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UNA EMBAJADA EN LA NOCHE
Las puertas del Sacrum Palatium de Teodosio se abrieron y la delegación de Valentiniano entraba en sus aposentos imperiales.
—¿Qué malas nuevas tenéis que ofrecerme, noble Valentiniano?, que con la deshonra y el desdoro de ese semblante endurecido, no me haga entrever el furor que la desdicha trae consigo, y en la vil codicia que en este mi tiempo empleo, la de bregar contra una perra que ha convertido el día en noche, y al bruto que aporrea mis puertas, en amo y señor de todo lo que no es suyo. ¿Quién pretende sustituir a la cabeza del disloque por este sucedáneo tan confuso, fraguado desde los órganos más ilegítimos jamás otorgados? Roma sucumbe a las fuerzas de un bárbaro y su imperial figura, la que hace ostento cual galea a su armadura —le expresó, lánguido, Teodosio.
—He salvado los redobles de la muerte y con ello la espada que esa traidora perra tanto ansía recuperar, aquí os la entrego con el rostro entristecido, y humillado con lo que os digo, la princesa Justa ha sido hecha prisionera por Salomé, y no habrá impedimento para que podáis unir vuestra corona a la de mi hermana Gala, por tanto, con este preámbulo tan rápido como el trueno, os la otorgo a perpetuidad, consagraremos esta real alianza en pos de la salvaguarda de Roma —le significó Valentiniano.
A Teodosio le fue entregada la espada, la cual mandó esconderla de inmediato a la princesa Gala, a la que puso a disposición y tutela imperial de su Corte, colocándola a su diestra.
—Que esta dote sirva para prevenir a esa raza de hombres de hierro y corazón puro, de la insaciable abominación que se ha cernido con frenesí sobre mi imperio, oíd adónde quiero llegar, pues si la idea de purgatorio como lugar de castigo nace ya con San Agustín1 y San Clemente2 desde tiempos de la patrística y los primeros teólogos, cabe señalar la descripción que hace Plutarco en su Moralia, por medio de Timarchos en su descenso a la gruta de Trophonios, y es que existe un lugar de castigo donde Roma purga hoy sus faltas, el que se ha cernido inapelable sobre sus dominios, con la angustia en su cetro, y de donde solo un alma ha logrado escapar —habló Teodosio—. Será el que nos habrá de guiar con el catecismo de la fidelidad, hacia las entrantes que llevan a esa tierra condenada.
—Pues que así sea, excelso emperador —cortó Estilicón allí presente—, aquí os traigo a Valeriano el reo, el que con la voz del que hace voto por su patria, con prolijo acento y en su certero mensaje y llamamiento, os ahorrará de teas y candelas, pues si el cielo eterniza su hora ya prescrita, habréis de contar el tiempo a través de candelas y no por el de la amarga adelfa, mas no os dejéis llevar por el vulgar devaneo del mentiroso fariseo, pues es íntegro y servil, y os hará justicia con aire gentil.
El reo Valeriano dio un paso al frente, delante de Teodosio, Estilicón y la embajada de Valeriano el joven.
—En lo que a mí atañe —manifestó Valeriano—, manejando la equidad en mi fiel ejercicio, buscaré ese cielo llamado Marte. ¡Oh, virtuoso emperador!, no pongas un ciego en tu camino, ni a ningún necio por destino, poned al bueno de Valeriano que junto con un reducido séquito de valerosos hombres, podamos dar cuenta del todopoderoso dios guerrero, pues sé a las horas que pace y duerme, y cuándo su vigor es más timorato, y conozco su ronquido, pues mermado y desvalido, por sorpresa lo habréis cogido, desligaremos de sus ataduras a la princesa Justa, y escaparemos por el puente del Destino, el que habremos de cruzar, luego dejándonos llevar por un ligero bajel, navegaremos por su caudal hacia el Arco de Oro, la entrante dorada de Marte, pues solo cuando la luna cuelga menguante, se ha de atravesar en lo que cabe un instante. Y, una vez cerrada, no podrá ni el mismo Marte ir tras de nosotros.
—Pues, qué directo vais por el camino, y a Marte por destino, ¿esas lindes danubianas decís que conectan con su mundo? —le inquirió el emperador.
—En efecto, aunque es una de sus numerosísimas puertas, pues las hay que dan en Trebisonda, otras en la Capadocia, también en la Tracia donde Valente sucumbió, y donde Marte nos capturó, y otras muchas repartidas por todo el orbe, y donde sesgadamente se ciñe el turbio confín de su inapelable aliento, consumido en sufrimiento —le narró Valeriano.
—Arisca es su lengua, sus vigilias y sus sudores, vuestra épica singladura, buen Valeriano, consagrará nuestras más anheladas aspiraciones —se congratuló Teodosio.
—A Marte se le siente rezumar en el ambiente, son las fraguas de la fatalidad, igual que un rostro díscolo sumido en hiel de amargura, del que no penden las estrofas sin que peque de arcaísmo su figura, cual alegatos míseros y abominables en contra de la raza de los hombres —le remarcó Valeriano.
—Buen alegato el vuestro, honorable Valeriano —se congratuló Valentiniano—, pues si he de ser sincero, en la plática con la que tanto os quiero, de la noche escapé igual que vos, de las garras de esa maldita bruja, con la estrechez ingrata, la que se alza y se dilata, tan propiamente como cuando una cera arde, así es el espeso vapor de Marte, pues el hombre de condición maligna, en esta gracia de celos, nos muestra hoy su cobardía, con las pláticas inútiles y mundanas, pues al igual que Roma y otros muchos émulos, Marte vence y convierte. Y mirad en lo que nos ha convertido, en noche eterna, la que molesta y sopesa, la condición que se profesa.
—Ahora decidme, Valeriano, ¿a quién retiene Marte en sus aposentos?, ¿a cuántos ejércitos de la imperial Roma se enorgullece de guardar en sus zahúrdas? —le preguntó Teodosio.
—La miseria y la impudicia siempre trazan una imagen alegórica que se tiende a eludir, pero en Marte alcanzan tal nivel de impureza, que las más apestosas vaguadas y charcas del Capitolio serían ricos marjales a su lado, y la misma Cloaca Máxima un simple barrizal. Como os decía, con todo ello no quisiera mostraros mi cobardía, pues no es cosa fina lo que atañe a los dioses, ni las infecundas razones que tanto atenazan mi sufrimiento, cuando afligido y no contento, hago memoria del vientre de sus mil harpías, allí pagan justos por pecadores, con más suplicio que Mejencio3, pues acaudilla en sus mazmorras a vivos y muertos, la más dorada estirpe romana yace allí, desde el primero hasta el último guerrero en su genealogía, como el que blande una guadaña, y forja en ellos a imagen y semejanza. Con los retales de los muertos hace causa por los vivos, si aun así, os ciega con circunscriptas razones el entendimiento de tan inmundo cieno, no debéis aparentar el achacoso temple de un rostro sombrío bajo sus ostentosas ciudades y templos, las que se alzan más altas que las columnas de Hércules4, pues la sangre de Roma se derrama en su lecho infecundo, turbia y carcomida, ya con su savia desnutrida. Este hermoso vástago que ciñe su timbre y blasón, cual pasos profanos que allanan tu templo sin compasión, disipa el entendimiento, os quiere muertos, y en el hálito mortífero de su aliento, no cejará en descorrer el enlutado velo de la muerte y la desolación en vuestras tierras —le exhortó Valeriano el reo.
—Guardad Roma, mi señor, como el que protege su covacha con la fiereza de un león —le arengó la princesa Gala allí presente besando la mano soberana de Teodosio—, con el celo ardiente en su mirada, con el nardo solapado y escondido de vuestro corazón, como el que aguarda al sepulcro con la espada aún ceñida, y no con los sacros huesos del conformismo y la resignación, blandiendo el acero que atusa las barbas de un dragón.
—Bien dicho, estimada princesa —besó su mano el emperador desde su trono—, si regio es mi púlpito, más lo es el del gran Marte, que hoy nos obliga a meditar sobre cosas pesarosas con el susurro de un moribundo, pero certeros y prestos como un felino deberemos mostrarnos, pues en esta dilatada espera, habremos de postergar los minuteros del tiempo, suplicando al gran Cronos5. Así que validos de nuestro sufrimiento, y más agiles que el viento, apaciguad la cara gris de la noche, la que ciñe ahora la espada de la discordia, esa que tanto tratan de ahondar las mentes enardecidas, que no cejan en su intento por conseguir los invisibles secretos carnales, los que tanto se esconden de la énea traza que deja la pluma del poeta, ya que no se prodiga por sendas diurnas, sino en cerradas veladas donde la luna extiende sus visos de insomnio, y oculta los más endrinos misterios.
—Decidnos, buen Valeriano, sin tan rápido leéis mi mano —le inquirió Valentiniano—, ¿cómo nos observa el gran Marte, y cómo perpetua sus acciones con la ignominia puesta en su ejercicio?, la que por medio de la mántica, esa parte de la semiología que domina los signos, tanto se ha de valer, pues con sus transposiciones simbólicas y metafóricas, es una mente desquiciada que trata de subyugarnos.
—Si juega con los signos del fuego, el aire y la tierra, y conoce el sino de los hombres, el de fatalidad al que está abocado, entonces nos intuye como se intuye un fatalismo escrito y se regodea en su abstracción, como una terrible conjunción y su signo ventoso, vaticinando las terribles tempestades que acaecerán a la humanidad —se inmiscuyó ahora el arzobispo Ambrosio allí presente.
—Él nos observa a través de su omnipresente ojo, desde el cual codicia todos los placeres que ostentan a Roma y la han encumbrado desde el principio de los tiempos, hasta puede leer nuestros labios, incluso el más versificado argumento adherido a la oda, y emplearlo en su propio beneficio, si el mismo no se embeoda —respondió Valeriano.
—Es por ello, honrado y leal Estilicón —le encomendó Teodosio—, que os infiltraréis en el reino oculto de la bestia, que Valeriano os guíe hasta sus puertas, ya estén cerradas como abiertas, que en tan encomiable tarea, habréis de acortar las candelas del tiempo y, por ende, de la noche, y así con el bien avenido desparpajo que cuelga de su cielo como un gajo, tras la luna menguante, habréis de escapar, en pos de la salvaguarda del imperio, con la princesa Justa liberada de la sombra impertérrita con la que purga sus horas. Que así sea y así se escriba.
1 San Agustín: uno de los primeros teólogos cristianos.
2 San Clemente: fue un teólogo cristiano.
3 Majencio: emperador romano.
4 Columnas de Hércules: es el nombre romano del griego Heracles.
5 Cronos: personificación del tiempo.