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GOLPE EN LAS GALIAS

En tierras de la Galia y de los enormes bosques, los centinelas de Graciano daban la voz de alarma a su guardia personal, de más de trescientos jinetes alanos frente a Lutetia Parisiorum. Algo se acercaba inexorable descuartizando a los soldados de Graciano con espeluznante eco.

—¡Oh, desdichado Graciano!, qué triste endecha os deparan las tragaderas de la infamia, pues Merobaudes ha desertado abandonándoos y dejándoos a la suerte del poderoso Máximo, el que relincha aproximándose con un engendro demoniaco que va dando caza a cada uno de vuestros más valerosos hombres —atestiguó Aureliano, el guardia personal de Graciano, en medio de la noche.

—Pero ¿qué decís, Aureliano?, ¿es la noche espesa, la que tañe ese ultrajante eco que con tanto infortunio nos expresa?, ¿tan omnisciente nos abre hoy su corazón?, ¿o es que mi vigor a envejecido en los afanes de la larga y venturosa vida? —le contestó Graciano, escrutando los contornos del bosque.

—Ciertamente un enigma incauto se muestra ante el impertérrito silencio, con el destello y la égida de un jinete sibilino, que no quiere mostrar aún su brillante cabellera, mas juega al engaño y al ocultismo. Pero mirad, ese engendro ha desplegado ya su voz, e invoca con orgullo a todos los dioses de su ostentoso panteón, declarando su hegemonía sobre la oscuridad y los confines del orbe reinante, como Meleagro1 la corona de Calidonia2. Su potente hoz degüella sin compasión a vuestros hombres y deshace las más entretejidas telarañas, demoliendo la espesura y a vuestras cohortes, cual jirones de zarzamora —le describió inquisitivamente Aureliano.

—Oh, Graciano, ciertamente es la noche la que encoje el alma de tu duro y acerado semblante —exclamó ahora su fiel guardaespaldas Severo.

—Debéis partir, mi señor —le aconsejó Aureliano—. El pavoroso eco, va asaltando los torreones y sus almenas, los altos minaretes que allá despuntan, al igual que los siete de Argos3 acometiendo contra los tebanos muros, va dilatando y estirando su silueta en tempestuoso galope.

—Sin embargo, la configuración de la negra cúspide celeste y sus mil estrellas, se hace tan estéril como Polinices4 contra Eteocles5, pues descubre un rostro de pura efigie —alzó su mirada al cielo Graciano.

—Por eso es un astro perverso —contestó Aureliano—, que en su propio afán de avaricia y ansias de poder, devora todo lo que por el firmamento encuentra a su paso, pero lleva escrito la desdicha de Peleo en su rutinario y plateado sendero. Pues ese jinete misterioso ya sacude sus laxos cabellos de enjundioso perfume, nos eclipsa igual que los más intensos astros solo saben hacer, los que despiden una luz más acentuada y vigorosa, es una diosa consumida por los celos, y extiende con un fino trazo, la ira y la destrucción en su brazo.

—Oh, buen Graciano —replicó Severo—, es una calavera distante, con el henchido corazón de Leandro6, que se ensaña con todo el contorno. En su ambición desea atar el destino de los hombres, pero no sin antes mostrar su grotesca condición, no posee alma, ni ese sortilegio de la luna en su cabalístico hechizo, que demanda amantes lanzando lindas odas y tiernos sonetos desde sus gélidas nieves, como una Safo7 aplacando el arisco corazón de Faón8.

Los gritos de los hombres abatidos de Graciano se hicieron más perceptibles desde la espesura.

—Debéis partir, mi señor, un quejido clamoroso rasgó las más cerradas telas de araña, y sus intrínsecos anhelosos quedaron al descubierto —lo alertó Aureliano.

—Partamos, pues —desorientado, montó en su caballo Graciano, rodeado por un séquito reducido de sus más incondicionales hombres—. Pues las estrellas vivaces refulgen como brasas, y la estrella rojiza de Dite9 se desvaneció consumida víctima de su propio fuego, es una estrella sedienta de sangre, y es que los quebrantos de los hombres y sus quehaceres, parecen repercutir en la bóveda de los cielos como una maldición. Ya ese jinete abominable se presenta mortecino, con el aspecto de un horrendo cráneo en su camino, movido por el azaroso viento que acuchilla con dagas flamígeras en los albores de la conciencia, y en los tronos de los templos, allí donde las estrellas tienden a fijar su primer resplandor, cual Venus lo es a la aurora en su color. Su cabeza surgió como un Malanipo10 blasonando de su triunfo al poderoso Tideo11. ¡Oh, maléfico jinete!, marca la frontera con la muerte en su fulgor, sopla combusto desde Ghaón12 con su rencor, pero he que aquí acudís, buen Aureliano y Severo, igual que las musas en auxilio de Anfión13 para levantar los tebanos muros, despojando ya la noche de sus vaporosos tules y su grisáceo presagio.

—Estimado Graciano —le manifestó Aureliano—, torna tu mirada gris y sepulcral al considerado afecto de nuestros velados y cubiertos rostros, y dejad de acecharnos con esos ojos penetrantes y entristecidos, los que solo ha de palpar con gélidos dedos la intemperante luna.


1 Meleagro: hijo de Eneo y único heredero a la corona de Calidonia.

2 Calidonia: antigua ciudad griega en Etolia.

3 Siete de Argos: Polinices, Adrasto, Anfiarao, Capaneos, Hipomedón, Partenopeos y Tideos.

4 Polinices: hijo de Edipo y hermano de Eteocles.

5 Eteocles: hermano de Polinices, se dieron muerte mutua.

6 Leandro: Joven de Abido, enamorado de Hero

7 Safo: poetisa griega de Lesbos.

8 Faón: héroe de la isla de Lesbos, despreció el amor de Safo (Elieno, Hist. Var., XII, 18).

9 Dite: Lucifer (Dante, Infierno XII).

10 Malanipo: un tebano hijo de Ástaco.

11 Tideo: devoró la cabeza de Menalipo.

12 Ghaón: paraíso de la mitología persa, creado por Ahura y donde mora Sughdra.

13 Anfión: gemelo de Zeto, e hijo de Zeus; tocando su lira levantó los muros de Tebas.