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EN TIERRAS DE MARTE
La Costa de los Esqueletos iba haciéndose cada vez más grande y su pico más alto, la Montaña Encantada se convirtió en un monstruo que estuviera a punto de desmoronarse sobre ellos. La Costa de los Esqueletos era como una amplia cordillera de huesos secos fosilizados, sin duda el origen tenía un significado aparente.
Ningún castillo se dilucidó, aunque sí el tremendo pico, el ruido se ausentaba en aquellos páramos, ni existía fonda alguna bajo aquel cielo nocturno plagado de luceros.
Las lámparas de su cielo desperdigadas por él hacían de la inescrutable negrura un abismo tal que quitaba el hipo con solo mirarlo. No había profundidad mayor ni semejante océano comparable a aquel. Evidentemente el escenario engañaba dando una honda sensación de estar repleto de incrustaciones de marfil, hueso y madreperlas.
A medida que avanzaban a lo largo de la lengua fluvial marciana, solo encontraron agrestes rocas con sus mortuorias sombras de basalto, parajes muertos sin vida, rocas y piedras lunares, algunas como carámbanos o dagas de cristal de pulimentadas aristas, que destellaban plateando en una superficie saturada de ese rancio polvo del pasado, el que un mortero redujo una vez a harina, su planicie parecía estar impregnada de dádivas perdidas, dispersas por advenedizos vientos del ayer.
Todo resplandecía de luz, como una vela de frágil destello. Era un paisaje de ensoñación, en el que uno creyera no estar despierto, resultaba tan lúcido y tan contrastado. Una franja roja se curvaba en el horizonte, perecía moverse entre el paisaje calizo, tejiéndose con la noche, el horizonte se derretía efectivamente con las estrellas y el negro satén del cielo, mas daba la sensación de que por él caían las densas dunas marcianas. En los extremos más arrumbados y lejanos, rocas solitarias emergían postradas con gentil sosiego como marmóreos monolitos.
El cielo estaba enrarecido, pero nunca nublado y, en la distancia, la marcada línea del horizonte matizaba y orientaba ante ellos el sendero a seguir, hacia la tenue y blanca silueta de la Costa de los Esqueletos. ¿A qué funesto lugar los llevaría la corriente? Entre ese paisaje o páramo de silencio seductor, un vacío tragicómico inundaba sus contornos en un escenario de falso yeso y tonalidades de infinitos magentas y granates. Nada se oía, pero las rojizas tierras resultaban familiares y acogedoras a la vez. Valeriano señaló con la mano y, a lo lejos, entre los altos picos huesudos de la Costa de los Esqueletos, vieron más de cerca la calcárea figura de la Montaña Encantada, imponente, apretaba su pecho contra el cielo, entre los estrellados luceros que incidían con su luz sobre su cúspide cónica.
El rojo desierto marciano mostraba claramente la apariencia de una mujer de laxos cabellos, vestida con la mortaja encerada del sepulcro, era una doncella afligida y menesterosa, gustosa de cabalgar siempre sobre las noches terrícolas con su cortejo nupcial, sus montes calcáreos collares eran y, aunque hermosos, traicioneros como los de Erífile1. Tenía el rostro cruelmente flagelado, pero sus polvos lograban esconder sus cicatrices. Al mirarla centelleaba con resplandor demoníaco, de apergaminada sonrisa, voluptuosa y pétrea. Era una diablesa llena de pasión y fervor que te acogiera a su regazo, entre labios de dulce azúcar e impregnados de bálsamos de jazmín, con aliento a doncella trasnochada y de extraña viruela. No se adivinaba maldad en sus rasgos; y para los desdichados mortales hasta su color resultaba hermoso, su tez lívida, piel arrugada con carne de momia, adorable y sensual, de mirada de retablo como una antigua máscara teatral griega, su voz más afinada que Calíope2, en sus oscuras cavernas se decía que ensayaba entre arpegios y escalas y, con solo escucharla, adormecía como la flauta de Siringa3, mas en las noches terrícolas se vestía de muselina entre gasas livianas que la cortejaban por sus cielos.
La luz de candiles sulfurados donde siempre era de noche, se reflejaba sobre su suelo de esponja al amparo de las sombras, sus rayos se entrecruzaban dándose cortés saludo ocultándose y desapareciendo tras sus grandes rocas con formas de pétreos sepultureros, sus cuerpos opacos proyectaban lánguidas negruras de vampiro en la noche eterna.
Los sueños fluían como ríos de lava plateada entre sus senos de suave silueta, eran hebras de lucidísimo oro de Arabia con profundos cráteres donde reposaban los anhelos perdidos de los hombres, hasta de los más villanos, sí, allí en tan desamparado y polvoriento páramo de tétricas entrantes y valles, paraíso de entre todos los paraísos.
Los muros calizos de la Costa de los Esqueletos se levantaban mohosos y cubiertos de polvo, y en algunas cavernosas y profundas grietas, gruesas telarañas y muselinas pendían de ellas, sobre las que se acumulaba aún más polvo y hedor, con aires más malsanos que los de Telamón4, con deformes figuras hechas jirones, trapos desgarrados y tejidos, de espantosos lugares aún sin etiquetar, donde la blanca luz de los luceros no llegaba con su fatua llama. En su superficie refractaria se reflejaban cuerpos oscuros y monstruosos, entre aristas afiladas y malignos ojos que todo lo avizoran desde oscuras pozas, eran un sinfín de gibas huesudas bajo la eterna llama, el de miles de luciérnagas encendidas bajo la cúspide del cielo. Sus umbrales daban miedo con solo mirarlos. La Costa de los Esqueletos poseía la forma de una alta muralla, era una estructura más antigua y más pútrida que la misma Jericó5. Construida entre pesados y faraónicos bloques de conglomerados de maciza cal y palidez mustia, sus cerrados portones y cavernosas cuevas eran de pesado roble y oxidado hierro, todo carcomido por el polvo.
En sus tierras pacían misteriosos habitantes venidos de lejanas tierras, los de Venus con su amor platónico siempre entregados a sus orgías allá en el Lacus Somniorum6; los beligerantes habitantes de Marte siempre guerreando contra viento y marea yacían en amplios valles cerca de los Montes del Destino; los sabios y sesudos habitantes de Júpiter que se regocijaban en su sapiencia infinita leyendo densos libros, moraban en las cumbres remotas de los Montes de la Discordia, donde cribaban el finísimo y menudo oro de sus tierras; el Centauro, habitante monstruoso de Sirio pisaba los campos del Mar de las Nubes con su enorme mascadura; el rey Endimión7 raptado por Artemis8 reposaba allá frente al circo de Marte, donde todo lo divisaba desde su torneado trono; en las frescas riberas y lagunas de plata los habitantes del recóndito Vesper9 y de la Isla de las Lámparas10, tersaban y pulían sus rostros con la cristalina y siempre rica agua en el Mar del Néctar, sobre su dorado manantial; Triptolemo11 y su carro tirado por serpientes voladoras mudaba de posada a diario y le gustaba frecuentar el frío silvoso de las altas cumbres selenitas donde los altos hielos se levantan.
Todos eran lugares placenteros en los que sentirse aliviado y sanado, donde privarse de los llantos en su marcescente olvido, otorgando a los menesterosos de su favor y amparo con el bálsamo de los sueños.
Allí en un lejano valle rodeado de pequeñas colinas con cimas achatadas y lisas por la erosión, sobre un funesto suelo calcáreo y tabular, de tonos granates y mandarinas, surgían sobre una pequeña elevación los pilares de la Montaña Encantada, que incluso en la distancia resultaban colosales; no solamente se alzaban setenta y cinco pies por encima de sus cabezas, sino que se hundían por lo menos otros cuarenta y cinco pies bajo tierra.
Aquel viejo templo construido por remotos titanes y templarios sobre esa elevación montañosa se erigía en una pared exterior carente de relieves, aunque su interior estaba adornado con grabados sobre roca difíciles de descifrar. Seguir paso a paso el proceso de las encontradas y violentas luchas teológicas de dioses y titanes a través de los eones era una tarea ardua y difícil, pues al igual que un símil vinculante y a la vez idealista, el concepto de realidad y de utopía repercutía en las rutinas de los exégetas, aferrados a la letra sagrada de la mitología, pero iba en contra de los argumentos que los herejes o no creyentes postulaban desde el orbe terráqueo, y de la que se desligaban comúnmente despotricándola, como un absurdo antropomórfico, desechando la perspectiva teológica e imperante de aceptar una fuerza omnipresente y todopoderosa que rigiera el cosmos.
Aceptar los ideales de los exégetas o creyentes con sus descripciones materiales de un paraíso ideal era una materia reservada a la inverisimilitud y a lo ficticio, considerándose estas como metáforas, símbolos o simples alegorías cuyo sentido intrínseco y espiritual era patrimonio de mentes obsoletas y retrogradas, gentes doctas preocupadas más por las fuerzas de la fe y la razón, las que debían regir el equilibrio perdurable del universo.
No muy lejos de allí, falsos senderillos y desfiladeros llevaban a una zona llamada desolación de Edom, donde los picos pétreos y afilados de areniscas rojas acampaban a sus anchas, con sus gamas mandarinas y granates que parecían apelmazarse en su recorrido. Esta desolación según las viejas leyendas estaba bañada en sangre, aunque la causa real fuera de las areniscas y pizarras de origen terrestre de notable colorido granate que componían su orografía.
La sala del trono se percibió a los ojos de Estilicón y Valeriano que iba en vanguardia, por los interiores de palacio, se oían rugidos espantosos y todo el suelo de pulido mármol sacudido por el temblor de algo monstruoso que sacudía sus cimientos.
La gigantesca compuerta de entrada al templo se cerró bajo su mecanismo de engranajes que produjo un sonido hueco y pesado. Una oscura y tétrica cueva realmente profunda se abrió paso, los gritos más atroces jamás escuchados salían de sus cuencas, procedentes de las mazmorras y de otro lugar igual de espantoso, el almenado superior de la morada marciana disponía de ventanas con vidrieras, arcadas y cenefa caligráfica, dando un cierto esplendor arabesco.
—¿Qué es ese ruido? —le preguntó alarmado Estilicón, abriendo con dificultad sus párpados, observando el rosáceo crepúsculo penetrar con tímidos remilgos en los vastos y fúnebres interiores de la cueva.
—Viene del circo de Marte, si eso es así estamos de enhorabuena, pues está ausente de su regio trono, y podremos adentrarnos en su sala capitular sin levantar sospecha —respondió Valeriano—. Articula sus exuberantes fuerzas presidiendo los mismos y tomando parte en la arena, pues lo he visto pelear contra hombres, centauros, bestias pestilentes, y melenudos leones de todas las razas imaginables, propios de las más oscuras teratologías de Empédocles12 y Hipócrates13, su destreza no conoce fin, pues en este apartado laberinto del mundo conocido, y en la grey bastarda del que azota a la excelsa Roma con el látigo desarraigado, el que lanza fogoso desde su impúdico lecho marcial, vierte su impiedad en pos de la hecatombe romana, que quien con la gula el cebo aprieta, orquesta su ruina y transgrede su tiempo, con los inveterados vicios de la locura, la sinrazón y una mente privada de cordura.
—Pobres almas mezquinas, frágiles y apocadas, si hiciera falta habremos de valernos del ágape divino que tan inmanente es a su deidad como al género humano, y sin perjuicio de los más distinguidos dioses que componen el glorioso panteón romano, desterrarlos de la memoria terrenal, por ser conductores de los albures y desgracias que ahora acobardan y nulifican el espíritu orgulloso y purificante de la invencible Roma —le replicó Estilicón.
—Destierra la agonía de tu frente, fiel Estilicón, pues Marte confina a media Roma y su historia, en rango, genealogía y dinastía, pues el que legitima con insustancial trascendencia desde el etéreo púlpito y el inaccesible lecho del todopoderoso hijo de Júpiter, es porque no merece detentar la púrpura, ni de la gratitud romanas, no le presta vasallaje, y sopesa antes sus miedos que sus favores, y le mueve más la carnal concupiscencia, que su legitimidad en lides para con el dios de la guerra —le manifestó Valeriano.
—¡En qué prolijas labores nos involucran los disueltos tiempos, estimado Valeriano!, y que transcriben con la afinada punta de un cálamo lo que han de relatar en los márgenes del simple y rugoso pergamino, describiendo con las más decorosas palabras el arco triunfante de nuestros hechos en el mundo extraterreno, el que ahora hollamos con la fogosa armonía de nuestros actos, entre estas paredes de la melancolía, las que oprimen y constriñen el alma —le contestó Estilicón, mientras avanzaban hacia los umbrales del trono.
—Que en esta última frontera y en el más apartado lugar donde han de conjugarse el abyecto terror con la ataxia que perturba nuestra templanza, y con la sorda agresividad que se acrecienta con el que esgrime por ley, la fuerza y la vehemencia de su hierro afrentoso, no os ciegue ni perturbe vuestra lucidez más generosa, la que el diablo os tienta con rima engañosa, sed contundente, precavido e indulgente, con la meditación y la mesura de un alquimista, y al igual que transgrede una disforme sombra, los umbrales vaporosos del subconsciente y su discordia; ante esta ambivalencia tan suscrita nos hemos de acoger, con el arrojo de un guerrero romano, sin remordimiento ni placer —le arengó Valeriano.
—Consagraremos a la aberrante y acuciante fortuna, no con el desatinado arrojo de nuestros desdeñosos aceros, sino con el beatificante credo del que busca justicia si apelativo fue esta una vez de virtud —apostrofó Estilicón con daga en mano.
—En efecto, que no hayan ataduras ni ligazones, que entorpezcan el medroso paso de estos que huyen de la sinrazón y los vestiglos del inconsciente colectivo, que en el error de sus actos empíricos y supersticiosos, no recelen de su condición de romanos, hijos del César, y de la más distinguida señora que ha regido jamás el orbe incomprendido de Solino14 —le secundó Valeriano.
—Igual que el espolón raudal de nuestra causa ha de desgarrar las más bizarras barreras, y a los más aguerridos paladines que en los bordados paramentos de su estrechura, han usurpado a Roma de su esplendor más enaltecido, habremos de enhebrar con la punta de la daga, en el fatuo arrebol del sonoro torbellino, y será nuestro destino, para que así en el febril etiologismo del delito y de las cosas que tanto sopesamos, sepamos distinguir a las gentes con bocio, de los más sanos y puros —le expuso Estilicón.
—Que así quede grabado con este alegato al razonable cauce que ha de anegar los conturbados ánimos de la inmisericorde Marte, y que con el plectro de marfil ha de afinar la cordura, igual que se afina una lira, en la afligida amargura —le contestó Valeriano.
—Que en el acertijo de mis dudas y desarraigos, el de mi vena jactanciosa y en el numen de mi ostento, en este animoso odio que ansía con esmero, el honroso rescate que a mí confiero, deba yo afilar mi ingenio para que en la briosa ánima que ha de llevarnos al lecho de este cruel y omnisciente dios, no yerre con el filo de mi espada, cuando llegue la hora resabiada, ni con el animoso acero, y en sus filos, el desquite de tu celo —ponderó Estilicón, con templanza en sus ojos.
—Poderoso Estilicón, vuestros vigores suscitan la pavura en el adversario, anticipándoos con temeridad, al que hace ostento de maldad, con vuestro acerado pecho convexo, os cubrís en las más agrestes ocasiones, rechinando los caninos, sin compasión por lo ajeno, como un león en desenfreno —le ensalzó Valeriano.
Ambos se habían adentrado en el más apocalíptico y pavoroso lugar de los lugares, ya fuera de este mundo o del más allá, predestinados en una desenfrenada carrera hacia la locura y la degeneración, justo en el límite donde se unían la realidad y la fantasía, sí, allá donde el más sublime de los ocasos se fundía en un siniestro abrazo con el más infame de los infiernos, un poniente vestido de fuego, incandescente como una hoguera en el amanecer de los días, o en el limbo del olvido del hombre, pues es allí donde residían sus días, donde se desvanecían sus recuerdos y perduraban sus virtudes.
—Oh, estimado Valeriano, ¡qué final tan infernal!, nos ha deparado la eterna espera, en la penumbra y en los pudendos senos del dios de la guerra, donde su malignidad se acentúa, al igual que su ardoroso cielo, en los confines de la locura y el desasosiego, el que convulsiona nuestro espíritu, y en su ardiente regazo, nos cohíbe con la sombra de la duda en su hiriente embarazo, donde impera la sinrazón, y un abismo nos descubre sin compasión.
—Qué estrechez de caminos, qué paradigma nos descubre con su velo la incierta locura —repuso Valeriano—, soldad los dientes a vuestras agrietadas comisuras, cual abigarrada selva en sus impenetrables espesuras, pues Marte en su suspiro arrulla los más esquivos alientos de la potestad humana.
Ante ellos se despejaron los umbrales de la sala dorada del trono de Marte, dos puertas monumentales de bronce se estiraban hacia las alturas, el general de origen vándalo se apercibió de sus detallados grabados, en la distancia lo que parecían conglomerados de guerreros ancestrales se convirtieron en una visión aterradora, difícil de digerir, pues al penetrar a través de las mismas resultaron ser soldados romanos petrificados en vida sobre sus planchas, pues la precisión de sus caras y sus gestos hacían sobrecoger a cualquiera, con sus galeas, lorigas y armaduras reproducidas a la perfección, demasiado perfectas para ser copias. El recinto estaba desprovisto de guardia alguna, y penetraron en el mismo, en la que hallaron a una de las dos princesas, a Justa, esta contrajo su mirada, ladeándose con garbo y un arrugado pañuelo de seda, mirando a través de sus ojos de zafiro, tal fue el hipnótico magnetismo de su boca sensual, que tentó sus corazones y, esta, se dejó llevar como la mar deja correr su espuma sobre las olas.
Estilicón hizo un ademán de ir a besarla. Él cortó su inercia con un gesto lacónico, mientras ella lo hizo con la gracia y finura de una ninfa.
La palidez de su rostro contrastaba con su rouge, en realidad siempre aplicaba polvo de arroz con colorete sobe su piel, y la henna resaltaba su cabello; su cuerpo estaba semidesnudo, con un dorado traje compuesto de seis piezas, un sujetador, cinto, falda, tiara y brazaletes de oro entre demás ornamentos, parecía sacada de un lienzo de Makart15, y la hacían detentar la estampa de una auténtica heroína.
—Bella princesa, en pos vuestra acudo al rescate, que el encarnado afeite que ostentan vuestros labios sea tan puro y arraigado como la misma mirra de Abisinia16, y que vuestra mano se aferre a mi dirección con la misma determinación y solvencia que un halcón al puño de su mentor —la ensalzó Estilicón al verla—. Pero ¿dónde está la princesa Gala?
—Ha acudido al circo como dama consorte junto a Marte, el cual preside los juegos, y aquellos dos aguerridos centinelas que veis a mi diestra son Vero y Prisco, los que hacen guardia y velan por mi reclusión —le contestó la princesa atada a sus cadenas las que engarzaban con el trono vacante de la sala.
Ante ellos se presentaron e interpusieron Vero y Prisco los dos centinelas custodios, que con armadura dorada y espada en mano les cortaron el paso.
—En vuestras loables rimas y verdades, decidme Vero y Prisco, que en ese censurable atavío que Marte ha zurcido e hilvanado en ambos, ¿cómo es que censuráis con vuestra espada nuestros propósitos más tenaces en pos de la gran Roma? —le preguntó Valeriano, pues los conocía a ambos de su anterior reclusión.
—No es tan censurable, pues la voz sepulcral de Marte así lo ha prescrito, ¿desde cuándo Roma dobla el espinazo en pos de la salvaguarda de dos princesas y no de sus hijos, a los cuales abandona en la sórdida sombra de la muerte en las zahúrdas de la desdicha? —le recordó Vero.
En ese instante el circo bramó con sus miles de voces al unísono, vitoreando un nombre legendario.
—Honorable Vero, yo os lo imploro, pues me curtí como vos, a la vera de su lóbrega sombra, en la que purgué con mis días, no teñid la esperanza en desesperación, pues aquel a quien las turbas claman a vítores desde lo más hondo del circo marciano, es la del legendario Lucio17, el que con sus propias manos fue capaz de dar muerte a dos leones en tiempos del gran Octavio. Si lo recordáis, y en el símbolo y la longevidad que marcan y entrañan estas palabras, os suplico que bajéis la guardia y el filo de la espada, por la honrosa Roma que una vez os acogió en su seno, os lo imploro —le suplicó Valeriano.
—¿Desde cuándo Roma, hace ostentación de su fe y paga con la irreverencia y el desacato igual que un indócil e insubordinado hijo a sus más insignes dioses?, anatematizando contra un dios verdugo como lo es Marte, y por la que envuelto en sus contriciones y receloso por lo advenidero, hace lumbre de lo ajeno, como Ambrosio de su cielo —le preguntó el ciego Vero, pues le faltaban los ojos que Marte le había arrancado, pero eran tapados por enormes yelmos de bronce—. ¿Desde cuándo la gran Roma se decidió a abrazar el instituto y los preceptos del Santo Evangelio, esa fe tachada de apóstata que, como un David culpable de adulterio, recae en Teodosio y su magisterio?, con sus manos teñidas nos salpica con el grave vilipendio a los dioses y a su panteón, pues sofocando el pecado contraído, con la más abominable afrenta, todo el orbe despacha mefíticos días infaustos, a la sombra de vuestros incautos.
—Honorable Vero, como una maldición irrefutable que se tiende contra los hombres, así resultan vuestras palabras, tan contundentes como una lápida que en su aplomo y solidez nos hace enmudecer, pero ¿acaso no fue Nerón un genocida, no se rebeló contra él Galba cediendo la púrpura a su asesino Otón, que a su vez pasó a manos de Vitellius, sobreviniendo los dolorosos tiempos de Domiciano que excedió aún más en crueldad al propio Nerón, y no dio paso este al no menos monstruoso y parricida Cómodo? Pues desde las columnas de Hércules hasta el Tauro, y desde el frío boreal al calor austral, en su suplencia al día convirtió en noche. Oíd a las turbas, proclaman al valeroso Luciano, que ha de saltar a la arena para hacer frente a su destino. Y mirad la cara imperturbable de su anfitrión, que con el frío semblante consagra en sacrificios sangrientos a sus hijos, pues a ojos de todo el teatro del universo blasona su brutal enseña.
—Con el celo apostólico arraigado a la causa cristiana y, por ende, contra los idólatras, los inocentes deslices de la poderosa Roma tienen su eco en el sagrado panteón, pues con vuestras profanaciones habéis atizado la cólera de los dioses, relegando en el olvido a los que purgan en sus hediondas entrañas, los que Marte acrisola en su seno, bajo el execrable cetro que yo condeno —les inculpó Vero—. ¿Y encima pretendéis que acate vuestros cumplidos, cómo es posible que yo deba veneraros, pues sois la deshonra de mi estirpe y ralea? Decidme, oh, gran Valeriano, pues sois hombre de mundo, avezado fuisteis en la guerra, marcado por las lides del combate, limad vuestra estéril y ruda lengua, cerrándoos al impedimento con loables rimas de recogimiento, nos hacéis empalidecer y constreñir el ánima llamándonos paganos, perturbándonos en el reposo del sepulcro, insultando nuestro glorioso pasado, aboliendo los sacrificios del gentilismo a los que tacháis de impuros, y dejándoos llevar cual dócil perro de las manos de un Ambrosio.
—Con qué doliente epígrafe dictáis los designios de Roma, pues ¿no fue el tirano Majencio quien destruyó las imágenes de Constantino en Roma elevando las suyas en beneficio propio?, ¿no contemplan esas estériles y vacías cuencas, las que una vez detentaron tan sabios y animosos ojos, las franquezas de aquel que encarna en su privilegiado papel, la de llevar con brioso esmero, la tutela de un mundo verdadero, y que su aspecto muda en la fatiga, lo que con su cometido a Marte tanto fustiga, haciendo fermentar mil sospechas y, en su beligerante denuedo, sus pasiones ya desechas? ¿No lo perciben vuestros sentidos, noble Vero? —le preguntó Estilicón.
—¿Por qué habría de percibirlo, osado Estilicón? Que ni en la sazón más apacible, y ni en los bosques más copudos, puede alguien detentar la hombría, de traspasar umbrales tan huesudos, los que con tanta alevosía y descaro hoy holláis, las del todopoderoso Marte —le dio una reprimenda Vero.
—La luna cuelga menguante, venerable Vero, sin embargo, tan cercana a desvanecerse, como a un aserto al que oponerse, y es que en el arduo escollo al que nos enfrentamos, en la anchurosa llanura de Aquilea anegada de hondos pantanos y delimitada por la muralla natural de los Alpes, un usurpador que acaudillaba en su vanguardia a los más paganos, perdió su augusta cabeza, por un arrebato de torpeza —le informó Estilicón en clara referencia a Máximo.
—Aquietad vuestra alma venturosa, que ante los deleites lisonjeros de los que nos hacéis partícipe, no hallo un ápice de cordura, sin que peque de inmadura, que en el cielo apostólico que os encumbra, nos tacháis de idólatras y paganos, a los que una vez forjamos con la espada y el honor, los designios de un imperio que los dioses han visto crecer hasta límites insospechados, el que ahora codician con ojos envidiosos, y es Marte el más sediento de los odiosos —le manifestó Vero.
—Escuchad, Vero, y dejad de ceñir esa espada de la mutua oposición, ante el deleite de los que en su disoluta disposición y el deber, aquí en el etéreo e inalcanzable trono de Marte, han subido para desligar a esta princesa de un cautiverio injusto como inhumano —le apaciguó Valeriano—. Ceñid os digo, desdichado, que no hay sacrificio equiparable al que guarda Marte bajo su cetro, pues arrancado fuisteis en la muerte terrenal, y del reposado sueño del Eliseo, mas si hubo una vez un tormento de igual condición a la pantanosa Estigia, es aquí, solo aquí, en las hondas zahúrdas marcianas, donde en su círculo infernal y con semblante disfrazado, en maliciosos barruntos inflama su codicia, y os sumerge y ata a las sombras en su depravado ostento.
—Con qué estrecheces se vale el mundo de los mortales —repuso ahora otro guarda custodio llamado Prisco—, que en su eterna vanagloria y en la estéril y ruda vereda por la que han de vagar, se cimenta sobre el efímero efluvio del transcurso de sus días, y en su locuaz atisbo de consciencia y racionalidad, transcriben con el filo de la espada, lo que en su corta existencia la fortuna les deparó, ¿no fue Roma la que en su dicha a mí tanto amparó? ¿Y no peco ahora con el sueño de los justos, y en mi fútil servidumbre, los días gloriosos que me vieron nacer? Ahogad el brioso empuje de vuestros aceros, desdichado Estilicón, que Marte sopesa los designios del tiempo y su condición.
Estilicón desenvainó la espada de Marte ante la cara obnubilada de Prisco y Vero, al percibir su brillo dorado con el que les cegó.
—Mirad la espada que cercena, como una Parca18cual funesta hilandera —Estilicón empuñó la espada de Marte—. Es el hierro con el que fustiga, la voluntad de un dios que en su ira os obliga, el todopoderoso Marte, y su sombra la de un gigante. Afinad la córnea que os anubla los sentidos, y glorificad los instintos más enardecidos, que en el curso de la usurpación en la que fue tomada, yo os conjuro con la sombra de una espada. ¡Apartaos, espantajos contrahechos y deformes, y acatad la proclama que ahora repercute con su nombre!, la que bajo su potestad tanto veneráis, arpías y soeces son las sombras del compungido remordimiento, los que os dan pábulo para tanto resarcimiento, renegando de la imperial Roma, forjada en el clípeo de vuestro abatimiento, tan ínclita y señorial figura, que ahora despotricáis contra la misma, después de saciar la existencia de las ubres que una vez os amamantó y encumbró al olimpo y a su imperial regazo, el mal esculpe su trama mordaz, y es Marte el que juega al disfraz.
Dicho esto, Vero y Prisco se echaron a un lado y dejaron a Estilicón romper las ligaduras de oro de la princesa, liberándola de las cadenas que la subyugaban.
Escaparon por los umbrales de la sala regia adentrándose en los hondos corredores de pulido mármol heleno, las que recorrían las sobrias estancias de la bestia.
Penetraron en las fauces dantescas de una calavera disecada, la de un monstruo de la Antigüedad tardía, servía de portón de entrada a la gradería de espectáculo del circo marciano, y que tras unos estilóbatos sobre los cuales se apoyaban unas columnatas se abrió ante sus retinas.
Valeriano iluminó con la antorcha y se descubrió un arenal circular desde lo alto, bañado por una tierra ambarina que se amontonaba escondiendo unos grandes cimientos, y lo que eran columnas en un principio resultaron ser enormes estatuas con cabeza de león, de labios y ceños fruncidos, eran colosales. Estilicón no había visto nada igual, ni siquiera las columnas históricas de la antigua Tentiris se podían comparar, ni el mismo Baalbek; medían unos veinte metros desde el suelo hasta la cúspide y sus brazos se cruzaban en unas espantosas manos adosadas a sus pechos con uñas electrizantes que sobresalían como estalactitas, sus hombros medían unos veinticinco pies, sus paredes estaban ensambladas con bloques de granito sin argamasa, y algunos trozos brillaban como el oro, pero eran en realidad trozos desconchados de cálida arenisca. Aquellas cabezas de león parecían exhalar rugidos capaces de conmover las celestes bóvedas del firmamento.
Una gran gradería apareció ante ellos. La gradería estaba llena a rebosar de público proveniente de todos los reinos periféricos del universo conocido y que otorgaban vasallaje a Marte, estaba hecha en piedra y estaba dividida en tres pisos por dos diazomas. La gradería rodeaba en unos dos tercios de su circunferencia el arenal central delimitado por un decorado arquitectónico o bloque cúbico, que arrancaba su base con un frontón y cornisamento donde destacaba un friso y en el mismo centro un gran rosetón.
En la arena aguardaba un gladiador romano, el gran Luciano, vitoreado por las masas, un asiduo a los juegos del circo; era conocido por su destreza en el cuerpo a cuerpo. Llevaba ajustado un anatómico traje blindado de acero irrompible y un yelmo de bronce.
El graderío se apaciguó y se hizo el silencio absoluto. Luciano miraba preocupado la boca cavernosa de acceso, por donde debía hacer acto de presencia su contrincante, sin saber qué sorpresa le iba a deparar el destino.
Los segundos se hicieron eternos e imperecederos, luego algo se movió del interior de la gran compuerta. Un rugido bestial convulsionó a todo el circo. Luciano bajó la cabeza desangelado al ver a lo que se enfrentaba. El circo marciano bramó de fascinación y casi se vino abajo.
Las turbas botaban de sus nichos. Un largo cuello se estiró dejando entrever un ojo giratorio, escrutando el exterior y se fijó en Luciano que permanecía a pie de arena; acto seguido una cabeza desfigurada y monstruosa de poderosa cerviz salió del reducto de la compuerta que separaba la gruta cavernosa con destino al arenal. Unas garras hicieron un ademán desafiante y brabucón a Luciano, posó todo su cuerpo en el arenal y dejó caer sus pezuñas. Lo que a simple vista parecía una bestia venida de los abismos marcianos pronto hizo disipar la incertidumbre al constatar el graderío que era el propio Marte el que le retaba en singular duelo, enarbolando una pica y una espada; sus dientes frontales estaban tan pegados al fulcro de la mandíbula que de un singular mordisco era capaz de seccionar huesos en un abrir y cerrar de ojos, de fracturarlos y roerlos hasta llegar al tuétano de los mismos, pues la médula era una sustancia muy rica en lípidos y calorías extra. Marte se irguió sobre sus cuartos traseros rugiendo en señal desafiante y orgullosa.
El séquito romano salió a los puentes del Destino, allí se levantaron ambos bajo un cielo crepuscular que embelesaba los sentidos hacia los umbrales de las dos torres que se alzaban bajo un abismo insondable sobre las dunas de la desolación marciana.
Cuando se dispuso Estilicón a cruzar uno de los mismos, a medio trayecto, discernieron en el otro puente contiguo un séquito encabezado por una dama de negro que avanzaba en dirección opuesta hacia las entrantes que llevaban a la morada de Marte; entre aquellos rostros y guardas imperiales destacó a Arbogasto y a Salomé, la que giró su cabeza dos veces para atestiguar con sus susceptibles e incrédulos ojos al grupo de incursión romano junto con la princesa.
—¿Arbogasto? —se detuvo Estilicón tratando de dilucidar la cara del mismo entre el séquito—. ¡Traición!
Bajo aquel precipicio de miles de metros, Salomé hizo un gesto a su guardia para que fueran tras ellos.
—¡Cogedles que no escapen! —les ordenó ella.
Acto seguido lanzó un espantoso rugido de pantera con un eco ensordecedor envuelta en cólera, desenrolló el látigo de su cadera y lo lanzó en pos del pequeño grupo romano que con diligencia escapaba en la distancia, logró abatir y abocar a los abismos del puente a tres legionarios que corrían hacia la salida, pues el látigo se enganchaba aferrándose a sus tobillos de forma tal que con de un tirón los hacía descolgar del mismo, ya que al carecer de balaústres y estar desprovisto de los mismos era fácil ser presa, su látigo extensible alcanzaba una longitud de cientos de metros, Estilicón y Valeriano quedaron estupefactos. Luego desaparecieron de su presencia por las gigantescas efigies leonadas.
1 Erífile: detentó el Collar de Harmonía el que traía la desgracia a todo el que lo poseyera (Apolodoro iii.6.2).
2 Calíope: musa que protegía la poesía épica y la elocuencia.
3 Siringa: o flauta de Pan.
4 Telamón: puerto de Talamón, en su construcción se dice que muchos sieneses perdieron la vida (Divina Comedia, Purgatorio, XIII)
5 Jericó: tierra bíblica.
6 Lacus Somniorum: lago de los Sueños.
7 Endimión: en la mitología antigua, un hermoso pastor del cual se enamoró Selene, la diosa de la luna. Convertido en rey de la luna por Luciano.
8 Artemis: diosa de la luna.
9 Vesper: (Venus)
10 Isla de las lámparas: porque sus habitantes eran lámparas según cuenta Luciano en su Historia Verdadera.
11 Triptolemo: en la mitología hijo de Gea y Océano, a menudo representado con un carro tirado por dragones.
12 Empédocles: filósofo griego, en sus escrituras hace alusión a los seres anormales de su época.
13 Hipócrates: médico de la Antigua Grecia, al igual que Empédocles alude a los seres anormales.
14 Solino: gramático y compilador del siglo III, autor de De mirabilibus mundi ('Maravillas del Mundo').
15 Makart: pintor austriaco del siglo XIX.
16 Abisinia: la mirra procedente de Abisinia se denominaba bisabol.
17 Lucio: personaje meramente ficticio.
18 Parca: poét. la muerte.