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LA DESOLACIÓN DE EDOM

En la desolación de Edom, la morada de Marte surgió como un espléndido edén sin sombra, fue eclipsándose por finas muselinas que la noche con sus lunas iba imponiendo en sus bloques lejanos y subliminales, como un templo olvidado, un templo más antiguo que el del mismo Salomón y con más arraigo que las mil veces nombrada Corinto. La horrible contorsión de la noche extendía su veste entre una neblina llena del rico néctar y la ambrosía de los dioses. A qué espantoso lugar alcanzaba la hoz demoniaca que describía el loco dominio de Marte, sus llanuras hacían centellear los ojos de los cautivos, y sus corazones eran un hierro frío azotado por su agreste furor, los más nobles valores se disipaban en su eco abrasador, solo la noche era capaz de disipar los vapores de su llanto entre brumas que ondeaban como mástiles a la deriva allá adonde las noches se ocultaban sin estrellas.

Todo eran cábalas y conjeturas en la oscuridad, la cual corrió su celaje; las amplias cortinas de la llanura y las perpetuas nieblas que se extendían delante eran como reunión de arpías en una velada infernal.

Pero ¿cómo arrancar un muerto de los brazos de un dios? De un Osiris dios egipcio de los muertos, de un Maasaw dios Hopi del fuego y la muerte, del propio Plutón que regenta los infiernos, la tierra de los muertos a través de la laguna Estigia. ¿Cómo penetrar en aquella tierra prohibida para un mortal y rescatarlo de sus entrañas en el más allá? Era adentrarse en el mismo Limbo o quizá bajar a ese Sheol lugar de castigo de los impíos. ¿Quizá al infierno de Caronte?, ¿o tal vez al infierno que describen los egipcios en el Libro de los Muertos con sus pantanos de barro y lagos de fuego?

En la morada de Marte, Estilicón avanzaba por las estancias cercanas al trono, en una nueva incursión para liberar a la princesa Gala de las garras del monstruoso dios guerrero. Sus ronquidos y jadeo se percibían a una legua, al menos, pues el romano general había calculado la hora precisa en la que el dios acostumbraba a dormir para intentar el desesperado rescate.

Sintió estar rodeado por un ejército de espectros, de secuaces del mal, y él estaba en el perímetro, en su epicentro; aquel influjo astral que la noche marciana había desvelado tan de repente lo hacía advertir que era vigilado por miles de ojos ficticios, extrañas caras, y había una en especial, la más siniestra, pues era la de una bestia a la cual debía burlar.

Todo empezaba a oler a malignidad, aquella historia apocalíptica que sometía a Roma a un influjo del cual cualquier mortal quería huir, que le hacían permanecer apegado al reverso tenebroso del mismo, atado a las tinieblas de lo inescrutable, de lo que no se puede ver, aunque sí intuir y, ¿cuáles eran esas sensaciones?, algo se escapaba a su raciocinio, a su esquemática, a su idea conceptual del verdadero poder que encerraba aquel reino de la bestia, se ocultaba una mano siniestra y mórbida la cual ignoraba.

Todo eran cábalas en la noche de los tiempos, mientras avanzaba por los largas pertenencias del reino de la perpetua sombra, ¿quién podría detentar la suficiente templanza para poder infiltrarse por tan irresolutos derroteros? Pero ¿a qué filosofía debía atenerse? ¿Dónde estaba el centro de la cuestión? ¿Tal vez en los «vórtices», «átomos» y «corpúsculos» de la «filosofía natural», o en la física de Aristóteles?1

Estaba sujeto a un embudo claustrofóbico, al centro de un abismo negro que todo lo aspiraba en su famélica voracidad, no equidistaba a ver un punto en claro de toda aquella pesadilla, notaba que sus fuerzas le flaquearan y sus pretensiones eran más que su propia voluntad, el cerco se estrechaba de forma inexorable, nada podía oponerse a la voluntad implacable de un dios.

Aspiró profundamente tratando de oxigenar sus pulmones otra vez, en compañía de un séquito de hombres y de Valeriano, después de haber sido privado en aquella morada de los reponedores efluvios del aire natural, corroboró cómo el color volvía a sus mejillas y de nuevo su sangre bullía nuevamente ante la ventilación del propio ambiente.

Se oían voces y susurros próximos, pero no pudo identificar sus identidades, entre las angostas estancias todo era muy confuso, y las claraboyas irradiaban una luz ambarina sobre el campo visual. Se corría en definitiva un extenso telón que era muy difícil de diseccionar y sintetizar con la vista. Tan solo se apreciaban sombras que ahora se deslizaban como espectros en la noche recorriendo las proximidades.

Una sosegada calma envolvía los alrededores de aquel arcano lugar. Estilicón dudaba con qué firme convicción podría encarar aquel juego de la perdición, en el cual se encontraba sumido y a la deriva, en un mal sueño, el cual plasmara imágenes confusas y subliminales. Intentaba mantener la cautela, esa calma que todos llevamos siempre, pero que rara y extraña vez desvelaba la consciencia, la que siempre necesitamos y nunca es mostrada, pero en la cual hallamos el camino de nuestra propia revolución interior.

Sonidos cortantes se percibían, la magnitud de las ondas de viento y las hélices de oxigenación distorsionaban el ambiente, era un gigantesco agujero que absorbiera el propio aire y lo volviera a expirar soltando fantasmas errantes, aquellos que mueven los visillos de las casas encantadas y se cuelan entre sábanas y satén, y soportan la larga vigilia de la noche, como mentes obstruidas por un venturoso pecado que una vez les condenó.

Notaba el cuchicheo distorsionado de una reunión de mentes tediosas, el de una conspiración en la oscuridad, aquella que no abarcan a captar los sentidos más agudos, solo una afinada percepción. Era un complot contra el mundo, una orquestación tan afinada que mantenía sus corazones en vilo.

Luego lo vio, en un pequeño rincón de la sala regia avistó una reunión de cuatro figuras borrosas a las que no pudo identificar, una tras su capa y otras tras corazas aceradas y yelmos. Era como una trama de impostores en la noche de los tiempos donde algo se urdía, en los terrenos más inaccesibles del universo, donde se removían sus entresijos y sus mansas aguas parecían tomar tufo y ascender del inframundo. El dulce sueño nacía de la misma fuente y de su savia se valía, allí se oyeron algo más que palabras; era un lenguaje que no acertaba a comprender, todo era socarronería entre risotadas histriónicas y dantescas.

Sus sombras se proyectaban en la tímida luz de la noche como broncíneos cañones extinguidos que apuntaran sus hondas bocas de fuego hacia los trémulos bancos de niebla, cortando las brumosas gasas que allí se expandían, y en su punto más álgido el orbe terrestre y Roma.

Todo era desconcierto en aquellas horas decisivas donde presentía que era el centro de toda atención ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo había podido ir a parar con sus huesos a aquel espantoso sitio? Estaba aislado del mundo racional, de esa humanidad a la que tanto estamos apegados las mentes de bien. Existía una lucha de clases, pero al fin y a la postre, las mismas fuerzas se aunaban en una sola, pues las dos se plagiaban a sí mismas en su curso, una mente febril codiciaba el cetro del poder. Pero ¿qué le estaba pasando? ¿Cómo Roma pudo caer en semejante apocalipsis? ¿Cómo los hados habían podido prescribir aquella quimera en el destino de los romanos?

Las manecillas del reloj de la discordia y del caos se habían adelantado, rompiendo todas las expectativas, no barruntaba nada bueno al porvenir, sino todo lo contrario, un telón de fondo se había descorrido cambiando el decorado con una representación taciturna de un melodrama inaccesible a las sensibilidades de los mortales, y sus sospechas no eran infundadas. Una rancia y mortal musiquilla de órgano navegaba por el aire como si ese compositor de «música muerta» hubiera desplegado una de sus particulares suites y amortajara con sus notas a todo ser que se preciase a pulular por sus contornos. Era esa entidad a la que los mayas denominaban Gucomatz2 que poseía la capacidad de metamorfosearse y transformarse, pudiendo adquirir la figura del animal que deseara.

Los bancos de bruma le hacían ver cosas en su subconsciente que en la realidad jamás se hubieran manifiesto, un horizonte sangriento se despejó entre las cortinas de luz, ¿era un mal presagio? Pero ¿cuál era el verdadero antídoto para esa siniestra maldición que se palpaba y se avecinaba?

Sintió nauseas profundas, como una mano de acero que le fuera oprimiendo; el aire se hizo denso y respiraba con extrema dificultad. Y es que el teñido cielo marciano se mostraba en una extraña configuración.

En aquel galimatías empezó a hacer estrechas cavilaciones, pero aquello se le escapaba de las manos y la polaridad de ese imán no iba en realidad a buen paradero, sino más bien a derroteros sin trascendencia y a páramos muertos. Y es que toda aquella aventura lo hacía cavilar en sus más sesudas reflexiones, avanzado a hurtadillas, tratando de no ser descubierto por ningún centinela.

Seguía escuchando los cuchicheos distantes proveniente de la sala regia, su séquito afinó sus oídos para tratar de entender algo, nada dedujo entre su plática, de su mística dialéctica, la que el viento traía en lenguaje entrecortado, como notas en verso.

Iba abriendo y descorriendo velos, como buscando un hermético acertijo que se resistiera, como un laberíntico pasadizo por el cual atajar. Pero aquella noche menguante era unas de esas que surgen espontáneas después de una tempestad diluvial, que logran apaciguar a los mares y a los insondables océanos, las que guardan en sus lechos los más absolutos secretos y los más indescriptibles tesoros, como exóticas esponjas tripolitanas, las que los gangavieros3 rescatan milagrosamente de la mar, pero aterradora a su vez como monstruosas son Escila4 y Caribdis5, o esas sirenas que plagian a las bellas mujeres terrenales y tientan a los marineros de almas inocentes.

Corría y descorría los sedosos umbrales del destino donde exóticas pócimas se escapaban al viento con invisibles vapores, sentía que una mano siniestra se fuera alargando tras su sombra, como una garra dantesca que sofoca el alma y es de imberbe aliento.

Era un trauma difícil de sobrellevar, notaba sus desangelados y fríos dedos, eran los de un muerto que tentara a los mortales, notó su presencia aquella que no había vuelto a sentir desde que dejara la morada de Marte con la princesa Justa entre sus manos, una sensación extraña, que le daba cierta aprensión, no era algo que se manifestara como orgánico, venía del mundo invisible, de ese invisible Hades, de ese «más allá» que nunca muestra su morada y nunca revela su cara más horrenda.

Lo sentía rezumar en el ambiente, eran las fraguas de la fatalidad. Iba buscando con su vista a aquel rostro díscolo y que tanto jugaba al escondite, su rastro se intuía y atisbó su silueta, era un bulto que descansaba sobre su gigantesco trono.

Mantenía su tensa faz, su tenso semblante, el de un guerrero, el de un héroe perdido en su propia empresa de salvar al mundo, todo se le escapaba de las manos, de sus lógicas más sutiles, esas sutilezas que siempre engarzan con la noche como un diamante.

Los pasillos eran de rampas de suelo pulimentado, una clara luz caía del techo de aquella gran cámara subterránea, estaba cubierta de paneles de celdillas de luz incolora repartidos por la cúspide rocosa, donde anidaban telarañas espantosas, su chorro de luz era tibio y alumbraba los contornos con sutilidad lunar.

La roca blanca de las paredes que llevaban hacia la sala regia fue llenándose de esfinges dantescas, tenían una mirada siniestra, poseían largas bocas y ojos rasgados, su diámetro y longitud era muy grande, medían cuatro metros de alto y debían de pesar toneladas.

Hallaron incrustada a las paredes una horrible máscara de gran tamaño, poseía la misma fisonomía de Marte, con grandes cuencas que asemejaban a ojos, era una esfinge y el séquito de aproximó a aquellos vacuos ojos y entre el molde rocoso que se asemejaba a un simple vaciado a escayola pudieron distinguir debajo, en un nivel inferior, unas mazmorras espeluznantes, era un amplio lugar excavado y construido en el interior de la tierra, las compuertas circulares que parecían ser celdas surgieron cavadas en las paredes de roca.

Estilicón escrutó los contornos de la cavidad palpando la misma y se puso a meditar algo entre aquel galimatías garabateado al latín de Valeriano, la del pergamino. La mirada cejijunta de la cavidad era terrible, parecía un demonio. El grupo trató de introducirse por los huecos que presentaba aquella máscara-esfinge, entre las cuencas de los ojos y una cruel boca de pronunciados caninos, atravesaron con extrema dificultad sus orificios, colándose a través de las fisuras y la filas de dientes y dentados colmillos, desembocando en una gran boca de afilados dientes que se cerraba, oscureciéndose cada vez más ante la lívida claridad de la luz interior.

Después de descolgarse pudieron hoyar con sus pies sobre la templada arena de aquel pétreo agujereo ancestral. Estilicón se sintió como un algo insignificante ante el inmenso poderío de las columnas que se levantaban hasta la cúspide.

En lo alto de aquel mísero cubil miles de antorchas brillaban como una débil fogata. El general y sus hombres se adentraron guiados por Valeriano a través de las estancias, descubriendo a la luz de su fuego paredes con bajorrelieves y jeroglíficos, apenas pudieron interpretar nada en la oscuridad latente del lugar, iban buscando una pieza de más importancia, era como penetrar en un gigantesco desierto bajo una cerrada noche de tinieblas, en busca de los ladrillos de una antigua Antaeópolis, bajo la humilde luz de una pobre antorcha.

No habían andado ni veinte pasos cuando una luz radiante como el oro se destapó ante sus ojos cegándoles de un rojo sangriento, aquel resplandor fue en aumento a medida que avanzaban por el arenal. Fue descubriéndose una especie de vieja ruina en granito rojo y encima miles de oberturas como una inmensa colmena, eran las mazmorras de Marte, una figura a imagen y semejanza con la forma de un ser humano puesto en pie y en vertical se fue despejando; a medida que se fueron acercando pudieron atestiguar que lo que en un principio les pareció los restos de un cuerpo petrificado eran en realidad una colosal esfinge, era de basalto, sobresalía con la máscara de un rostro en oro macizo. Valeriano acercó su luz, y allí apareció ante él con aquel rictus endemoniado, lo que sobre su pergamino había plasmado en sus milenarios pliegues, el bloque de granito poseía jeroglíficos de un supuesto Averno extraterreno.

Aquella demoniaca esfinge se había descorrido entre las tediosas cortinas de arena que siempre asolaban los subterráneos marcianos, y vieron esa máscara labrada en aquel oro de sangre, era un material tan depurado que parecía casi irreal, no parecía del mundo de los hombres. Rehusaron mirarlo, sus ojos denotaban un odio perturbable, notaron que les faltaba el oxígeno.

Estilicón comprobó a gran cantidad de centinelas que no se habían percatado de su presencia, mandó a los suyos que se agacharan. De repente alguien se acercó hacia su posición, a través de un puente levadizo con un abismo aterrador de miles de metros. Estilicón hizo un gesto a los suyos para que guardaran silencio. Un carcelero aguerrido y provisto de armadura y yelmo, se fue directo separándose de su grupo hacia su posición, enfilando por la escarpada pared desenvainó su espada al percibir el roce metálico de las hojas de sus gladius, mientras la luz exterior se infiltraba por troneras circulares con cruentos rayos en una tolvanera sin igual, desde ellos se divisaban los anchos valles marcianos. Estilicón logró domeñar su altivez y le quitó su ambición y designio, reduciéndolo con daga en mano, como algo quebradizo y de alfeñique, ejecutándolo sin más remilgos ante los suyos.

El grupo fue rebasando las celdas una a una, encontrando a miles de romanos de toda clase y condición encerrados y confinados en las mazmorras, todos hacinados en pequeñas celdas, y justo al final se oyó una voz entrecortada y trémula de origen humano que los llamaba.

Estilicón sintió que algo invisible se apoderaba de su alma y le estrujaba su cuello y su garganta. Le inundó una asfixia imperecedera, era como si la noche hubiera dejado de traer sus vivificantes influjos y fragancias desde las frescas riberas, cortándose drásticamente de raíz, y la brisa hubiera desaparecido de repente ahogándose en su propio aliento, todo le daba vueltas, sintió que unos helados dedos le sujetaban su alma, eran fríos y sin vida, de dura roca frígida; la noche había dejado de extender su veste. Una figura fue eclipsada por la luz de las teas venida desde el marco de uno de los calabozos, era un rostro horrible, de pelo canoso y cicatrices, sus ojos le traspasaron su espíritu y su propia alma, se sentía perdido sin rumbo definido, tal vez porque se distorsionaba en las tempestuosas y agitadas aguas de la conciencia.

El horrible desenlace se despejó de súbito ante él, se manifestó como un espíritu que fuera advirtiéndolo y mostrándole el aterrador espectro de manera paulatina y muy gradual, era un hecho tan cierto que lo hizo estremecer. Estaba confuso y descarriado en aquel escenario, en ese aislado recinto, donde los acontecimientos transcurrían con una rapidez centelleante, como si se tratara de una mente tormentosa donde rayos y centellas circulasen comunicándose en una unión intercelular; la esperanza se había desvanecido como un sublime pajarillo preso en el claustrofóbico espacio de aquellas sombrías mazmorras, abandonado a la suerte del mundo.

Pusiera donde pusiera el punto de mira de sus ojos, no abarcaban más que un horizonte grasiento, tan metalúrgico y gris que encorvaba sus pupilas, su vista no podía posarse en objeto alguno que no topara con la infranqueable pared rocosa, no hallaba salida ni siquiera entrada, ni punto de referencia alguno. Y es que la sangre se vuelve oscura a la luz de la luna; un horizonte no podía albergar más quemazón y desesperanza, solo suspiraba por atisbar ese sutil trazo de luz con el que poder guiar sus instintos, se sentía como una débil llama que se fuera desvaneciendo poco a poco.

—¿De quién es esa voz, noble Valeriano? —le preguntó entre susurros Estilicón.

—No vayáis, mi señor, pues es la voz de un muerto en vida, la voz de los desposeídos, de los que purgan su delito en los infecundos senos de Marte, y de los que perecieron en el vigor de la acción, pues con inoportuna dilación ahora os han de referir de lo que son testigos, sus tristes causas y sus tormentos más reprimidos —le advirtió Valeriano.

—Dejadme ir, Valeriano, aunque esto me haya de conturbar la razón, como el que sacrifica su más preciado tiempo, en ecos y replicas ociosas en la lejana noche de los tiempos, como una oda selecta que ingiere de lo que unos labios articulan cual censor del decoro, entre retazos de rústicos cantares, de encenagados bosques e ingratos graznidos, dejadme, Valeriano, pues he de escuchar lo que esos sus primores de embeleso me han de revelar, si me han de cautivar o me han de espantar, a través del encorvado silo del suplicio —le contestó Estilicón acudiendo a la llamada.

—Que en el vulgar entendimiento las musas os otorguen de sus favores, pues lo que habréis de oír os espantará, cual trémulos y truncados sueños bajo el privativo dictamen que otorgan los dioses. Aquí las leyes de los hombres yacen ufanas en su ronco epitafio, pues duermen en su propio sueño marchito, que estos mis avisos os sirvan de guía —le notificó Valeriano.

Estilicón se acercó al pútrido agujero de donde una voz lo llamaba, arqueó sus cejas observando la expresión de congoja que también mostraban sus hombres, al percibir todos los quejidos y rugidos tétricos y malignos que provenían de los interiores de aquellas mazmorras.

—Oh, infausto desecho de mortandad balbuciente, ¿qué ceñido y prieto vergel os otorgaron los dioses?, ¿es esto a lo que un virtuoso hijo de Roma ha de aspirar con la aquiescencia y la brutal venalidad de los dioses del Olimpo? Decidme, sombra balbuciente, ¿con qué solapada lobreguez os oprime el cruel filo de Marte, que en su augusta ceguera no encuentra los honorables valores que el tiempo una vez esculpió en vos, a imagen y semejanza de Aquiles, y que los tiempos disiparon en su aberrante olvido? —le habló Estilicón.

—Ay, Roma, que aquí apareces como un pálido Leviatán, entre agrestes lunas e infecundas llanuras —respondió una voz—, soy yo, el que pagó con su sombra el deshonor, pues aquí os habla Valente, el que tomó parte contra godos y sasánidas y las terroríficas hordas de Fritigerno en los campos de Marte, ahora os hablo desde este confinamiento perpetuo, lejos del mundanal ruido, y ese hermoso sol de Homero, con mi ánimo afligido y bañado en llanto, con el que sería capaz de llenar una pira de obsequios en pos de mi redención, aquí os habla con la diestra que hizo estorbo, con el aria de mis más erradas réplicas, contrahecho por la menguante vereda del tiempo y su melancolía, para que sepáis dónde purgan los hijos de Roma con su cautiverio, y en el volátil desafío que ahora las tinieblas os revelan en la noche espesa, sepáis discernir entre la realidad y el desasosiego, el que prevalece como un denso llanto y que huye con el más celoso canto. Oh, Roma, si en mis plegarias siempre os tuve, observad los retóricos preceptos que os otorga esa savia de afligidos pensamientos, las diabólicas metáforas que retumban con vano despropósito, y que en estas pútridas turgencias del vergonzante frontispicio sepáis advertir, la indócil espuela que nos aguijonea sin cesar, sin aliento ni descanso, la roedora simiente que ha engendrado a un taimado poeta a la sombra imperecedera del yugo de los dioses.

—Oh, desgraciado Valente, el más imperecedero guardián y centinela del Oriente, el que ahora purga sus faltas, con la deshonra de su causa y de su gente, referente y fortaleza de las más borrascosas inquietudes y desesperanzas, aquí donde Marte azota con ardientes suspiros, y la noche se disfraza de solapada mortaja, donde las ventosas sanguijuelas hacen acopio de su sangre, y los más negros doseles gualdrapean sacudidos en su resuello, ¿qué error cometisteis, cuál fue vuestro crimen que ahora lo habéis de sufragar con el duplo de su peso y de su causa? —lo exhortó con declamación un desencajado Estilicón al atisbar el contorno del rostro demacrado de Valente.

—Liberad nuestras ligaduras, insigne hijo de Roma, yo os lo imploro, que en el ánimo gozoso del que ha de aplacar y sofocar el tormento de los corrompidos, atended esta mi súplica la cual declamo con mi dicha desencajada. ¡Oh, insigne ironía de la realidad imperante!, aprieta el ventrículo más enervado de tu corazón, y apiádate de esta voz que se ahoga entre siniestros arrecifes de naufragios de procelosa efervescencia, cumplid con vuestra tierra, cumplid con vuestro honor, sofocad el llanto somero que corroe mis rebordes, como el tupido follaje de un monte al que hay que cardar, es hora de desuncir nuestros yugos, y ungir nuestros cuellos con el residuo acuoso y milagroso, el que ha de olvidar en la prosperidad los preceptos de la gracia y la caridad, disipad estas lágrimas cuajadas con la muda helada que ha de quebrarse, en la fija hondura de los ciegos enojos de una grey bastarda, como un sueño balbuciente que, entumido y desmayado, se ha de enderezar en la maldiciente mar —le suplicó el reo emperador Valente.

—Oh, mano sublime —contestó Estilicón, conturbado—, arranca el sordo embebecimiento que en el humilde hospicio de mi vientre y de mi alma, disteis virtud con vuestra demanda, dadme luz y arrojos para trasmutar mi temple, pues si hubo un tiempo en el raciocinio de los hombres, donde hubieron de confabularse un noble orador como Cicerón6 y un hábil poeta como Virgilio7, suplid ingenio por cobardía, pues no hay justa osadía, ni en Marte ni en todo el teatro del universo, que os pueda sacar de la humillante sombra que os retiene.

—¿Qué ladran estos soberbios mortales que vienen a reclamar con taimada piedad lo que no es suyo, desobedeciendo las leyes de los dioses y de aquellas almas que purgan con su tormento en las infecundas llanuras del exilio, haciendo oídos sordos al reclamo de dolor, de los que son presa, con redobles de tambor? —replicó, ahogado en su pena Valente.

—Envainad esa hiriente diatriba, honorable Valente, pues no hay acero en todo Marte ni en todo Roma que logre atravesar semejante grosor, ni siquiera la alianza del amor, pues he que aquí se extingue ante vos y yo, como un puente sin retorno —Estilicón se refirió a la solidez de las puertas que atrapaban a Valente y los suyos—. No hay rara flaqueza, ni traición que conlleven a la piedad ante este ilusorio subsuelo, tan lleno de infértiles pensamientos, como de obcecada vileza y, que en su albor taciturno, hace encorvar al más valeroso de los mortales.

—Oh, insípidos mortales, sumergidos en los sacos rotos de la vanidad y la lujuria, ¿es así como Roma paga a sus venerados hijos, los que una vez doblaron el espinazo por sus sueños y por su gloria? —le argumentó el reo.

—Aplacad vuestro rencor, infausto Valente, pues lleváis escrita la ardiente quemazón en los ojos, y el ambiente os emponzoña y os turba el raciocinio, impidiéndoos ver con clara perspicuidad las cosas más dolientes —lo aplacó Valeriano.

—¿Habláis de la existencia, respetable Valeriano, vos, fantasma errante, que formáis parte de este teatro tan díscolo y exorbitante? No tentadme con el mudo sortilegio de una quimera del ayer, ni siquiera esa astuta lengua es capaz de sacar en su viciado uso, algún breve ápice del hombre que una vez fuisteis y, que como sombra fúnebre y aletargada, ahora tanto tratáis de imitar.

—Aplacad vuestra amargura, desventurado Valente, si alguien próximo a ti quiso hacer de tu desdicha un burdo sarcasmo, ese no fui yo, ni siquiera, el gran Estilicón, el que ahora en la ofusca melodía de su pena, reprime su ardor como el león que se enclaustra en el avivado temperamento de un afligido, pues es Roma, y solo ella, la que os sacará de este suplicio que ensordece las voces del pensamiento y del más prudente guerrero, y que en su justa melancolía, exhorta con declamación el pertinaz sobrecogimiento del que es incapaz de sofocarlo —le contestó Valeriano.

—Desventurada Roma, si mi dicha debéis escarmentar, que no sea ante estas odiosas paredes que constriñen mi alma y mi espíritu, llevadme por los caudalosos limes de tu imperio, el cual exhibe su fortaleza cual roble centenario que proscribe y limita a las demás razas de su entorno con su opulenta y arraigada sombra, como una elegía que en su cadencia infiere en este rosario de anécdotas banales, las que incierto pero resoluto he de referir, como el guerrero que ha de bogar despierto a lo largo de la laguna Estigia, o en el canoso mar de la agitada paciencia —le manifestó el reo.

—Desventurado Valente, guardián y centinela de los limes del Oriente, que en el despecho de tu truncada fortuna, arrecien los clementes efluvios preponderantes, los que ha de conjugar el gran Eolo8 desde la Tracia, con la armonía y el desasosiego circunscritos a ellos y que, en el embalsamador elixir de su temple, os lime de asperezas y de torpezas. Oh, Valente, que las ardientes cenizas de Escirón9 en su desabrido y gélido oreo, no os aboquen al sobrecargado yugo de la locura, la que tanto anega la cordura, pues si la abundancia que discurre en Roma, ha de valerse de un íntegro numerario que esté exento por prodigalidad y exacción, de repartir entre los más viciosos haraganes el destino de su oro y de su plata, ocultad entonces vuestra verdad y propalar las más aviesas mentiras, pues jamás Roma sustentó de crédito moral ni de justicia, ni para ella ni con los demás —sentenció Valeriano.

—Bendita Roma, que emerges como una deidad, y en tu corpórea magnificencia arrastras las malas nuevas de tu propio impedimento, con tu rostro contrariado y de innoble catadura, desdeñando a tus hijos en tu propia y egocéntrica desdicha, sumiéndolos en las más hondas tinieblas, ¿cómo discernir la espiga y la lanza, la clemencia de la soberbia, aquella que acuñaron tan sabiamente los Heraclidas, el propio Julio César, Vespasiano y Vitelio, decidme, retoños del olvido? —los interpeló el reo.

—Noble Valente, no inflames más la llama doliente, la que no habrá de exculparnos de tan grave abominación, ni a ojos del penitente, ni a ojos de quien en su ingrata causa ya se arrepiente, que en tu pálido semblante se anude la savia vergonzante, la que nos ha de salpicar tan henchida de razón, y que su infructuoso e ineficaz veneno nos otorgue el aliento del cual hoy carecemos, pues no hay mortal que en su causa justa no desdeñe, como al vulgo que hay que apartar en su benigna y oficiosa causa, de la más noble raza de los hombres, es por ello que bajo la inanimada zahúrda del que ha de sufrir el sarcasmo y la desesperanza más execrable de los dioses, no podamos solevantar y remendar en nuestra fijeza y pundonor más confabulados, a los que una vez fueron baluarte inexpugnable de la gloriosa y deificada Roma —le aplacó el ánimo Estilicón.

—Ay, hijos de Roma, pues hoy inviertes tu incienso con ofrendas prescritas, ¿aún no sabéis, noble Valente, que Roma ha dado la espalda a sus más distinguidos dioses, a los que atribuía su potestad con fecundos votos?, ¡y es por ello por lo que hoy pagáis con el sueño de los justos! —le manifestó Valeriano.

—Pero ¿qué decís, noble Valeriano, con qué negro atavío os presentáis ante este inmaculado templo?, no lo amancilles con tus irreverentes palabras y esas lágrimas tributarias tan llenas de deshonra, en este noble seno donde su más preciada joya yace aquí sepultada, pues todos los que en ella descansan pagaron con su sangre y honor, al amparo de tormentas y guerras de toda índole y condición, pues sin sufrago ante tales acechanzas, camináis al sacrificio con esos símiles tan intempestivos como circunstanciados, con vuestras soeces voces y sufragios malavenidos habéis dado pábulo a un dios pagano. Malditos seáis. Idos y no volváis, yo os maldigo.

Estilicón y Valeriano no pudieron reprimir su ardor y angustia contenidas de una sola vez.

—Entre estos pilares rectos que se asemejan a una noche negra y basáltica, ¿dónde fuiste a caer, hijo predilecto de Roma? —expresó su remordimiento entre un llanto compungido Valeriano, mirando al cielo.

El séquito romano se volvió dándoles la espalda y saliendo de aquel lúgubre lugar, impotentes de no poder liberar a sus hermanos de sangre.

El interior era opresor y las cloacas faraónicas de las zahúrdas y sus sumideros, compuestos de ladrillo y barro, se hicieron intransitables. Valeriano los guio por los intrincados derroteros, encendió la luz de un hachón de aceite que colgaba medio apagado de las paredes y comenzó a avanzar por el interior de las profundas cavernas. Las pisadas se percibían en la distancia como un eco que envolvía aquellas nauseabundas y tubulares entrañas de la tierra. Su paso se hizo insistente y comenzaron a sentir terribles escalofríos; tenían una sensación extraña, como si a su vez fueran poseídos por una fuerza exterior que los percibiera desde lejos, era un presencia cautivadora y horripilante, de alguien que los conociera y leyera sus pensamientos, sabiendo cuáles eran sus intimidades, las que nunca y rara vez se logran confesar a tu enemigo.

Los resquicios de luz eran muy pobres y la luz del hachón de negro y hediondo sebo apenas daba una claridad meridiana. Todo estaba tan por encima, tan en el aire, ignoraban en qué senda podría desembocar aquel infernal itinerario, siempre hacia la puerta que nadie espera, hacia el inverosímil periplo, el que tanto pábulo habría de dar a Roma, pero el mañana era un misterio aún sin resolver, el que siempre ha de despertar de una tonalidad distinta y difícil de adivinar, como un juego de azar circunscrito en sus abstractos y ambiguos paisajes, esa predestinación fatal a la que todo mortal está abocado.

Se iluminaron a través de la misma, entre esas cavidades de piedra, la luz hizo rejuvenecer las viejas paredes de estropeada roca a causa del humo y el hollín de fuegos pretéritos, enseñaron sus más crueles cicatrices y entresijos, pues las ratas hicieron su aparición entre amplios orificios y grietas, y nidos de murciélagos se desplegaron con vampírica burla desdoblándose por el aire, como iconos deslizantes de maldad y malicia, entre aquel asombroso laberinto de ladrillos de adobe.

Las paredes comenzaron a ensancharse y desembocaron en una cámara o vestíbulo con dos pilares con forma de esfinges pétreas, que se levantaban flanqueando un amplio umbral con forma de arco, por la que se infiltraron.

Aquellas dos esfinges eran impresionantes y no sabían qué podían estar haciendo allí, el camino se estrechó como un tortuoso desfiladero; más adelante se toparon con un vestíbulo sepulcral dominado por dos cobras con coronas de sol en la cabeza, era una evocación a Buto. Esas dos estatuas de grandes dimensiones habían sido corridas mediante un intrincado mecanismo y era evidente que acababan de ser traspasadas por la tropa.

Una vez dejadas las entrañas marcianas y sus zahúrdas, entre los aposentos palaciegos y sus corredores, los resuellos de Marte en su modorra se percibieron cuando traspasaron los umbrales de la sala regia donde pudieron hallar la misma deshabitada de centinelas y guardias custodios algunos, allí dormía Marte en su trono, con ronquidos abominables, la princesa Gala percibió sus pisadas despertando de súbito. Estilicón la encontró apostada al cobijo del trono de Marte, casi tocando sus pies; se despejó como un bello óleo, miraba insistentemente hacia ellos, la noche tejió una bella heroína de áureos cabellos y celada de plata, con la tirantez y gallardía de una ninfa en su infiel destierro, era una heroína capaz de escalar las murallas de Troya, una amazona lunar.

Con aquel disfraz encubría al hacedor del crimen, sus ojos verdosos se volvieron entre la niebla hacia él y se le clavaron como el rayo de Jove10, su expresión de bella ninfa cambió con una impertérrita mirada y aquella corriente de fina neblina que traía el «leteo olvido»11 varió bruscamente en su romántico curso, pues como una tímida Tisbe tendió a desaparecer. El séquito romano salió tras la vaporosa tela de un velo rosado, el que sobresalía de su cuello contorneándose al aire como fina muselina. Los bancos de niebla se abrían paso cubriendo las estancias y su fino mármol.

Pero el radiante y eterno crepúsculo había permutado su oro por un vetusto anochecer e imprimía su dulce y fatal beso sobre las cándidas mejillas de los mortales, sobre los corazones de los idilios desventurados, sí, igual de dúctil con que la afanosa abeja liba las flores. Los vanos gritos de las zahúrdas se simultaneaban igual de inútil que suplicar a una tempestad que dejara de alborotar. Había sido tan difícil de adivinar cuál iba a ser el final y el desenlace de toda aquella loca y venturosa incursión, como tratar de ver a Némesis sin su máscara, pero por fin se había manifestado, airadamente, porque el sino de la providencia es así, como airadas y turbulentas sus noches de amor, con un dolor que habían aprendido a soportar como lo podía haber sido Leopardi llorando contra la vida, tan encerrado como fósiles de lágrimas en néctares de ámbar. Y es que la noche era un infierno, un poniente teñido de azafrán, tan teñido como de sangre es el vino de Sicilia. Los rayos que incidían como araucarias en las celosías y balaustradas de las alcobas, allí lo nuevo se volvía prontamente caduco, en esa atmósfera la belleza se marchitaba a pasos agigantados, hasta la bella princesa se hubiera convertido en un macilento ocre con el paso de las estaciones. Estilicón tapó la boca de la princesa, la cual se puso a gemir.

—Callad, criatura, que acudo a vuestro rescate. Pues heme aquí que con tanta prudencia y sigilo parezco a Tarquino12 hacia la casta Lucrecia, y es que el hombre al igual que Odiseo13 está predestinado a cruzar siempre las ordalías del agua y el fuego —la aplacó susurrando Estilicón.

—Él nos ha hecho cautivos de su maldición, sacadme de aquí, aprisa —le suplicó Gala, la cual vestía un ceñido traje de seda transparente.

Era una hermosa y apuesta joven de tremendos ojos garzos, de facciones caucásicas y piel blanca como el azúcar, mostraban un rostro lampiño, el general romano la escrutaba con impávida mirada, jamás había visto un rostro tan pálido y ojeroso. Al llegar a este punto Estilicón se volvió y se cubrió con las manos, tratando de no mirarla por miedo a encantamiento; luego percibió el lamento en el tono de una voz, era la de la princesa que le hablaba susurrando, apenas sí podía concebir sus palabras, era una voz blanda y sublime, y con delicadeza instintiva escuchó su reclamo, tuvo el valor de observar nuevamente su faz y no rehusó ya ante ella, resplandecía al igual que un tesoro milenario, aquel que los mortales siempre ansían, pero tan intangible como el que una vez Fabricio14 despreciase, Estilicón se llenó de valor y acercó su mano acariciando sus cándidas mejillas, entre aquel soñado ardor creyó estar palpando a un hada con más hechizo que Circe15 la célebre maga, miles de sibilinas lanzas le atravesaron su alma con más atino que a Neso16, eran rayos forjados con más primor que la misma piedra de Pesinunte17, mas su fulgor parecía provenir de las mismísimas fraguas de Vulcano.

—Hacía tanto que anhelaba este momento, en las noches apenas discernía a ver tu rostro entre mis sueños. Pero hoy mi sueño se materializó convirtiendo la palabra en verbo —la ensalzó Estilicón.

—No soy un sueño ya para ti —repuso la princesa, con una voz que resobara como un céfiro airecillo de faz radiante, alba y cándida.

—¡Pero yo os vi! Corríais entre sueños hacia el oscuro confín donde cae el mundo —atestiguó el general, sus ojos solazados quedaron colmados por su imagen—. Apartaos, romperé las cadenas que os oprimen —Estilicón desenvainó la espada de Marte cortándolas con la facilidad con que se atraviesa una gasa.

Pero en ese momento entre los bancos de niebla que surcaban las estancias, unos leones barbudos hicieron acto de presencia rondando por las cercanías.

—No os mováis, mi señor, manteneos firmes y guardad la entereza que yo conseguiré aplacarlos —los advirtió Valeriano, que cogió una bandeja de plata próxima y comenzó a echar trozos de carne a las fieras, para que saciaran su famélica condición.

No lejos de allí pudieron distinguir un bulto inerte, un cuerpo amortajado próximo al estrado, era la del reo que Marte mantenía cautivo atado a una traviesa de oro, una gasa le cubría la cara.

—¿De dónde surgieron estas bestias ancestrales, venerable Valeriano? ¿Quién es capaz de retener entre las negras honduras de la vanidad, a semejante belleza, y, en su más orgulloso numen, engendrar el horror con tan fingida apariencia y discreción? —ensalzó con su mano la cara cándida y contorneada de la princesa—. Pues queda en mí loar a la virtud, en la estéril y ruda lengua, que en mi alma ya me cuelga.

—Mirad, sus ojos flotan entre la niebla, ante este lecho suntuoso lleno de aflicción y no exento de tan insano maleficio y, en su burla hipócrita, al amparo de su hacedor, enmascara sus caninos, fiel a su forja y a su destino, ante la voz que ha de clamar, ante esta bella ninfa al despertar —le contestó Valeriano.

—Parecéis susurrar una palabra que se hubiera resistido en la sombra de su estío, obcecada en escapar algún día del infranqueable abismo que conciben la voluntad de los dioses —le confesó la princesa a Valeriano.

—Nunca aprenderemos de nuestro pasado, hasta que ya no viva nadie para recordarlo, y abocará al hombre a un ocaso de tinieblas, ahora es tan solo un simple susurro, pero algo atroz se confabula a las sombras, un secreto que ni siquiera el fuego puede desvelar. En esta maldita guarida de Hefesto18, he podido ser testigo de su oscura diatriba, la que grave y desdeñosa esgrime en su resabiada acritud, mientras Roma delibera en días de penitencia y esclavitud, entre la alabanza y el vituperio a sus dioses, algo se fragua bajo los ciclópeos fuegos de la inmortalidad con el candor de mil yunques —les relató la princesa Gala.

Esas proféticas palabras calaron muy hondo en los presentes, las que sintió el gran Valeriano como si un escalofrío mortal lo palpara, taladrándole su corazón; notó el poder de aquellas manos hurgando en su alma y las notó gélidas como la propia muerte.

El abominable cielo estaba apertrechado y parapetado en su madriguera, y la ponzoña que irradiaba el paso de sus lunas cambiaba en clisés combinados entre amarillos, magentas, negro y cian.

Estilicón sintió un temblor de cuerpo estremecedor, nunca había notado la presencia de la muerte tan de cerca y parecía reencarnarse esa noche en aquel funesto lecho, con unos ojos tan carentes de vigor y sentimientos como aquella atmósfera mortecina y sin vida. Marte era un sujeto aterrador y la leyenda que había forjado tras él la pudo corroborar bien de cerca.

—Mirad, su mirada aglutina y contrae los más ímprobos delitos, y los más infernales maleficios que se hayan perpetrado jamás sobre todo el orbe de los hombres y su estrellado firmamento —miró Estilicón el rostro amodorrado de Marte.

—Su ardor es una candela que arde y crepita con ufana perversidad, con un éxtasis que embarga los corazones más desapegados y fríos de la condición humana —secundó Valeriano— y, que en su dudosa inocencia, es capaz de metamorfearse como un espíritu sinuoso que latiera constreñido desde la noche de los tiempos.

Las estrellas y luceros del sombrío cielo marciano proyectaban sus lúcidos candiles bajo aquellos techos fúnebres y dantescos, eran sutiles velas que se extendieran bajo esa luz diamantina y dulcificante en la noche eterna, se mezclaba con su pura y casta alma, saciando la sed de las musas más lascivas del monte Helicón19.

Entre todo aquel mar de espontáneas velas y candiles, Estilicón comenzó a descorrer con sus manos cortinas de gasas multicolores y transparentes, las que llenaban aquel suntuoso palacio, por los que cualquier ladronzuelo podría esconderse fácilmente.

Por unos momentos se hizo la oscuridad del firmamento y cubrió con su tupido velo ocultando una zona de la sala, todo el esplendor perlino del firmamento se perdió de un soplido, y el dios guerreo víctima de su propia modorra roncaba en un sueño intrascendente y pasajero en su gaseosa y aguardentosa morada.

La princesa transmitió una inseguridad locuaz y angustiosa, una sombra se había apoderado por unos instantes de los designios del reino del terror. Luego, Valeriano, ayudado por sus hombres pudo atar a los tobillos del gran dios, las argollas de las gruesas cadenas que ajusticiaban a la princesa en su cautiverio, para que así no pudiera ir tras ellos.

Pronto abandonaron las estancias, sigilosos, mudos, cuando Estilicón traspasaba las gigantescas puertas se volvió al ver rezagado a Valeriano, este se había ausentado por unos instantes, yéndose hacia el cuerpo del reo que, maniatado a la traviesa, servía de tortura al cruel dios. Estilicón tuvo un mal presentimiento, se percibía una tensión en el ambiente tal que si hubiera habido un galvanómetro en ese preciso instante, inscribiría unas oscilaciones rítmicas fuera de lo común.

—¡Valeriano, no! —lo contuvo Estilicón.

Pero fue demasiado tarde, cuando la mano de Valeriano se dispuso a correr el velo del reo, ahí se despejó ante él el rostro felino de una pantera en la noche, era la misma Salomé que con una sonrisa macabra le asestó un zarpazo con su diestra, decapitándolo en presencia de todos; su cabeza salió por los aires cayendo a un par de metros. La escena fue escalofriante y la expedición romana quedó por unos instantes muda y sin capacidad de reacción, completamente petrificados, con los miembros agarrotados por una extrema congoja. La princesa Salomé que había permanecido oculta todo ese tiempo, tomando el disfraz del reo, los estuvo observando en la clandestinidad, así que corrió como una gata hacia ellos.

—¡Cerrad las puertas, rápido! —ordenó Estilicón.

El séquito romano comenzó a mover las pesadas puertas ante la incursión de aquella impostora lacaya de Marte, que se acercaba a pasos agigantados hacia los umbrales, pudieron finalmente cerrar las mismas en las propias narices de aquella mortal vampiresa, tras las cuales se oyó repercutir las mismas, aporreándolas con unos rugidos espantosos, también se unieron a los de ella los del propio Marte despertando de su profunda modorra.

Estilicón cerró los ojos huyendo de la realidad, como aquel que alcanza el final de un sueño que nunca fue. Luego se dio media vuelta y desapareció caminando cabizbajo, llevado y resguardado por sus hombres, como aquel que hubiera sido testigo circunstancial de un triste final.

El grupo se alejó de aquellas pertenencias reales y penetró en otro laberíntico hábitat, retirando tules y géneros de seda que se extendían como un mar multicolor ante ellos.

La noche bañaba con su color escarlata toda esa ciudad de loza, de relieves tan pulimentados y vírgenes. En sus paredes se reflejaban sus tonalidades y era realmente esplendorosa de contemplar.

Tras ellos se percibieron unos rugidos que hicieron temblar los cimientos de la morada; era Marte que trataba de deshacerse de sus cadenas. El grupo logró alcanzar el puente del Destino.

En la noche crepuscular las mastodónticas torres de marfil trepaban como escaleras hacia los confines estrellados del firmamento, allá se alzaban en una fermentación que alteraba los sentidos, la claridad intermitente de sus antorchas ascendía en volutas sulfurosas y emulsiones opalescentes, recortando su silueta contra los restos herrumbrosos y encarnadinos del eterno crepúsculo. Eran las estrellas más diamantinas que jamás hubieran visto.

Un temor los sobrecogió, ahí estaba de cara la estrella central de Casiopea frente al ojo del observador, el firmamento giraba hacia la derecha, escrutando los rincones infinitesimales del sistema solar y, por fin, ocultos en los lejanos abismos del cosmos, con su tono escarlata, junto a la estrella que jamás parpadea, la del cruel Marte, sus dos lunas proscritas, agazapadas entre Capricornio y Acuario.

Desde los puentes lo cuales se encontraban despejados, corría una especie de brillante luz como un halo bermellón que se entrevió a vislumbrar en la noche, apenas podía ser perceptible por las corrientes que arrastraba el desierto, pero la aparente tranquilidad y la extensa calma de esa velada les abrieron las puertas del destino y tal vez de la historia. Ese viento rojizo de la desolación marciana se filtraba e inflamaba los párpados con su finísima vaharada de polvo molido al igual que el «ghibli» africano.

Las efigies hacían de pilares con forma de leones barbudos presidiendo las entrantes del puente del Destino, el rostro de las mismas era aterrador, marcado por un rictus demoniaco, ostentaba la doble corona del Alto y Bajo Marte, y la real túnica que cubría su cabeza tocada con una cobra protectora, con el signo distintivo del ofidio. Una gran piedra luminiscente situada justo encima, entre sus dos ojos, despedía una exótica luz. Su hirsuta y rugosa piel tallada en piedra y ojos felinos, de repugnantes caninos, sobresalían de sus remarcados labios pintados de negro, al igual que sus álgidas cejas y los contornos de sus ojos. Las pupilas eran de ambarinos iris, de los laterales de los pilares arrancaban adosados unos horribles brazos en cruz, terminados en siniestras manos de largos dedos y uñas que sostenían sobre su pecho el mayal y el báculo, símbolos de realeza y poder. En el exterior del puente salían enhiestos representados un báculo de cobra con una piedra que despedía una llama de luz, y una gigantesca y tallada cobra de mirada procelosa como guardián del lugar.

Encontrando los espaciosos puentes levadizos despejados y sin presencia alguna de centinelas ni guardias, se dispusieron a atravesarlos.

La desolación marciana y sus valles golpeaba en sus arrolladas corrientes, zabucaba y sacudía en su oleaje, redundando en su llamada, como el crepitar de un viejo galeón escorado que hubiera encallado cerca del arrecife, percutiendo una y otra vez su vieja madera, filtrando niebla y más niebla, alargándola como un apéndice de sí mismo hacia tierra firme, a veces, aparecían formas humanas que se desintegraran entre finos jirones, para luego aparecer de improviso en otro punto más avanzado.

Cuando cruzaban el puente desde los umbrales de acceso, un asombra se interpuso en la distancia la que, retadora, los miraba fijamente con semblante sepulcral, Estilicón contrajo el rostro. Los ojos desorbitados de aquella sombra exteriorizaban una ira enfermiza capaz de traspasar la misma roca de la elevación montañosa. Era Salomé, la lacaya de Marte, varios hombres del séquito romano se anticiparon y saltaron a hacerle frente, mientras Estilicón retrocedía con la princesa.

—¡Desdichado romano!, ¿dónde vais con la prontitud del desasosiego, sobre esta fortaleza de la soledad?, que el céfiro viento no lo torne en necedad —exclamó con sarcasmo Salomé—. ¡Oh, impetuoso quicio del disloque!, por vuestra falta de cordura pagaréis con el sueño de los justos, y en la volición que emana de vuestra más inquieta impaciencia, condenaréis a vuestro pueblo al desamparo y a la proscripción, sumiéndolo en un reino de tinieblas, pues el que execra y roba con felonía, con el descaro de la fatuidad y la demencia, no es digno de la dulce coyunda con el que Marte ata a los mansos.

—¡Atrás, hija del Averno! —empuñó Estilicón la espada de Marte—. No me sumiré a tus ruegos y mandatos, ¡antes muerto, que pagar con el sueño de los justos! A los que Marte ata al sepulcro y al limbo de la eterna espera. ¡Lacónica certeza!, no se torne en voluntad, ni con cetro, ni con látigo que hoy nos ose gobernar.

Hacia Salomé se prestaron varios aguerridos y avezados guerreros que con sus gladius trataron de parar y retener a la mortal princesa. Pero esta dio un giro sobre sí, desenrollando su cruel látigo extensible de uno de los receptáculos de su cinturón, el cual surgió de repente con un zumbido electrizante, y con su punta logró atravesar el pecho de uno de los romanos, cayendo inerte al suelo. Otros dos guerreros fueron alcanzados de igual manera, con otro giro mortal de la princesa desbaratándolos de sus vigorosos ímpetus, pues a uno lo traspasó a la altura del corazón horadándole igual que un punzante puñal, y a otro cuando presto se daba a la huida. Fue marcado con una línea rojiza en su cuerpo, la cual se iluminó cada vez con más intensidad. El romano se la observó petrificado sobre él, y paró de correr, sin saber qué significaba aquello, medio cuerpo se separó de pronto de su otra mitad cayendo como un fiambre descuartizado sobre el puente.

Salomé iba rompiendo los bancos de niebla como nubes que se deshilaran y luego se volvieran a hilar a voluntad, formando ovillos de fino frenesí a sus costados. Dio un latigazo hacia los contornos visibles del séquito romano, y se apercibió de la espada regia de Estilicón la cual enarbolaba, hubo un forcejeo entre los dos, un tira y afloja, el látigo de Salomé la había arrollado a su afilada hoja, en pocos segundos la misma fue desposeída de su puño, pasando a manos de aquella impostora.

Estilicón la observó y la incertidumbre fue in crescendo, el calor era sofocante, así que corrió hacia la salida más próxima, mientras Salomé aceleraba el paso acortando las distancias, él con un mandoble hizo caer de sopetón el rastrillo levadizo, mientras Salomé llegaba al mismo rugiendo como una pantera, dejando ver sus caninos traspasando los barrotes con sus manos tratando de aprehenderles.

Allá sobre las vastas llanuras del planeta desierto, emergieron los leones barbudos de Marte, frente a la expedición romana, era la gloriosa escapatoria, pues atajaron justo por el puente paralelo, desde el cual se apreciaba a Salomé que sacudía su látigo contra su posición. Era un templo natural erigido en la antigüedad, sus paredes eran pálidas y terrosas igual que una piedra caliza reluciente como el mármol, unos pilares monolíticos de granito decoraban ostentosos su lisa fachada precipicio, aquello era descomunal.

Ambos puentes eran como unas canteras en medio de un océano disecado. Su homogénea y uniforme piedra había servido para esculpir las cuatro esfinges en su lado sur, junto a los pilares mayores, los cuatro colosos que sin contar el entablamento y el pedestal medían cien metros, eran los guardianes custodios de su templo, leones milenarios que solo mirarlos daban escalofríos.

La reducida expedición logró atravesar los umbrales de la gloria y de la historia, dejando atrás un infierno estremecedor.

 

FIN


1 Aristóteles: filósofo griego.

2 Gucomatz: mitología maya, dios de la tempestad y del huracán.

3 Gangavieros: de «gangava», especie de redes de arrastre.

4 Escila: criatura marina de seis cabezas condenada a guardar el Estrecho de Messina junto a Caribdis.

5 Caribdis: transformada por los dioses en una roca, que suponía graves peligros para los navegantes (Hom. Od. xii. 73, &c., 235, &c.).

6 Cicerón: Marco Tulio Cicerón, orador romano.

7 Virgilio: poeta romano.

8 Eolo: era el gobernante de los vientos en la mitología griega.

9 Escirón: es el dios-viento del Noroeste.

10 Jove: Júpiter.

11 Leteo olvido: río del Hades, si se bebían sus aguas provocaba el olvido.

12 Tarquino: Sexto Tarquino (Tito Livio, Historia de Roma, Libro I, 57,10)

13 Odiseo: héroe de la mitología griega.

14 Fabricio: Gayo Fabricio (s. III a.C.) al que ofreciéndole los samnitas grandes dones y tesoros no los quiso.

15 Circe: en la mitología griega, Circe fue una diosa hechicera que vivió en la isla de Eea. (Od. x.212ss.).

16 Neso: era un famoso centauro.

17 Pesinunte: piedra adorada por los frigios.

18 Hefesto: en la mitología griega, dios del fuego.

19 Helicón: monte mitológico donde habitaban las Nereidas.