Donde continúan las escenas del baile.
Daniel entraba á los salones del baile á las doce de la noche, como se ha visto al final del capítulo VII.
Florencia paseaba los salones, y Daniel se dirigió á su prima, sentada al lado de aquella intransigible señora que parecia saber de memoria la biografía de cuantos allí estaban.
La señora de N….. contestó algo fria al saludo de Daniel, y este tomó la mano de Amalia, la dió su brazo, y la dijo, paseándola por la sala:
— ¿Has conversado mucho con esa señora?
— No. Pero ella ha hablado desmedidamente.
— ¿Sabes quién es?
— Es la señora de N.....
— No; es el marido de la señora N.....
— ¿Cómo?
— Digo que en ese matrimonio están invertidos los sexos, ella es él, y él es ella.
— En cuanto á la mitad no tengo duda.
— Es la unitaria mas intransigible; la porteña mas altiva que creo ha existido jamas. Algo muy picante te decia al entrar yo, pues que te reias tanto.
— Sí, me referia que la señora de Rolon convida á sus tertulias anunciando que se abren con café con leche.
— ¡Oh!
— ¿No es cierto?
— No, no, Amalia; son invenciones de las unitarias cuya imaginacion está irritada. No tienen otras armas que el ridículo, y se valen de ellas á las mil maravillas. La señora de Rolon es de lo mejor que hay en el círculo federal; su corazon siempre tiene sensibilidad para todos, y su mano no se cierra nunca á los desgraciados. Pero á otra cosa; ¿hace mucho tiempo que has llegado?
— Veinte minutos apénas.
— ¿Te han presentado á Manuela?
— No.
— ¿Á Agustina?
— Tampoco. No conozco á nadie, dijo Amalia con toda candidez.
— ¡Válgame Dios! Y Florencia ¿qué ha hecho?
— Bailar.
— ¡Ah, bailar!
— Aun no se habia sentado, y ya estaba en baile, y ahora....
— Sí, sí, ahora, mírala, allá anda.
— ¿Quién es el que la acompaña?
— Es un amigo mio; pero ven, allí está Manuela, voy á presentarte á ella.
— Díme, ¿tengo que gritar: ¡Viva la Federacion! al saludarla? preguntó Amalia mirando á su primo con una sonrisa la mas picante del mundo.
— Manuela es lo único bueno de toda la familia de los Rosas, quizá lleguen á hacerla mala, pero la naturaleza la ha hecho excelente, dijo Daniel casi al oído de su prima, y cuando estaban ya á cuatro pasos de la hija del dictador argentino.
— Mi prima, la señora Amalia Sáenz de Olabarrieta, quiere tener la satisfaccion de ofrecer á usted sus respetos, señorita, dijo Daniel á Manuela dándola la mano y haciéndola una elegante cortesía.
Manuela se levantó de su asiento, cambió con Amalia los cumplimientos de estilo, en el mejor tono posible, y ella misma le ofreció un asiento á su lado.
Daniel pidió permiso á Amalia de dejarla un instante y fué á buscar á su Florencia perdida entre la multitud de parejas que cuajaban los salones.
— ¿Sabe usted, señorita, donde podré hallar á la señorita Florencia Dupasquier? preguntó Daniel á la misma Florencia, luego que consiguió llegar hasta ella.
— Allí, respondió Florencia, señalando un grande espejo donde se reproducia en ese momento su preciosa figura.
— ¡Ah! mil gracias, pero está tan léjos, que me veo privado á pesar mio de invitarla para lo primero que se baile.
— Es una felicidad, caballero, porque esa señorita está comprometida. ¿No es verdad, señor? preguntó Florencia dirigiéndose á su campañero, que no era otro que uno de los amigos íntimos de Daniel.
— ¿Y puedo saber quién es el feliz caballero que acompañará á usted?
— ¿Á usted?
— Á la señorita Florencia.
— Un servidor de usted, dijo otro jóven que se aproximaba á los interlocutores en ese momento, y que era uno de los que habian asistido á la reunion secreta pocas horas ántes.
— ¡Ah! está visto, es una verdadera conspiracion contra mí, dijo Daniel paseando encantado sus miradas por el rostro y el talle de su novia.
— Usted lo ha dicho, dijo Florencia.
— Está bien, yo buscaré algo que se asemeje á la señorita Florencia, le contestó Daniel haciéndola un gracioso saludo, cambiando una sonrisa que queria decir en cada uno, estoy contento, y volviendo adonde estaba Amalia en sostenida conversacion con la señorita Manuela Rosas.
Por predispuesto que estuviese el ánimo de Amalia contra el apellido de aquella jóven, su amabilidad y sencillez habíanse insinuado en su carácter naturalmente bueno y generoso. Manuela á su vez, impresionada por la belleza de Amalia, por la suavidad de su acentuacion, y por ese buen tono sin esfuerzo que se descubria en ella, dejó arrastrar fácilmente sus simpatías hácia la hermosa prima de Daniel, cuyo talento habia sabido apoderarse del buen querer de cuantos rodeaban á Rosas, apareciendo á los ojos de las mujeres, como frívolo y enamorado solamente, cosas de gran valor entre ellas, y á los ojos de los hombres como uu jóven que preparaba su inteligencia para ser útil algun dia á la santa causa de la Federacion.
Una y otra, pues, conversaban con interes, si no con amistad, cuando Daniel se llegó á su prima, y el coronel D. Mariano Maza á la señorita Manuela, á tiempo tambien que se paraba delante de las dos jóvenes el recdactor de la Gaceta y comandante de serenos D. Nicolas Mariño.
Un vals empezaba.
El coronel Maza presentó su mano á la hija de su gobernador, y esta la aceptó y levantóse en el acto: estaba comprometida para ese vals.
El redactor de la Gaceta quiso imitar la pantomima de Maza: estiró la mano hácia Amalia balbuciendo algunas palabras.
Daniel, sin hablar una sola, tomó de la mano á su prima, la levantó, y dándose vuelta hácia Mariño, que permanecia con la mano estirada, le dijo con la sonrisa mas diplomática del mundo:
— Está comprometida, señor Mariño.
Y como el anuncio no tenia contestacion, el recdactor se quedó en su puesto miéntras los primos se colocaron entre las parejas del vals.
Dos de ellas quedaron al fin dueñas del campo: Florencia y su compañero, Amalia y Daniel.
Florencia y Amalia eran, mas bien que dos mujeres, dos ángeles que volaban rozando la tierra con sus alas.
Florencia radiante, animada.
Amalia tranquila, impulsada por la voluptuosidad de la música y del movimiento.
Una y otra sostenida en el brazo de su compañero, no pisaban la alfombra, se deslizaban en ella como dos sombras, como dos creaciones del espíritu.
Las miradas de todos las seguian, se perdian con ellas en los giros fugitivos del vals, y se afanaban en vano por descubrir, bajo las nubes de seda y blondas, el pié delicado y flexible en que se apoyaban aquellos céfiros de amor, que pasaban junto á todos como suspiros de la música, como emanaciones de la luz.
De improviso cesó la música, y de improviso, como paradas por una voluntad superior, las dos jóvenes cesaron en su rápido movimiento, y las dos, al brazo de su compañero, dieron una vuelta por el salon, tan tranquilas, como si acabasen de levantarse de su asiento.
Florencia tenia pintadas de rosas sus mejillas.
Amalia estaba bañada de la palidez del nácar Florencia estaba bellísima.
Amalia, divina.
Las dos amigas sentáronse juntas en un ángulo del salon, y á pocos instantes Manuela, del brazo de Agustina, se acercó á Amalia.
Daniel permanecia de pié delante de su amada y de su prima.
Manuela presentó á Agustina, quien con los labios se dirigia á Amalia y con los ojos á la hermosa perla que sujetaba los espléndidos cabellos de la tucumana.
Sentáronse juntas las cuatro jóvenes, y miéntras Manuela entretenia la conversacion con Florencia, Agustina se ocupaba en hacer pregunta sobre pregunta á Amalia, sobre el vestido, sobre las cintas, los encajes, etc., etc.
Amalia estaba aturdida de la candidez de la bella porteña, y de cuando en cuando con los ojos interrogaba a Daniel sobre la especie de señora que tenia á su lado. Agustina, sin embargo, nada notaba de semejantes miradas. Las suyas inspeccionaban hasta la costura del vestido de Amalia.
— Yo quiero que seamos muy amigas, la dijo Agustina despues de haberla preguntado, si sabia dónde encontraria para comprar una perla semejante á la que tenia en su cabeza.
— Será para mí un grande honor, señora, el disfrutar de a amistad de usted, le contestó Amalia.
— Hace mucho tiempo que deseaba esta ocasion, prosiguió Agustina, y ya habia pensado el ir á casa de usted aunque padie me presentase; porque yo soy así, soy muy franca con mis amigas. Y me ha de mostrar usted todo cuanto tiene, ¿no es verdad?
— Con el mayor placer.
— Aquí no hay nada hoy; las tiendas están vacías, y si no hubiera sido por Florencia no hubiera hoy tenido un vestido con que venir al baile. Ahora solo llegan de encomienda los vestidos de Francia. Pero es preciso tener quien los mande de allí, ¿no es verdad?
— ¡Ah!sin duda!
— Pues eso mismo le digo yo á Mancilla todos los dias; pero qué! si es lo mismo que si hablara con la pared! ¡Qué feliz fué usted con su marido! Dicen que todo lo que usted tiene se lo hizo traer de Francia, ¿es cierto?
— Sí, señora, es cierto.
— ¡Oh, qué felicidad!
La conversacion siguió, poco mas ó ménos, sobre los asuntos que hacian en esa época el mundo, el paraíso de Agustina. Daniel iba á tomar parte en la conversacion para darle otro giro cuando se interpusieron entre él y Agustina un caballero negro y gordo y bajo, y una señora alta y gorda y blanca, que eran nada ménos que el señor Rivera, doctor en medicina y cirugía y su esposa Doña Mercédes Rosas, hermana tambien de Su Excelencia el Gobernador.
No lucia tanto en esa señora el vestido de raso color sangre que traia puesto, con guarniciones de terciopelo negro, ni los grandes zarcillos de topacio, ni los hilos de coral que traia al cuello, como lucian sobre la blanquísima cútis de su rostro unos rizados lunares rubios, cuya exuberancia se ostentaba con mas esplendidez en la redonda y turgente barba.
Esta señora, cuya vocacion eran las Musas, y cuyos instintos eran por la democracia, paróse entre Agustina y Amalia, no como si acabara de beber un vaso de agua de la fuente Hipocrene, sino como si acabase de sorber cuatro grandes tazas de la ponchera de Hoffmann; es decir, que la buena señora del médico Rivera tenia la cara roja y no rosada, y que por los carrillos que habrian dado envidia al mejor guardian del buen economista San Francisco, caian en hilo unas líquidas perlas que, filtrando por los abiertos poros de las sienes, bajaban como rocío á humedecer los redondos y blanquísimos hombros.
— ¡Ché! te he andado buscando por todas partes, le dijo á su hermana Agustina.
— Bien, ya me has hallado, ¿qué quieres?
— Sudando estoy, mujer; vamos á la mesa.
— ¿Ya?
— Sí, ya, ¿cómo está usted, señor Bello?
— Señora, estoy á los piés de usted.
— Y ¿qué se ha hecho que no se le ve en ninguna parte? enamorando á todas; ¿esta es su prima?
— Sí, señora, la señora Amalia Sáenz de Olabarrieta, y tengo el honor de presentársela á usted.
— Me alegro mucho de conocer á usted, díjo Doña Mercédes dando la mano á Amalia que se habia puesto de pié á la presentacion de Daniel. Yo tendré mucho gusto en que usted me trate, continuó. No espere que Bello la lleve á mi casa, vaya no mas á comer cuando guste. Si quiere, mi marido la irá á buscar, porque yo no soy tan celosa como él; este es mi marido, Rivera, el médico Rivera; ¿no le conocia usted?
— No tenia ese honor, señora.
— Sí, mucho honor; ¡si usted supiera lo que es! no me deja ni respirar, en su cara se lo digo para que se avergüence; ¿lo oyes?
— Lo oigo, Mercédes; pero estás embromando.
— ¡Sin vergüenza! Conque ya sabe, cuando quiera se va no mas como á su casa.
Amalia no sabia qué contestar. Estaba aturdida, perdida. No habia ni imaginádose que existieran personas semejantes en el mundo, y mucho ménos el que tuviera que entenderse con ellas. Y, sin embargo, el carácter de esta hermana de Rosas, tan originalmente cándida, era el mejor y mas inofensivo de la familia.
Felizmente, el comandante Maza, que parecia el caballero de Manuela en esa noche, se presentó á invitarla para llevarla á la mesa, y la escena cambió súbitamente.
Pararse Manuela y pararse todo el mundo, fué obra de un instante.
Las damas federales se precipitaban á seguir de satélites el astro radiante de la federacion de 1840. Cada una queria acercársele y marchar junto á ella para colocarse á su lado en la mesa.
Las damas unitarias, al contrario, ó se dejaban estar en su asiento, ó se separaban lo mas posible de las otras, cambiando entre ellas miradas conversadoras y significativas.
Daniel, en el momento de levantarse Manuela y Agustina, hizo señas á uno de sus amigos; se acercó, le habló dos palabras al oído, y el jóven presentó su brazo á Amalia, miéntras Florencia tomó el de Daniel.
Asi marchaban al gran comedor del palacio, atravesando los salones y las galerías, cuando la señora de N….. conducida por un caballero jóven, se acervó á Amalia y la dijo al oído:
— La felicito á usted por sus nuevas amistades.
Amalia contestó con una sonrisa.
— Comprendo esa sonrisa. Estamos de acuerdo. Pero hay una cosa grave.
— ¿Una cosa grave? dijo Amalia parándose, y sintiendo un fuerte latido en su corazon, porque allí lo que no la asustaba, la inquietaba.
— Sí.
— ¿Y cuál?
— Mariño está en el asunto.
— ¿Aquel hombre de los ojos? ....
— Aquel hombre de los ojos.
— Pero bien, ¿qué hay?
— ¿Qué hay?
— Sí.
— Que la sigue á usted con las miradas en todas partes: que la devora á usted, y que acaba de decir á un amigo mio, que ha de ser usted suya, ó que el diablo se lo ha de llevar.
— ¡Ah! entónces felicitémonos, señora, y vamos á la mesa, dijo Amalia volviendo á tomar el brazo de su compañero.
— No, no, despacio, dijo la señora de N.... usted no sabe, mi querida, qué hombre es ese.
— ¡Ese hombre! ese hombre es un loco y nada mas, señora, contestó Amalia haciendo un imperceptible movimiento de hombros y saludando con una graciosísima sonrisa á la señora de N…..
Daniel estaba en ascuas por la demora de Amalia, reservándola en la mesa una silla al lado de Florencia, y temiendo por momentos que la ocupase alguna otra.
Felizmente, Amalia entró al comedor cuando aun no habia sido ocupado aquel asiento, y se colocó en él: Daniel y su amigo permanecieron tras de las sillas de ambas jóvenes.
El sempiterno maestro de ceremonias, coronel Erézcano, habia determinado ciertos asientos en la mesa, segun el rango de ciertas de las personas que allí estaban. Los demas asientos se ocuparon por las señoras indistintamente.
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