Florencia y Daniel.
Pocos minutos faltaban para que el gran reloj del cabildo marcase las dos horas de la tarde, cuando Daniel Bello dejó la casa del señor ministro de Relaciones exteriores, D. Felipe Arana, en la calle de Representantes, por la cual siguió en direccion al sur, hasta encontrarse con la calle de Venezuela que cruza la ciudad de este á oeste; y doblando por ella, en direccion al Bajo, caminó hasta la calle de la Reconquista.
Daniel no habia adelantado nada en aquella visita sobre lo que hacia relacion con su amigo Eduardo, ó mas bien, mucho habia ganado en contentamiento desde que se impuso de que el señor ministro Arana no sabia una palabra de los sucesos de la noche anterior, aun cuando, al llegar Daniel, el señor ministro venia de dejar la casa de Su Excelencia el Gobernador, y puesto de su parte todos los medios que estaban á su alcance para saber, ántes que Victorica, lo que habia ocurrido en el Bajo de la residencia, segun las propias palabras del señor ministro.
Y era esto precisamente cuanto Daniel deseaba en lo demas, es decir, una ignorancia completa, ó una confusion de relaciones en todos aquellos á quienes se habia dirigido, y cuyos informes debia recoger en el resto de ese dia.
Ya sabia que el ministro estaba ajeno de cuanto habia pasado. Iba á saber, por la linda boca de su Florencia, lo que hablaban Doña Agustina Rosas de Mancilla y Doña María Josefa Ezcurra sobre aquel incidente, cuya relacion que de él hicieran, debia provenir directamente de la casa de Rosas, adonde habrian afocádose los informes de Victorica y sus agentes, y adonde esas señoras concurrian todas las mañanas; y por último, esa tarde sabria lo mas ó ménos informada que estaba la Sociedad Popular y su presidente, sobre las ocurrencias de la noche anterior, con lo cual habria tomado entónces todos los caminos oficiales y semioficiales por donde podia andar, mas ó ménos oculta, en la capital de Buenos Aires, una noticia de la clase de aquella que tanto le interesaba saber.
Entretanto, él no habia perdido el tiempo en su ministerial visita, pues habia conseguido que el señor ministro Arana se envolviese en una red, primorosamente tejida por las manos de ese jóven que, casi solo, sin mas armas que su valor, y sin mas auxiliares que su talento, en una época en que todos los vínculos y todas las consideraciones de honor y de amistad empezaban á ser relajadas prodigiosamente por el terror en ese pueblo sorprendido por la tiranía; pero en el cual, es preciso decirlo, no habia desenvuéltose nunca ese espíritu de asociacion que sus necesidades morales reclamaron siempre; por ese jóven decíamos que era una especie de conspiracion viva contra Rosas, admirable por su temeridad, aun cuando reprensible por su petulancia al querer trastonar, con la sola potencia de su espíritu, un órden de cosas constituido mas bien por la educacion social del pueblo argentino, que por los esfuerzos y los planes del dictador.
Don Felipe Arana, que tenia grande respeto á los talentos de Daniel, á quien mas de una vez consultaba sobre alguna redaccion de fórmula, ó alguna traduccion del frances, cosas ambas de muy grave importancia y de no menor dificultad para el señor ministro de Relaciones exteriores, habia consentido en aceptar un consejo de Daniel, con la candidez que le era característica, y con aquella inocencia que empezó á revelarse en él desde el año de 1804, en que se afilió en la hermandad del santísimo sacramento, y cubierto con su pelliza de terciopelo punzó, y con la campanilla en la mano, marchaba delante de la custodia, cuando en el primer domingo de cada mes salia de la santa iglesia catedral la procesion que se llamaba de la renovacion, por ser el dia en que se renovaba la hostia consagrada.
Y aquella aceptacion de aquel consejo iba á convertirse en un árbol de excelentes frutos para aquel jóven, á quien solo faltaba apoyo para ser uno de los actores principales del drama revolucionario por que pasaba el pueblo de Buenos Aires, y en cuya cabeza, á pesar de su aislamiento, se desenvolvia, despues de algunos meses, un plan todo él de conspiracion activa contra Rosas, que irá conociéndose mas tarde, á medida que los acontecimientos sobrevengan; como dentro de poco habrá ocasion tambien de saberse algo sobre esa tan importante concesion que acababa de conseguir de D. Felipe Arana.
Y entretanto, diremos que Daniel habia doblado por la calle de la Reconquista, y caminaba con ese aire negligente, pero elegante, que la naturaleza y la educacion regalan á los jóvenes de espíritu y de gustos delicados, y que los elegantes por artificio no alcanzan á reproducir jamas. Con su levita negra abotonada, y sus guantes blancos, en la edad mas bella de la vida de un hombre, y con su fisonomía distinguida, y ese color americano que sirve á marcar tan bien las pasiones del alma y la fuerza de la inteligencia, Daniel era acreedor muy privilegiado á la mirada de las mujeres, y á la observacion de los hombres de espíritu, que no podian ménos de reconocer un igual suyo en aquel jóven en cuyos hermosos ojos chispeaba el talento, y que revelaba la seguridad y la confianza en sí mismo, propiedad exclusiva de las organizaciones privilegiadas, en su aire medio altanero y medio descuidado.
Llegado á la calle de la Reconquista, nuestro jóven no tardó mucho en pisar la casa de la bien amada de su corazon.
De pié junto á la mesa redonda que habia en medio del salon, y sus ojos fijos en un ramo de flores que habia en ella, colocado en una hermosa jarra de porcelana, Florencia no veia las flores, ni sentia la impresion de sus perfumes, aletargada por la influencia de su propio pensamiento, que la estaba repitiendo, palabra por palabra, cuantas acababa de oir salir de boca de Doña María Josefa; al mismo tiempo que dibujaba á su capricho la imágen de esa Amalia á quien creia estar viendo bajo sus verdaderas formas.
La abstraccion de su espíritu era tal, que solo conoció que habian abierto la puerta del salon, á cuya daba la espalda, y entrado álguien en él, cuando la despertó de su enajenamiento el calor de unos labios que imprimieron un tierno beso sobre su mano izquierda, apoyada en el perfil de la mesa.
— ¡Daniel! exclamó la jóven volviéndose y retrocediendo súbitamente.
Y ese movimiento fué tan natural, y tan marcada la expresion, no de enojo, sino de disgusto, que asomó á su semblante, y tan notable la palidez de que se cubrió, en vez de esos ramos de rosas con que asoma el pudor á las mejillas de una joven en tales casos, que Daniel quedó petrificado por algunos instantes.
— Caballero, mi mamá no está en casa, dijo luego Florencia con un tono tranquilo y lleno de dignidad.
— ¡Mi mamá no está en casa, caballero! repitió Daniel como si le fuera necesario decirse él mismo esas palabras para creer que salian de los labios de su querida. Florencia, continuó, juro por mi honor, que no comprendo el valor de esas palabras, ni cuanto acabo de ver en ti.
— Quiero decir, que estoy sola, y que espero querrá usted usar para conmigo de todo el respeto que se debe á una señorita.
Daniel se puso colorado hasta las orejas.
— Florencia, por el amor de Dios, díme que estás jugando conmigo, ó díme si es verdad que yo he perdido la cabeza.
— La cabeza no, pero ha perdido usted otra cosa.
— ¿Otra cosa?
— Sí.
— ¿Y cuál, Florencia?
— Mi estimacion, señor.
— ¡Tu estimacion! ¿yo?
— ¡Y qué le importa á usted el cariño, ni la estimacion mia! dijo Florencia con una fugitiva sonrisa, y marcando ese gesto de desden que era el mas bello juguete de su pequeña boca.
— ¡Florencia! exclamó Daniel dando un paso hácia ella.
— ¡Quieto! caballero, dijo la jóven sin moverse de su puesto; y alzando su cabeza y extendiendo su brazo hácia Daniel que casi tocaba con sus labios la palma de la linda mano de su amada. Pero fué tal la dignidad y la resolucion que acompañaron la palabra y la accion de la señorita Dupasquier, que Daniel quedó como clavado en el lugar que pisaba. Y en seguida retrocedió algunos pasos, y afirmó su brazo izquierdo sobre el repaldo de una silla, miéntras Florencia apoyaba su mano sobre la mesa redonda.
Los dos amantes se estuvieron mirando algunos segundos, creyendo tener cada uno el derecho de esperar explicaciones. La escena empezaba á cambiar.
— Creo, señorita, dijo Daniel rompiendo el silencio, que si he perdido la estimacion de usted, á lo ménos me queda el derecho de preguntar por la causa de esa desgracia.
— Y yo, señor, si no tengo el derecho, tendré la arbitrariedad de no responder á esa pregunta, repuso Florencia con esa altanería régia que es una peculiaridad de las mujeres delicadas cuando están, ó creen estar, ofendidas por su amado, miéntras poseen la conciencia de no tener él nada que reprocharlas.
— Entónces, señorita, me tomaré la libertad de decir á usted, que si en todo esto no hay una burla que ya se prolonga demasiado, hay una injusticia que está ofendiendo á usted en el concepto mio, replicó Daniel con seriedad.
— Lo siento, pero me conformo.
Daniel se desesperaba.
Otro momento de silencio volvió á reinar.
— Florencia, si anoche me retiré á las nueve, fué porque un asunto importante reclamaba mi presencia léjos de aquí.
— Señor, es usted muy libre para entrar á mi casa, y retirarse de ella á las horas que mejor le plazca.
— Gracias, señorita, dijo Daniel mordiéndose los labios.
— Gracias, caballero.
— ¿De qué, señorita?
— De vuestra conducta.
— ¡De mi conducta!
— ¿Se ha levantado usted sordo, caballero? repite usted mis palabras como si las estuviera aprendiendo de memoria, dijo Florencia riéndose y bañando á Daniel con una mirada la mas desdeñosa del mundo.
— Hay ciertas palabras que yo necesito repetirlas para entenderlas.
— Es un trabajo inútil esa repeticion.
— ¿Puedo saber por qué, señorita?
— Porque bien tiene obligacion de oir lo que se le dice, y comprender las cosas, aquel que tiene dos oídos, dos ojos y dos almas.
— ¡Florencia! exclamó Daniel con voz irritada: aquí hay una injusticia horrible, y yo exijo una explicacion ahora mismo.
— Exijo, ¿ha dicho usted?
— Sí, señorita, lo exijo.
— ¿Me hace usted el favor de volver á repetirlo?
— ¡Florencia!
— ¿Señor?
— ¡Oh! basta, esto ya es demasiado.
— ¿Le parece á usted?
— Me parece, señorita, que esto ó es una burla indigna, ó es buscar un pretexto de rompimiento, bien incompatible con personas de nuestra clase; y tres años de constancia y de amor me dan derecho á interrogar por la causa de un procedimiento semejante; y á pedir la razon del modo porque así se me trata.
— ¡Ah! ya no exige usted, pide, ¿no es verdad? Eso es otra cosa, mi apreciable señor, dijo Florencia midiendo á Daniel de piés á cabeza con una mirada la mas altiva y despreciativa posible.
Toda la sangre de Daniel subió á su rostro. Su amor propio, su honor, la conciencia de su buena fe, todo acababa de ser herido por la mirada punzadora de Florencia.
— Exijo ó pido, como usted quiera; pero quiero ¿entiende usted, señorita? quiero una explicacion de esta escena, dijo volviendo á apoyar su mano en el respaldo de la silla.
— Calma, señor, calma: necesita usted mucho de su voz, y hace mal en gastarla alzándola tanto. ¿Supongo no querrá usted olvidar que es á una mujer á quien está hablando?
Daniel se estremeció. Esa reconvencion le era mas amarga todavía que las anteriores palabras de Florencia.
— ¡Yo estoy loco, debo estar loco, Dios mio! exclamó bajando la cabeza y apretando sus ojos con la mano.
Un momento de silencio volvió á reinar en la sala. Daniel lo interrumpió al fin.
— Pero, Florencia, el proceder de usted es injusto, inau dito; ¿me negará usted el derecho que tengo para solicitar una explicacion?
— ¡Una explicacion! ¿y de qué, señor? ¿De mi proceder injusto?
— Eso es lo que pido, señorita.
— ¡Bah! Eso es pedir una necedad, caballero. En la época en que vivimos no se piden explicaciones de las injusticias que se reciben.
— Sí, pero eso será muy bueno cuando se trate de asuntos de política, pero creo que ahora.....
— ¿Qué cree usted?
— Que no tratamos de política
— Usted se engaña.
— ¡Yo!
— Cierto. Creo que conmigo son los únicos asuntos que le conviene á usted tratar; á lo ménos, tengo mis razones de creer que son los únicos para que le sirvo á usted.
Daniel comprendió que Florencia le echaba en cara el servicio que la habia pedido en su carta de la víspera, y este golpe dado en su delicadeza agitó visiblemente sus facciones, miéntras que Florencia lo miraba con una expresion mas bien de lástima que de resentimiento.
— Yo pensaba que la señorita Florencia Dupasquier, dijo Daniel con sequedad, tenia algun interes en el destino de Daniel Bello, para tomarse alguna incomodidad por él cuando algun peligro amenazaba la existencia de sus amigos, ó la suya propia quizá.
— ¡Oh! esto último, caballero, no puede inquietar mucho á la señorita Dupasquier.
— ¡De véras!
— Desde que la señorita Dupasquier sabe perfectamente que si algun peligro amenaza al señor Bello, no le faltará algun lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad, donde ocultarse y evitarlo.
— ¡Yo!
— Me parece que es con usted con quien estoy hablando.
— Un paraje lleno de felicidad donde ocultarme, repitió Daniel cada vez mas extraviado en aquel laberinto.
— ¿Quiere usted que hable en frances, señor, ya que en español parece que hoy no entiende usted una palabra? He dicho en muy buen castellano y lo repito, un paraje lleno de felicidad, una gruta de Armida, una isla de Ednido, un palacio de Hadas; ¿no sabe usted dónde es esto, Señor Bello?
— Esto es insufrible.
— Por el contrario, señor, esto es muy ameno. Le estoy á usted hablando de lo que mas le interesa en este mundo.
— ¡Florencia, por Dios!
— ¡Ah! ¿no le ha parecido á usted bien la comparacion de la gruta de Armida y la isla de Ednido? Vamos, compararé entónces su lugar encantado con la isla de Calipso; uste, será su Telémaco; ¿le parece á usted bien?
— Por el cielo, ó por el infierno; ¿dónde es ese paraje á que está usted haciendo esas alusiones insoportables?
— ¿De véras?
— ¡Florencia, esto es horrible!
— No tal; es bien divertido.
— ¿Qué?
— Hablo de la gruta. ¿Son muy bellos los jardines, Señor?
— ¿Pero dónde, dónde?
— En Barrácas, por ejemplo, y diciendo estas palabras la jóven dió la espalda á Daniel y empezó á pasearse por la sala con el aire mas negligente del mundo, miéntras en su inexperto corazon ardia la abrasadora fiebre de los celos; esa terrible enfermedad del amor cuyos mayores estragos se obran á los diez y ocho y á los cuarenta años en la vida de las mujeres.
— ¡En Barrácas! exclamó Daniel dando precipitadamente algunos pasos hácia Florencia.
— Y bien, ¿no estaria usted perfectamente allí? continuó la jóven volviéndose á Daniel. Ademas, continuó moviendo la cabeza y repitiendo su gesto favorito, usted tendria cuidado de que no le hiriesen, para evitar el que su retiro fuese descubierto por los médicos, los boticarios ó las lavanderas.
— ¡En Barrácas! herido! Florencia, me matas si no te explicas.
— ¡Oh! no se morirá usted; á lo ménos hará usted lo posible por no morirse en la época mas venturosa de su vida. Ni siquiera temo que se deje usted herir en el muslo izquierdo, que debe ser una terrible herida cuando es hecha por un sable enorme.
— ¡Son perdidos, Dios mio! exclamó Daniel cubriéndose el rostro con sus manos.
Un momento de silencio reinó entre aquellos dos jóvenes que, amándose hasta la adoracion, estaban sin embargo torturándose el alma, al influjo del genio perverso que habia soplado la llama de los celos en el corazon de una mujer jóven y sin experiencia.
Pero ese silencio cesó pronto. Sin dar tiempo á que Florencia lo evitase, Daniel se precipitó á sus piés, y de rodillas, oprimió entre sus manos su cintura.
— Por el amor del cielo, Florencia, la dijo alzando los ojos hácia ella, pálido como un cadáver, por ti, que eres mi cielo, mi dios y mi universo en este mundo, explicame el misterio de tus palabras. Yo te amo. Tú eres el primer amor, el último amor de mi existencia. Ella te pertenece como tu alma, luz de mi vida, encanto angelicado de mi corazon. Mujer ninguna es en el mundo mas amada que tú. Pero ¡oh Dios mio! no es el amor lo que debe ocuparnos en este momento solemne en que está pendiente la muerte sobre la cabeza de muchos inocentes, y quizá yo entre ellos, alma del alma mia. Pero no es mi vida, no, lo que me inquieta; hace mucho tiempo que la juego en cada hora del dia, en cada minuto; mucho tiempo que sostengo un duelo á muerte contra un brazo infinitamente superior al mio; es la vida de….. Oye, Florencia, porque tu alma es la mia, y yo crea hacerlo en Dios cuando deposito en tu pecho mis secretos y mis amores; oye: es la vida de Eduardo y la de Amalia la que peligra en este momento; pero la sangre de ellos no puede correr sino mezclada con la mia, y el puñal que atraviese el corazon de Eduardo ha de llegar tambien hasta mi pecho.
— ¡Daniel! exclamó Florencia inclinándose sobre su amante y oprimiéndole la cabeza con sus manos, como si temiera que la muerte se lo arrebatase en ese momento. La espontaneidad, la pasion, la verdad estaban reflejándose en la fisonomía y en las palabras de Daniel, y el corazon de Florencia empezaba á regenerarse de la presion de los celos.
— Sí, continuó Daniel teniendo siempre oprimida con sus manos la cintura de Florencia, Eduardo ha debido ser asesinado anoche; yo pude salvarlo moribundo, y era preciso ocultarlo porque los asesinos eran agentes de Rosas. Pero ni mi casa, ni la de él podian servirnos.
— ¡Eduardo asesinado! ¡Dios mio! ¡qué dia espantoso es este para mi corazon! ¿pero no morirá, no es cierto?
— No, está salvado. Oye; oye todavía: era necesario conducirlo á alguna parle y lo conduje á lo de Amalia. Amalia, que es el único resto de la familia de mi madre; Amalia, la única mujer á quien despues de ti quiero en el mundo, como se quiere á una hermana, como se debe querer á una hija. ¡Gran Dios, yo la habré precipitado á su ruina, á ella que vivia tan tranquila y feliz!
— ¿Su ruina?¿y por qué, Daniel?¿por qué? y Florencia agitaba con sus manos los hombros de Daniel, porque su palidez y sus palabras imprimian el miedo en su corazon.
— Porque para Rosas la caridad es un crímen. Eduardo está en Barrácas, y tú has nombrado ese lugar, Florencia; Eduardo está herido en el muslo izquierdo y...
— ¡Nada saben, nada saben! exclamó Florencia radiantede alegría, y palmeándose sus pequeñitas manos, nada saben, pero pueden saberlo todo; ¡oye!
Y Florencia, que ya no se acordaba de sus celos desde que tantas vidas estaban pendientes de sus palabras, levantó ella misma á su querido, y sentándolo, y ella á su lado, en las primeras sillas que encontró, refirióle en cinco minutos su conversacion con la señora de Mancilla y Doña María Josefa. Pero á medida que iba llegando al punto de la conversacion sobre Amalia, su semblante se descomponia, y sus palabras iban siendo mas marcadas.
Daniel la oyó hasta el fin sin interrumpirla, y en su semblante no apareció la mínima alteracion al escuchar el episodio sobre sus visitas á Barrácas, lo que no escapó á la penetracion de la jóven.
— ¡Infames! exclamó luego que aquella habia concluido su narracion. Toda esa familia es una raza del infierno. Toda ella, y todo el partido que pertenece á Rosas, tiene veneno en vez de sangre, y cuando no mata con el puñal, habla y mata el honor con el aliento. ¡Infame! ¡Complacerse en torturar el corazon de una criatura!
— ¡Florencia! continuó Daniel volviéndose á esta, yo te insultaria si creyese que puedes poner en competencia mis palabras con las de esa mujer. Cuanto te ha dicho, no es mas que una calumnia con que ha querido martirizarte; porque el martirio de los demas es el placer de cuantos componen la familia de Rosas. Es una calumnia, lo repito; y yo creo que no puedes poner en balanza la palabra de esa mujer y la mia.
— Así es en general; pero en este caso, Daniel, lo mas que puedo hacer es suspender mi juicio. Florencia no dudaba ya; pero ninguna mujer confiesa que ha procedido con ligereza en una acusacion hecha á su amante.
— ¿Dudas de mí, Florencia?
— Daniel, yo quiero conocer á Amalia, y ver las cosas por mis propios ojos.
— La conocerás.
— Quiero frecuentar su relacion.
— Bien.
— Quiero que sea en esta semana el primer dia en que nos veamos.
— Bien, ¿quieres mas? constestó Daniel con seriedad.
— Nada mas, respondió Florencia, y extendió su mano á Daniel que la conservó entre las suyas. En cualquiera otra ocasion habría impreso un millon de besos en esa mano tan queria, dpero en esta, fuerza es decirlo, su espíritu estaba preocupado con los peligros que amenazaban á sus amigos de Barrácas. ¿Estás segura que el bandido no dió ninguna seña particular de Eduardo? la preguntó Daniel.
— Cierta; ninguna.
— Necesito retirarme, Florencia mia, y, lo que es mas cruel, hoy no podré volver á verte.
— ¿Ni á la noche?
— Ni á la noche.
— ¿Acaso irá usted á Barrácas?
— Sí, Florencia, y no regresaré hasta muy tarde. ¿Crees tú que no debo estar al lado de Eduardo, velar por su vida y por la suerte de mi prima, á quien he comprometido en este asunto de sangre? ¿Que debo abandonar á Eduardo, á mi único amigo, á tu hermano, como tú le llamas?
— Anda, Daniel, contestó Florencia levantándose de la silla y bajando los ojos cuyo cristal acababa de empañarse por una lágrima fugitiva, cosa rarísima en esa jóven.
— ¿Dudas de mí, Florencia?
— Anda, cuida de Eduardo; es cuanto hoy puedo decirte.
— Toma, no nos veremos hasta mañana y quiero que quede en ti lo que jamas se ha separado de mi pecho, y Daniel se quitó del cuello una cadena tejida con los cabellos de su madre y que Florencia conocia bien. Este rasgo de la nobleza de su amante hizo vibrar la cuerda mas delicada de la sensibilidad de su alma; y cubriéndose el rostro miéntras Daniel le colocaba la cadena, las lágrimas aliviaron al fin las angustias que acababan de oprimir su tierno corazon. Ya no dudaba; ya no tenia sino amor y ternura por Daniel; porque un instante despues de haber llorado en una tierna reconciliacion, una mujer ama doblemente á su querido.
Dos minutos despues, Florencia, sentada en un sofá, besaba la cadena de pelo, y Daniel volvia á tomar la calle de Venezuela.
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