bregar y luchar en favor de la ortodoxia nicena. ¡Graciano ha de dejar de ostentar el título de Pontifex Maximus, o se cancelarán las ayudas estatales a sus templos paganos! ¿He de recordaros las salvajes afrentas de la imperial Roma para con los cristianos, los que en el zarzo del suplicio los llevó a la muerte y el execrable martirio? La libertad de creencias establecida por Constantino ya quedó suprimida con el Edicto1, ¿aún lo olvidáis? —protestó Ambrosio, el arzobispo de Milán.
—En efecto que no lo olvido, pues con vuestro Edicto ya veis con lo que me envisto, ¡acarreando la ira de los dioses!, ¡a Roma sumida en la perpetua noche!, ¿y aún nos soliviantáis con el imberbe epitafio de una fe que fue digna de los más distinguidos césares, ante quien solo solicita el socorro y la salvación de su patria? ¡Ay, hocicada liebre!, pues solo el escollo en el que estamos presos sirve cual arco en el quinto trecho en lo alto del Olimpo, la anatema de Marte, la maldición de su sombra nos envuelve, pues no basta con ser virtuoso en estas lides, ya que laudable han de ser aquellas obras que aprecien los demás, y vituperable aquello que la cordura de los hombres no tarde en censurar, ¡y vos pecáis de vituperable con vuestras grandilocuencias impías! —le espetó Symmaco.
Teodosio y toda la Corte temblaban ante el cataclismo por el que cielo y tierra hacían detonar todas sus energías en vil ejercicio de su causa.
—¡Haya paz!, estas discusiones no vienen a cuento. Os pido seáis razonables sin pecar de indeseables, donde se extienda el orden moral y la intrínseca necesidad de paliar con la afinada coyuntura, una entente razonable de nuestros actos, y no la del despropósito ante tanto quebranto, esta embarazosa realidad que ha sacudido los cimientos de Roma. Nos consagraremos con lealtad inquebrantable en la salvaguarda del Imperio. ¿Y vos, qué tenéis que decirnos, honrado y leal Estilicón? Ponderad con estimada agudeza e ingenio con lo que la verdad esconde, tras el maldito espejo de la doliente realidad de la noche, ante nos, y nuestra Corte, hablad, y que con esa imagen vaga, a vos satisfaga. Hablad —le conminó el emperador desde el trono.
Estilicón, el general romano de origen vándalo, iba armado con traje de legionario, con armadura de cota de malla, su visible gladius, un casco semiesférico; era joven y recio, de anchas hechuras, de ojos tremendamente azules, y rubio.
—Ante lo que yo sé, noble César, la noche abre las entrañas de la Tierra con fosas y pozas infernales, ha sembrado las díscolas semillas de la destrucción de la graciosa Roma, igual que una máxima nos lleva al ineludible axioma de las cosas, y el axioma al dogma; he que ante la evidencia contemplativa del espejo que no engaña, ¡el de la cruda realidad que nos hace languidecer en esta noche de duelo e infortunio!, tengo algo que deciros: no hace mucho apresé por los lejanos limes del Danubio a un desorientado y errante viajero, un desterrado, a un veterano exiliado de los campos de Marte2, mano derecha del difunto y legendario Valente3 caído gloriosamente en combate. Me presté a escucharlo, contando cosas inenarrables, envueltos en extraños relatos colmados de una épica que me abstrajo, el de su agónico cautiverio, tan inverosímil a los oídos de un mortal, pero tan veraz y lleno de franqueza era lo que destilaban las comisuras de sus labios, que aquí os lo traje. ¡Pues es con Marte y no con otro con quien deberéis ajustar cuentas!, sus rasgos son trasunto de la ocupación que desempeña, y que con este manifiesto que os tiene que leer, contribuyó a que yo limara de asperezas el duro caparazón de mi impenetrable incredulidad.
—¡Ea!, pues que así sea, hacedlo entrar —ordenó Teodosio, dando unas palmadas.
Los soldados de palacio abrieron las gruesas puertas de la gran sala y ante ellos surgió escoltado un hombre haraposo y encadenado con gruesos grilletes y cadenas en manos y piernas. Solo era un pobre saco de huesos, enjuto de carnes, de rostro lívido y ojos centelleantes, le colgaban unas barbas ralas y canosas, recortadas a trasquilones, y llegó hasta unos metros del emperador, balbuciendo.
—Oh, honorable Teodosio, tres veces grande, por tu gracia y magnanimidad escuchad lo que os tengo que decir —habló el reo.
—¡Hablad ya, exiliado, que me tenéis angustiado! —El reo desplegó ante los ojos obnubilados de la Corte un pergamino que desenrolló y que llegó hasta sus pies—. ¡Por la barba que os cuelga!, ¡sí que es largo, pero no temáis que de ello me encargo! —replicó el emperador prestando oídos.
—Oh, emperador, «Testimonio de Valeriano, general de las legiones del Imperio Romano de Oriente» —comenzó el reo a desenrollar el largo pergamino y a leer el mismo—: Doy testimonio de la extraña manera que me llevaron los azares de la vida una noche, de la que aún siento como el hielo de la senectud que entorpece mi mano al sujetar este pergamino. Los dioses amparen a Flavio Valente, el que yace preso bajo las murallas de este funesto castillo, fijado sobre gráciles arenas en los confines del mundo, los muros de maciza plata son, las almenas de irrompible diamante y, las puertas, de un hierro acerado de más de cuatro palmos, que parece entallado en bronce. Se cernió una terrible tormenta, una fatídica noche en los campos de Marte, ni el viento sibilante dormía, ni la mañana llegaba, pero ese recio gigante era duro de arredrar, ni con endriagos, vestiglos, ni leones que con mil fuelles resoplaran prestos; pues irrumpió como una tormenta en nuestras filas, era un diablo arrojando hombres a la espantosa arena, una tensa calma sobrevino después, la luna ahorros de candelillas, se despabiló con sus candelas y luz de doncella. La luna, navegando como la desasistida Medea4 a través de sus sedas, salió de incógnito tras las increíbles y dentadas crestas plumíferas de uno de sus gregarios, soplando gélida desde sus hielos, que en la altura eterna alojan eran, su aspecto se hizo púrpura al descubrirse tras su velo. Una terrible bestia que tremolaba al viento se desmarcó más combusta que Faetón5 para acometernos; de coralinos dientes de dragón, afilados como cuchillos, lenguas sedosas, de ojeras vultuosas, sinuosos cabellos hirsutos y con la respiración del gigante Tifeo6. Su aspecto era terrible, a leguas distantes ya era más terrible que la propia vorágine de la arena en una cerrada noche de tempestad diluvial, donde el silencio se apodera de tu alma, todos sufrimos un acceso de locura y terror. Cuando con su desparpajo mortuorio, nos lo encontramos cara a cara barriendo el suelo del campo de batalla, como aquel que al diablo se topa por desusados senderos; nuestros horrores más profundos salieron de su madriguera, y hasta el más temerario se persignó aparcando su longánima bravura, suplicando a la diosa fortuna piedad. De pronto, todos los flancos de la falange rechinaron por su soplido, escupiendo sangre, salpicándonos de espumarajos con su aullar de lobo gris, como si la luna absorbiera un mar proceloso aspirándolo para saciar su sed y vaciar la tierra. Los cabellos del malicioso Marte7, se encabritaron y retorcieron como serpientes sibilinas, y sus profundos ojos se inflaron, escrutando con vampírica felonía a los nuestros, la falange crepitó cual vieja madera de roble, igual que una leña echa astillas al ser partida por el fogoso fuego de una hoguera, sus ojos giraron mareándonos en su locura y atrevimiento; las fieras de Fritigerno gritaron nuestros nombres uno a uno, desde el primero hasta el último se sintió llamado por el mismo terror en persona, el que venía a por nosotros; forzosamente tuvieron que permanecer los romanos cual jinetes númidas que guerrearan contra un dragón. Mi corazón y mi alma se escaparon en un suspiro, y sentí tal vacío en mi interior, que jamás mi venturoso cuerpo ha vuelto a sufrir tal cosa en sus carnes. Gritaba, y hasta la voz desertaba y huía despavorida, el eco, aunque hubiese habido, no hubiera mostrado valor suficiente en retroceder ante semejante hostigamiento, las densas arenas de Marte proferían espantosos gritos, como lobos en manada haciendo de su cubil nuestra falange, cual boca de colmillos voluptuosos que galoparan para embucharnos. Las mansas arenas con sus huestes de apocalípticos gregarios tomaron tufo, y a relinchar comenzaron, tornándose más ponzoñosas e infernales, que la sangre de mil Hidras8. Repentinamente, como caballos desbocados, el gigantesco Marte nos acometió entre claros nubarrones vestido de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de fina seda; sus armas y capacete, una cabellera de pámpanos, bien sahumado. Sentí desfallecer y caer como Capaneo9 por los tebanos muros, y cerrado los ojos y llevado en volandas por los etéreos espacios del tiempo, tras larga travesía, mi pie se apeó en ignotas tierras, en Tierra de Nadie; mas nunca mis ojos volvieron a pestañear bajo luz alguna, hasta que mi desdicha me llevó tras una larga letanía, bajo las tinieblas más absolutas del infierno, y guiado con más estrella que la buenaventura, sin aliento de libertad; al menos, no esperaba tenerla por rescate; hurgando y escudriñando, donde no hay candados, centinelas, ni cerraduras que mejor guarden tan infame fortín que las del recato propio, girando en sus goznes las esquinas de sus sacras puertas, tan duras como Tarpeya10, donde las llaves siempre fallan, y el ingenio suplanta al arte; sin sufragio alguno por mis penas, emergí a la dulce luz de la vida, cuando logré liberarme de los muros que preso me aferraron una vez. Atrás quedó ese mundo aterrador, avisté un blanco y empinado castillo ruinoso, entre dulces arenas diamantinas hendido, tierras que mis ojos nunca antes habían tenido el gustoso placer con qué vanagloriarse, allá en los confines del mundo, en los campos de Marte, con torreones entallados en oro, los que sus lunas ensalzan entre grandes portones y quebradas murallas, entre una afilada y dentada línea de montes huesudos, en un cielo tan negro como el hollín. ¡Dios sabe adónde mi alma había ido a parar! ¡El lugar era terrible! Observé el rojo paisaje que se extendía entre llanuras y hondos valles, donde la tenue luz de la noche, coloreaba y pintaba haciéndolo tan lúcido casi como la luz del día. Sobre sus disecas llanuras dudosas sombras se esculpían, con más yerro que Narciso11, las arenas se derretían en un horizonte como el azúcar, y rara vez asomaba sombra, mas eran de un dulce negro aterciopelado si las hubiere. Mi alma recobró de nuevo su vigor ante esa extrema belleza que la noche me había deparado, me pareció que mi estado de ansiedad se tornara en sosiego; había tanta paz y consuelo ante aquellas tierras que, a medida que me alejaba de sus pétreas murallas, y, ante cada respiración que inhalaba sentía rejuvenecer. Vi aquel forjado castillo de marfil y hueso tallado, esculpido y cavado en piedra, y, aunque el terreno fuera liso, cada vez más arrugado se mostraba, tanto como un pergamino inmemorial que un cruento clima lo hubiera arado con la ira de los tiempos. Al principio no daba crédito a mis ojos. Pensé que estaba viendo cosas de las que solo acontecen en cuentos de brujas y viejas hechiceras, o quizá, de un truco de candelillas de la vieja luna, algún malévolo efecto más entre sus sombras. Pero continué observando y apuntando sobre este pergamino lo que no me dio a engaño. Vi cómo los dedos de las manos y de los pies brillaban como gemas y piedras preciosas. ¿Qué clase de mundo era ese? ¿Qué clase de ente con apariencia de hombre podría haberme hecho preso en ella? Siento el terror que por él este mi cuitado corazón padece, ese horrible lugar de nacárea efigie, aún dormita y aprieta con languidez a mi alma desahuciada, la que no reposa en lecho alguno; tengo miedo, el miedo me inunda, de que no haya escapatoria posible ante esas murallas que se cierran ante mí como una perla que se expande y contornea. Estoy rodeado de gigantescos torreones, de los que huyo en mi etéreo y fugaz viaje, mas no me atrevo a desvelar mis dolores, ni pensar más en ellos... La amarilla luz de la noche, ensalza sus abismales fosos, la cantidad de polvo que yace en sus fantasmales llanuras, disfrazan el tiempo y el tenebroso sosiego que en realidad la domina, mi corazón se dispara y mis nervios me atenazan al pensar en sus hoyadas mazmorras, aún el odio oigo palpitar en mí cuando los observo lleno de espantos sus escondrijos, «Arenal del Paraíso», jironada de terciopelo leonado, de blanda cera y de duro diamante, no hay selvas, ni maleza tropical donde engarzar sus perlas venturoso caballero. De páramos muerta, de bosques vacante, sin encantos y encantadores, ni pajarillos que gorjear lírica a caballero alguno, tierra de profusos tesoros sin conquistar, rostro deslumbrante al que saludan a la fresca aurora desde suntuosos balcones del Oriente y otros más baldíos, escrita en pergaminos la hermosura de su rostro está, entre sábanas y muselinas sacude sus laxos cabellos en un número infinito de líquidas perlas, de trasijadas ijadas, sus verrugas lozanas son sonrojos de los siete mares, donde baña sus finas yerbas igual que blanquísimo aljófar. Insignes caballeros con su desventura allí tropezaron, cayendo por sus arenosas y movedizas simas, despeñándose por barrancosas oquedades, en las cuales puso el sello el adverso destino, allá donde cae el mundo, y no hay retorno posible, donde los desavenidos dan ruin servidumbre en oscuras moradas. De aire marchito, y tempestuosas estaciones son sus altas cimas, es resucitar a Horacio12 y Persio13 al ignorante vulgo, a un estéril yermo en tierra de nadie, a una zahúrda donde los truhanes abundasen, entre gente plebeya y humilde, incapaz de conocer ni estimar tesoros. Posada sin posadero, posada de las más infames pesadillas, en la que nunca pernocta caballero alguno, dormir en ella es no despertar jamás; vieja dama de suaves pechos y aguerridas siluetas, de resquebrajada tersura, marcada por cruentas guerras, mirar su adehesado paisaje entristece al amante, de beldades mil veces ponderada por ardientes pretendientes de devotos idilios, empolvada en polvos de olvidados linajes y de pétreo jazmín; allí se alza en el confín de los confines. Pongo por testigo con este epitafio, de las penurias que allí sufrí, ¡los dioses me guarden!, pues tremebundas son sus fosas, las que no habita Hades14, ni el mismo Plutón15, sino el propio Marte desde su regio trono encaramado, y allá fue durante mi largo y hastioso cautiverio en las mazmorras de la Muerte… —El reo hizo una pausa prolongada ante el emborronado pergamino, escrito en caracteres pequeños y en latín— Donde soporté el trasiego de mil almas en pena, las que pagan el sueño de los justos, donde anidan impertérritos y aplomados demonios, esculpidos con más fosco que el ónice, pues allí cuelgan en lápidas mortuorias entre paredes de diamante, execrando desde profundas cuencas pasadizos y conductos de tremebundos olores que hacia la desdicha escapan y, por si fuera poco, el fétido incienso flota más allá de putrefactos cráneos y huesos de todas las hechuras. Sus colmillos bostezan con rictus burlón, susurrando cosas monstruosas, donde los llantos nunca languidecen. Escapé una noche por oscuros pasadizos, logrando arribar tierra firme de nuevo. Prevengo al valeroso caballero o al atrevido hurón que intentara aventurarse en estos parajes, del funesto final que allí le aguarda, pues el mal le apresa, la sepultura le traga y los años huyen, si tienta a su suerte adentrándose en la vil Montaña Encantada, asentada bajo los tres espantosos Ojos de Marte, los que todo lo avistan allá, en los confines del mundo.
—Oh, grandioso emperador, no fue el gigante Fritigerno del que tanto han escrito y narrado las crónicas el causante de nuestra derrota, allí donde el gran Valente sucumbió una vez, sino que fue el propio Marte el que tomó parte. Y esto es lo que os debo de entregar —le informó Estilicón.
Acto seguido un centurión llevó ante Teodosio una enorme espada de oro que resplandeció entre sus manos. El emperador quedó por unos instantes mudo e impávido. Pero examinándola pudo traducir los caracteres en latín que surgían esculpidos en su hoja.
—Pero ¿qué es esto? ¡Robáis la espada al gran Marte!, ¡no la quisiera ni como estandarte!, ¡alejadla de mí y escondedla, buen Estilicón, en lugar seguro!, esto es afrenta a los dioses, ¡ya veis lo que habéis acarreado con vuestra acción! —le amonestó el emperador—. Hubiera sido mejor que siguierais purgando vuestras penas en tierra de nadie, ¡condenado! Friccionad con aceite vuestras llagas escocidas por la ira del dios guerrero, reo, que yo no estoy ya para estos menesteres, ni para pulso con los dioses, ¿desde cuándo el gran Marte confabula a escondidas en contra de la imperial Roma? Decidme, decidme, todos. Harto es sabido que los campos de Marte siempre fueron lugar sagrado y por siempre recitado, cual aciaga metáfora en boca de los grandes poetas, pero nunca supuse que el más de mil veces narrado gigante Fritigerno fuese el mismo Marte en persona, jamás se supo. ¡Y por qué!
El emperador se desembarazó aterrorizado de la espada que brilló más fuerte que el oro y el platino en la sala capitular, encandilando a los allí reunidos. Estilicón la empuñó sintiendo un poder sobrehumano.
—Tal vez yo pueda aclararos algo, mi señor, no arredraos ante lo que os toca, ni os ocurra lo que al desdichado Majencio16, pues su nombre fue borrado de los anales y todos los monumentos públicos, tildado de tyrannus, andad con paso firme ante esta encrucijada, tened templanza, andad despierto. Tiempo ha, ya frente a los germanos en tierras del Rin, mis mejores centinelas han contemplado en la noche monstruos y quimeras de las que solo son referidas en los bestiarios mitológicos, espantosas apariciones que no hacen presagiar nada bueno —repuso Graciano, el coaugusto en Occidente—. Pero no os reprocho la tardía metáfora de los campos de Marte, pues si fue un hecho cargado de hipérboles confusas por los cronistas, ya en su día el gran Dionisio17 reprochó a Tucídides18 fragmentar el asedio espartano de Platea con otros hechos de la guerra arquidámica. Recobrad el resuello aún apesadumbrado, pues ya desde la Antigüedad pagana e incluso ahora la cristiana, tales hechos han coexistido siempre en la historia de los hombres.
Graciano era un hombre forzudo, de aspecto imponente, tan grande como un armario, de cara envejecida, crudos surcos matizaban su cutis como un arrugado pergamino, de pelo gris canoso, vestía un ceñido uniforme militar.
—Reconfortantes sean tus verdades, estimado Graciano —estrechó su mano el emperador—. Pero ¿cómo lidiaremos todos con esta bestia del Olimpo que, retadora, codicia nuestro secreto mejor guardado, y que con afrentosa procacidad con rapiña le fue hurtado?, ¿qué argumento podría esgrimirse ante tal ineludible refutación?, ¿quién dispone de un buche tan vidrioso y quebradizo como para poder digerir tan horrenda citación, la de un dios omnipotente como lo es Marte? Que clave hoy su rodilla inerte ante mí, el que tenga valor de razonar lo irrazonable, pues si debemos de andar reacios a encarar la estrechez del camino, el que se auspicia más angosto que el de Aeria a Durio19, nuestra ingente fatiga quedará sellada con un abrazo mortal, la que solo el más sangriento de los dioses sabe otorgar. No hablad con jerga en desuso y lenguaje vulgar, hablad franco, sin desvarío, con estilo normal.
—Tal vez yo pueda, mi señor —contestó el reo—, si es Marte el que nubla vuestra razón, pues así acaeció esta pesadilla indómita que con el látigo de Tisífone20 tanto os flagela, solo hay uno de los aquí presentes que hizo guardia insomne más de mil lunas en lo alto de su torre, junto al trono donde pace y descansa, y fue así como logré arrebatarle de uno de sus más preciados tesoros, su indestructible espada. Él os tantea con la ojeriza del despropósito, mientras su lid retadora languidece en su gélido y aislado retiro. Roma se extiende por el orbe terráqueo como el mismo Ródano, cuyo caudal se va acrecentando por numerosos afluentes, como os decía, mientras su reino abarca hasta lo que comprenden poco más de cien estadios, he que Roma ha florecido más que las mieses de Etruria, extendido su brazo guerrero como el rayo de Júpiter21, el inexorable yunque romano sufre los recelos de los dioses, y es Marte el que os mira con abyecta ojeriza, pues le es permitido y es loable, ya que el que conquista con el mayor oprobio, ha de recoger los frutos más amargos, ¡y es Roma a la que su sed e ira apunta! En sus zahúrdas guarda de Tiberio a Nerón, pasando por Valente, y a su plebe y a su gente.
—Desde tiempos del tirano Calígula no se había perpetrado una afrenta de semejante magnitud en contra de los dioses, él quien siempre quiso asemejarse en todo su valor y dimensión a un dios viviente, al mismo Júpiter, construyendo un puente desde su residencia en el monte Palatino hasta la colina Capitolina —argumentó algo contrariado Symmaco.
Aquel anuncio puso los pelos como escarpias a los allí reunidos, a todos les cambió el semblante y nadie tuvo la osadía de replicar al reo, todos quedaron mudos y sin habla por largos minutos.
—¡Esto es afrenta a Roma!, declarad la guerra, emperador de emperadores. Oh, reo, mostradnos el camino, sin desacierto ni desatino, con el inequívoco «ingenio» que deriva de los tres consabidos verbos latinos: gigno, ingigno e ingenero. Pues al igual que en la perícopa de Caín y Abel, del bien y del mal, he que con vuestro orgullo Roma sucumbirá como los cananeos, los que dieron rienda suelta al culto con sus Baales, y al igual que Sodoma y Gomorra, así caerá por su iniquidad, como los muros de Jericó, pero no al son de las trompetas de Josué22, sino con la espada de Marte, por no otorgar pábulo y rendir culto a su panteón, aférrate al fascinum23, ¡Oh, Roma!, pues Marte te mira con la dentera de un león. Oh, Roma, que en la elipsis interrogante de tu tiempo has olvidado la vanidad y la arrogancia para con tus dioses, desoye a tus pecadores e impón el verbo antes que el atributo —exhortó allí Libanio.
El arzobispo Ambrosio protestó ante el emperador y no se mordió la lengua.
—¡Oh, Libanio!, que en tu desenfreno y en tu miedo, ¡a Roma le importa un bledo! —le espetó Ambrosio—. César, no hagáis como Maximiano24 que después de deponer la púrpura decidiera contraerla otra vez, cayendo en la deshonra e ignominia para todos. Utilizad vuestra influencia para que los arrianos pierdan presencia en tierras de Occidente, y que el Sínodo regional de Aquilea disponga prontamente del obispo Paladio y su presbítero Secundino. No embarcaos en una guerra que jamás ganaréis, es Marte a quien tenéis, ¿y aún no lo entendéis?
—Claro que lo entiendo, arzobispo —contestó el emperador—, aunque muchas cosas os figuréis, en este inmundo y aflictivo desencuentro, «talento» e «idoneidad» han de ir parejas y marchar juntas, pues en el sobresalto se halla siempre la inquietud y, por ende, la zozobra y perdición, no soy un meloso juguetón, y ni salto al fuego vivo sin motivo ni aflicción, es la cordura la que ha de llevarnos a todos a buen puerto, y no los gritos vanos y el azar. Pues opípara es la mesa de Marte, y la sangre hierve por sus venas, templando los aceros igual que su temperamento, cual frío rescaldo de su imperial figura. Pero henos aquí, a nosotros simples mortales, que en nuestra mansedumbre, con la indocta espada aprieta, cual menudo con su treta. Pues qué inhóspito nos ha de ser un mundo extraño, si a su trono le arrastra el engaño. No estaría bien, y no sería de cuerdos, embarcarnos en una guerra contra un titán, sin anteponernos a los muchos que llorarán. No sin antes urdir un plan, mi fiel arzobispo, y este reo sabe sus secretos, de todas sus entrantes y salidas, los que comunican con ese mundo extraterreno del que tanto nos habla.
—No pertenece a este mundo, pues la ira es tal que, los lloros cuajan cual carámbanos desde la noche eterna, y es Marte quien aguarda en su caverna. En los campos de la muerte, al disgusto de la torpe gula, hambre y sed deberéis guardar, ya que tan estériles son sus parajes, cual sombra turbadora ante un espejo extraño. No hay acto ni sacrificio capaz de igualar su malignidad y fiereza, pues allí son confinados de generalísimos a césares que cual alveolos en su reino encierra.
—Pon las preces de tu lastimero amor en boca de quien os habla, gran César, pues no habrá noche y día sobre la gran Roma, hasta que no hayamos digerido y solventado este entuerto —le alentó Estilicón.
—¡De aviesas intenciones son la prontitud y la premura! —contestó el emperador—. Oh, gran Estilicón, qué luz tan candente dais a nuestros ojos, ¡pero anegados por la insolvente realidad! Es la oscura bicha de la noche la que, bella y sonriente, nos traza el camino impaciente. No pecad de ingenuo. Es la inmadurez la que siempre vuela, y la ambición ha de tomarse con cautela. Tened presente esta máxima. ¿Y vos, reo, para qué tareas fuiste encomendado en el trono de Marte?
—Desde ese su trono, mi amado emperador, servía cual eunuco de un harén, allí fui encadenado, y por toda su Corte vilipendiado, y desde el que mucho aprendí, y tantas cosas padecí. Pero escuchad, Marte os escruta desde su enorme ojo ciclópeo, por el que a través de él os mira con aviesas intenciones, es de un poder tal, que es capaz de atravesar las más duras cúpulas y templos.
—¿Incluso este?
—Incluso este.
—¡Oh, maldito reo!, que el desencadenador que os desencadene buen desencadenador será. ¿Por qué no nos lo dijisteis antes? Deberíamos platicar entre susurros —protestó el emperador.
Los allí presentes no pudieron reprimir sus risas.
—Cuidado, César, que los propósitos de Marte son muy crueles, y bien que mueve a sus lebreles, por no mencionar a una, la innombrable —prosiguió el reo.
El emperador quedó anonadado y contuvo el aliento, así como sus allegados.
—Os escucho, continuad.
—Salomé, princesa de Marte, os la cito porque en esa su tierra adusta y helada, no hay bicha más astuta y desenredada, y es la que aquí aludo, y no con un saludo, sino porque no hay ser más despreciable bajo todo el etéreo cielo de Marte, y en sus dominios no me embarque, ni sobre todo el orbe terráqueo. Es la que mueve sus hilos, os flagela en tierra, ¡y os tiende celada, entre frondas y moradas!, aquí el vulgo no usa precisamente su verbo, pues su progenie y ralea ya vienen de una estirpe réproba y execrable, y ya lo dice todo con su nombre, que en un canjeo con el mismo Hades, a Marte sirve y dispensa con verdades, y no con fatuidades y cosas banales.
—¡Maldita!, no tuviera yo un general de su condición y temperamento —El emperador observó a su Corte—. No me cocerían tanto las habas, ni de tal guiso me comería este desaguisado.
1 Edicto de Tesalónica.
2 Campos de Marte: batalla de Adrianópolis.
3 Valente: emperador romano.
4 Medea: la cruel Medea (Ovid. Metamorfosis, VII, 1-452).
5 Faetón: el «brillante», hijo de Helios (Ovid. Metamorfosis II).
6 Tifeo: suponían los antiguos que el humo y las llamas que salían del Etna eran la respiración del gigante Tifeo (Hom. Il. II. 782).
7 Marte: dios de la guerra.
8 Hidras: monstruo acuático, hija de Tifón y aniquilada por Heracles (Teog. 313).
9 Capaneo: guerrero mitológico que murió en el asedio a Tebas (Esquilo, Theb., 422 ss.).
10 Tarpeya: en Roma había una roca elevada desde la cual se precipitaba a los criminales.
11 Narciso: (Metamorfosis, III, 339-510).
12 Horacio: Quinto Horacio Flaco, poeta lírico de tiempos de Augusto.
13 Persio: fue un poeta satírico latino.
14 Hades: infierno mitológico.
15 Plutón: en la mitología romana era el dios del inframundo.
16 Majencio: emperador romano.
17 Dionisio: Dionisio de Halicarnaso, historiador griego.
18 Tucídides: historiador griego.
19 Durio: (Estrabón libro IV, 11).
20 Tisífone: espíritu de la venganza (Virg. Eneida VI).
21 Júpiter: dios del cielo y el relámpago.
22 Trompetas de Josué: (Gén. 19:24-26).
23 Fascinum: (mal de ojo).
24 Maximiano: emperador romano.