13
ALARICO Y MARTE

En el trono de Marte, Salomé hacía su aparición escoltado por un séquito de guardas, entre ellos Alarico, el caudillo godo, el cual hizo una reverencia ante el dios guerrero hincando su rodilla derecha y bajando su cabeza. El godo era de magras y escuálidas facciones, vestía con armaduras romanas y un brazal de bronce sobre el brazo, con un cassis de metal sobre la cabeza. Era ancho de espaldas y de estatura más bien baja, ya que Salomé le sacaba un cuello y medio.

—¿Qué nuevas me traéis, princesa, que nada ya sepa?, ni vuestra irrefrenable osadía ha logrado imponerse al execrable vituperio que representa ya mi causa, pues con la crencha undosa y vanidosa de sus hordas, lograron escapar de mis posesiones, burlando mi templanza a la más vieja usanza, pues del tiempo y los elementos dispusieron a su favor —rezongó Marte.

—¿Quién hubiera predicho que desde lo caracteres más inexactos de las antiguas runas, una conjunción de despropósitos se iba a manifestar con la fuerza de cien Tifeos, para así desbarataros todo ese instrumento de audacia y perseverancia, el que tanto os ha encumbrado en honor y relevancia? —le contestó Salomé—. Pues en el agudo filo que ha de llevaros a la racionalidad de las cosas más inverosímiles y contradictorias, de las que siempre se ha de necesitar una densa erudición en su justa medida y valor, evitando la aridez dogmática de su lenguaje, deberéis ponderar por las cosas más descriptivas y objetivas, contrarrestando infortunio por clarividencia, y trocando el sinsabor del epicedio más crudo de los habidos, por el victorioso semblante que ha de imponer la perseverancia.

—Pues que así se escriba y así se cumpla, que en este ocaso tan erigido de sarcasmo, y en la gravedad estoica que nos concierne, dad un paso franco hacia poniente, sacad el tesón y la tenacidad del temperamento más insobornable, y haced frente a la ocasión contra los derrocadores del Antiguo Mundo, estos obscenos y ridículos sepultureros del mundo conocido, pues, a fe mía, que terminarán de cortapisas y como fieles eunucos de breve monosílabo —decretó Marte.

—Vos, que anheláis la destrucción del mundo de los hombres, habréis de regocijaros con las perversas rapiñas, las que he urdido a la sombra en pos de vuestra real gracia y figura, no por ello me vale la congoja, que no es nociva sino afloja, para perpetrar así mi abyecto crimen y el colapso de Roma, la que habrá de capitular y licenciar sus tropas en pos vuestra, que empantanados en las marismas de la desobediencia, hacen votos por un dios único, fuera del panteón que os pertenece por derecho, los que habrán de elegir entre las tinieblas o la depravación de su castidad, orgullo y vanidad, vuestros preceptos han de ser vitriólicos y cáusticos, sin que lleven a la confusión, el desarraigo y la inobediencia, pues igual que un buey ha de ceñirse al yugo, así habrá Roma de acatar sin excusas, que si Petronio1 fue el autor de la más pura impureza, vos mi señor, deberéis resultar tan vituperable en el énfasis como el gran Lucano2 en su día, igual que una noche no logra encubrir sus nefandas juntas, ni los más hondos clamores de la conjuración de los dioses. Que el romano no os vea blandir la espada del severo castigo, pues con el plan que he urdido allá habréis de fustigarlo, sin llamada ni aviso —le dispuso Salomé.

—Ah, condenada, prendado me tenéis con vuestra horrible ponzoña, que si Galba, Oton o Vitelio hubieron de morir en intestinas querellas, no me salga otro Vespasiano y liberte a su imperio de las turbulencias, ¿aún no sabéis que la verdadera lobreguez se oculta tras el frío telón del pensamiento?, la necedad ha suplantado a la razón, y los mortales han caído bajo el manto borroso de su teosofía, donde un solo grito es el estandarte y portador de todo un pueblo, ¿qué clase de mensaje quieren darnos, el de una civilización suprema que solo acata los dictámenes al paroxismo de su dios y los delirios de un culto exacerbado?, ¿esa sacralización etnocéntrica de la colectividad? ¿Acaso mi trono ha estado ligado alguna vez a esa enfermiza liturgia, ese absurdo conglomerado de símbolos de espadas, esa jauría de águilas y lobos carroñeros, animales totémicos que solo rememoran culturas atávicas?, siempre he mantenido con laudable imparcialidad mi cetro. Recordad que si los antiguos dividieron el destino en tres partes esenciales, jamás renegaron de su origen —le explicó Marte.

—Dejádmelos a mí, que yo dispondré de un plan que los haga caer de un plumazo, ¿sabéis, Alarico, en qué se diferencian un león de los de aquí a su homónimo africano? —le preguntó Salomé.

—Lo ignoro, mi señora —se encogió de hombros el godo.

—En que a los de aquí les crece la barba —se percibieron unos rugidos y Salomé se aproximó a una poza donde echó trozos de carne de una bandeja de plata que portaba un eunuco—. Ya las sacerdotisas faltan al voto de castidad y los hados de los libros sibilinos confieren más dudas que revelaciones, hasta ahí ha llegado la susceptibilidad de la sociedad romana, pero vos, Alarico, con esa individualidad prolija del exacto discernimiento, acataréis mis directrices, pues ante lo que pretendo hacer aún no lo han predicho ni los mejores arúspices. Como dije, al amparo de las Saturnales irrumpiréis por la Porta Salaria frente a la Muralla Aureliana, convirtiendo su sed en rito. En esto no habréis de ser conciso, pero tampoco indeciso, debiendo ser prosaico y arraigado con el verso, como un Horacio y sus epístolas, los nudos y desenlaces necesitan de verosimilitud, y vos habréis de conjugar bien vuestros instintos.

—Pero, regia señora, yo no soy poeta —le respondió confuso Alarico.

—¡Nadie dijo que lo fueseis, imbécil!, debería botaros de un puntapié a toda vela, como a un necio que no corre sino vuela.

—¿Si no vuela? —respondió abstraído Alarico—. Pero, regia señora, ¿cómo habremos de litigar con esa genealogía de guerreros ancestrales que arredran hasta al más valeroso de los mortales? Disponednos de salvoconducto y fuerzas redobladas.

—Bien que os la redoblaré, como una alegoría ha de hacerse siempre desde lo irracional, pues no hay estribo ni puntal en todo su marmolado mausoleo, donde no se haya posado la mirada de Marte, el que erigido desde sus más altos pedestales lo asignaron como juez y garante, portador del frenesí más sopesado y temible de los imaginables. Escuchad ahora, Alarico, lo que os tengo reservado, pues demoleréis Roma hasta sus últimos cimientos, la que impregnada de los más acerbísimos ultrajes, suple cruces por sus templos, y bajo ese acto de barbarie y terror, verán a mi amo investido de rencor, que en su voluble ánimo, desbastará a esos zánganos sin aguijón de sus dones y riquezas. Ya su sombra se extiende desde los más altos promontorios cimeros, hasta el último de los farallones que por la mar se cernieron —le manifestó Salomé.

—Ya veis, Alarico, que igual que un sepulcro es capaz de agostar el más lúcido de los sueños, así es Salomé, que en su exordio ya improvisa, abreviando con sus pompas y sus guisas —replicó Marte.

—Buen señor, si con el acento puesto en el que exordia, se ha de llegar al hecho sublime, del que cimienta bien con su crimen, no impongáis la voz del delito, sobre aquel que no es un gran orador, pues será un receptor meritorio de tributos que no le harán ni por mucho mayor, ni por otros mejor —respondió Alarico.

—Pecáis de modestia, aunque corrompido y depravado por el poder, y eso equilibra la balanza, pero si hemos de ser lúbricos con el verso, os hará perder esa aptitud taumatúrgica de los que han de valerse de los dioses, y en vuestra envoltura corporal y el ecléctico vocabulario que conlleva la intransigencia más baldía, no sed portador del que ha de convulsionar los sobrios cimientos de un imperio, el que se me resiste desde la noche tardía, ser profético en este afán os ha de suponer un aliento, el que os sirva de acicate en la superación y el sobrecogimiento —le habló Marte.

—Todopoderoso Soberano, no soy quién para oponerme a vuestras voluntades, meritorias o no, pero la noche hace tiempo que cayó en todo el orbe terrenal, donde pagamos justos por pecadores, si con mi acción os he de ensalzar en los altares más preponderantes de los que otorga Roma en sus templos y a sus dioses, a vos encomendaré en mis ofrendas y en mi vigor justiciero, que la anatema de la desesperación recaiga sobre la indulgente Roma, que yo no aquietaré vuestra voluntad inmortal, ni por todos los áureos del mundo, ni por ese trono que ya sostengo en mi visceral e inquita mano. No caeré en el desánimo de ajusticiar con el aceroso brío de mi puño, al que en mi anheloso denuedo, ose interponerse en mi cometido, pues no habría retribución, ni bálsamo en el mundo, ni en todo Galaad3, que lograra calmar la fervorosa tormenta de mi desasosegado espíritu —le manifestó Alarico.

—Sé de vuestra valía, valeroso godo —le contestó ahora Salomé—. Es por ello por lo que os elegí, que de entre todas las ovejas descarriadas, erais vos la más cornuda y desviada de todas las que pululaban por los apacibles valles de Arcadia, y de entre las más díscolas del rebaño, efectivamente la más negra y bruna, que de haber brotado de una vid hubierais sido de los primeros en llegar al lagar. Sin duda.

—¿Me tomáis por cabra, señora? —le respondió algo enojado Alarico y confuso— ¿Es esto por lo que fui aleccionado por el gran Marte? No hay ambigüedades que sean fácilmente traducibles en el orden de las cosas, pero esto es una afrenta a mi pueblo y a mi raza.

—Si en lo hiperbólico os he de tomar por alguien juicioso, en lo fáctico, os sacaría la lengua por deslenguado, no porque el necio haya de ser más necio se ha de escudar en la necedad, no os tomo por verde agracejo, sino por fruto tardío y, que al madurar, gana en lozanía lo que otros pierden en osadía, pues si el delirio afectuoso se exacerba cual diarrea biliosa en su propio círculo amoroso, vos no pecáis de no lavaros la lengua precisamente, ¡sino que os la sacudís con alevosía y premeditada disposición, como el que al libre albedrío ha de despeinarse, si no le da por despelotarse! —le argumentó Salomé.

—Si el que ha de otorgar fidelidad a una causa, se ha de valer por medios ilícitos y poco ortodoxos de la raíz invariable que eterniza el ánimo en su inquebrantable desanimo, no soy quién para oponerme a la intransigente voluntad de un dios que, abriéndome de guiar por entre las más farragosas tinieblas, y dándome lucidez ante lo irracional, a lo largo del anatómico basamento en el que se cimienta la cordura, ¡no me guarden sepultura!, los que me tientan con perniciosos ardides y fatuos desasosiegos, pues con el ígneo acicate del que persevera en su linaje, no le habrán de faltar razones para llamarme: cornudo, rumiante o astado, no sin que ello sea de mi agrado, y bale o rumie en vez de platicar como humano, o lo tomen por deslenguado —rezongó Alarico, con indignación en su semblante.

Salomé volvió sobre sus pasos, retrocediendo por la peligrosa cornisa que atravesaba el foso de los leones, a través de aquellos muros marmóreos, hacia aquel demonio de Marte que permanecía sobre el trono llegando ante Alarico.

—Si soy desconsiderada, en esta ingrata afectación de las cosas, con esa euforia escatológica y desafiante, en la que os envolvéis tan gratificante, y bajo el luminiscente sortilegio que os ha de llevar al prólogo del sacrificio, en la solícita y perentoria causa que tanto sabrá magnificaros, me tildáis de insidiosa y soez, deviniendo en lo que ha de fraguarse, en el oneroso cometido y su arte. Sois tan susceptible como perspicaz, dando fiel testimonio de esta recíproca enemistad, pues si sois corto de oído, y muy sueltos de lengua, sabré recompensaros con justa e ingrata mengua, para que las más barbudas fieras que trasiegan los pestilentes sumideros de mi reino, no se harten de jerga la que masticar, y en su justa medida soliviantar ¿Queréis ver algo aterrador? —le inquirió Salomé a Alarico.

—No quisiera, Alteza —le respondió Alarico amilanado.

—¿No quisiera? Ya veréis cómo trata Marte a los que contravienen con la desobediencia, con su brazo justiciero y en su más gloriosa paciencia —concretó Salomé—, la que con gustoso placer moldearé en vos, cretino.

Sus ojos de iris plomizos y pupilas sin alma eran dagas frígidas en la noche; Alarico se aterró al observarla.

Junto al trono y cerca de la fosa de los leones se alzaba una figura envuelta con un velo negro, amortajada y maniatada a un listón de oro que caía en vertical, donde Marte ataba a los réprobos que necesitaban ser ajusticiados. Salomé descorrió el velo del individuo y apareció una cara ultrajada y deforme, con tal castigo sobre la misma que no se apreciaban a distinguir ya sus más claras facciones. La princesa con la diestra de su negro guante puso la palma sobre el rostro del reo y comenzó a estrujar su cara con un crujido y un crepitar nauseabundo; un sollozo maligno corrió y se propagó por toda la estancia con un eco sobrecogedor. Máximo y Andragatio rehusaron mirar la escena. Luego Salomé corrió el velo tapando la cara amorfa del reo.

—En tanto la tímida grey se estremece, aquí yace la causa por la cual su alma enmudece —manifestó Salomé—. Pues los tormentos del gran Marte no son menores a los que infieren los romanos a través de la furca4, o son arrojados a las aguas del Tíber, desde lo alto de las escaleras Gemonias. Vaya, esto no coincide en nada con el tono triunfalista y apologético que tanto predomina en los godos —repuso Salomé al constatar el semblante pajizo de Alarico.

Acto seguido, Salomé se fue hacia el godo Alarico e introdujo la mano en su boca, agarrándole de la lengua y arrastrándolo al precipicio, al borde del foso de los leones, y a punto estuvo de arrojarle al mismo si no es por la rápida intervención del propio Marte que la contuvo.

—¡Ya basta, princesa!, liberadlo, o haré caso omiso por vuestra honrosa causa —Marte se puso en pie, aquellos álgidos pasos interfirieron con su eco a varios metros a la redonda—. Vais a poner a toda Roma y al orbe restante en mi contra, desdichada, no dispondré de falo ni cetro lo suficientemente largos como para meter en cintura a tanto renegado, Alarico habrá de valerse de estas juiciosas directrices que le hemos conferido, en cuanto despunte la aurora partid a uña de caballo, que en esta apertura onírica tan impetuosa como lasciva, habrán de confabularse los más esquivos propósitos, transgrediendo los umbrales de la intemperancia, convirtiendo en violenta paradoja, a ese imperio que no se arredra y ni se afloja, pues aún sobrevive en los cimientos de la conciencia que no de la elocuencia, signo y estandarte de los más atávicos horrores de la desobediencia filial. Así que, con la armoniosa e inimitable gracia de la que ha de ser portadora de los más ásperos sonidos de la facundia y la disensión, vos, princesa, acometed e inferid la congoja a esos miserables, con la variada cadencia de la que siempre hacéis ostento en vuestro arte e ingrato brebaje. Sabed que valéis vuestro peso en oro, que no hay más astuta ni más taimada, ni más podrida que una manzana.

—Parto, mi señor, que si ha de preguntar en mi ausencia algún orejudo, de lengua viscosa como cornudo, decid que no desespere, pues volveré, mas pronto no ha de ser, ni muy tarde se habrá de hacer —se inclinó Salomé, agarrando a Alarico del pescuezo y dispuesta a salir de la sala regia del trono. En ese momento irrumpió un mensajero real bastante jorobado, con traje en terciopelo verde oliva y caperuza con cascabel, portaba un pergamino lacrado en sus manos—. ¿Qué ocurre?, ¿cómo osáis irrumpir tan bruscamente? —le preguntó Salomé.

—Mi Alteza, aquí os traigo los requerimientos que me han sido conferidos para ser entregados a la mayor brevedad posible al gran Marte, bajo puño y letra del todopoderoso César, así como de su arzobispo, haciéndome participes de sus exigencias —habló el mensajero.

—¿Seguro que no mentís y hay algún ponzoñoso ardid en vuestras palabras? —le inquirió traspasándolo con su ceño y sus ojos Salomé, recogiendo el pergamino de su mano.

—¿Cómo iba a mentiros en tan arduos fines, Alteza? —se postró ante ella hincando sus rodillas en el suelo el mensajero, desquitándose de su caperuza.

La princesa Salomé se acercó bordeando hacia una amplia mesa, esta era lujosa y en caoba, con un fino y reluciente tablero en mármol blanco biselado, de ancho faldón, que iba tallado de valvas y flores, y descansaba sobre patas galbeadas unidas a una chambrana con un rosetón central; portaba un juego de mesa egipcio llamado Senet sobre su pulida superficie, estaba llena de mapas cartográficos, entre hojas de cálculo, parecían las de un desordenado delineante, entre hojas escritas a pluma y garabatos con caligrafía pequeña y prolija. Salomé llevó el pergamino hacia la luz de un candelabro, el heraldo alzó una abyecta y temerosa mirada mientras ella lo cogía por el pescuezo. Era la mano más fría que hubiera sentido jamás sobre su cuello. Eran las manos de un difunto, de alguien que hubiera vendido su alma al diablo, que no perteneciera ya al mundo de los vivos.

La princesa le sonrió, era la sonrisa de una mente delirante, sus ojos eran espantosos, eran grises y opacos, adictos a la morfina, no tenían vida, jamás había visto unos ojos como aquellos. Él tembló como un frágil pétalo de jazmín en las manos de una fría escarcha.

—Mira que me dan ganas de poneros a cuatro patas, charlatán. Conque un ultimátum —leyó detalladamente el pergamino Salomé, pegando una histriónica risotada de locura, la que fue lanzada al aire la cual se fue contagiando como una lacra entre los presentes, después solo el silencio se percibió, pues la imagen desapareció de sus retinas como si hubieran presenciado una pesadilla, como si esa demencia iracunda se hubiera disuelto en una débil ventisca marciana—. Bien, podéis retiraros, no sin antes responderle que no acepto imposiciones de ningún mortal. Rubricadlo con mi sello.

—Pero, princesa, ni siquiera consultáis con mi voz y criterio —le reprochó Marte.

—¿Para qué, milord?, todo es una pantomima, no sois merecedor de ni siquiera leer y escuchar la ofusca melodía que estas letras imprimen con su ardor. Tomad, sabio respondón, y partid diligente —Salomé le puso el sello lacrado de su sortija por el reverso, escribiendo a vuela pluma unos garabatos en latín de un tintero próximo, y devolviéndoselo al emisario, ante lo cual antes de que pudiera abrir la boca saltó como una exhalación—. ¡Y partid por mi diestra, jorobado!

Pero ya fue demasiado tarde y, en su descuido, el pobre emisario salió en la dirección contraria, cayendo inevitablemente por el foso de los leones; unos rugidos horripilantes se percibieron acompañados de un grito de angustia, luego solo quedó el silencio.

—¿Quién me hizo merecedor de esta tropelía? —se maldijo apesadumbrado Marte.

—Nadie, milord, que de los más tontos que acogisteis en vuestro seno, nadie puso remedio a tanto desenfreno —le respondió Salomé.


1 Petronio: poeta latino, contemporáneo de Nerón.

2 Lucano: poeta romano.

3 Galaad: (Jer 8:22; 46:11).

4 Furca: patíbulo.