9
EL SUEÑO DE TEODOSIO

En su trono el emperador Teodosio se agitaba susurrando a sí mismo una oscura visión que le había perturbado recientemente. Ahí la narraba ante los ojos estupefactos de su Corte y sus más allegados.

—El mundo será sepultado bajo montañas de ceniza, los moldes de lava ya han sido esculpidos al igual que los de Pompeya1 y Herculano2 lo fueron en su día. La suerte está echada, y nadie lo ha intuido. Un quejido clamoroso rasga las vestiduras de los inocentes y sus más intrínsecos anhelos quedan al descubierto, incluso los más intrincados y difíciles de leer, los sueños carnales son confiscados bajo el mortal designio de la efigie resplandeciente, de aquel sangriento mentor que ahora domina la noche, haciendo caer al mundo por el espantoso precipicio de su propia codicia. Bestias puras e impuras serán sacrificadas bajo su cetro de acero, los que han de demoler los pilares de la sabiduría. El mundo ya estaba marcado bajo el cruel sino, mientras Roma, doncella de la noche, aún sigue amodorrada inmersa en un profundo letargo del que no ha despertado. Mirad su ceño justiciero, brilla como alma descoyuntada, como alma en vilo que reposara entre alfóncigos desiertos, en las dunas de un mar siniestro. Pero su luz de plomizo contorno, relampaguea con vetustos restos de inciensos y velas de pórticos encendidos, como una Anfitrite3 desposeída del hogar real. Oh, desdichada emperatriz, tu aspecto escultural, de bellos rasgos albinos te hacían ser objeto de especial atención y deseo, como un codiciado reclamo, más que una Calíope4 que presidiera los versos heroicos. Tu tersa piel parecía tocada por los ungüentos de la eterna juventud, o el elixir de la misma Venus. Y entonces, irrumpió aquella fina musa, silenciosa, bajo su exótico disfraz, a pesar de su negrura y aspecto, nos eclipsó con la sombra fugaz de los corrompidos, tan larga era que, su casco brillaba como un yelmo plateado bajo las estrellas del pulido Bósforo. Su corazón era una llama fatua que nos abocaba hacia un ocaso desalentador, un confín cubierto con aquel rúbeo monstruoso, pero es que hasta el destino puede venir disfrazado de bella amazona, con ágatas enormes y de túnicas de tono lapislázuli, donde las trompetas anuncian su llegada a las puertas del imperio, y cabalga con una cítara de hasta diez cuerdas trayendo dolorosos cantos en una lírica extraña, desenterrando ante los ojos del mundo los miles de idilios destruidos por su mano, mostrándolos a la luz, como la vergüenza de un adulterio oculto. Los mármoles y los dorados mausoleos caen a su paso, para venir a aplastar entre sus ruinas una frágil flor. Por sorpresa surgió una imagen, como una revelación divina, un tesoro, o un cofre el cual dejara relucir sus copas llenas de aloja, distinguí sus hebras de ámbar, era la misma cara que hubiera puesto Hero la bella sacerdotisa de Sestos, esperando a que cruzara su fiel amante las aguas del Helesponto. ¡Oh, fiel Estilicón!, ¡qué revelación tan cruel e incierta!, ¡qué espantosa visión ante mis ojos!, pues he que vi la pasión de su fuego y hierro forjado, entre la llama de mil hornazas, bajo las mismas Fraguas de Vulcano5.

—A él debisteis verlo, mi soberano emperador —le contestó su general.

—Pues he que aquí, fiel Estilicón, me pareció oír en la lontananza el redoble de mil tambores bajo los más arduos fragores, y los truenos de una batalla, como una sangrienta proscripción que pesara sobre nuestras cabezas, sí, por ende, aquellos tétricos aposentos ocultaban la arritmia cardiaca de sus gentes, y bajo finísimos doseles disfrazaban su agonía imberbe, con ese deseo banal de dar serena templanza a la adversidad ante los tiempos idos.

—Sois un buen catalizador de dilemas e incertidumbres, mi soberano emperador, fluctúan en vos cual tercos ríos de hielo, intentando hincar su extrovertido picacho, en un abismo de ciclópeos fuegos y resabiada lava, bajo los horribles truenos de Ceraunius6 —le contestó Estilicón.

—¡Ay, qué lejos quedan aquellos días! —suspiró Teodosio—, aún me parece ver al panegirista galo Pataco, saludando mi llegada a Roma, pero tanto he hecho por el bien de la fe, que hasta Ambrosio se niega administrarme la Santa Comunión.

Una guardia irrumpió en la sala del trono con dos bandejas en las que reposaban dos cabezas decapitadas. Teodosio empalideció al verlas.

—¿De quiénes son? —preguntó.

—Son de Máximo y su hijo Flavio, dos traidores que ya no os fustigaran más, atrás quedaron sus días de incertidumbre y conspiración, Máximo fue derrotado en Aquilea y Flavio su hijo, ahogado por Arbogasto en Trier —le informó el centurión que lo transportaba.

—¡Apartadlas de mi presencia y arrojadlas al Bósforo!

—¿Os encontráis bien, César? —le preguntó el senador Symmaco.

—¡Estoy muerto de miedo, aterrado! —se puso sus dedos sobre los labios.

—¿Qué es lo que tanto os perturba? —se le acercó Estilicón.

—Es esa visión que padecí hace algunos días —contestó Teodosio—, me fue revelada la verdadera condición de aquello a lo que nos enfrentamos, temo que la imperial Roma no pueda domeñar esta vez a la bestia a la que se enfrenta, la sobriedad y la templanza, no creo que sean valores suficientes para saciar la ingrata indigestión del que se robustece tras los espantosos fuegos ciclópeos, esa rojiza y desabrida tierra, ¡prestad vuestros oídos, como un sino, o ruido en vano!, que bajo el diminuto corpúsculo y la suave brizna que en su flaqueza a Roma le ha de mover, atada a su etéreo cielo de la muerte, habrá de lidiar con la bestia que la subyuga y gobierna.

—Que así sea, mi fiel soberano, pues a vuestra causa me arraigaré como el polvo a la brisa. Oh, Roma, gentil señora de espigas sazonada, a vuestra honra yo me debo, en la acallada aurora, en la soledad del vencido, que a la zaga y a su huella, una bestia dio conmigo —le ensalzó el reo Valeriano allí presente.

—Estimado Valeriano, que al regazo de tu sombra Roma se acoja, como el verso lo es al afligido, y que a vuestros pies se trace el dorado arco triunfante de la victoria. Pues es en ella, solo en ella, y no el hálito inclemente y la fausta porfía, donde Roma ha de poner todos sus anhelos, sin flaqueza ni cobardía —le remarcó el emperador.

—Pues a través de ese sendero que yo rubrico, es donde habremos de ir con hálito inclemente y, en su ponzoña y en la fúlgida pupila del atribulado infinito, hendir la astilla en su omnisciente fanal, que en su letargo es sereno y cabal —le apostrofó Estilicón.

—Me enaltecéis el alma, fiel Estilicón —le agradeció el emperador—, habláis con la lengua de los desposeídos, y con la agudeza del espíritu oprimido, con la prontitud del que siempre razona, confiándoos a la savia del que nunca abandona, ¿es esa la anadipsia de poder de los nuevos tiempos? Roma entera siente su influjo pertinaz y enfermo; su potestad mística abarcaba todos los campos y apéndices adscritos, igual que el gran canal del Tíber lo era a sus arterias y canalillos, por los que se disgregaba y ramificaba. Pero un pueblo al que solo le mueve la avaricia, tiende simplemente a desaparecer, es un olvidado e infecundo apólogo, un antiguo exegeta explicando la razón poética del efímero país del anochecer.

—Hemos caído en desgracia ante nuestros dioses, oh, César —le comentó Estilicón—. El simple retazo de una estrella que siempre se alcanza a atisbar en la perpetua noche, la que asola todo el orbe, es un infierno tratando de no descubrir sus viles propósitos, y sus hirientes y soterrados fuegos de entre la fuliginosa sombra que, en suplencia del astro rey, tan esquiva se contornea, y bajo cuyo plumaje, el estío, entre amagos ya sepulta.

—En efecto —le secundó Valeriano, observando la negra cúspide del cielo estrellado bajo él, y que se apreciaba a dilucidar en una de las cúpulas de palacio—, ved cómo lo sostienen las pléyades, bajo aquella galería de arcos inflexos y calados con forma de trébol, flota manteniendo la vertical en temerario equilibrio, tratando de no caer hacia al aterrador abismo.

—Vestigios de liras y lacónicos cantos de un infausto Marsias7 se adueñan de los pétreos aposentos de palacio —destacó el emperador observando— y, en su eterna esencia, cual nardo que se propala como el incienso, hurga y rastrilla nuestra alma, como un necrológico ácido en un extraño y levitante efluvio. Trastoca las moralidades humanas, tornándolas en simples bestias de la oscuridad imperante. Desde insondables bosques, distingo pulular a cinocéfalos, amictrias, y licántropos los que una vez describiera el gran Plinio. Lanza su apostata mano sobre todo el orbe imaginario de los hombres y, por ende, Roma, cambiando su hado, en un álgebra cabalística de números y letras difícil de describir, calibrando y sopesando nuestros más ancestrales temores, ya aprecio a ver a astrosus8, el signo del adverso destino, su sombra se precipita cual reptiles que anidaran en tierras paganas.

—Tal es su vileza, mi señor —habló Valeriano—, que no solo apresa en hondas mazmorras y en sus pestilentes zahúrdas a los más predilectos hijos de Roma, sino que en su propio circo, sacia su famélica condición, devorándolos con maldita indigestión.

—Pero ¿qué decís, agraciado reo? —se convulsionó Teodosio al oírle.

—Es más, a los legendarios Vero y Prisco9 que durante los reinados de Vespasiano y Tito, según el poeta Marcial10 grabaron con letras doradas sus nombres con renombrada impronta y osadía, allí pagaron con la deshonra y la humillación más execrables, pues Marte los retó a un duelo a muerte, del que se dice dejó tullidos de por vida y ciegos, pues donde habitaban luceros, los suplió por agujeros.

Un escalofrío corrió por los presentes.

—Dios nos dé coraje y valor para que, validos de la cara más ceñuda del león, y en el desafío con el que a Roma socavan los dioses, podamos contrarrestar en el soberbio lienzo de la incontenida espera, su ingrata e irreverente mofa, la que una vez nos poseyera —rezongó el emperador—. Decidnos, ¿cómo habréis de entrar a su morada, buen Valeriano? Pues si inalcanzable y quimérica se os presenta, en el desarraigo y desabrimiento del tiempo presente, el mismo se torna muy inclemente. Decidnos. Su corroída catadura nos despeja sus más crueles cicatrices y entresijos, las de pretéritas guerras no poco azarosas acaecidas en la memoria de los hombres.

—Ese instinto de supervivencia, mi señor, es el que siempre ha llevado a Roma a salvar los más arduos escollos, doblegando nuestras más sobrias turbaciones, las suspicacias de los mortales fluyen como fluidos corpóreos y tiran de nuestros sentidos más recónditos e indivisibles, condenados a vagar por un valle de calamidades, cual estirpes de Caín y Enós11 ante el inapelable paso del tiempo. Pues mirad, hasta las teas y candelabros de palacio parecen palpitar ante un salvífico aliento que corre levantando cortinajes y tapices, igual que un alma desalentada sin su ambrosía, sin su manjar melifluo, los etéreos aposentos de Marte nos aguardan —le exhortó Estilicón.

—Que los sabios derroteros de tu afanosa ruta huellen en los arenales del quebranto, donde la vida humana ha de hundirse en su sepulcro y, sus insondables fosas, guardar los infames atributos por los que esa perra llamada Marte, es valedora de tan deshonestos e impúdicos apelativos —le reconfortó el emperador.

—A esta tarea me encomiendo, mi soberano emperador, pues ya sea trasquilado o a la greña, o a la vera de la ambigua fortuna, habremos de someternos al rescate de dos princesas, que con el infame atavío del que son cautivas, en su estrechez y confusión, allí donde se fija el trono, sus barras y goznes, abriré brecha, y no perderé ocasión para cortar sus gruesas ataduras y ligaduras, mas no por ello habréis de haceros con más profetas del que os otorgan ya los poetas, y en el juicio y en la sujeción moral de quien en virtud se hace valedor de tan noble propósito, apercibíos con encomiable arrojo, mas sed magnánimo en las albricias, que no os puedan las codicias —le suplicó Valeriano.

—Así sea, y así se escriba, partid diligentes, y que no os amilanen las corrientes, ni el aliento de Marte, ni el garboso baluarte del que hizo enseña, ni su brío, ni su sombra —les arengó el emperador.


1 Pompeya: una ciudad de la Antigua Roma devastada por el Vesubio.

2 Herculano: Ibid.

3 Anfitrite: nereida, hija de Nereo.

4 Calíope: musa que protegía la poesía épica y la elocuencia.

5 Vulcano: el armero de los dioses.

6 Ceraunius: antiguo meandro llamado Ceraunius, donde se manifestaban frecuentes tormentas eléctricas.

7 Marsias: era un sátiro experto tocador del aulos, desafió a Apolo a un concurso musical y pereció desollado como castigo.

8 Astrosus: (lat. «desgracia»).

9 Vero y Prisco: gladiadores de la Antigua Roma.

10 Marcial: poeta latino.

11 Enós: figura bíblica.