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EL SAQUEO DE ROMA
En el Coliseo de Roma el invicto gladiador Osorio se enfrentaba en singular combate a tres combatientes tracios a la vez y que, en su clara desventaja, los mantenía a raya.
El Coliseo estaba encendido por cientos de pebeteros y antorchas que en su fuego daban luz en la oscura e impenetrable noche, pues todo el orbe se regía por aquel funesto manto del que no se había podido librar aún.
—Ya veis, Estilicón, que ante esta perspectiva de síntesis truncada que no trucada, el oficio inveterado del gran Osorio, es una ventaja en la ultrajante e inmisericorde arena del Coliseo, y en el lacónico intento de superación y arrebato, ha dado muerte a dos avezados adversarios con el gladius y su ingenio —le indicó desde la grada el emperador Teodosio.
—Tan depravado y envilecido es como los demás, no dudó un ápice en decapitar a los dos moribundos tracios, que alto y contundentes suplicaban de su perdón, mas no haciendo caso ni de ellos ni de vuestro indulgente espíritu, se precipitó a rematarlos y segarles la existencia, con el mismo empeño que impulsa al cobarde a ajusticiar a un enemigo al que agónico y en inanición se le tiene a su merced, con ese acicate de quietud y sangre fría que mortifica al más casto espíritu —le respondió Estilicón.
—Que rebosáis de la integridad de un hombre de bien, es harto sabido, pero ¿cómo habremos de alimentar a las famélicas turbas que claman sangre y es sangre lo que han de ver? Decidme.
—Más que ningún otro pueda yo persuadiros, de lo que conllevan los tumultos, las turbas y las sangrientas algaradas que han de salpicar con su sangre hasta los cimientos de un estrado, pues si Marte ya constriñe en su ardor, sepultando y confinando en oscuras mazmorras a los que una vez llamáronse romanos y gentes de bien, no es punible acrecentar más ardor del que padece y purga sus días, a la sórdida sombra de su inquebrantable agujero, y que en la yuxtaposición de vicios y corrupción, la alabanza y el vituperio, os sugiero templéis con cautela esos ocios y diversiones, pues la inacción corrompe más imperios que guerras, manteneos siempre lejos de los dardos del infortunio, mas nunca adentraos a enjuiciar los arrojos del destino, porque días más aciagos que un sanguinoso ocaso sabrá pintar con la sordidez del momento oportuno —le aconsejó Estilicón.
—¿Creéis que a mí me gusta bañarme entre algaradas y multitudes, al amparo de quebrantos y disensiones?, es sangre de lo que os hablo, si cae a la arena es pútrida y corrupta como un ciruelo, ni siquiera es varonil, pues no conoce de géneros, porque si disentís ahora es porque defendéis la integridad, por eso sois mi acólito más leal de los que me vanaglorio en sentar a mi diestra, y no por ello me arredro y me arrepiento de aglutinar frondosos mis bosques y centurias, de rodearme de viñas feraces, y turbas leales, y si es sangre como el que pide vino, dadle para saciar su sed, porque al igual que las gavillas de mies, han de ser para trillarlas, que nunca pidan mi nuez, pues sé ejercer la obediencia y la devoción.
—Pero al reprensible abuso del que tolera y es condescendiente con la voz ignominiosa y a la voz en grito de la intolerante turba, no es sabio ni justo, sino un apaciguador de multitudes, que cede ante el miedo y la congoja, no sois vos mismo, mi soberano emperador, que bajo la sombra de vuestra gracia siempre hice causa en pos del imperio y de la gloriosa Roma —le remarcó Estilicón.
—Censurable es ese lenguaje, mi fiel Estilicón, y no como el que adolece de solecismo precisamente, pues os agarráis al arcaísmo sin licencia, pero dejaríais de ser uno de mis siervos de gracia como el que ha hecho votos por los antiguos profetas, y ahora profesa del amparo de Júpiter y los dioses inmortales. Pero ¿qué opináis, honorable Symmaco de todo esto? —le preguntó al senador Symmaco el emperador.
—Loable es el más cerrado impedimento que se haya de imponer a los actos de la conciencia, mi señor, pero no habría de ser de mi incumbencia, si con ello yo os tachara de más ingrato y alevoso que un Juvenal1, o como lo ha hecho Estilicón, pues yo soy agraciado con vuestra tutela y favores, me considero retribuido de más con mi exiguo trabajo, y aquellos que blasonan de marchar con la sublime doctrina evangélica, son los mismos que ahora perturban la razón humana, y los que tenían a insectos por divinidades, y que elevaban en su apoteosis a los más inicuos a lapidar los antiguos altares del Areópago y a sus sabios.
—No por ello os habéis mordido la lengua, ¿y vos, Libanio, qué tenéis que decir? —le inquirió el emperador.
—¿Son los hombres que habitan las márgenes del Tíber superiores a los que coexisten en el Rin o el Danubio, o en las tierras septentrionales de África?, ¿a qué raza pertenece un romano, que avasalla y subyuga a sus vencidos, y el que otorga placer por sangre a las más alborotadas masas?, mitigad el rigor de la esclavitud, pues la codicia y la exaltación pagan caro su tributo, y terminan rompiendo las cadenas de la vergüenza y la sumisión, pues la ultrajada ley natural reclamará la expiación de tan punibles excesos —recalcó Libanio.
—Encomendados estamos en verificar y sopesar estos vestigios de luz tardía que, en su censura, nos hacen reflexionar con sosegada quietud sobre lo bueno y lo malo, lo protervo y lo generoso, pues ambas siempre van de la mano como la noche y el día y, a su regazo, es al hombre a quien le toca discernir con luz meridiana y bajo su umbral, la cepa del sarmiento, ¡Roma no se escribe con églogas!, ni siquiera con fábulas, sino con epopeyas, pues siempre fue guerrera y más derrochadora de sangre que de templanza, pero para un imperio que se forja con acero, con quebrantos y con endechas, con el ceño justiciero de los que consiguen consagrar su alma a lo alto del Empíreo, no existe rasgo distintivo en su acerado anverso, sino que cobra una corporeidad depurada, distinguida y de azogue puro como el oro, solo los místicos de antiguos cultos continúan desalentando con sus añejos crisoles y alambiques este nuevo amanecer para el hombre, este nuevo dios, que en su real gracia nos ha de llevar hacia el camino de los justos, y no por el que cimentan el odio de mil maneras —argumentó el emperador.
—Si sobre esas sólidas bases debéis consolidar todo el peso de un imperio, no pecad de excesos, ni de vicios retrógrados, pues Roma se tiñe de sangre al igual que ese terreno arenisco que discurre por los Vosgos —le refutó Symmaco.
—No habladme de rojeces, de demasiados sonrojos y rubores fui testigo en los campos de Marte, como para arredrarme tan fácilmente —rezongó el emperador—, ante la desazón que impregna la ilustre estirpe de mi raza, y que cede ante la incesante aflicción que tanto conturba mi espíritu.
—Con el redoblado epitafio de un moribundo corréis los doseles de la verdad, que vuestra llama jamás se extinga sobre la nutricia tierra que en vos engendró esa púrpura con la que habréis de cubrir Roma, al amparo de tempestades y desasosiegos, que entre los más albicantes cerdos que pasaron a la posteridad, no seáis vos, y que con el apelativo de villano, pase como un Nerón o un Calígula a la historia —le aplacó Libanio.
—Si hasta ahora he soportado el ánimo intemperante de los dioses, ¿cómo iba a denostar los miles de prejuicios que ante estas miradas constreñidas en el regio peso de mi trono, instigan contra mí cual olas de un mar irresoluto? Oh, pobre de espíritu, pues no sería franco, ni sobre esta toga en la que aquí me embarco —contestó el emperador.
—Mirad, el Coliseo ha enmudecido, y espera impaciente vuestra orden con la pollice verso, tramando falacias y barruntando el infortunio, como la corneja que ha de portar de malos augurios —le manifestó Symmaco.
—El tracio yace agonizante a pies del poderoso Osorio, sed indulgente, César —le solicitó Estilicón.
—¿Indulgente, decís?, ¿acaso son los dioses igual de indulgentes con Roma?, ¿no caen en sufrimiento las verdeantes encinas del pensamiento? Si insensibles han de ser como cóncavo y vacuo es el firmamento de los infecundos dioses, los que han entronizado la insipiente impiedad en mi reino, ¿por qué mi alma no iba a ser igual de inflexible?, que los intrigantes impíos precisen del inenarrable estruendo de mis turbas, igual que miles de cerdas en sus pocilgas, si he de sacrificar a toda una camada que engorda en mis cochitriles, ¿por qué no dar pábulo a los dioses con esta ofrenda, demostrando la impiedad y liviandad de mis paisanos? Decidme —los interpeló el emperador.
—No me adentré por las intransitables angosturas del reino de la bestia, para que en vuestra vergonzosa ceguera, ahora no pueda exhortaros como aquel ínclito que abrazaba la tierra en su doliente destierro —le reprochó Estilicón.
—Tal vez, César, debierais hacer un trato con los dioses, ceder ante la oscura enseña del sacrificio, dando así por sellada esta afrenta al glorioso panteón —le hizo hincapié Libanio—, tal vez así, Marte se apiade de Roma.
—¿Ceder, yo, noble Libanio? —le contestó consternado el emperador.
—En virtud de aquel en quien expresa la dilatada pasión, con la robusta redondez de unos ojos tan colmados de pudor, a estos que abominan contra Roma y predican de su grandeza, amparando al que hace doblegar la cerviz de todo el orbe y de su patria, sembrando y llenando Roma de insidias en su desesperanza más arraigada, derruyendo aquellos sólidos cimientos que tan arduamente fueron levantados a golpe de soga y tizón, y hacen causa de sus vides y sarmientos, desoyendo la desdicha que ha podido hilvanarse en silencio, ¡ante los que solo hacen causa y eco de lo estéril!, desestimando el prójimo ejercicio cual lengua de un desahuciado. Escuchad lo que os tengo que decir: ¡Petrificados como la cera que compone la miel!, ante las puertas de un dios cruel, allí surgen los hijos de Roma, en el reino de la bestia, decorando sus umbrales, como el hijo que es engendrado en la ignominia, allí yacen con ostentoso decoro, petrificados para la inmortalidad, como un oro que se acuña con malignidad. ¡Esto que sirva de envoltura para el que ose hilarse con la seda de un gusano! Y el que ose inferir legitimando de las pútridas afecciones que anudan a la gloriosa Roma, así como el que es ajeno al suplicio, ¡que sea fiel testigo! —replicó un contundente Estilicón.
Libanio quedó enmudecido y el emperador conturbado ante las palabras de su general.
—¡Jamás rendiré Roma! —respondió el emperador—. ¡Antes muerto! Esto debe de quedar claro. La estrechez del camino os ha hecho delirar, mi fiel Libanio, desechad esa idea de vuestra cabeza, no pasaré a la inmortalidad como mero convidado de piedra en las añosas paredes de Marte. ¿Fue la providencia la que os llevó a un lugar tan digno del más venturoso azar? ¿Acaso vuestra cordura fue enturbiada por las indulgentes manos de la iniquidad? Contestad.
Ante el evidente mutismo de Libanio, un esporádico carraspeo de Symmaco cortó de cuajo la escena.
—Si tan piadosa es vuestra enseña, como relucientes vuestras grebas, no sacrificaré en mi anhelo bizarro, dando cuenta de un réprobo moribundo, ni en pos de un estéril mar de montaraces ni de leones, ni sobre aquel que permanezca con el rostro invariable del desapego, ante quien ahora sucumbe sobre las arenas de la vileza y la vergüenza —le indicó Symmaco.
—Si hubiera de ser indulgente, como el que transmuta su magrura por condenada amargura, y que en su animoso denuedo me ha de persuadir como el que ha de solventar una causa injusta con el conveniente reparo, a estos que infunden graznidos pregonando la calamidad, y en los lascivos concúbitos de su progenie, amamantan en su opulencia a sus congéneres con la leche y las ubres de Roma, ¡los que tanto despotrican contra el virginal ceñidor de la sabiduría y de mi trono!, les digo: sumergid las crueles ligaduras del infausto desasosiego, en las luctuosas entrañas de la Tierra, y escarbad y veréis las blancas lápidas de los justos, de los que no merecen vuestro reclamo ni atención, de aquellos que pagaron con sus gestas por la rica bonanza sobre la que ahora tanto retozáis y respiráis, y entonces, solo entonces, si sois cautos, oíd el vocerío sobrenatural de su causa, pues son todos estos que ahora reclaman sanguaza, su propio e imperecedero eco, los que se agitan desde sus tumbas clamando justicia —les amonestó el emperador con gesto severo.
—Es la hoz de la muerte la que aguzada por ambas partes, ha de dictaminar y pulir la loriga que cubre vuestro honorable corazón, para así saber de qué material está hecha vuestra alma y vuestro espíritu, ¡no perturbaré yo vuestras disposiciones, ni me involucraré en tan sabias decisiones!, que lo que haya de ser, se haga con prontitud, raciocinio, mas no con displicencia, para que si en el despliegue forzoso de los tiempos, tuviéramos que recordar este día, que no sea con la triste elegía, ni el remordimiento, sino con el sacro epinicio de un Horacio —le contestó Libanio.
—En este caudaloso afluente de la incomprensión, donde habrá de ensalzarme o condenarme el destino, cual saeta que enarbola la providencia, ya los espíritus más solapados ofrecen sus libaciones en los umbrales más sombríos de mi templo, ¡no pecaré de odioso!, sin que con ello me tachen de indulgente y me remuerda la conciencia, por lo que he de hacer a los ojos de mi pueblo y de mi reino, pero bien sabéis que no guardaré silencio con frío desdeñoso, aquel que inunda la conciencia de los más impetuosos que pecan de excesos, con la iniquidad que enflaquece y hace estragos en el corazón y la corrupción. A pesar de mi altanería e indómito genio, os mostraré el linaje divino y mi virtud más acendrada, la que he de guardar, pero no disimular, que aunque soy rico en ardides, nunca en vanidad, así prescribe la caridad, y así me pronuncio ante vosotros. Roma huele a roña acumulada, a grasa rancia en sus estratos —El emperador miró a Symmaco—, ¡y a gusano!, eso por ser tan mundano, ¡exoneradme, malditos, de tal responsabilidad!, si sólida es vuestra reputabilidad, pues soy víctima de las más ultrajantes y adulteras laceraciones de mi pueblo.
—Eso es algo que solo a vos compete, por rango y divinidad —le contrarió Symmaco.
—¿Me compete, y a vos no? ¿Tan solidario sois, Symmaco, que ante los pleamares y bajamares de mi reino, hacéis torrentes de aurífera arena, donde solo han de anidar serpientes?, ¡qué exultantes son tus arengas ante el contubernio, y no para el que le aflige la conciencia! —lo espetó el emperador.
—Pero mi soberano, yo… —farfulló Symmaco, abstraído sin saber qué argumentar.
—¡Ay, áspid de mi dolor!, qué libidinosa os cuelga la lengua, que si hubiera de faltarme un reino por mandar, no os elegiría a vos para gobernar, hablando con acento de bucólica hechicería, y bien sazonada sin haber visto aún la mar, ejerciéndose en los piadosos deberes de la providencia, con la jocosidad de un comediante, ¡que a su cielo bien invoque!, siendo de alma plomiza y dura como un alcornoque, que en tu melodía ofuscas el pensamiento, cual triste elegía de un fúnebre llamamiento —lo censuró el emperador, bastante molesto.
El emperador puso el pulgar hacia arriba, con la orden de que lo sacrificaran, pero esta vez Osorio hizo caso omiso al emperador y le perdonó la vida.
—¡Maldito!, que acabe esta función, que condonen la vida a los dos tracios. ¡Pero no a Osorio!, ¿cuál es el siguiente contrincante que ha de salir del hipogeo? —preguntó a sus allegados el emperador.
—Son tres gigantescos osos grises, mi señor —le manifestó Libanio.
—Pero, César, Osorio le ha otorgado el perdón —le reprendió Estilicón—. Sed clemente, y dejadlo vivir.
—No os equivoquéis, Estilicón, soy yo el que ha de dictaminar quién vive y quién muere —respondió el emperador.
Dicho esto el hipogeo comenzó a desplazarse ante el enmudecido graderío, los elevadores del hipogeo emergieron a una pesada bestia de tres metros, que puesta sobre sus cuartos traseros rugió haciendo temblar a todo el Coliseo. Una gran sifosis le crecía en la espalda, era una masa de músculos y carne, una montaña infranqueable que hubiera surgido desde el fondo de la Tierra para castigar la impiedad de los hombres.
—¿No eran osos grises, Libanio, lo que debía saltar a la arena? —le preguntó el emperador, confuso—, ¿qué destino presagiaba nuestro hacedor?, la codicia no distingue de fronteras y ni está ligada a un único dueño, el signo de la ambición del hombre brota apegado como el muérdago a su roble y fluye como una enredadera bajo su simiente.
—En su cólera levanta el oloroso incienso de los dioses, es un castigo por vuestros pecados, mi soberano —le contestó Symmaco.
El emperador empalideció ante sus palabras.
—Pero, eso no es posible, estáis delirando —le replicó el emperador.
En eso que aquella bestia con aspecto humano y desfigurada se soltó de sus poderosas cadenas agarrando a Osorio con sus corpulentas manos, el cual fue decapitado, alzando su cabeza y blasonando de su triunfo ante el Coliseo; las turbas aullaron y un sobrecogimiento corrió por el cuerpo del emperador así como sus más allegados acólitos.
—¿Decidme, Estilicón, qué clase de bestia es capaz de ejercer tan severo castigo?, ¿de dónde vino esta fuente primigenia del mal reencarnada en la fuerza de mil leones? —le preguntó acongojado el emperador.
—No hay en el mundo fuerza semejante, y no es una bestia, es el mismo Marte a quien divisáis —sentenció Estilicón—. Pues sobre su broncínea loriga brotan grabados sus más orgullosos símbolos.
—¿Quién tiene arrestos para aprestarse a hacer frente a un titán?, pues si la impiedad exhibe hoy su origen más funesto, ¿quién habrá de componer en el arco justiciero del frenesí, la voz de la solidez, el arraigo y el tesón, para que en su armónico efecto, logren mitigar semejante amenaza, salvándonos de la cólera de los dioses? —se conmovió el emperador, presto para huir de inmediato.
En eso que las fuerzas de Alarico irrumpieron en la arena sembrando el terror y el desasosiego en el recinto, haciendo escapar en expandida a las masas.
1 Juvenal: sátiro latino, detestaba la vida cotidiana de Roma, y de él viene que los romanos solo se interesasen del «panem et circenses» («pan y circo»).