CAPÍTULO III.

Treinta y dos veces veinte y cuatro.

— ¡Despacio, Daniel, mas despacio porque me ahogo! dijo Don Cándido al llegar á la esquina de la calle de Chacabuco.

— Adelante, adelante, le contestó Daniel, doblando por esa calle, tomando en seguida la de San Juan, y enfilando luego la de las Piedras.

— Bien, dijo entónces Daniel, acortando el paso, ya hemos maniobrado en cuatro calles, y es demasiado gordo el buen fraile para que no hubiera reventado ya, en caso que el diablo le hubiera hecho salir por la boca-llave de la puerta.

— ¡Qué fraile! Daniel, qué fraile! exclamó Dan Cándido, aspirando todo el aire que podia caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la India.

— ¡Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía!

— Y Dios me libre de conocerlo jamas.

— ¿Un sacerdote con cuchillo, eh?

— Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.

— ¡Pues!

— Yo me he desconocido.

— ¿Cómo?

— Decia que me he desconocido.

— Pero usted siempre se portará lo mismo, mi querido amigo.

— No, mi amado, mi proctector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra ocasion me habria caido muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.

— ¡Bah!

— Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organizacion sensible, delicada, impresionable. Tengo horror á la sangre, y ese demonio de fraile...

— Despacio.

— ¿Qué hay? preguntó Don Cándido girando su cabeza á todos lados.

— Nada, no hay nada; pero las calles de Buenos Aires tienen oídos.

— Sí, sí; mudemos de conversacion, Daniel. Iba á decirte solamente que....

— ¿Qué?

— Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.

— ¿Yo?

— Pues, ¿y quién?

— Sea, pero no le debo á usted nada.

— ¿Cómo?

— Decia que si lo puse á usted en tal peligro, he sido al mismo tiempo quien le ha salvado de él.

— Es cierto, Daniel, y eres ya desde hoy mi amigo, mi protector, mi salvador.

— Amen.

— ¿Pero crees que el fraile?...

— Silencio, y andemos, dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego por la de Tacuarí, en seguida por la del Buen Órden, por donde caminó hasta llegar á la de Cangallo. Paróse en la esquina de ella, reclinó su codo en un poste, y mirando, con una expresion picante de burla y de cariño, la pálida fisonomía de Don Cándido, alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.

¿Te sonries, Daniel?

— No, señor, me rio con todas ganas, como lo ve usted.

— ¿Y de qué?

— De ver atribuirle á usted empresas amorosas, querido maestro.

— ¿Á mí?

— ¿Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?

— Pero tú sabes....

— No, señor, no sé, y es por eso que me he parado aquí.

— ¿Cómo? ¿No sabes que no conozco á nadie en esa casa?

— Ya lo sé.

— ¿Y qué es, pues, lo que no sabes?

— Una cosa que va usted á decírmela ya, le contestó Daniel que se entretenia en las perplejidades de D. Cándido, y á la vez descansaba un momento su fatigado cuerpo, pues que acababa de andar con su compañero mas de média legua por las calles mas pésimas de la ciudad.

— ¿Qué puedo yo negarte, Daniel? Habla, interroga.

— Una cosa muy simple quiero saber: y es, en cuál de estas calles inmediatas está la casa de usted.

— ¡Ah! querrias hacerme el honor de venir á mi casa?

— Precisamente; ese es mi deseo.

— ¡Oh! nada mas fácil, estamos á dos cuadras de ella solamente.

— Sí, yo sabia que era por este barrio, ¿quiere usted guiarme?

— Por acá, dijo D. Cándido atravesando la plaza de las Artes y entrando en la calle de Cuyo.

Á pocos pasos, llamó á la puerta de una casa cuyo aspecto le daba un respetable carácter de antigüedad, revelando que si no era hija, era cuando mas nieta de las que allí empezaron á edificarse desde el miércoles 11 de Junio del año de gracia de 1580, en que el teniente de gobernador D. Juan de Garay, fundó la ciudad de la Trinidad y Puerto de Buenos Aires, haciendo el repartimiento de la traza de esa ciudad en ciento cuarenta y cuatro manzanas; de las cuales tocó á D. Juan de Basualdo aquella en que estaba la casa de nuestro D. Cándido Rodríguez.

Una mujer, á quien no haremos injusticia en atribuirla cincuenta inviernos, pues que las primaveras no se distinguian en ella, y á quien un buen español llamaria ama de llaves, pero á quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de señora mayor; alta, flaca, y arrebozada en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta, y echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja: es decir, mirada sin egoísmo, pero curiosa.

— ¿Hay luz en mi cuarto, Doña Nicolasa? la preguntó D. Cándido.

— Desde la oracion está encendida, le contestó la buena mujer con esa entonacion acentuada, peculiar á los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamas, pasen los años que pasen léjes de ellas, pues que es al parecer un pedazo de su tierra que traen en la garganta.

Doña Nicolasa atravesó el patio, y D. Cándido entró con Daniel á una sala en cuyo suelo desnudo, embaldosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros albañiles sabian escoger para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y montañas; dió Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de porteño estaban habituados á las calles de la Muy Heróica Ciudad, donde las gentes pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, á pesar de todos los títulos y condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, ménos de ella.

Todo lo demas de la sala correspondia naturalmente al piso; y las sillas, las mesas y un surtido estante de obras en pergamino, pero esencialmente históricas y monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupacion de su dueño era, ó habia sido, la de enseñar muchachos quienes lo primero que aprenden es el modo de sacar astillas de los asientos, y escribir sobre las mesas con el cortaplumas, ó con la tinta derramada.

Sin embargo, la mesa revelaba que D. Cándido no era un hombre habitualmente ocioso, sino, por el contrario, dedicado á los trabajos de pluma: se veia en ella mucho papel, algunos cróquis, un enorme diccionario de la lengua, un tintero y un arenillero de estaño, y todo en ese honroso desórden de los literatos, que tienen las cosas como tienen generalmente la cabeza.

— Siéntate, descansa, reposa, Daniel, dijo D. Cándido, echándose en una gran silla de baqueta, mueble tradicional y hereditario, colocado delante de la mesa.

— Con mucho gusto, señor secretario, le contestó Daniel sentándose al otro lado de la mesa.

— ¿Y por qué no me dices como siempre, mi querido maestro?

— ¡Toma! porque hoy tiene usted una posicion mas esclarecida.

— De que yo reniego todos dias.

— Y que, sin embargo, es preciso que usted la conserve.

— ¡Oh! sin duda, hoy es mi áncora de salvacion! Ademas, yo tengo buenos pulmones, fuertes, vigorosos, y no me ha de cansar el señor doctor D. Felipe Arana.

— Ministro de Relaciones exteriores del gobierno de la Confederacion Argentina.

— Eso es, Daniel. Sabes de memoria todos los títulos de Su Excelencia.

— ¡Oh! ¡Yo tengo mejor memoria que usted, señor secretario!

— ¿Esa es ironía, eh? ¿Adónde vas con ella?

— A una friolera: á decir á usted que en ocho dias de secretaría, no me ha mostrado usted sino dos notas del señor D. Felipe, que bien poco valian á fe mia.

— Pero no ha sido por olvido, Daniel. Te he dicho yo que D. Felipe me ocupa actualmente en poner en limpio las cuentas que debe presentar al gobierno sobre consumos hechos en sus estancias por tropas de la provincia, pero nada, nada absolutamente de política, despues de las dos notas que te mostré bajo la mas completa reserva. Pero, á propósito, Daniel, ¿qué empeño tienes tú, qué interes en tomar parte en los secretos de Estado? Mira, oye, Daniel: entrometerse en la política en tiempos calamitosos y aciagos, es exponerse á lo que me pasó á mí el año 20. Salia yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latin. ¡Qué hombre tan instruido era mi padre, Daniel! Sabia de memoria la gramática de Quintiliano, el Ovidio, al cual un dia, siendo yo muchacho, le eché encima un tintero que tenia mi padre por herencia de mi abuelo, que vino...

— Que vino de cualquier parte; es lo mismo.

— Bien; no quieres que prosiga; ya te conozco. Te preguntaba pues ¿qué interes tienes en saber los secretos de D. Felipe?

— ¡Bah! curiosidad de hombre desocupado, nada mas.

— ¿Nada mas?

— Cierto. Pero soy tan intolerante cuando no se satisface á mi curiosidad, que suelo olvidarme de todos los vínculos que me ligan á los que me irritan. Ademas, beneficio por beneficio ¿no es esto justo, mi querido maestro? dijo Daniel dominando con su fuertísima mirada el pobre espíritu de D. Cándido, como era su costumbre cuando le veia hesitar.

— ¡Oh! justo, muy justo, le contestó el secretario de D. Felipe, apresurándose con una sonrisa paternal á borrar la mala impresion que hubiera podido hacer con sus últimas palabras en el ánimo de aquel jóven cuya influencia lo avasallaba tanto; le habia dado un puerto de seguridad en la borrasca que empezaba á correr en el pueblo de Buenos Aires, y que era poseedor al mismo tiempo de algunas indiscreciones suyas, cuya revelacion le traeria infaliblemente su ruina.

— Estamos de acuerdo entónces, prosiguió Daniel, y como prenda de nuestra firme alianza, tenga usted la bondad, mi buen amigo, de tomar la pluma de su tintero, y darme á mí un pliego de papel.

— ¿Que yo tome una pluma y te dé á ti papel?

— Eso es.

— ¿Y vamos á escribir?

— Á escribir.

— Pues, hijo, con una mesa de por medio, tú con el papel y yo con la pluma, te juro que será un verdadero prodigio nuestra escritura; sin embargo, ahí tienes el papel.

Daniel se reia, y empezó á doblar y multiplicar los dobleces en el papel que le dió D. Cándido. En seguida, tomó un cortaplumas y cortó el papel por todos los dobleces formando pequeños cuadros, poco mas ó ménos del tamaño de una carta de visita. Y contando de ellos hasta el número 32, tomó ocho papelitos y se los dió á D. Cándido, que lo estaba mirando y devanándose los sesos por comprender la ocupacion de su discípulo.

— ¿Y bien, qué hago con esto?

— Una cosa muy fácil y muy sencilla. ¿Es esa la mejor pluma del tintero?

— Está cortada para perfiles, le contestó el antiguo maestro de escuela levantando la pluma á la altura de sus ojos.

— Bien; ponga usted en cada uno de esos papelitos el número 24, en forma de escritura inglesa.

— El número 24 es un mal número, Daniel.

— ¿Por qué, Señor?

— Porque era el máximum de los palmetazos que han llevado de mi mano todos los muchachos remolones; muchachos que ya hoy son hombres de gran valía en la actualidad, por lo mismo que no me dieron grandes esperanzas en nada, y que pueden querer vengarse de mí, y sin embargo....

— Escriba usted 24, Señor D. Cándido.

— ¿Y nada mas?

— Nada mas.

— 24. 24. 24.... ya está, dijo D. Cándido despues de haber escrito y repetido ocho veces aquella cifra.

— Muy bien; ahora escriba usted en el reverso del papel: Cochabamba.

— ¡Cochabamba!

— ¿Qué hay, Señor? le preguntó Daniel con mucha calma al oir la exclamacion de D. Cándido.

— Que esta palabra me recordará siempre la casa de esta tarde, y, como las ideas se ligan instantáneamente, ese nombre me recordó la calle, luego la casa, y con la casa ese fraile impío, renegado, asesino y....

— Escriba usted, Cochabamba, mi querido maestro.

— Cochabamba, Cochabamba, Cochabamba.... ya están los ocho.

— Tome usted la pluma mas gruesa del tintero.

— Pero si esta está excelente, superior.

— Tome usted la mas gruesa.

— Vaya pues. Aquí está una de rayar.

— Perfectamente. Escriba usted con escritura española el mismo número, y la misma palabra en estos otros papelitos, y Daniel dió á D. Cándido ocho papeles mas.

— ¿Es decir que quieres que desfigure la letra?

— Justamente.

— Pero, Daniel, eso está prohibido.

— Señor D. Cándido, ¿me hace usted el favor de escribir lo que le dicto?

— Bien; ya está, dijo D. Cándido despues de haber escrito con la pluma gruesa, y en forma española el número y la palabra.

— ¿Tiene usted tinta de color?

— Aquí hay punzó de la mejor clase, superior, brillante.

— Úsela usted, pues, para estos otros papeles.

— ¿El mismo número?

— Y la misma palabra.

— ¿En qué escritura?

— Francesa.

— La peor de todas las escrituras posibles, ya está.

— Ahora, los últimos ocho papelitos.

— ¿Con qué tinta?

— Moje usted en la negra la pluma que ha usado con la punzó.

— ¿En qué forma?

— En forma sui generis; es decir, en forma de letra de mujer.

— ¿Todo de mismo?

— Exactamente.

— Ya está; y son treinta y dos papelitos.

— Eso es: treinta y dos veces veinte y cuatro.

— Y treinta y dos Cochabambas, dijo Don Cándido que no podia despreocuparse de este nombre.

— Doy á usted repetidísimas gracias, mi querido amigo, dijo Daniel contando y guardando los papeles dentro de su cartera.

— ¿Es algun juego de prendas, Daniel?

— Esto es lo que es, mi buen señor, y nada mas.

— Esto me huele á alguna intriga amorosa, Daniel, ¡cuidado, hijo mio, cuidado! ¡Buenos Aires está perdido en ese sentido, como en muchos otros!

— Amen. Y para que la perdicion no se extienda hasta mi antiguo maestro y mi presente amigo, usted me hará el favor de olvidarse para siempre jamas de lo que acaba de escribir.

— Palabra de honor, Daniel, dijo Don Cándido apretando la mano de su discípulo que acababa de levantarse y se disponia á retirarse. Palabra de honor, yo he sido jóven, y sé lo que importa el honor de las mujeres y la reputacion de los hombres. Palabra de honor. Véte tranquilo, y sé feliz, favorecido, acatado, como bien lo mereces.

— Gracias mil, amigo mio. Pero miéntras yo sigo sus consejos de cuidarme, usted no olividará mi recomendacion del plano. ¿No es verdad?

— ¿No me has dicho que para mañana lo necesitas?

— Para mañana.

— No habrán dado las doce del dia, cuando lo tendrás en tu poder.

— ¡Llevado por usted mismo, bien entendido!

— Por mí mismo.

— Entónces, buenas noches, mi querido maestro.

— ¡Á Dios, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana!

Y Don Cándido acompañó hasta la puerta de calle á aquel discípulo de primeras letras, que mas tarde debia ser su protector y salvador, como acababa de llamarlo. Y Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, procupado en el recuerdo de ese hombre que, mucho mas allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos hombres en quienes jamas tienen cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espíritu de accion y de intriga, de inconsecuencia y de ambicion, peculiar á la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les rodea sino la superficie material de las cosas

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