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LA USURPACIÓN DE ARBOGASTO

En la Corte de Vienne en la Galia, las puertas del palacio de Valentiniano retumbaron con la impronta sonora de un gigante que llamara a las mismas. El emperador se conmovió en su trono, a su diestra el arzobispo de Milán y a su izquierda Arbogasto junto con el retórico Eugenio. Era un tempestuoso mar golpeando con sus arrolladas corrientes, zabucaba y sacudía en su oleaje, redundando en su llamada.

Salomé, la princesa de Marte, irrumpió con una cohorte de soldados en los aposentos palaciegos, plantándose frente al trono del emperador.

Pasó contoneándose entre sus largos y abanicados pliegues de vaporosos velos, mientras sus labios y cejas estaban pintadas y retocadas de un negro basáltico. Resaltaban sus verdes ojos penetrantes como cavernas aún sin descubrir, sus uñas eran largas y fuliginosas, poseía perspicaz mirada y, su piel, fina y pálida, la hacía ser esplendorosamente bella a ojos de los demás; poseía un encanto hechizante y especial, pero todos se alejaban de su danza moribunda de arropados giros, tratando de atraerte, pues una gran mentira se ocultaba bajo sus negros ropajes. Aquella dama de la muerte era tan habilidosamente bella como letal, igual que una mortaja hechizante.

—¿Qué os trae a mi trono, con esos ojos de lechuza, perturbando mi sosiego y mi retiro, con la infalible determinación de un Júpiter?, ¿no están los inmortales dioses exentos de los perniciosos afanes de los hombres?, arrastráis la cítara del desasosiego por estandarte, vos, diseminadora de los dardos del infortunio, pululando las guaridas y negras foscas del confuso pensamiento, no hay deleite alguno al contemplaros, vuestros sonoros graznidos consagran el desorden sagrado, con el bochornoso vilipendio del que traiciona a la gran Roma en los más deshonestos lances —le espetó el emperador Valentiniano.

—Vos, emperador, acobardado y apelmazado con vuestros más pueriles bufones, corréis un tupido velo sobre el teatro sublime de la consciencia —Salomé miró a Eugenio—. Y vos, Eugenio, ¡trepa de nuevo cuño!, que bajo esa toga, seréis fautor y cómplice del magister militum aquí presente, pues haré de vos un retórico entronizado, al cobijo de este bárbaro franco, que en la recalcitrante equidad con la que Marte equilibra su balanza, vos, emperador, habréis de pagar los agravios perpetrados por la mano inconsciente, la que en sus actos tanto han perturbado el apacible seno de mi amo.

Eugenio llevaba una toga bordada en oro, era de pelo rizado, rubio y de ojos esquivos, delgado de aspecto y manos demasiado bien cuidadas, más propias de alguien perteneciente a la alta alcurnia.

—¿Perturbado?, si acaso quede yo más perturbado por veros, curvando el arco de la traición, prolongando la agonía de un imperio, con la secuela inevitable del que ahonda en la llaga que no supura, díscolo desperdicio del inmaduro fruto de los hombres, ingenuidad nociva y palpitante, tentadora y cautivadora presencia la que insufla de desgracias, dilatando las cuitas de lo ajeno, que en el célico canto de tus sones, nos haces partícipe de tus dones —le replicó, contundente, entrando en la discusión el arzobispo Ambrosio.

—Cuidado, arzobispo, que con la indignación bizarra que tanto os aprieta, se os contrae ese ceño más hundido que una grieta, y a este catecúmeno que abandonó el arrianismo, le impondré el paganismo, pues al amparo del idólatra Arbogasto, ya veréis si este franco es tan basto —le replicó Salomé.

—Pero ¿qué decís, hija del Averno?, que si una vez Ilión1 fue epónimo de grandeza, vos lo fuisteis de vileza —le contrarió el emperador—. ¿Desde cuándo Marte en su orgulloso desdén y en el apartado seno de su reino, al que tantos ídolos esculpen y lo ensalzan a imagen y semejanza, engalanado de hierros en su dorado y etéreo destierro, suspira en su ingrato desvelo, y se cree el dueño de los cielos?, allá donde no corren dolientes brisas, ni lo habitan durmientes sepulcros, lejos de los mundanos avatares de la existencia. Oh, gran Marte, ¿cómo contrajisteis coito con una núbil perra de tan horrible pestilencia? Insalubres tragaderas las vuestras.

—¡Vaya que si las tengo!, y bien grandes, lo suficientes para tragar a Ezequiel y a su ralea, el que expió en la zahúrda que te rodea… —replicó Salomé.

—¿A Ezequiel2, os referís al profeta? —le cortó absorto y dubitativo el arzobispo.

—¡Sí, al de la rueda, imbécil! —le contestó Salomé al ser interrumpida—, ¿queréis condenarme?, como vasta la llanura de Aquilea, como espada que no se arredra en la pelea, para tragaros y embucharos, pues aún no sabéis hacia dónde derivan sus más sediciosos derroteros, entre mil ciénagas y senderos, pues es en los abrasadores campos de Marte, y no en otros, donde desembocan sus puertas. Allí Marte fragua la perdición de Roma, donde vos, Arbogasto, arrastraréis al de Oriente, si antes no le traga la corriente, para zaherir su vanidoso espíritu y socavar la integridad, de toda su milicia de verdad.

Salomé era realmente bella y de aspecto amedrentador, unos guantes de negra seda de estrecha y larga manga arrancaban de sus mangas de bordado vestido, y su exorbitante capa la hacían aparentar el doble de tamaño y envergadura original, dando la sensación de poseer un adiposo y mofletudo cuerpo. Su cuello lo envolvía una alta gorguera; sus ojos emitían una luz tenue, el emperador trató de evitarlos y no caer en la tentación de muchos que sucumbían hipnotizados a sus pies; su boca era sensual y de finos labios como el ébano; sus cejas, enarcadas. Era una mujer madura y de estilizada silueta.

—¡Blasfema! —le espetó el arzobispo, persignándose.

—Él no se dejará llevar, maldita bruja —le replicó el emperador.

—Ciego es su espíritu y el de su causa —replicó Salomé—, sucumbirá a la noche pródiga y serena, con la anegación del silencio, como airado es el ceño del que sufre con su empeño, como interminable la enhiesta loma que a la sombra se desploma, pues es en la noche impenitente, donde deberemos apercibirnos todos, tigres y podencos, pues yo, Salomé, con mi libido exacerbada, certificaré vuestra derrota, cual Josefo3 con Jerusalén, con la mano del que trilla y no hace labranza, y en la ligamaza y el tizón del desabrido ocaso marciano, y al abrigo del que pretendiendo ostentar su condición de honrado, os abocará al infausto pecado, con la diestra mano del látigo inclemente, haré restallar el mío sobre la cerviz romana, para desbaratarles los ánimos, sus virtudes y jactancia.

—Infeliz sea el tropiezo, como yo presiento el vuestro, con esa actitud piadosa, con las lenguas inflamadas, con el brío en tu perfil, y la magrez desvirtuada, corroíste todos mis artejos, mis fantasmas y reflejos, acallasteis estos miedos, de igual forma que estos dedos —la amonestó el arzobispo, mostrándole su mano sin apenas temblar en clara señal de reto.

—Decís bien, prefigurando lo inverosímil, bueno ese acertijo, arzobispo, pero hoy he venido a aleccionaros, y a cortar la raíz de este árbol adusto y podrido —Salomé señaló al emperador—, resarciré los preceptos y decretos de mi amo y señor, entronizando a Eugenio en detrimento de este arriano maltrecho y moribundo, pues a vuestras tropas derrotaré y luego someteré en el paso de Aquilea, ya a la vera del Frigidus, las fuerzas leales a Arbogasto y Eugenio remachan sus guarniciones, con el espíritu exacerbado, con la ardid que embravece el corazón, con sus voces varoniles que, colmadas de idolatría, habrán de azotar vuestras huestes y sumirlas en cobardía.

—Haced acopio de esa ambición tan depravada, que hoy os sale tan avezada, vuestro ojos se enlodarán con la aflicción que anuble vuestro semblante —le amenazó el emperador—. Pues sabed que el que se deja engatusar por un denario, errará irresoluto por el valle en solitario.

—Buen valle ha de ser —repuso Salomé—, pero los buches de Marte son imperecederos, capaces de comeros enteros.

—Lasciva y pútrida carne corrompida, a mí no me comerán —le replicó Ambrosio.

—¿Cómo lo sabéis, habéis caminado alguna vez por la desolación de Edom, pisado sus oxidadas cumbres y caído a sus hoyados valles?, donde la noche se descuelga sobre una cara más pétrea que la desdichada Aglaura4, donde su inhalante vileza y maldad descubren su propósito, y con el manto de un lívido celaje oculta su delatante morada escarlata, y es que atrás han quedado muchos estigmas y cicatrices aún sin supurar, allí reposan de espantos sus ojos, sus columnas cimentadas por la grava de sus restos, de paupérrimos disparates, y las armas de su crimen depositadas en distintos estratos, las añosas fundas de los honderos, las saggitas envenenadas de sus arcos, sus astas, sus oxidadas lorigas atravesadas, sus largos venablos y sus mortales gladius descoyuntados y astillados, hendidos en rocas solidificadas. Los más insignes herreros y orífices han esculpido y robustecido dando forma a su paisaje de fierra robustez, pues de un mundo habitable es y siempre ha sido Pluto5 su estandarte, incluso para los hombres de corazón helado y mentes desviadas —le inquirió Salomé, aquella descripción acobardó a los presentes—. ¡Pues si lo hubieseis hecho!, hablaríais con el ceño contrahecho, y vuestras plegarias tornadas en sacrilegio, como el que transita con prudente equidad discerniendo el vulturno matutino del orto incorpóreo del sol.

—Ay, con el flaco y magro porte de una serpiente, reptáis subrepticia por los arrabales de la existencia, para tentar con querellas y contiendas, constriñendo nuestro débil corazón, no hay peor amor que el que habita en la doblez de vicios y, que con desbordada pasión, cubre con el mayor oprobio las flaquezas del prójimo en beneficio propio. Pues de vuestra mano restauráis viejos cultos, levantando los altares ya olvidados y el legado de un imperio, convertido en vituperio, con dos usurpadores en pro de las antiguas creencias —la censuró Ambrosio.

—¡Las vuestras!, pues sois vos, el que con tan censurable mano abatisteis un panteón tan lleno de dioses como de cabras, y si las hubiera habido poco importa, pues el que desdeña y subestima a los dioses con manifiesta indiferencia, habrá de pagar caro con su incoherencia —le amonestó Salomé—. Oh, Ambrosio, que las razones abatan tu altivez, la que mengua, arrogándose a los actos indisolubles de los hombres, pues el que infiere en las morales de la sociedad, y el que busca asilo en provecho propio, y no hace sacrificio a la virtud, retarda su goce en el descarriado sendero de la discordia. Los hombres díscolos y divididos hacen causa propia, con la vanidad dispendiosa, sacrificando sus necios caprichos a la ostentación engañosa. Tan severas aserciones no dejan de estar fundadas en el buen catecismo de los hombres.

—Si han de estar fundadas —refutó el emperador—, ¿cómo es que bajo vuestra real tutela, hoy la noche se revela, cual lechuza que ulula, salta y vuela? Cuando la humanidad hace prósperas y copiosas las riquezas de sus hijos, ¿desde cuándo la gran Roma, encandila con su oro los ojos codiciosos del todopoderoso Marte?, ¡ingratitud la nuestra con no robarte!, pues si hemos de ser condescendientes con los dioses, ¿cómo ellos habrán de serlo con la reciprocidad que a entrambos, cielo y tierra, tanto claman? Pues en la adversa raza del desasosiego infundado, sus fuegos arden en ascuas, tan inciertos y apesadumbrados. No es menester dar pábulo a los hacheros, ni hacer filo en los aceros, que ni en los inciensos ni en las libaciones os otorgaremos más honores, ni para Marte, ni para ningún otro, pues en el incienso de los castos pensamientos, escrito está cada mártir de la Cruz, ya que una vez extirpados los misterios y supersticiones, y todo ese aire viciado e idólatra que han acompañado a los césares y sus templos, estos decretos han de demoler de Serápis6 a Canopé7, cada mármol y cada altar, aunque haya que arrastrarlos a la mar.

—¿Sin la constancia de Tito hubiera Roma conquistado alguna vez Jerusalén?, ¿cuántos césares se ciñeron el laurel y la púrpura libres de la sombra de la sospecha, lejos del asesinato y la traición, desde Claudio al cruel Tiberio, desde Calígula pasando por Nerón, cuántos fueron rectos y resolutos, como sobrios y abstemios son los hijos del Señor? —le preguntó Salomé.

—¡Blasfema! —exclamó Ambrosio.

—He aquí, que ante esta concluyente paradoja Roma se revela contra su propia causa —prosiguió Salomé—, como pródigo lo es un mar de sus galernas, de sus grises y apocalípticos gregarios, bajo senos contundentes que aturullan y disgregan en desorden, diluyendo las huellas de su crimen de los blancos arenales y riberas. ¿Puede Roma borrar también los suyos?, ¿no lleva ahora su señal de castigo como el inhumano y cruel Caín?, pues cual odio que mancilla, hoy se muestra grave y desdeñosa contra la voluntad de un dios guerrero, al que aboca al trecho justiciero, de la infeliz derrota, mas si fatua es la yerma esperanza de su manantial, ¿cómo puede hendir en el órgano de su causa y el de su templo la espada de la perturbación acarreada?, de Roma a Constantinopla traza prolijas y fútiles alianzas en pro de la nueva fe, derrumbando en las Galias sus santuarios, privando del sacro fuego en los altares, persiguiendo las idolatrías y hundiendo al gentilismo en las catacumbas más sombrías.

—El que quema incienso y busca la iniquidad en el seno cristiano, colgando la efigie de un dios cruel como distintivo de imposición y servilismo, y que con cadenas y grillos aboca a la más lúgubre de las prisiones a la mejor prole de Roma, en las zahúrdas que constriñen con el endino celo del despropósito, las más honorables y augustas cabezas de su imperio, hoy viene a atarnos a las tinieblas, y es que Roma aún entumecida por la picazón de este escorpión del pecado, desdeña la sabiduría inherente de los falsos oráculos, rechazando la potestad de un dios cruel y vengativo que viene a reivindicar su divinidad, con las potestades ilegítimas de su cetro. ¡No acataremos vuestros requerimientos, maldita! —rezongó Ambrosio.

—¿Vos qué tenéis que decir a esto, Arbogasto? —le preguntó el emperador, aturdido.

Aludido Arbogasto hizo ademán de ir a hablar, pero Salomé se interpuso tapándole la boca.

—Oh, Arbogasto, el que solo rumia y come pasto. Nada os ha de decir —cortó Salomé—. Igual que se ha de trasquilar a un barbudo, ya sea sordo o lanudo, o si ha de acarrear fardos, a los lomos de un cornudo, así habréis de acogeros a los infaustos días de incertidumbre y desasosiego, igual que los meses sexto y séptimo han de prefigurar inundaciones, y siempre se ha de sembrar bajo la ineludible tutela de Tauro, así habré de prefigurar yo vuestros días más aciagos en el calendario de la solemne espera. ¿Me tomáis por embustera? —Salomé se fue hacia Ambrosio.

—Yo no dije nada —le reprochó Ambrosio.

—¿Qué traéis entre manos, serpiente? —le espetó el emperador.

—Callad, catecúmeno, pues pecáis de energúmeno, tan solícito y proscribiendo la voz con la que os llama Marte, pues soy yo con la que él pretende hablarte. Si no os acogéis a la resignación y mansedumbre, y optáis por la ruptura y la escisión, sin acatar los decretos que ha prescrito mi amo y señor, recordad que si las leyes romanas fueron tomadas en su día de Licurgo8 y Solón9, Marte os forjó con sangre devengada, revivida y, por ende, ya gestada, cicatrizad las purulentas llagas del olvido, ante este dislate tan afanosamente cometido —le aleccionó Salomé.

—¡Nunca!, no doblaré el espinazo ni por él, ni por ningún otro dios que se precie y se afiance con la mano negligente de un tirano —exclamó el emperador.

—¿Nunca?, bien, pues que vuestro ojos sean fiel testigo —respondió Salomé con un aire de sentencia en su semblante.

Aquello sobrecogió a los allí congregados, pues la traicionera Salomé ejecutó con sus manos al emperador, desarticuló su mortal látigo y lo arrolló a su cuello de un solo movimiento. Luego lo sostuvo en el aire mientras gemía y sollozaba hasta colgarlo de la más alta gárgola de las paredes de palacio, haciendo palanca con ella y ahogarlo en su estiramiento, con el rostro tumefacto por la asfixia.


1 Ilión: Troya.

2 Ezequiel: la rueda que avistó Ezequiel. (Ez 1:4-16).

3 Josefo: cronista judío, testigo directo de la caída de Jerusalén por los romanos.

4 Aglaura: hija de Cécrope, rey de Atenas, fue convertida en piedra por Mercurio, a quien quiso contrariar en sus amores con su hermana Erse.

5 Pluto: en la mitología griega dios de la riqueza.

6 Serápis: estatua de Serápis en Alejandría.

7 Canopé: templo egipcio de Canopé.

8 Licurgo: ley de los espartanos, atribuida a Licurgo.

9 Solón: una de las primeras leyes atenienses.