CAPÍTULO V.

La rosa blanca.

Ahora el lector tendrá la bondad de volver con nosotros á nuestra conocida quinta de Barrácas, en la mañana del 24 de Mayo, y una hora despues de aquella en que dejamos á la señora Amalia Sáenz de Olabarrieta acabando de arreglar su traje de mañana en su primoroso tocador.

Ella es, otra vez, la primera que se nos presenta.

Está sentada en un sofá; de su salon, donde los dorados rayos de nuestro sol de Mayo penetran tibios y descoloridos al traves de las celosías y las colgaduras.

Está sentada en un sofá de su rostro mas encendido que de costumbre, y fijos sus ojos en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y á quien acaricia distraida con sus manos mas blancas y suaves que sus hojas.

Á su izquierda está Eduardo Belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros, rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una sombra azul que los circunda contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos y rizados, que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la naturaleza descubre la finura de espiritu de aquel jóven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.

— ¿Y bien, Señora? preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, despues de algunos momentos de silencio.

— Y bien, Señor, usted no me conoce, dijo Amalia levantando su cabeza y fijando sus ojos en los de Eduardo.

— ¿Cómo, Señora?

— Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las personas de mi sexo, cuando cree que mis labios puedan decir lo que no sienta mi corazon, ó mas bien, porque no hablamos del corazon en este momento, lo que no es la expresion de mis ideas.

— Pero yo no debo, Señora…..

— Yo no hablo de los deberes de usted, le interrumpió Amalia con una sonrisa encantadora, hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligacion sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organizacion y mi carácter se armonizan sin esfuerzo. Buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa. Entró usted á ella moribundo, y le he asistido. Necesitaba usted atencion y consuelos, y se los he prodigado.

— ¡Gracias, Señora!

— Permítame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cumpliria á médias estos deberes, si consintiese en la resolucion de usted: quiere usted retirarse de mi casa, y sus heridas se volverán á abrir, mortales, porque la mano que las labró volverá á sentirse sobre su pecho en el momento que se descubra el misterio que la casualidad y el desvelo de Daniel han podido tener oculto.

— Usted sabe, Amalia, que no han podido conseguir ni indicios del prófugo de aquella fatal noche.

— Los tendrán. Es necesario que usted salga perfectamente bueno de mi casa; y quizá será necesario que emigre usted, dijo Amalia bajando los ojos al pronunciar estas últimas palabras. Y bien, continuó volviendo á levantar su preciosa cabeza, yo soy libre, Señor, perfectamente libre; no debo á nadie cuenta de mis acciones, sé que cumplo, y sin el mínimo esfuerzo, un rigoroso deber que me aconseja mi conciencia, y sin prohibirlo, porque no tengo derecho para ello, digo á usted otra vez, que será contra toda mi voluntad si usted se aleja de mi casa como lo desea, sin salir de ella perfectamente bueno y en seguridad.

— ¡Como lo deseo! Oh! no, Amalia, no! exclamo Eduardo aproximándose á la seductora beldad que se empeñaba en retenerlo; no, yo pasaria una vida, una eternidad en esta casa. En los veinte y siete años de mi existencia yo no he tenido vida, sino cuando he creido perderla, mi corazon no ha sentido el placer, sino cuando mi cuerpo ha sido atormentado por el dolor; no he conocido en fin la felicidad, sino cuando la desgracia me ha rodeado. Amo de esta casa el aire, la luz, el polvo de ella, pero temo, tiemblo por los peligros que usted corre. Si hasta ahora la providencia ha velado por mí, ese demonio de sangre que nos persigue á todos, puede descubrir mi paradero y entónces... oh! ¡Amalia, yo quiero comprar con mi felicidad el sosiego de usted, como compraria con toda la sangre de mi cuerpo cada momento de la tranquilidad de su alma!

— ¿Y qué habria de noble y de grande en el alma de una mujer, si no arrostrase tambien algun peligro por la salvacion del hombre á quien... á quien ha llamado su amigo?

— ¡Amalia! exclamó Eduardo tomando entusiasmado una de las manos de la jóven.

— ¿Cree usted, Eduardo, que bajo el cielo que nos cubre no hay tambien mujeres que identifiquen su vida y su destino á la vida y el destino de los hombres? Oh! Cuando todos los hombres han olvidado que lo son en la patria de los argentinos, deje usted á lo ménos que las mujeres conservemos la generosidad de nuestra alma y la nobleza de nuestro carácter. Si yo tuviera un hermano, un esposo, un amante; si fuese necesario huir de la patria, yo le acompañaria en el destierro; si peligraba en ella, yo interpondria mi pecho entre el suyo y el puñal de sus asesinos; y si le fuese necesario subir al cadalso por la libertad, en la tierra que lo vió nacer en la América, yo acompañaria á mi esposo, á mi hermano, ó á mi amante, y subiria con él al cadalso.

— ¡Amalia! Amalia! ¡Yo seré blasfemo: yo bendeciré las desgracias de nuestra patria desde que ellas inspiran todavía bajo su cielo el himno mágico que acaba de salir de las inspiraciones de vuestra almal exclamó Eduardo oprimiendo entre sus manos la de Amalia. Perdon, yo la he engañado á usted; perdon mil veces. Yo habia adivinado todo cuanto hay de noble y generoso en su corazon; yo sabia que ningun temor vulgar podria tener cabida en él. Pero mi separacion es aconsejada por otra causa, por el honor... Amalia, ¿nada comprende usted de lo que se pasa en el corazon de este hombre á quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamas hubo sentido?

— ¿Jamas?

— Jamas, jamas.

— ¡Oh! repítalo usted, Eduardo, exclamo Amalia oprimiendo á su vez entre las suyas la mano de Belgrano, y cambiando con los ojos de él esas miradas indefinibles, magnéticas, que trasmiten los flúidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego dinivizado del alma.

— Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no habia pertenecido jamas á mi corazon, y ahora...

— ¿Ahora? le preguntó Amalia agitando convulsiva entre las suyas la mano de Eduardo.

— Ahora, vivo en él: ahora, amo, Amalia. Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó á sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazon acababa de depositar, con su primer amor, la primera esperanza de felicidad que habia conmovido su existencia; y durante esa accion precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia. y, deslizándose por su vestido, cayo á los piés de Eduardo.

Á las últimas palabras del jóven el semblante de Amalia se coloreó radiante de felicidad; pero instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma evaporóse, y la reaccion del rubor vino despues á inclinar, como una hermosa flor abatida por la brisa, la espléndida cabeza de la tucumana.

Las manos de los jóvenes no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario del amor, á quien se debe tanto en ciertos momentos, vino á hacer que el corazon saborease en secreto las últimas palabras de los labios.

— ¡Perdon, Amalia! dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los cabellos que las cubrian, perdon, he sido un insensato; pero no, yo tengo orgullo de mi amor y lo declararia á la faz de Dios: amo y no espero, hé ahí mi defensa si la he ofendido á usted.

Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.

— Gracias, Amalia, exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso hallado. Pero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo conservar eterna en mi corazon.

— ¡Oh! levántese usted, por Dios! exclamó Amalia obligando à Eduardo á volver al sofá.

— Una palabra solamente, Amalia.

— ¿Sobre qué, señor? dijo Amalia colorada como un carmin; pretendiendo retrogradar en un terreno en que se habia avanzado demasiado.

— Una palabra que me diga lo que mi corazon adivina, continuó Eduardo volviendo á tomar entre las suyas la mano de Amalia.

— ¡Oh, basta, señor, basta! dijo la jóven retirando su mano y cubriéndose los ojos. Su corazon sufria esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos en que su corazon quiere hablar, y sus labios se empeñan en callarse.

— No, prosiguió Eduardo, déjeme usted al ménos por la primera, por la última vez quizá hacer á sus piés el juramento santo de la consagracion de mi vida al amor de la única mujer que ha inspirado en mi alma, con mi primera pasion, la primera esperanza de mi felicidad en la tierra. Amo, Amalia, amo y Dios es testigo que mi corazon es estrecho para la extension de mi cariño.

Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios, rojos como el carmin, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver sus ojos de la contemplacion extática en que estaban, su brazo extendióse, y el índice de su mano señaló la rosa blanca que se hallaba en el suelo.

Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y.....

— ¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola á sus labios. No, Amalia, no es la beldad la que ha caido á mis piés, soy yo quien viviré de rodillas: yo que tendré su imágen en mi corazon, como tendre esta rosa, lazo divino de mi folioidad en la tierra.

— ¡Hoy no! dijo Amalia arrebatando la rosa de la mano de Eduardo. Hoy necesito esta flor, mañana será de usted.

— Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitármela, Amalia?

— ¿Vida, Eduardo? basta, ni una palabra mas, por Dios, dijo Amalia retirándose del lado de Eduardo. Sufro, prosiguió, esta flor, caida en el momento que se me habla de amor, ya ha sido interpretada. Bien, se ha interpretado la verdad; pero en mi espíritu supersticioso acaba de pasar una idea horrible. Basta, basta ya.

— ¿Y quién estorbaria hoy nuestra felicidad en el mundo?...

— Cualquier locura, cosa muy fácil de hacer por ciertas personas en ciertos estados de la vida, sobre este mundo el mejor de los mundos posibles, como decia no sé quién dijo Daniel Bello que entraba á la sala sin que le hubieran sentido venir por las piezas interiores.

— No hay que incomodarse, continuó, al ver el movimiento que hizo Eduardo para retirarse un poco del lugar tan inmediato á Amalia que ocupaba en el sofá. Pero ya que me dejas espacio, me sentaré en medio de los dos.

Y como lo dijo, Daniel sentóse en el sofá en medio de su prima y su amigo, y tomando la mano de cada uno, dijo:

— Empiezo por confesar á ustedes que no he oido mas que las últimas palabras de Eduardo, y que tanto valdria que no las hubiera oido, porque hace muchos dias que me las estaba imaginando. He dicho. Y saludó con una gravedad llena de burla á su prima colorada como un carmin, y á Eduardo que fruncia el entrecejo.

— ¡Ah! Como ustedes no me quieren contestar, prosiguió Daniel, seré yo el que continúe hablando. ¿Cómo dispone usted, mi señora prima: vendrá el coche de la señora Dupasquier á buscar á usted, ó irá usted en el suyo á casa de la señora Dupasquier?

— Iré yo, dijo Amalia sonriendo con esfuerzo.

— ¡Gracias á Dios que veo una sonrisa! Ah! ¿y usted tambien, Señor D. Eduardo? ¡Alabado sea Baco, santo de la alegría! Yo pensaba que de véras se habian enojado porque yo hubiese oido un poquito de lo mucho que naturalmente tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado, donde, aunque sea un año, he de venir á habitarlo algun dia con mi Florencia. ¿Me le prestará usted, Señora Doña Amalia?

— Concedido.

— En hora buena. Recapitulemos pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que jamas yerran sino en la América: á las diez ¿te parece buena esa hora?

— Preferiria mas tarde.

— ¿Á las once?

— Mas todavía, contestó Amalia.

— ¿Á las doce?

— Bien, á las doce.

— En hora buena. Á las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia, para conducirla al baile, pues la señora Dupasquier solo de este modo consiente en que vaya su hija.

— Eso es.

— ¿Quién te acompañará en el coche?

— Yo, dijo Eduardo precipitadamente.

— Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando á nadie hoy á las doce de la noche.

— ¿Y cómo ha de ir sola?

— ¿Y cómo ha de ir usted con ella, en la noche del 24 de Mayo? contestó Daniel mirando fijamente á Eduardo y recargando la voz sobre las palabras veinte y cuatro.

Eduardo bajó los ojos, pero Amalia que con su vivísima imaginacion habia comprendido que aquellas palabras encerraban algun misterio, se dirigió á su primo con esa prontitud de las mujeres, cuando les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa de celosos afectos que se llama su corazon, y le preguntó:

— ¿Puedo saber, por qué no es lo mismo la noche del 24 de Mayo que otra cualquiera, para que el señor me haga el honor de acompañarme?

— Es justísima tu interrogacion, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los hombres tenemos que reservar de las señoras.

— Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?

— Puede ser.

— Yo no tengo ningun derecho para exigir de este caballero el que me acompañe; pero á lo ménos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles un poco de prudencia.

— Yo te respondo de Eduardo.

— De los dos, se apresuró á decir Amalia.

— Bien, de los dos. Quedamos pues en que á las doce irás á lo de Florencia. Pedro te servirá de cochero, y el criado de Eduardo de lacayo. Una vez en casa de Madama Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile; y el tuyo volverá á buscarle á las cuatro de la mañana.

— ¡Oh; es mucho! cuatro horas! una solamente.

— Es muy poco.

— Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.

— Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de tu casa, y con ella por la tranquila permanencia de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir á este baile dado á Manuela, en que recibes una invitacion de ella, solicitada por Agustina, es exponerte á que lo consideren como un desaire, y estamos mal entónces. Agustina tiene un especial empeño en tratarte, y ha buscado este medio. Entrar al baile y salirte de él ántes que ninguna otra, es hacerte notable en mal sentido á los ojos de todos.

— ¿Y qué me importa de esa gente? dijo Amalia con un acento marcado de desprecio.

— Muy cierto; á esta señora, ni le deben dar cuidado los resentimientos de esa gente, ni he sido nunca de tu opinion, Daniel, de que le haga el honor de concurrir á su baile, dijo Eduardo dirigiéndose á su amigo.

— ¡Bravo! Superior! exclamó Daniel saludando á Amalia y á Eduardo sucesivamente. Estáis inspirados y me habéis convencido, continuó, es una locura que mi querida prima vaya al baile. Que no vaya, pues. Pero hará muy hien en empezar á quemar sus colgaduras celestes, para no ofender los delicados ojos de la Mashorca, cuando tenga el honor de recibir su visita dentro de algunos dias.

— ¡Esa canalla en mi casa! exclamó Amalia, resplandeciendo sus ojos con todo el brillo de su orgullo, é irguiendo su cabeza que parecia en aquel momento querer reclamar la majestad de una corona. Y bien, prosiguió, mis criados harán con ella lo que se hace con los perros: la echarán á la calle.

— ¡Superior! Sublime! exclamó Daniel frotándose las manos; y, echando luego su cabeza hácia el respaldo del sofá y mirando al cielo raso, preguntó con una calma glacial:

— ¿Cómo van las heridas, Eduardo?

Un estremecimiento nervioso y súbito como el que ocasiona el golpe eléctrico, conmovió la organizacion de Amalia. Eduardo no respondió. El y ella habian comprendido en el acto todo el horrible recuerdo que encerraba la interrogacion de Daniel, y todo cuanto, al mismo tiempo, queria presagiarles con ella.

— Iré al baile, Daniel, dijo Amalia, humedecidos sus ojos por una lágrima brotada de su orgullo.

— ¡Pero es terrible que yo sea la causa! dijo Eduardo vantándose y paseándose precipitadamente por la sala, sin sentir el dolor agudísimo que le ocasionaban esos violentos pasos en su pierna izquierda, que apénas podíase afirmar en tierra.

— ¡Vamos! Por amor de Dios! dijo Daniel levantándose, tomando del brazo á Eduardo y volviéndole al sofá, vamos, tengo que hacer con vosotros como con dos niños. ¿Puedo tener otro objeto en lo que hago, que vuestra propia seguridad? ¿No he hecho lo mismo, no he puesto el mismo empeño en que Madama Dupasquier asista con mi Florencia á este baile? ¿Y por qué, Amalia? ¿por qué, Eduardo? Por despejar en algo el porvenir de todos de esas prevenciones, de esas sospechas que hoy fermentan el rayo sobre la cabeza en que se amontonan. La muerte se cierne sobre la cabeza de todos; el acero y el rayo están en el aire, y á todos es preciso salvar. Á trueque de estos pequeños sacrificios yo proporciono la única garantía para todos, y á la sombra de ellos tambien me garanto yo mismo. Yo, que hoy necesito la libertad, la garantía, la estimacion, puedo decir, de esa gente, para mas tarde, de un dia, de un momento á otro, poder arrancar la máscara de mi semblante, y..... pero, estamos convenidos, ¿no es verdad? dijo Daniel interrumpiéndose á sí mismo, y, á merced de aquella potencia admirable que ejercia sobre su espíritu, haciendo vagar la risa en su semblante, un momento ántes grave y serio, por no acabar de descubrir á su prima algo de los misterios de su vida política.

— Convenido, sí, dijo Amalia. Á las doce á casa de Madama Dupasquier; de estas nuevas amigas que tú me has dado, y que pareces tener empeño en que las sea importuna desde temprano.

— ¡Bah! la señora Dupasquier es una santa señora, y Florencia está encantada de ti, desde que sabe que no eres su rival....

— Y Agustina, Agustina, ¿qué motivos, qué interes tiene para querer tratarme? tambien es por celos?

— Tambien.

— ¿De ti?

— No; desgraciadamente.

— ¿Y de quién?

— De ti.

— ¿De mi?

— Sí, de ti; ha oido hablar de tu belleza, de tus muebles y trajes exquisitos, y la reina de la belleza y los caprichos quiere conocer á su rival en ellos: hé ahí todo.

— ¡Bah! Pero, ¿y Eduardo?

— Me lo llevo.

— ¿Tú?

— Yo.

— ¿Ahora mismo?

— Ahora mismo. ¿No hemos convenido en que me lo prestariais por hoy?

— ¡Pero salir de dia! Tú me habias hablado de llevarlo esta noche por algunas horas á tu casa.

— Ciertísimo, pero no podré volver á esta casa hasta mañana.

— ¿Y bien?

— Y bien, Eduardo no saldra sino conmigo.

— ¿De dia?

— De dia; ahora misma.

— Pero, le verán.

— No, señora, no le verán: mi coche esta á la puerta.

— ¡Ah! no lo habia sentido llegar, dijo Amalia.

— Ya lo sabia.

— ¿Tú?

— Yo.

— ¿Tienes tambien el don de segunda vista como los escoceses?

— No, mi linda prima, no; pero tengo la ciencia de las fisonomías, y cuando entré á esta sala....

— Señora, ¿me hace usted el favor de mandar callar á su primo para que no nos diga algun disparate? dijo Eduardo cortando la frase de Daniel, y acompañando sus palabras con una sonrisa la mas inteligible para Amalia.

— ¡Toma! nuestro querido Eduardo, Amalia mia, cree que yo iba á cometer el desatino de repetir lo que él probablemente te estaria diciendo al entrar yo, pues que ha clasificado de disparate la frase que me dejó entre la boca.

— ¡Hola! Tambien es usted mordaz, caballero, dijo Amalia acompañando sus palabras con una mímica poco agradable para Daniel; es decir, arrancándole dos ó tres hebras de sus lacios cabellos, sin que Eduardo lo notase y con tal prontitud que obligó á Daniel á hacer una exclamacion.

— ¿Qué hay? preguntó Amalia con la cara mas séria del mundo, y fijando sus bellísimos ojos en los de su primo.

— Nada, hija, nada. Me imaginaba en este momento, que tú y Florencia serán las mas lindas mujeres de esta noche.

— ¡Gracias á Dios, que te oigo decir una cosa razonable! dijo Eduardo.

— Gracias, y para que sean dos, te diré que es hora de que pidas tu sombrero y me acompañes.

— ¿Ya?

— Sí, ya.

— Pero es temprano aun.

— No, señor; por el contrario, es tarde

— Bien, ahora.

— No, ya.

— ¡Oh!

— ¿Qué?

— Nada.

— Cáspita, el huésped parece sueco, pues, segun el vulgo, donde entran allí se quedan los compatriotas de Carlos XII, actuales súbditos del bravo Bernadotte, cuya mirada cuentan que nadie puede resistir. ¡Hace veinte dias que está de visita en esta casa, y todavía le parece poco!

— Daniel, ¿me haces el favor de visitar temprano á Florencia? dijo Amalia.

— ¿Y para qué, señora?

— Para recibir tu audiencia de despedida.

— ¿Cómo? ¿cómo?

— Tu audiencia de despedida.

— ¿Yo?

— Sí, tú.

— ¿Despedirme, Florencia?

— Justamente.

— ¿Ha hablado con ella Doña María Josefa?

— No.

— ¿Entónces?

— Entónces, seré yo quien hable, yo.

— ¿Para decirla que me despida?

— Eso es.

— ¡Diablo!

— ¿No te parece bien?

— No por cierto, ni en broma.

— Pues lo haré.

— ¿Quieres decir?

— Quiero decir: que esta noche haré ver á esa pobre criatura todo lo que la espera con marido tan insufrible.

— ¡Ah! ¡Bueno! Tomarás la revancha. Eduardo, ¿me haces el favor de despedirte de Amalia?

— Es irresistible, Señora, dijo Eduardo levantándose y tomando la mano que le extendia Amalia.

— ¡Bah! Esa es condicion de todos los de mi familia: somos irresistibles, dijo Daniel sonriéndose y dando un paseo del sofá á las ventanas, miéntras las manos de Amalia y Eduardo parecian querer estar despidiéndose todo el dia.

Ni él, ni ella se dijeron una sola palabra; sus ojos habian pronunciado largos discursos. Cuando Daniel dió vuelta, Eduardo se dirigía á la puerta, y los ojos de Amalia estaban clavados sobre su rosa blanca.

— Mi Amalia, dijo Daniel, solo ya con su prima, nadie en el mundo velará por Eduardo mas que yo. Yo velo por todos, miéntras á mí solo me guarda la providencia. Nadie tampoco desea mas que yo tu felicidad en este mundo. Todo lo adivino y todo lo apruebo. Dejadme hacer. ¿Quedas contenta?

— Sí, dijo Amalia con los ojos llenos de lágrimas.

— Eduardo te ama, y yo tambien estoy contento de eso.

— ¿Lo crees tú?

— ¿Lo dudas tú?

— ¿Yo?

— Sí, tú.

— Dudo de mí.

— ¿No eres feliz con ese amor?

— Sí, y no.

— Es como no decir nada.

— Y sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.

— ¿Le amas y no le amas entónces?

— No; le amo, le amo, Daniel.

— ¿Y entónces, Amalia?

— Entónces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me ame.

— ¡Supersticiosa!

— Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado á serlo.

— La desgracia suele conducirnos á la felicidad, amiga mia.

— Bien, anda, te espera Eduardo.

— ¡Hasta luego! dijo Daniel poniendo sus labios sobre la frente de su prima.

Un momento despues, los dos amigos subieron al coche, y, á tiempo de romper á gran trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salon de Amalia, y dos miradas se cambiaron un expresivo á Dios.

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